Текст книги "Antología De Novelas De Anticipación I"
Автор книги: Varios Autores
Жанр:
Научная фантастика
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La estación apareció a la izquierda de la pantalla; una zona de unos cuantos acres, toscamente aplanada; la primera y única señal de orden en el caos de piedra. En el extremo más apartado había un par de cabañas hemisféricas, una mucho mayor que la otra. En el extremo más próximo, unas cuantas canastas cilíndricas estaban alineadas junto a una rampa de lanzamiento labrada en la roca, había largas hileras de recipientes de lona, algunos llenos de un material de forma cónica, otros deshinchados, vacíos o semivacíos. Un enorme espejo parabólico se erguía en lo alto de una roca detrás de la estación, como una monstruosa flor. Y en todo el escenario no había más que una señal de movimiento: una diminuta figura enfundada en un traje espacial, en frente de la mayor de las cabañas, agitando frenéticamente los brazos en dirección a la nave.
Duncan se apartó de la pantalla y regresó a la cabina. Encontró a Lellie luchando con una enorme maleta que, bajo la influencia de la deceleración parecía dispuesta a aplastarla contra la pared. Duncan empujó la maleta a un lado y tiró de la muchacha hacia sí.
–Ya estamos llegando —le dijo—. Ponte el traje espacial.
Los redondos ojos de Lellie dejaron de prestar atención a la maleta y se volvieron hacia él. Pero no revelaron nada de lo que sentía, nada de lo que pensaba.
Dijo, simplemente:
–Traje ezpazial. Zí... muy bien.
En la cámara de descompresión de la cabaña, el superintendente que debía ser relevado por Duncan prestó más atención a Lellie que al disco regulador. Sabía por experiencia el giro exacto que debía darle, y lo giró sin mirar siquiera la saeta indicadora.
–Ojalá se me hubiese ocurrido a mí traerme una —dijo—. Me hubiera sido muy útil.
Abrió la puerta interior y les invitó a pasar.
–Esta es su casa. Bienvenidos a ella —dijo.
La habitación principal tenía una forma sumamente irregular a causa de la construcción en cúpula de la cabaña, pero era muy espaciosa. Estaba sumamente desarrollada y excesivamente sucia.
–¿Para qué iba a limpiarla? No esperaba recibir ninguna visita —explicó el superintendente saliente. Miró a Lellie. El rostro de la muchacha no expresaba en absoluto lo que pensaba del lugar—. Estos marcianos no se sabe nunca lo qué piensan —añadió—. No parecen captar ninguna impresión.
Duncan asintió:
–Creo que ésta se quedó asombrada al ver que había nacido, y todavía no se ha repuesto de la sorpresa.
El otro hombre siguió mirando a Lellie. Sus ojos se desviaron de ella hacia un conjunto mental de bellezas terrestres, y regresaron de nuevo.
–Estas marcianas tienen unas formas muy raras —murmuró.
–Esta estaba considerada como bastante guapa en el lugar de donde procede —dijo Duncan, un poco secamente.
–Desde luego, desde luego. No se ofenda, compañero. Creo que todas las mujeres van a parecerme raras después de la temporada que he pasado aquí. —Cambió de tema—: Será mejor que les enseñe todo esto.
Duncan hizo una seña a Lellie para que abriera la mirilla de su casco de modo que pudiera oírle, y luego le dijo que se quitara el traje espacial.
La cabaña era del tipo habitual: piso doble, paredes dobles, con un espacio aislado entre los dos; construida de un solo cuerpo, y fijada a la roca por medio de estacas de acero. La vivienda contaba con tres habitaciones más, dispuestas para albergar a más personal en caso de que aumentara el tránsito de la estación.
–El resto —explicó el superintendente saliente– son los almacenes de la estación, y contienen principalmente víveres, cilindros de aire, repuestos de todas clases, y agua. Tendrá que decirle a la muchacha que vaya con cuidado con el agua; la mayoría de las mujeres parecen creer que el agua nace de un modo natural en las barricas.
Duncan sacudió la cabeza.
–Esto no cuenta para los marcianos. La vida en los desiertos les infunde un respeto natural hacia el agua.
El otro hombre cogió un puñado de formularios.
–Son las entradas y salidas de almacén. Las comprobaremos y firmaremos después. La única carga, ahora, son tierras metalíferas raras. Callisto no ha sido abierto todavía al tráfico. El manejo de todo esto es muy sencillo. Cuando haya una canasta en camino le avisarán a usted: tiene que limitarse a mantener en funcionamiento el poste de señales de radio, para evitar que se despisten. En el despacho de mercancías no puede equivocarse si se atiene a las tablas. —Miró a su alrededor—. Todas las comodidades hogareñas ¿Lee usted? Hay una enorme cantidad de libros...
Señaló con la mano las hileras de volúmenes que cubrían la mitad de la pared interior de separación.
Duncan dijo que nunca había sido demasiado aficionado a la lectura.
–Bueno, ayuda mucho —dijo el otro—. Hay obras de todas clases. Y aquí están los discos. ¿Es usted aficionado a la música?
Duncan dijo que le gustaba escuchar una buena canción.
–Hum... Será mejor que se dedique a oír otra clase música. Las canciones se le meten a uno en la cabeza y ponen melancólico. ¿Juega al ajedrez?. —Señaló un tablero, con las piezas terminadas en una clavija que se adaptaba a una muesca labrada en los cuadros.
Duncan sacudió negativamente la cabeza.
–Lástima. Hay un chico en Callisto que juega bastante bien. Ahora está disgustado porque no podremos terminar la partida. Claro que si yo hubiera pensado en hacer lo que hecho usted, no me hubiese preocupado del ajedrez. —Miró de nuevo a Lellie—. ¿Qué imagina que va a hacer aquí la muchacha, además de cocinar y de distraerle a usted? —preguntó.
Era una pregunta que no se le había ocurrido hacerse a Duncan, pero se encogió de hombros.
–¡Oh! No creo que se aburra. Los marcianos son estúpidos por naturaleza. Se pasan horas y horas sentados, sin hacer absolutamente nada. Es un don que poseen.
–Aquí le será de mucha utilidad, desde luego —dijo el otro hombre.
Empezaron las tareas normales subsiguientes a la llegada de una nave. Descargaron las cajas, y cargaron las tierras metalíferas. Una pequeña nave-cohete llegó a Callisto transportando un par de buscadores de metales cuyo plazo de exploración había terminado, y se marchó de nuevo con los dos hombres que iban a reemplazarles. Los ingenieros de la nave revisaron la maquinaria de la estación, hicieron algunas reparaciones, llenaron los tanques de agua, cargaron los cilindros de aire vacíos, comprobaron y volvieron a comprobar antes de dar su visto bueno final.
Duncan salió al exterior de la cabaña, en el mismo lugar donde no hacía mucho su predecesor les había hecho objeto de una frenética bienvenida, para contemplar la partida de la nave. La mole metálica ascendió en línea recta, empujada suavemente por sus reactores. Luego describió una elíptica, brillando contra el negro cielo. Los turborreactores empezaron a soltar un chorro de fuego blanco de bordes rosados. Rápidamente, la nave adquirió velocidad. Al cabo de unos instantes se había convertido en un puntito apenas visible en la línea del horizonte.
Súbitamente, Duncan experimentó la sensación de que también él se había convertido en un diminuto punto sobre una desolada masa de rocas, que a su vez era un puntito en la inmensidad. El indiferente cielo encima de él no tenía perspectiva alguna. Era una bóveda completamente negra en la cual ardían perpetuamente, sin motivo ni propósito, su sol materno y una miríada de otros soles.
Las rocas del propio satélite, irguiéndose en sus ásperas crestas y riscos, no tenían tampoco perspectiva. Duncan no podía decir sí estaban muy cerca o muy lejos; ni siquiera podía describir su verdadera forma, ya que las sombras se confundían con las rocas. Ni en la Tierra, ni en Marte, había nada que pudiera compararse con ellas. Sus bordes, no desgastados por el tiempo, estaban tan afilados como la hoja de una espada: habían sido tan afilados como ahora durante millones de millones de años, y continuarían siéndolo mientras existiera el satélite.
Los inmutables millones de años parecían extenderse delante y detrás de él. No era sólo él mismo, sino toda la vida la que era un punto diminuto, un incidente transitorio, completamente sin importancia para el universo. La realidad no era más que unos globos de fuego y unas masas de piedra girando, girando insensiblemente a través del vacío, a través del tiempo inimaginable, siempre, siempre, siempre...
En el interior de su calefactado traje espacial, Duncan tembló ligeramente. Hasta entonces, nunca había estado tan solo; nunca había tenido tal conciencia de la vista, insensible, e inútil soledad del espacio. Mirando a través de la oscuridad, la luz que una estrella había dejado brillando en sus ojos hacía un millón de años, se interrogó a sí mismo.
«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Cuál es la trama de todo esto?»
El sonido de su propia pregunta sin respuesta posible interrumpió sus reflexiones. Sacudió la cabeza como para apartar de su cerebro aquellas especulaciones sin sentido. Volvió la espalda al universo, dejándolo nuevamente reducido a su verdadera categoría, la de un telón de fondo para la vida en general y para la vida humana en particular, y penetró en la cámara reguladora de la presión.
El trabajo, tal como le había indicado su predecesor, era sencillo. Duncan establecía contacto por radio con Callistos en los plazos fijados de antemano. Habitualmente, aquellos contactos no eran más que una comprobación rutinaria de que proseguía la mutua existencia, con algún ocasional comentario sobre las noticias radiofónicas. Muy de tarde en tarde le anunciaban que había una canasta en camino, a fin de que Conectara el poste de señales de radio. Luego, a su debido tiempo, hacía su aparición la canasta, descendiendo lentamente. Descargarla y cargarla era un juego de niños.
Los días del satélite eran demasiado cortos, y sus noches, iluminadas por Callisto, y a veces también por Júpiter, eran casi tan brillantes como el día; de modo que Duncan se regía por el reloj-calendario que señalaba la hora terrestre de acuerdo con el meridiano de Greenwich. Al principio, la mayor parte del tiempo había estado ocupado arreglando la, carga que la nave había dejado. Parte de ella en la cabaña principal: artículos de consumo para él y para Lellie, y otros que debían almacenarse en un lugar cálido y ventilado. Otra parte de la carga debía ser almacenada en la cabaña pequeña, fría y sin ventilar. Y la mayor parte debía ser colocada cuidadosamente en las canastas para su posterior envío a Callisto. Pero, una vez realizado aquel trabajo, la tarea resultaba fácil, demasiado fácil...
Duncan se trazó un programa. A intervalos regulares inspeccionaría esto y aquello, revisaría tal máquina y tal otra, etcétera. Pero cumplir al pie de la letra un programa inútil requiere mucha fuerza de voluntad. Las máquinas, por ejemplo, estaban construidas para funcionar durante largos períodos de tiempo sin necesidad de revisiones. En caso de avería, la máquina dejaría de funcionar. Y, en tal caso, lo único que podría hacer seria llamar a Callisto para que enviaran una nave-cohete a recogerlos hasta que llegara una nave para repararla. La Compañía le había explicado claramente que una avería sería la única cosa que justificaría su abandono de la estación. Y habían añadido que provocar una avería con el fin de conseguir un «cambio de ambiente» podía darle muy malos resultados. Lo cierto es que Duncan no se atuvo por mucho tiempo a su programa.
Había ocasiones en que Duncan se preguntaba a sí mismo si la idea de traerse a Lellie había sido tan buena, después de todo. En el aspecto puramente práctico, él no hubiera cocinado tan bien como ella lo hacía, y probablemente hubiera vivido rodeado de la misma suciedad que su predecesor, pero, si Lellie no hubiera estado allí, la necesidad de ocuparse de sí mismo le hubiese proporcionado un poco de distracción. Incluso desde el punto de vista de la compañía... Bueno, Lellie era una compañera remota, extraña; era una especie de robot, y completamente tonta; desde luego, nada divertida. Y había ocasiones, cada vez más frecuentes, en que sólo el verla le irritaba extraordinariamente; le irritaba su modo de moverse, y sus gestos, y su estúpido ceceo cuando hablaba, y su alejamiento, y todas sus desemejanzas, y el hecho de que sin ella tendría 2.360 libras más en su cuenta... Y ella no realizaba el menor esfuerzo para poner remedio a sus defectos, aunque dispusiera de los medios para ello. Su cara, por ejemplo. Cualquier muchacha trataría de mejorar su aspecto en lo posible. Cualquier muchacha, menos ella. Aquellas cejas torcidas, por ejemplo: le daban un aspecto de payaso aturdido... Pero a ella le importaba un comino.
–Por lo que más quieras —le dijo Duncan a Lellie una vez más—, deja de bizquear. Me pones nervioso. ¿Es que no has aprendido todavía a mirar en línea recta? Y te has puesto mal el colorete, también. Mira esta fotografía... y ahora mírate en el espejo: un pegote de colorete, y mal puesto, además. Y tu pelo... otra vez parece un estropajo. Péinatelo bien, y vuelve a peinártelo las veces que haga falta. Sé que no puedo evitar que seas una estúpida marciana, pero al menos puedes intentar parecerte a una mujer de veras.
Lellie contempló la fotografía en colores, y luego se miró al espejo, comparando.
–Zí... muy bien —dijo, con absoluto despego.
Duncan lanzó un bufido.
–¡Esta es otra! ¡Tu maldito ceceo! No es «zí», es «sí». S-í, sí. Vamos, di «sí».
–Zí —dijo Lellie, solícitamente.
–¡Oh! ¿Es que no puedes oír la diferencia? S-ss, no z-z-z. Sssí.
–Zí —dijo Lellie.
–No. Cierra los dientes y no apoyes la lengua en ellos. Sssí:
La lección se prolongó un buen rato. Finalmente, Duncan perdió los estribos.
–¿Crees que vas a tomarme el pelo indefinidamente? ¡Ten cuidado, niña! Ahora, di «sí».
–Z-zí —murmuró Lellie, nerviosamente.
La mano de Duncan cruzó su rostro con más fuerza de la que él mismo quiso imprimirle. El impacto le hizo perder su contacto magnético con el suelo y la envió volando a través de la habitación, en un remolino de brazos y piernas. Chocó contra la pared opuesta y rebotó en ella para flotar desválidamente, lejos del alcance de algo a que agarrarse. Duncan se acercó a ella a grandes zancadas, la agarró con fuerza y la puso nuevamente en pie. Su mano izquierda aferró el buzo de la muchacha por la parte delantera, inmediatamente debajo de la garganta de Lellie. Su mano derecha se alzó, amenazadora.
–¡Otra vez! —ordenó.
Los ojos de Lellie se abrieron todavía más, con expresión de desamparo. Duncan la sacudió fuertemente. Lellie probó. A la sexta tentativa, articuló:
–Z-sí.
Duncan se dio por satisfecho, de momento.
–Puedes hacerlo. ¿Te das cuenta? Puedes hacerlo... si te la gana. Lo que tú necesitas, niña, es un poco de mano dura.
La soltó. Lellie se apartó de él, tambaleándose, sosteniéndose cl dolorido rostro con las manos.
Muchas veces, mientras las semanas se deslizaban lentamente hasta convertirse en meses, Duncan se sorprendió a sí mismo preguntándose si iba a resistirlo. Prolongaba tanto como podía las tareas que le estaban encomendadas, pero a pesar de ello le quedaba aún mucho tiempo que no sabía en qué invertir.
Un hombre de cuarenta años que no ha leído más que un artículo de una revista muy de cuando en cuando, no soporta los libros. Los discos de música ligera, tal como había profetizado su predecesor, le ponían de peor humor, y los otros le resultaban insoportables. Aprendió a mover las piezas del ajedrez, valiéndose de un manual, y luego le enseñó a Lellie a moverlas, para ver si con un poco de práctica se ponía en condiciones de retar al ajedrecista de Callisto. Sin embargo, Lellie le ganaba una y otra vez, hasta que Duncan llegó a la conclusión de que no poseía el tipo de mentalidad que requería aquel juego. Entonces le enseñó a Lellie una especie de doble solitario, pero tampoco esto duró mucho tiempo; todas las cartas favorables parecían corresponderle siempre a ella.
De modo que se pasaba la mayor parte del tiempo sentado, sin hacer nada, odiando al satélite, furioso consigo mismo y enojado con Lellie.
Lo que más le irritaba era la flema con que la muchacha se dedicaba a sus tareas. Le parecía injusto que ella pudiera tomárselo con más calma que él, simplemente porque era una estúpida marciana. Cuando su malhumor se convertía en vocal, la mirada de Lellie mientras le escuchaba le exaspera ha todavía más.
–¿Es que no puedes hacer que ese estúpido rostro que tienes exprese algo? —le dijo un día—. ¿No puedes reír, o llorar, o volverte loca? ¡Siempre la misma cara, siempre la misma cara! No puedo evitar que seas tonta, pero cambia un poco de cara, por lo que más quieras. ¡Dale un poco de expresión!
Lellie continuó mirándole, sin que en su rostro se produjera el menor cambio.
–¿Es que no me has oído? ¡Vamos, sonríe! ¡Maldita estúpida! ¡Sonríe!
La boca de Lellie se torció ligeramente.
–¿A eso le llamas una sonrisa? ¡Mira, esto es una sonrisa! —Señaló una fotografía pegada a la pared: una sonriente starlett, mostrando una blanquísima dentadura—. ¡Así! ¡Así!
–No dijo Lellie—. Mi cara no puede arrugarse como las caras terrestres.
–¿Arrugarse? —estalló Duncan—. ¿A eso le llamas arrugarse? —Avanzó hacia ella con aire amenazador. Lellie retrocedió hasta que su espalda tropezó en la pared—. ¡Yo haré que tu cara se arrugue, niña! ¡Vamos, sonríe!
Levantó su mano.
Lellie se cubrió el rostro.
–¡No! —protestó—. ¡No... no... no!
El mismo día en que se cumplían ocho meses de su estancia en el satélite, Duncan recibió aviso de Callisto de que había una nave en camino. Un par de días después pudo establecer contacto directo con la nave, la cual confirmó su llegada dentro de una semana. Duncan se mostró tan excitado como si se hubiera bebido unas copas de más. Había preparativos que hacer, almacenes que revisar... Duncan puso manos a la obra con renovado entusiasmo, canturreando en voz baja mientras trabajaba. Incluso dejó de estar enojado con Lellie. En cuanto a ella, ¿quién podía saber el efecto que le había causado la noticia?
En el momento previsto, la nave aterrizó en el satélite. Duncan subió a bordo, con la sensación de que regresaba a un mundo que había creído definitivamente perdido. El capitán le acogió calurosamente y le invitó a beber. Todo pura rutina: incluso el tartamudeo de Duncan y su leve embriaguez eran cosas normales en circunstancias como aquellas. El procedimiento sólo se apartó de lo normal cuando el capitán le presentó a un hombre, diciéndole:
–Tengo una sorpresa para usted, superintendente. Éste es el doctor Whint. Va a compartir su exilio una temporada.
Duncan le estrechó la mano.
–¿Doctor...? —dijo, sorprendido.
–No soy doctor en medicina, sino en ciencias —explicó Alan Whint—. La Compañía me ha enviado aquí para realizar unas investigaciones geológicas... si es que puede ser utilizada, en este caso, la palabra «geo». Cosa de un año. Espero que no le importará.
Duncan se apresuró a afirmar que le encantaría su compañía, y eso fue todo, de momento. Más tarde, acompañó al doctor a la cabaña. Alan Whint quedó sorprendido al encontrar allí a Lellie; era evidente que nadie le había hablado de ella. Interrumpió las explicaciones de Duncan para decir:
–¿No va a presentarme usted a su esposa?
Duncan lo hizo, de mala gana. Le molestó el tono de reproche en la voz del hombre; y le molestó también que saludara a Lellie como si fuera una mujer terrestre. Se dio cuenta, asimismo, de que Whint había notado las magulladuras en el rostro de Lellie, que el colorete no cubría por completo. Clasificó mentalmente a Alan Whint como a un tipo fino y snob, y deseó que no le planteara dificultades.
Cuando las dificultades se presentaron, tres meses después, no podría decirse quién se las planteó a quién. Anteriormente, habíanse producido ya varios conatos de discusión que hubiesen degenerado en abierta hostilidad si el trabajo de Whint no le hubiera mantenido lejos de la cabaña la mayor parte del tiempo. El choque se produjo cuando Lellie alzó los ojos del libro que estaba leyendo para preguntar:
–¿Qué significa «emancipación femenina»?
Alan empezó a explicárselo. No había terminado la primera frase cuando Duncan le interrumpió:
–Oiga... ¿quién le ha pedido que meta ideas en su cabeza?
Alan se encogió ligeramente de hombros y miró a Duncan.
–Esa es una pregunta estúpida —dijo—. Y, de todos modos, ¿por qué no ha de tener ella ideas?
–Ya sabe lo que quiero decir.
–Nunca he comprendido a los individuos que al parecer no dicen lo que quieren decir. Pruebe otra vez.
–De acuerdo. Lo que quiero decir es esto: se ha presentado usted aquí con sus modales remilgados y su afectada conversación, y desde el primer momento se ha dedicado a meter las narices en cosas que no son de su incumbencia. Para empezar, ha estado tratando a Lellie como si fuera una dama de alto copete.
–Desde luego. Y me alegro de que se haya dado cuenta.
–¿Cree que no me he dado cuenta, también, de lo que pretende?
–Estoy convencido de que no. Es usted un tipo demasiado elemental. Usted cree, a su modo simplista, que estoy tratando de conquistar a su chica, y lo lamento con todo el peso de dos mil trescientas sesenta libras. Pero se equívoca usted: no pertenezco a esa clase de hombres.
–Mi esposa —rectificó Ducan, muy excitado—. Puede ser una estúpida marciana, pero legalmente es mi esposa: y tiene que hacer lo que yo diga.
–Sí, Lellie es una marciana, y es posible que en un sentido sea su esposa; pero no es estúpida, ni mucho menos. Sólo tiene que fijarse en la rapidez con que ha aprendido a leer, en cuanto alguien se ha tomado la molestia de enseñarle. No creo que usted resultara un alumno demasiado brillante en un idioma del cual sólo conociera unas cuantas palabras y no supiera leerlo.
–Nadie le ha pedido a usted que la enseñe a leer. Lellie no necesita leer. Tal como era, estaba perfectamente.
–Habla usted como un perfecto esclavista. Bueno, me alegro de haberle desenmascarado.
–¿Y por qué lo ha hecho? Para que ella piense que es usted un gran tipo... Por eso la ha estado embaucando con sus palabras melosas: para que piense que es usted un hombre mejor que yo.
–He hablado con ella tal como le hablaría a cualquier mujer en cualquier parte... aunque de un modo más sencillo, porque ella no ha tenido posibilidades de recibir una educación. Si ella piensa que soy un hombre mejor que usted, estoy de acuerdo con ella. Lamentaría no serlo.
–Yo le demostraré a usted quién es el mejor... —empezó Duncan.
–No necesita usted demostrarlo. Cuando llegué aquí supe la clase de individuo que era usted: me bastaba con saber que había aceptado este trabajo. Ahora, además, sé que es usted un rufián. ¿Cree que no me he dado cuenta de las magulladuras del rostro de Lellie? ¿Cree que ha sido agradable para mí oír como maltrataba a una muchacha a la que usted ha mantenido deliberadamente ignorante e indefensa, cuando es potencialmente diez veces más inteligente que usted? ¡Bellaco!
En el calor del momento, Duncan no consiguió recordar lo que significaba la palabra bellaco, pero en cualquier otra parte el hombre no la hubiera pronunciado sin tropezar con el puño de Duncan que le cerraba la boca. Sin embargo, incluso a través de 511 ira, veinte años de experiencia espacial le contuvieron: siendo poco más que un chiquillo había aprendido la ridícula inutilidad de luchar en un espacio carente de gravedad, y que cuanto más furioso estaba un hombre más en ridículo se ponía.
De modo que las cosas no fueron más allá. Y con el paso del tiempo la situación se suavizó, y volvió a ser la misma, casi, que antes del incidente.
Alan continuó llevando a cabo sus expediciones en la pequeña aeronave que había traído consigo. Examino y exploró diversas zonas del satélite, regresando con muescas de roca que clasificaba cuidadosamente. Su tiempo libre lo dedicaba, como antes, a la educación de Lellie.
Duncan no dudaba, en el fondo, de que lo hacía para distraerse. por una parte, y porque consideraba que hay que enseñar al que no sabe, por otra; pero estaba igualmente convencido de que un contacto tan íntimo era muy peligroso. Hubiera puesto las manos en el fuego de que entre Lellie y Alan Whint no había absolutamente nada... todavía. Pero Alan permanecería allí otros nueve meses, suponiendo que vinieran a relevarle puntualmente. Lellie le adoraba ya como a un héroe. Y él la malcriaba cada día más tratándola como si fuera una mujer terrestre. Un día adquirirían conciencia el uno del otro... y la reacción inmediata podría ser el considerarle a él, Duncan, como un obstáculo que era preferible eliminar. Valía más prevenir que curar, y lo más sensato era evitar que la situación evolucionara hasta aquel punto. Todas las cosas tienen solución.
Todas.
Un día, Alan Whint salió en su aeronave para explorar una zona situada en la parte inferior del satélite. Y no regresó.
Eso fue todo.
No había modo de saber lo que Lellie pensó de aquel hecho; pero algo pareció ocurrirle.
Durante varios días, se pasó la mayor parte del tiempo mirando a través de la ventana principal de la cabaña, contemplando el desolado paisaje rocoso. No podía esperar el regreso de Alan, puesto que sabía tan bien como Duncan que pasadas treinta y seis horas no existía ninguna posibilidad de regreso. No decía nada. Su expresión se mantenía inalterable. Únicamente sus ojos habían cambiado ligeramente: parecían un poco menos nuevos, como si se hubiera replegado detrás de ellos.
Duncan no podía decir si la muchacha sabía o sospechaba algo. Y no parecía existir ningún medio para descubrirlo sin introducir la idea en su cerebro... si es que no estaba ya allí. Duncan estaba —aunque no se atrevía a admitirlo– un poco asustado de ella. Demasiado asustado, en realidad, para atreverse a pedirle cuentas por el tiempo que se pasaba ociosamente, mirando por la ventana. Sabía lo fácil que resultaba provocar un accidente fatal en un lugar como aquél. Como medida de precaución, se acostumbró a poner botellas de aire nuevas en su traje espacial cada vez que salía, comprobando que todas estuvieran completamente llenas. También se acostumbró a colocar un trozo de roca de modo que la puerta exterior de la cámara reguladora de la presión no se cerrara detrás de él. Vigiló cuidadosamente que su comida y la de Lellie procedieran del mismo recipiente, y controló todos los movimientos de la muchacha. Sin embargo, no podía decir si ella sabía o sospechaba algo... Desde que habían adquirido la certeza de que no regresaría, Lellie no había pronunciado ni una sola vez el nombre de Alan...
Aquella situación se prolongó por espacio de una semana. Entonces, repentinamente, cambió. Lellie dejó de mirar a través de la ventana... y se dedicó a leer insaciablemente, vorazmente.
A Duncan le resultaba difícil comprender el interés que Lellie manifestaba por la lectura, un interés que le desagradaba profundamente, aunque decidió no intervenir, de momento. Al menos, la lectura mantenía su mente apartada de otras cosas, lo cual no dejaba de ser una ventaja.
Paulatinamente, Duncan empezó a sentirse mejor. La crisis estaba superada. Lo mismo si había sospechado algo, que si no había sospechado nada, Lellie había decidido olvidarse del asunto. Su afición a los libros, sin embargo, no disminuyó. A pesar de las continuas quejas de Duncan, recordándole que había gastado la respetable suma de 2.360 libras para tener compañía, Lellie continuó leyendo, como si se hubiera propuesto devorar todos los volúmenes de la biblioteca.
Gradualmente, la situación se normalizó. Cuando llegó la próxima nave, Duncan espió ansiosamente a Lellie por si había estado disimulando todo aquel tiempo en espera de poder comunicar sus sospechas a alguien. Pero no sucedió nada. La muchacha no habló del asunto en ningún momento. Y cuando la nave emprendió el viaje de regreso, Duncan se dijo a sí mismo que no se había equivocado al juzgar a Lellie: no era más que una estúpida marciana. Se había olvidado, sencillamente, de Alan Whint y de su desaparición, del mismo modo que podía olvidarlo un niño.
Sin embargo, a medida que los meses de su contrato iban transcurriendo descubrió que tenia que revisar su concepto de la estupidez de Lellie. La muchacha estaba aprendiendo en los libros cosas que él nunca había sabido. Pero Duncan era un hombre práctico, y tenía el recelo que todos los hombres prácticos experimentan ante el conocimiento adquirido en los libros. Creyó necesario, pues, explicarle a la muchacha que la mayor parte de lo que se escribía eran tonterías, sin relación ninguna con los problemas de la vida: y empezó a hablarle de esos problemas, citándole ejemplos extraídos de su experiencia, y sin darse cuenta, descubrió que le estaba dando lecciones.
Lecciones que Lellie asimiló también rápidamente. Necesariamente, Duncan tenía que revisar un poco más su opinión de los marcianos. No es que fueran tan estúpidos como había creído... sino que eran demasiado tontos para empezar a utilizar el cerebro que poseían. No pasaría mucho tiempo sin que Lellie supiera tanto como él mismo acerca del mecanismo y funcionamiento de la estación. Duncan no había previsto, ni mucho menos, la posibilidad de convertirse en profesor de Lellie, pero esto le proporcionaba una distracción preferible a la ociosidad anterior. Además, se le ocurrió que la muchacha, a fin de cuentas, podía representar una inversión mucho mejor de lo que había imaginado...
Duncan siempre había pensado que la educación era un modo como otro de perder el tiempo, pero ahora empezaba a considerar serenamente la posibilidad de recuperar, cuando regresara a Marte, una parte mayor de lo que había esperado de las 2.360 libras. Tal vez Lellie pudiera convertirse en una eficiente secretaria... Empezó a enseñarle los escasos rudimentos de contabilidad que conocía...
Los meses de servicio iban amontonándose; ahora con mucha más rapidez. Durante la última etapa, cuando uno había adquirido confianza en su capacidad para soportar aquella prueba, resultaba sumamente agradable permanecer sentado, sin hacer nada, pensando en el dinero que iba amontonándose también a medida que transcurrían los meses.
En Callisto había sido descubierto un nuevo filón, y los envíos al satélite aumentaron ligeramente. Por lo demás, la rutina continuaba invariable. Las escasas naves avisaban su llegada, tomaban tierra, cargaban y volvían a marcharse.