Текст книги "Antología De Novelas De Anticipación I"
Автор книги: Varios Autores
Жанр:
Научная фантастика
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Rossi fue el único que consiguió recobrar el dominio parcial de sí mismo, pero lo hizo a tiempo para salvarnos. Con el rostro de un ángel nos dijo que subiéramos al esquife: en estado de trance, como aquellos que acaban de ser objeto de un milagro, obedecimos. Rossi hizo recobrar el conocimiento al conductor, sobre el cual yo había descargado mi depresor, y empezamos a elevarnos. Mientras ascendíamos, vimos a una multitud de venusinos enfrentados a nosotros y persiguiéndonos con su amor. Rossi tuvo que descargar el depresor sobre el doctor Pound para evitar que fuera a reunirse con los venusinos saltando por la borda del esquife.
Volvimos a nuestro túnel, que Rossi había tenido la precaución de señalar con el desintegrador, y nos introducimos en él. El poder de los cariñosos venusinos disminuyó, pero no nos sentimos sanos y salvos hasta que hubimos alcanzado el otro extremo del túnel. Habían cubierto la entrada con otra pantalla: la desintegramos y salimos a la cavidad excavada por nuestra bomba, acogiendo con gran alivio los cálidos ruidos del Venus exterior.
Era la hora; disponíamos de tiempo más que suficiente. Nos hubiera gustado celebrar alguna ceremonia para festejar nuestra huida y el éxito, por pequeño que fuera, de nuestra misión, pero las circunstancias no permitían ceremonias de ninguna clase. Rossi exploró los extremos más recónditos de la cavidad; nos informó de que no había encontrado arena: sólo una capa de polvo. Suponía que la cavidad no quedaría nunca llena, ni completamente cerrada. A ninguno de nosotros le importaba.
Entramos en la nave y, después de cerrarla herméticamente, nos sentamos en la sala de mandos para comer y para filosofar un poco, reasumiendo nuestros papeles de representantes de la Tierra.
–Yo diría —dijo Bertel– que hemos fracasado.
–¿Por qué? —inquirí—. Hemos descubierto...
–Sí, sí —me interrumpió—. Hemos descubierto y hemos descubierto. Pero, ¿a quién diablos le importar hacer la guerra a esos badulaques que hemos descubierto? Nunca serán aptos para luchar.
Pero Rossi era más optimista.
–Siempre queda Marte —dijo—. Podemos aprovechar la fuerza específica de Venus para hacerle la guerra a Marte. Marte parece ser un enemigo de cuidado para cualquiera.
–Tal vez perduren los dos —dijo Bertel—, hasta que la naturaleza del hombre haya cambiado.
–Esto —dijo el doctor Pound– es inconcebible.
Bertel le miró belicosamente, pero decidió aplazar la discusión hasta que estuviéramos en el espacio. Había llegado el momento de emprender la marcha.
Cuando la nave salía de la cavidad excavada por la bomba, Rossi recordó que habíamos olvidado una parte de nuestras obligaciones. El Presidente nos lo había encargado de un modo especial cuando acudió a desearnos un buen viaje, muchas horas antes. Los cuatro estuvimos de acuerdo en que el mejor lugar para ponerlo era la pared del fondo de la cavidad, y colocamos la lápida de bronce de modo que quedase bien visible. La lápida llevaba la siguiente inscripción:
ESTE PLANETA FUE DESCUBIERTO POR EMISARIOS
DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.
LOS PERMISOS DE EXPLORACIÓN
DEBEN SER SOLICITADOS AL GOBIERNO
DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.
TODOS LOS DERECHOS DE EXPLOTACIÓN
ESTÁN RESERVADOS
POR LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.
Rasgo De Ingenio
Gordon R. Dickson
Era un planeta bueno. Era un planeta muy bueno: valía en justicia un bono de la Clase A. Hank Shallo se limpió los labios con el dorso de su mano cuadrada, velluda, de prominentes nudillos, soltó la taza de café y puso su nave en órbita alrededor del lugar. La órbita tenía una ligera deriva, debido a que el giroscopio necesitaba un repaso; pero Hank estaba acostumbrado a estas anomalías, como lo estaba al hecho de que la cafetera hubiese sido instalada en el termostato a un nivel inferior al por él indicado. Hizo las necesarias correcciones mientras miraba hacia abajo, en busca de un lugar conveniente para aterrizar.
Hank era un explorador del universo: un pionero interestelar que volaba en una nave espacial individual, buscando nuevos hogares para los humanos. La última vez que estuvo en la Tierra había sido citado como modelo de exploradores en una campaña de publicidad montada por el gobierno. En los carteles impresos a tal fin, Hank aparecía embutido en un ajustado uniforme azul, de cuello abierto, sentado ante los relucientes mandos de una cabina nueva. Utilitariamente ordenada, la pequeña cabina le rodeaba desde el camastro plegable tipo Pullman hasta el armario con las armas bien engrasadas brillando en sus colgadores. Una usada guitarra estaba tirada en un rincón.
La realidad difería un poco de este cuadro: Hank, embutido en unos pantalones cortos de color caqui, sentado ante los baqueteados mandos. Utilitariamente desordenada, la pequeña cabina le rodeaba desde el camastro clavado en el suelo y sin hacer hasta el armario, con un pico, una pala, un hacha, etc., bien engrasados brillando en los colgadores. (En el departamento de municiones había cinco cartuchos de dinamita. Hank, cuando hablaba de sus expediciones durante sus cortas estancias en la Tierra, era capaz de referirse a la dinamita con cierto lirismo. Es una herramienta —decía– y un arma. Cava por ti, lucha por ti, te abre paso por todas partes. Lo único que no puede pedírsele es que guise las comidas y haga la cama.
Una usada guitarra estaba tirada en un rincón.
Cuando hubo completado la novena vuelta, Hank tenía un mapa de toda la superficie del planeta que estaba debajo de él. Corrió a llevárselo al cerebro electrónico de la nave, el cual marcó el lugar de aquel planeta de tres continentes donde las condiciones para aterrizar eran óptimas. Luego, Hank ajustó el piloto automático y decidió descabezar un sueño.
Cuando el instinto le despertó, el Andnowyoudont estaba balanceándose sobre un pequeño prado rodeado de árboles bastante atractivo como lugar de aterrizaje. Nunca podría saber qué sentido le advirtió en medio de su somnolencia; lo cierto es que un segundo antes estaba dormido... y un segundo después estaba corriendo hacia el cuadro de mandos.
El choque sacudió a la nave como una mano de gigante. Hank dio un traspiés, chocó de cabeza contra la pared de la cabina y perdió el conocimiento en medio de la lluvia de estrellas más espectacular que había contemplado en toda su vida de navegante espacial.
Despertó de nuevo, esta vez con un insoportable dolor de cabeza y un chichón en la frente. Se sentó, semiinconsciente, y con un enorme esfuerzo terminó por ponerse en pie para dirigirse, con paso vacilante, hacia el botiquín. De un modo vago se dio cuenta de que la nave, al menos, seguía en posición vertical. La mirilla de observación permitía ver un trozo de prado. Cinco años antes hubiera corrido a asomarse a la mirilla. Ahora estaba más interesado en tomar una aspirina.
Cuando se hubo tragado la aspirina y comprobado que el chichón de su frente no sangraba y que la guitarra no había sufrido ningún daño, se acercó a la mirilla de observación, se instaló en el asiento del piloto y miró hacia el exterior. El prado dio unas cuantas vueltas delante de sus ojos, se paró, y por la mirilla pudo ver una forma alargada, de color gris.
En el extremo opuesto del prado se encontraba otra nave.
Su tamaño equivalía a la mitad del Andnowyoudont, y no se parecía a ninguna de las naves de fabricación terrestre conocidas por Hank; tenía una especie de torreta metálica en el lugar que debía ocupar la proa. De aquella torreta sobresalían un par de tubos cortos, de boca muy ancha, que guardaban una inquietante semejanza con las bocas de los cañones. Apuntaban directamente al Andnowyoudont.
Hank silbó las tres primeras notas de Esta Noche Hace Calor en la Vieja Ciudad... y se interrumpió con cierta brusquedad. Miró fijamente a través de la mirilla, la extraña nave espacial.
¡¡Vaya! —murmuró—. Llegar dos al mismo tiempo al mismo lugar... Creo que sólo puede ocurrir una vez cada diez billones.
Lo cual, probablemente, era cierto. Pero también era cierto que el decirlo no modificaba en nada la situación.
Hank se puso en pie pesadamente, se dirigió hacia la cafetera y se sirvió una taza de café. Luego fue a sentarse ante el cuadro de mandos y examinó unos aparatos indicadores. Sin demasiada sorpresa por su parte, descubrió que el Andnowyoudont estaba siendo objeto de varias clases de radiaciones. Procuró no tocar nada. En aquel momento se acordó de los cinco cartuchos de dinamita, para desechar inmediatamente la idea. Los viajes hacia las estrellas habían puesto a Hank en contacto con algunas formas de vida que podían ser llamadas inteligentes, pero nadie, que Hank supiera, en su línea de trabajo o fuera de ella, se había cruzado con lo que pudiera llamarse una inteligente raza viajera del espacio.
A excepción. ahora, del pequeño de mistress Shallo, se dijo Hank a sí mismo. No, era evidente que no se trataba de un problema que hubiera que solucionar a base de dinamita. La nave desconocida estaba armada, y bien armada. El Andnowyoudont llevaba como carga cinco cartuchos de dinamita, un montón de útiles y pacíficas herramientas, y a Hank. Hank se retrepó en su asiento, bebió un sorbo de café y estudió la situación con el único recurso de la nave que tenía alguna posibilidad de resolverla: cincuenta onzas, aproximadamente de materia gris, situadas detrás de sus cejas y entre sus dos orejas.
Estaba haciendo funcionar aquel recurso con bastante intensidad, cuando el casco del Andnowyoudont empezó a vibrar a cortos intervalos. La vibración se traducía en una serie de breves sacudidas. Hank se dirigió al Cerebro de la nave y le preguntó qué opinaba acerca de aquel nuevo acontecimiento.
–La nave extranjera parece que está tratando de comunicar con usted —le informó el Cerebro.
–Bien, mira de obtener la clave de su código —ordenó Hank—. Pero no contestes... todavía.
Regresó a su asiento y a sus meditaciones.
Uno de los aspectos menos atractivos de la profesión de Hank —y que apenas había sido mencionado en el curso de la campaña publicitaria a que antes hemos aludido—, era el pesado programa de clases, conferencias y cursillos a que se veía obligado a asistir cada vez que regresaba al Cuartel General, en la Tierra. El objetivo de aquellas enseñanzas era el de mantenerle, a él y a otros como él, al corriente de los últimos avances y descubrimientos que pudieran serle útiles.
Teóricamente, un explorador del espacio tenía que saberlo todo, desde la psicología del orictepopo hasta el idioma Siriano. Prácticamente, dado que tal acumulación de conocimientos resultaba imposible, la enseñanza era más bien superficial.
Toda nueva información, desde luego, era incorporada a los tubos electrónicos del Cerebro; pero la dificultad, desde el punto de vista de Hank, era recordar lo que tenía que preguntar y cómo tenía que preguntarlo. Recordó vagamente que durante su última estancia en la Tierra había asistido a una conferencia en la cual se había expuesto la teoría —discutida por alguno– de que una raza viajera del espacio interesada en la misma clase de planetas que los humanos, no sólo tenía que parecerse mucho a los humanos, sino que reaccionaría también de un modo muy parecido a los humanos. Hank cerró los ojos.
Bandidos —se recitó a sí mismo—, laurel, agracillo, tela impermeable, hebilla, ensenadas. espe... Cerebro, "Especulaciones sobre las reacciones de los seres desconocidos" de Walter M. Breadon.
Hubo una pausa casi imperceptible, y a continuación apareció un texto impreso en una pantalla situada delante de Hank.
... Séanos permitido ahora(empezaba el texto) especular un poco acerca de la personalidad y la naturaleza de unos desconocidos viajeros del espacio que cualquiera de ustedes puede encontrar...
Hank se retrepó más cómodamente en su asiento y se dispuso a leer.
Veinte minutos más tarde había confirmado su recuerdo del hecho de que Breadon creía que un ser desconocido, tal como el que debía ocupar la nave que se hallaba al otro extremo del prado, tenía que reaccionar necesariamente de un modo muy similar a un humano. Breadon apoyaba su teoría en la necesidad de un medio ambiente y de unas etapas de desarrollo paralelos.
En aquel momento, el timbre del receptor espacial de Hank sonó fuertemente.
–¿Qué sucede? —le preguntó Hank al Cerebro.
–La nave desconocida ha llegado a la conclusión de que puede hablar con usted a través de medios normales de comunicación. Está llamando al Andnowyoudont.
–Estupendo —dijo Hank—. Me pregunto cómo se llamará el equivalente de Breadon entre esos seres desconocidos.
–Lo siento. señor. No poseo esa información.
–Ya. Bueno, prepárate para traducir.
Hank colocó la clavija del tablero de comunicación. En la pantalla que tenía delante de él apareció la imagen de un individuo desprovisto de pelo y hasta de cejas; tenía unos pómulos muy pronunciados. una boca ancha y carecía de barbilla propiamente dicha; su cuello, muy recio, era rugoso como el de una tortuga.
El individuo le miró fijamente por espacio de un minuto; y luego empezó a gluglutear. De cuando en cuando se interrumpía para volver a mirarle. Hank, con el dedo apoyado aún en el pulsador se volvió hacia el Cerebro.
–¿Qué es lo que está diciendo?
–Necesito más datos. Posiblemente, si hablara usted ahora, quizás él volvería a hablar.
–No me da la gana.
Hank miró al desconocido. El desconocido le devolvió la mirada. Aquella lucha silenciosa continuó por algún tiempo. De repente. el desconocido empezó a gluglutear de nuevo. Esta vez lo hizo largo y tendido. Agitó también un puño en el aire. Era un puño más bien pequeño, teniendo en cuenta la robustez de su cuello.
–¿Bien? —le preguntó Hank al Cerebro, cuando la figura de la pantalla se hubo callado por segunda vez.
–Primer mensaje: Está usted detenido.
–¿Eso es todo lo que ha dicho?
–La aglutinación parece ser una característica fundamental de su lenguaje.
–De acuerdo —gruñó Hank—. Sigue.
–Segundo mensaje: Ha ofendido usted a las autoridades responsables y a su inmediato representante, en mi persona. Está usted detenido e indefenso. Por lo tanto, ríndase inmediatamente o será usted destruido.
Hank meditó unos instantes.
–Traduce —le dijo al Cerebro. Apretó el pulsador—. ¡Tut-tut! —le dijo al desconocido.
–Soy incapaz de traducir tut-tut —dijo el Cerebro.
¡Oh!
Hank sonrió. Su sonrisa se hizo más amplia. Empezó a reír. Su risa se convirtió en una carcajada.
–Soy incapaz de traducir la risa —dijo el Cerebro.
Hank se retorcía de risa en su asiento. Apretó el pulsador. La pantalla se oscureció y el asombrado rostro del desconocido desapareció de su vista. Sin dejar de reír, Hank se sentó correctamente. De pronto, dejó de reír.
–¿Qué estoy haciendo? —murmuró—. Hay que arreglar esto.
Se secó la húmeda frente con el velludo dorso de su enorme mano y se puso en pie para dirigirse a uno de los compartimientos destinados a la comida. Lo abrió y sacó una botella de color pardo.
El licor no era una parte normal de la lista de suministros de una nave espacial... por razones de espacio: un ciclo cerrado que reelaboraba restos de materia de naturaleza orgánica para volver a convertirlos en alimento exigía pequeños y eficaces mecanismos que lo mismo fabricaran cerveza sintética que carne sintética. El resultado, era que los exploradores del espacio bebían cerveza, si es que bebían algo.
Eran la desesperación de camareros, camareras y taberneros. Un grupo de exploradores del espacio, reunidos para pasar un rato agradable juntos; encargarían una botella de cerveza fría por cabeza; se beberían el contenido de las botellas, cuando les fuesen servidas, en un par de segundos; y luego permanecerían sentados con las botellas vacías delante de ellos hasta que hubieran transcurrido unos tres cuartos de hora. Entonces se repetiría todo el proceso.
Un explorador del espacio decidido a emborracharse se limitaría a acortar el intervalo entre botella y botella. Un explorador del espacio decidido a permanecer completamente sobrio, lo alargaría. Un ajeno a la profesión, sentado con ellos en una de aquellas sesiones, quedaba normalmente destrozado: o por exceso de bebida, o por frustración.
En el caso que nos ocupa, Hank descorchó la botella, se bebió medio litro de cerveza, volvió a cerrarla cuidadosamente y la introdujo de nuevo en su compartimiento refrigerado. Luego contó con detenimiento las botellas llenas de cerveza que allí había y abrió al máximo los controles del productor de cerveza.
Después de esto casi se sintió atacado por otro espasmo de risa, pero luchó por reprimirlo. Se dirigió al tablero de mandos y encendió una pantalla. En ella apareció una vista del prado con el sol de la tarde brillando sobre la verde hierba y la alargada forma de color metálico de la nave desconocida.
–Un hermoso día —dijo Hank– para salir de merienda.
–¿Desea usted que tome nota de este hecho? —preguntó el Cerebro, que había quedado en funcionamiento.
–¿Por qué no? —respondió Hank.
Empezó a recorrer alegremente la nave, abriendo cajones y sacando cosas. Se le ocurrió una idea repentina. Se dirigió hacia el tablero de mandos para comprobar los datos de ciertos instrumentos relacionados con las condiciones físicas del mundo exterior: los instrumentos señalaban unas condiciones excelentes. Añadió a las cosas que tenía preparadas las botellas de cerveza llenas, metiéndolas en una nevera portátil, y se encaminó hacia la cámara reguladora de la presión de su nave.
Al llegar al exterior, buscó un lugar cómodo en la hierba a medio camino entre su nave y la del desconocido.
Media hora más tarde, había encendido una pequeña fogata en el centro de un pequeño círculo de piedras, instalando una hamaca entre dos postes de madera, con alimentos surtidos y cerveza fría al alcance de la mano. Se tumbó en la hamaca, templó su guitarra y se puso a cantar. Cada treinta y cinco minutos, aproximadamente, se bebía medio litro de cerveza.
La cerveza no contribuyó en absoluto a mejorar su voz. Existía un motivo para que Hank Shallo se dedicara a cantar en el curso de sus solitarios viajes de exploración: ninguna comunidad civilizada podría soportar la horrible vibración de sus cuerdas vocales al cantar. Mediante una combinación de soborno y de intimidación había obligado en cierta ocasión a un profesor de música indigente a que le enseñara a mantenerse entonado. De modo que se mantenía entonado; pero su canto seguía siendo una especie de rebuzno capaz de atravesar paredes de seis pulgadas de espesor.
La nave desconocida no mostró ningún signo de vida.
El sol empezaba a descender lentamente hacia su ocaso no obstante, Hank se dio cuenta, con placentera sorpresa, de que los habitantes de aquel planeta no parecían compartir la aversión del resto de la galaxia a sus cantos. Una profusión de pequeños animales de diversas formas y tamaños se había reunido alrededor de su improvisado campamento, sentándose en círculo. Después de la cerveza que había ingerido Hank no quedó demasiado sorprendido cuando al cabo de un rato uno de los animales de mayor tamaño —una especie de conejo sentado sobre sus patas traseras– empezó a hacer dúo con él.
Si la voz de Hank tenía la sonoridad de una sierra de carpintero, la del animal tenía la pura fluidez de la de un ángel. El dúo progresaba satisfactoriamente —el desacuerdo era solamente de cuatro octavas—, cuando de repente apareció una luz cegadora en el lugar más alto de la nave desconocida. La luz barrió el prado con la claridad de un fulgor atómico; y los animales indígenas emprendieron una precipitada fuga. Sentado en la hamaca y parpadeando, Hank vio al desconocido que se acercaba a pie. El desconocido iba empujando una caja negra del tamaño de una maleta montada sobre dos ruedas. Cuando llegó cerca de la fogata se detuvo y empezó a gluglutear, tal como lo había hecho antes en la pantalla.
–Lo siento, compadre —dijo Hank—. No me he traído el traductor.
El desconocido glugluteó un poco más. Hank templó las cuerdas de su guitarra y lamentó que no estuviera allí el animal indígena para acompañarle en El Amor es una Dulce y Antigua Canción, la cual hubiese sido idealmente adecuada para sus dos voces. El desconocido dejó de gluglutear y colocó un dedo —con cierta impaciencia, según le pareció a Hank– sobre un pulsador de la caja negra. Se produjo una breve pausa; luego, el desconocido glugluteó de nuevo y un inglés extrañamente correcto salió de la caja.
–Está usted detenido —dijo.
–Piénselo otra vez —dijo Hank.
–¿Qué quiere usted decir?
–Quiero decir que me niego a ser detenido. ¿Quiere un trago?
–Si se resiste usted a la detención, le destruiré.
–No, no lo hará usted.
–Le aseguro a usted que sí.
–No podrá usted hacerlo —dijo Hank.
El desconocido le miró con una expresión que Hank interpretó como de sospecha.
–Mi nave —dijo el desconocido– está armada y la suya no lo está.
–¡Oh! ¿Se refiere usted a esas pequeñas armas que hay en la proa de su nave? —dijo Hank—. No pueden hacerme ningún daño.
–¿Ningún daño?
–Exacto, hermano.
–No somos ni siquiera de la misma especie. No permita que su ignorancia le haga caer en el error de insultarme. Para divertirme un poco, le preguntaré a usted por qué tiene la ilusión de que las más poderosas armas científicas conocidas no tienen ningún poder contra usted.
–Porque yo tengo —dijo Hank– un arma más poderosa.
El desconocido le miró con aire de sospecha por segunda vez.
–Es usted un embustero —dijo la caja al cabo de un rato.
–Tut-tut —dijo Hank.
–¿Qué significa el último ruido que ha hecho usted? Mi traductor no lo ha reconocido todavía.
–Ni lo reconocerá nunca.
–Este traductor reconocerá tarde o temprano todas las palabras de su idioma.
–Pero no una palabra de nuevo cuño como tut-tut.
–¿Qué clase de palabra?
Tal vez, pensó Hank, era un falso optimismo por su parte; pero le pareció que el desconocido empezaba a mostrarse un poco desconcertado.
–De nuevo cuño... palabras que se relacionan al Arte Ciencia Definitivo.
El desconocido vaciló por tercera vez.
–Volviendo a esa fantástica pretensión suya de que tiene un arma... ¿qué clase de arma podría ser m s poderosa que un cañón nuclear capaz de destruir una montaña?
–Sin duda alguna —dijo Hank– ¡el Arma Definitiva!
–¿El... Arma Definitiva?
–Exactamente. El arma construida de acuerdo con los principios del Arte Ciencia Definitivo.
–¿Qué clase de arma —dijo el desconocido– es ésa?
–Es completamente imposible de explicar —contestó Hank– a alguien que no posea un pleno conocimiento del Arte Ciencia Definitivo.
–¿Puedo ver ese arma?
–Usted no está capacitado para verla, muchacho.
–Si me demuestra usted su poder —dijo el desconocido, tras una breve pausa—, creeré lo que me dice.
–El único modo de demostrarlo sería utilizarla contra usted —dijo Hank—. Sólo funciona sobre formas de vida inteligentes.
Se inclinó hacia el borde de su hamaca y abrió otra botella de cerveza. Cuando dejó la botella medio vacía, el otro continuaba allí de pie.
–Es usted un embustero —dijo el desconocido.
–Un individuo tosco como usted —respondió Hank, frotándose delicadamente el labio superior con el reverso de su velluda mano, para enjugarse unos copos de espuma– tiene que pensar eso. Lógicamente.
El desconocido dio media vuelta bruscamente, arrastrando el traductor consigo. Unos momentos después, la luz que brillaba en lo alto de la nave se apagó y el prado quedó sumido en la oscuridad, a excepción de la débil claridad de la fogata.
–Bueno —dijo Hank, bajando de la hamaca y bostezando—, creo que esto es todo por hoy.
Cogió la guitarra y regresó a su nave. Cuando pasaba por la cámara reguladora de la presión, notó que algo que tenía el tamaño de un ratón se deslizaba por encima de su pie; y vio una cosa menuda, negra y metálica que desapareció de su vista ocultándose debajo del tablero de mandos mientras la estaba mirando.
Hank sonrió de un modo casi maquiavélico y se metió en la cama.
Se despertó una vez durante la noche; y se quedó quieto, escuchando. Forzando sus oídos, pudo oír de cuando en cuando un débil rumor de movimientos. Satisfecho, volvió a quedarse dormido.
A la mañana siguiente se levantó temprano y empezó a canturrear en voz baja. Soltó el termostato sobre la cafetera para una taza rápida, y abrió las dos puertas de la cámara reguladora de la presión para dejar entrar el límpido aire matinal. Luego sacó su taza de café, cerró el termostato y enchufó la escoba automática. La escoba empezó a barrer, acumulando una pequeña cantidad de polvo y de menudas partículas de suciedad, a las que empujó a través de la cámara reguladora de la presión. Hank pudo darse cuenta de que en el montón de basura había cierto número de minúsculos aparatos mecánicos: una especie de hormigas-robot. Sin soltar su taza de café, se inclinó sobre el cajón que contenía el manual de funcionamiento para naves del tipo del Andnowyouclont. Lo cogió por las cubiertas y lo sacudió. Otras dos de aquellas hormigas mecánicas cayeron al suelo; y la escoba automática, gruñendo —eso le pareció a Hank– en tono de reproche, se apresuró a barrerlas hacia fuera.
Hank se estaba preparando el desayuno cuando la pantalla le anunció que le llamaban desde la otra nave. Interrumpió su tarea y contestó. En la pantalla apareció la imagen del desconocido.
–Ha tenido usted toda la noche para pensar mejor las cosas —dijo la inexpresiva voz del traductor del desconocido—. Le concederé doce punto tres siete cinco nueve de sus minutos más para que se rindan usted y su nave. Si pasado ese tiempo no se ha rendido, le destruiré.
–Al menos podía usted haber esperado a que terminara de desayunar —protestó Hank.
Bostezó y apagó el receptor.
Siguió preparando su desayuno, silbando mientras lo hacía. Pero el silbido no sonaba demasiado alegre, y Hank se dio cuenta de que estaba pendiente del reloj. Decidió que no tenía hambre, después de todo, y se sentó a contemplar el reloj del tablero de mandos, marcando con los dedos los segundos que iban conduciéndole al instante fatal.
Sin embargo, no ocurrió nada. Cuando hubieron pasado varios minutos del instante fatal, Hank dejó escapar un suspiro de alivio y se frotó las manos que había mantenido aferradas a los brazos de su butaca. Entonces volvió a cambiar de idea y decidió desayunar.
Colocó la cafetera de modo que quedara conectada al entrar él, cogió unos libros del estante superior de su biblioteca —dándose un coscorrón en la cabeza contra el rociador apagafuegos mientras lo hacía—, y se paró para frotarse la cabeza y maldecir al rociador. Luego se consoló a sí mismo con la última taza de café que quedaba en la cafetera, desenchufó los mandos automáticos de emergencia de modo que las puertas de la cámara reguladora de la presión quedaran abiertas mientras él estaba fuera, cargo con unas botellas de cerveza y, dejando los libros abandonados sobre la cafetera, salió en busca de su hamaca.
Cuarenta minutos y un litro y medio de cerveza más tarde, Hank estaba otra vez de buen humor. Cogió el hacha y empezó a cortar ramas de los árboles próximos para construirse una especie de cobertizo. A la hora de comer su hamaca se columpiaba cómodamente a la sombra del cobertizo, su guitarra estaba templada, y su auditorio indígena se había reunido de nuevo a su alrededor. Cantó durante una hora aproximadamente, acompañado a intervalos por el animalito con aspecto de conejo, y luego almorzó. Estaba a punto de tumbarse en la hamaca para dormir la siesta cuando vio que el desconocido se acercaba de nuevo al campamento arrastrando su traductor.
Al llegar junto a la fogata se detuvo. Hank se sentó con las piernas colgando fuera de la hamaca.
–Vamos a hablar —propuso el desconocido.
–Estupendo —conminó Hank.
–Seré sincero.
–Estupendo.
–Y espero que también usted será sincero.
–¿Por qué no?
–Los dos somos —dijo el desconocido– seres inteligentes de un elevado nivel de cultura científica. A pesar de las aparentes diferencias que existen entre nosotros, en realidad tenemos muchas cosas en común. Hemos de tener en cuenta, en primer lugar, la sorprendente coincidencia de haber aterrizado en el mismo planeta y en el mismo lugar, al mismo tiempo...
–No es tan sorprendente —comentó Hank.
–¿Qué quiere usted decir? —murmuró el desconocido, desconcertado.
–Sólo que no es tan sorprendente —Hank se reclinó cómodamente en la hamaca y se cogió las rodillas con ambas manos para columpiarse—. Lo más probable es que su gente y la mía hayan estado a punto de chocar un montón de veces. Pero el espacio es muy grande. Su nave y la mía podrían haber hecho el mismo recorrido un millar de veces sin que nos encontrásemos. El lugar más lógico para chocar uno contra otro es un planeta que los dos deseáramos. En cuanto a lo de aterrizar en el mismo lugar... yo utilicé mis instrumentos de modo que me señalaran el punto más conveniente para aterrizar. Supongo que usted hizo lo mismo.
–No estoy aquí —dijo el desconocido– para facilitarle ninguna clase de información.
–Ni es necesario que lo haga —gruñó Hank—. Es evidente que su astro nativo y el mío no están demasiado apartados el uno del otro... y nuestras naves de exploración han seguido órbitas semejantes. En vez de considerarlo una coincidencia, yo creo que nuestro encuentro era casi inevitable. —Guiñó un ojo al desconocido—. Y estoy seguro de que usted ha llegado también a la misma conclusión.
El desconocido vaciló unos instantes.
–Veo —terminó por decir– que es inútil que trate de engañarle.
–¡Oh! Puede usted intentarlo, si quiere —dijo Hank generosamente.
–No, seré absolutamente sincero.
–Le conviene, amigo.
–Es evidente que ha llegado usted a las mismas conclusiones que yo acerca de nuestra situación. Aquí estamos, enfrentados el uno al otro en una tregua armada. Ninguno de los dos podemos permitir que el otro regrese a su pueblo con la noticia de que existe otra civilización de nivel semejante a la suya. No podemos dejar de considerar a los miembros de otra civilización como enemigos altamente peligrosos. Por lo tanto, la obligación de cada uno de nosotros es la de capturar al otro. —Guiñó un ojo a Hank—. ¿Estoy en lo cierto?
–Usted se lo está diciendo todo —contestó Hank.
–En este momento nos encontramos en un callejón sin salida. Mi nave dispone de un arma la cual, de acuerdo con todas las leyes de la ciencia, es capaz de destruir completamente a su nave. Lógicamente, está usted a merced mía. Sin embargo, ilógicamente, usted lo niega.