355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Varios Autores » Antología De Novelas De Anticipación I » Текст книги (страница 8)
Antología De Novelas De Anticipación I
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 16:58

Текст книги "Antología De Novelas De Anticipación I"


Автор книги: Varios Autores



сообщить о нарушении

Текущая страница: 8 (всего у книги 23 страниц)

No tardaron en llegar al cohete. Treparon por la escalerilla. La luz verdosa seguía iluminando el cráter de Copérnico: una enorme taza de desolación con algunos fragmentos de metal retorcido esparcidos aquí y allá, como prueba de una tragedia ya petrificada. Y, rodeando todo el lago de polvorientas rocas, un anillo de montañas de perfiles dentados, cargadas con los secretos de un billón de años.

Max Reigner y Haggerty, el aparejador electrónico, estaban en la sala de radio esperando que se produjera el punto de encendido. En el exterior de la unidad-laboratorio, el cohete experimental arrastraba su larga y delgada sombra a través del suelo del cráter. El sol había iniciado ya su descenso. Pocas horas después, los ásperos contornos de Copérnico quedarían suavizados por una claridad verdosa. Pero, entonces, el Piloto 7 Mark III ya no estaría brillando como un cigarro metálico en el estéril cráter. Habría superado ya la existencia sub-luz y estaría navegando a una velocidad inimaginable a través de franjas de desierto galáctico. O bien, habiendo fallado en el intento de sobrepasar la barrera de la luz, no sería más que una delgada nubecilla de vapor implacablemente absorbida por algún astro hambriento.

Max Reigner tenía grandes esperanzas en el Piloto 7. La nave de Azimov, Mark III, había sido reconstruida y reestructurada, desde los ejes de diamante al oscilador, y el trabajo de Haggerty en el mecanismo de descarga del núcleo del tomo de hidrógeno pesado había aumentado su eficacia en un 93 por ciento. Pero Max era optimista debido a que la intuición le decía que no quedaban mejoras que introducir, y que ahora sólo tenía dos posibilidades: o bien obtenía una transición superior y en aumento hasta que el transmisor fallara, o bien sabría definitivamente que la técnica de Azimov era una pérdida de tiempo. Y después de cinco años de duro trabajo recompensado solamente por fracasos, Max Reigner seguía teniendo fe en la nave de Azimov. Ahora que había aumentado considerablemente la eficacia del sistema propulsor, el resultado sólo podía ser uno...

Contempló impacientemente la pantalla, en la cual aparecía la arrogante silueta del Piloto 7. Pasados veinte minutos se disolvería en un arco llameante. Se preguntaba cuánto resistiría el transmisor, al tiempo que trataba de escuchar lo que Haggerty estaba diciendo.

El aparejador electrónico estaba desarrollando su tema favorito.

–De modo que tiene que producirse un conflicto. Lo que hace que el mundo siga girando no es el amor, ni es el dinero. Es simplemente el antiguo conflicto de pega y agarra lo que puedas. Tome el dinosaurio; tome el hombre de Neandertal; tome las civilizaciones de Egipto, Grecia y Roma. ¿Qué fue lo que las doblegó? ¿Qué fue lo que las hizo descomponerse y desaparecer? Nada más que un sencillo conflicto. Vamos a darle una base física. Vamos a llamarle ficción. Más pronto o más tarde, todo roza con algo que es más duro. Es una ley básica, Max. El hombre luchando contra fuerzas superiores, la civilización luchando contra fuerzas superiores, las especies luchando contra fuerzas superiores. Todo el cosmos es una conjura organizada contra todo ser viviente individual. Y una vez se ha llegado a la idea de que se está lo bastante civilizado como para vivir sin apelar a aquel dinamismo primitivo, sin arrancarle la cabellera al compañero antes de que el compañero se la arranque a uno, puede uno sentarse y redactar su testamento. Porque se ha llegado a la decadencia. Esta es la situación actual en la Tierra. Todo el planeta se ha ablandado. ¿Sabe usted lo que hace falta para recobrar aquella perdida virilidad?

Max Reigner contempló la imagen del Piloto 7 y se pasó una mano a través de sus negros cabellos. Dijo secamente:

–Tengo mis propias ideas equivocadas, pero no me importaría oír las suyas.

–La nave de Azimov —anunció Haggerty—, con una transición de más de cien.

–Dígame algo mas. Si todos fuésemos redentores aquí, deberíamos saberlo.

–Tome los años al margen de los años-luz —explicó Haggerty, mientras encendía un cigarrillo—. ¿Qué estamos obteniendo? Naves espaciales. Centenares de ellas. Flotas enteras. Girando alrededor de las galaxias en busca de riquezas. Igual que los romanos cuando clavaron sus dientes en África, o los españoles cuando desembarcaron en Méjico, o los ingleses en la India. Vamos a edificar un nuevo imperio. El sistema solar contra el resto. Dentro de cien años, tal vez exista un imperio solar con cincuenta planetas habitables bajo nuestro control. Esta es la clase de reto que puede devolver sus redaños a la humanidad. Y aquí estamos nosotros, para marcar un nuevo hito en la historia. Si el Mark III consigue su objetivo, Hernán Cortés, Alejandro y los demás conquistadores van a parecer niños ingenuos comparados con nosotros.

–Si yo pensara de ese modo —dijo Reigner fríamente—, ahora mismo destruiría los cohetes experimentales. Y me propondría hacer fracasar cualquier otro proyecto espacial Lo malo de usted, Haggerty, es que tiene una mentalidad anacrónica. Lo convierte todo en una jungla, en la cual se lucha únicamente por el poder y la posesión.

–Estamos en la jungla cósmica —gruñó Haggerty– Vaya usted a la selva a buscar cocos, y no vigile a los tigres...

–Estamos en un laboratorio cósmico —replicó Reigner– Estamos aquí para efectuar experimentos y para investigar... no para pasar el tiempo robándonos los tubos de ensayos unos a otros.

Haggerty se estaba divirtiendo enormemente.

–Usted es un científico. Yo soy el gorila. La Historia está de mi parte. ¿Qué ha ocurrido con cada hermosa invención que nos han proporcionado los caballeros científicos? Que los gorilas se han apoderado de ella para su propio uso, desde las flechas a la desintegración atómica, desde los molinos de viento a la energía solar. Y se apoderarán también de la nave de Azimov. No tardaremos en tener a una cohorte de educados gorilas viajando alrededor de los astros en busca de bananas celestiales. Tal vez yo mismo conseguiré colonizar un millón de acres del Planeta X, u organizar un ejército de coolíes de tres piernas.

Max Reigner miró el reloj, y luego manejó los controles de la pantalla hasta obtener una imagen más nítida del Piloto 7. Una voz se filtró por el altavoz:

–Cinco minutos para el punto de encendido.

El físico miró pensativamente a Haggerty.

–Es usted un cínico de tercera categoría, y un necio de primera. Si ha leído usted algo de historia, sabrá que la clase de piratería que parece admirar tanto estuvo a punto de acabar con el planeta... hasta que la ciencia obligó a los piratas a colaborar o a morir. Y ahora usted desea aplicar el mismo principio de libertinaje a una escala cósmica... ¿Es que la gente como usted es incapaz de aprenderse la lección? ¿No ha pensado que, más pronto o más tarde, los piratas acaban apoderándose de algo demasiado grande para que puedan manejarlo? ¿Y qué ocurriría si usted llegara a esos astros y encontrara a otros gorilas educados con una ciencia mejor detrás de ellos? Les expulsaría usted, supongo, hasta que ellos encontraran su planeta de origen y decidieran colonizarlo. O destruirlo.

–Tres minutos para el punto de encendido —dijo el altavoz.

Haggerty expelió una bocanada de humo y aplastó su cigarrillo.

–La supervivencia de los más fuertes —dijo—. Si ellos son lo bastante fuertes como para aplastarnos, que la suerte les acompañe. Es la ley de la jungla cósmica.

–¡Locura cósmica! Está usted emocionalmente retrasado. Piensa usted en una nave espacial como en un barco pirata galáctico. Para mí es una nave de investigación... un medio de asomarse al exterior y mirar, no de asomarse al exterior y coger lo que se encuentra. Si creyera que este experimento iba a conducir a los astros que vamos a recorrer a una pandilla de piratas, destruiría la nave o a los piratas. Ahora, deje de decir tonterías y ocúpese de su trabajo. Quiero una estrobografía exacta.

–Ahí está —observó Haggerty, echando una ojeada al Piloto 7—. Prototipo Santa María... versión espacial... Ya sabe usted que le aprecio, Max. Es usted una magnífica paradoja. Se cree un científico pacifista, pero en su corazón es usted tan homicida como el resto de nosotros. La única diferencia consiste en que usted mataría por ideas, no por cosas.

–Un minuto para el punto de encendido —dijo el altavoz—. Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos... diez, nueve, ocho, siete, cinco, cuatro, tres, dos, uno... ¡cero!

En la pantalla se produjo un súbito resplandor mientras el cohete volátil arrastraba al Piloto 7 fuera de Copérnico. Unos minutos después, cuando se hizo visible el campo G de la luna, el elevador de tensión quedó conectado. Entonces, la unidad de Azimov entró en acción. El transmisor emitía ya a intervalos de un segundo.

Max Reigner contempló el cohete experimental deslizándose silenciosamente como si se arrastrara sobre la llanta de una rueda invisible. Al pasar por encima de las montañas se reflejó en él la brillante luz del sol.

No había nada más que ver. Max se volvió hacia el transmisor y esperó. Seguía emitiendo a intervalos regulares y las cifras empezaron a aparecer en una delgada cinta de papel. Miró a Haggerty, inclinado sobre el radio-estroboscopio como una araña gigante, ajustando cuidadosamente los mandos del aparato, con los ojos clavados en la oscilante aguja roja mientras las oscilaciones quedaban marcadas por una plumilla automática.

En el preocupado cerebro de Reigner empezó a repetirse con insistencia un pensamiento: Los gorilas se apoderarán de esto... Los gorilas se apoderarán de esto... La idea se convertía en una obsesión... en una especie de hechizo hipnótico.

Miró las cifras que iban apareciendo en el transmisor 1.00... 1.00... 1.00... 1.00... 1.00... 1.00... 1.01... 1.01...

Reigner se imaginó que podía detectar el intervalo ligeramente distinto, que podía apreciar audiblemente la diferencia de una centésima de segundo 1.01... 1.01... 1.02... 1.02...

En cuanto las cifras empezaron a cambiar, Max supo que la unidad Azimov estaba operando. Ahora se produciría un brusco salto, mientras el Piloto 7 se despegaba de las velocidades inferiores a las de la luz. O bien se. produciría un elocuente silencio. La última nave experimental se había desintegrado al llegar a 1.70. A más de cien mil millas por segundo en términos de un bloque de espacio-tiempo que no podía ocupar físicamente.

La idea de la comprobación de la velocidad era sumamente sencilla. El Piloto 7 emitía señales a la velocidad de una por segundo. Si las señales se recibían eventualmente a la velocidad de una cada dos segundos. significaría que la nave había alcanzado la velocidad de partida... es decir, la velocidad de la luz. Cualquier aumento posterior en el intervalo demostraría que la barrera de la luz había sido superada y que había sido alcanzada la total inmersión en el espacio. Al llegar a este punto, teóricamente, no habría ninguna crisis física posterior... y nada impediría al Piloto 7 la obtención de una velocidad infinita.

Los gorilas se apoderarán de esto... los gorilas se apoderarán de esto... Los gorilas se apoderarán de esto, pensó Reigner maquinalmente. Y entonces oyó que el transmisor cambiaba a una nota más baja. La diferencia de intervalo era evidente. Las cifras aumentaban sobre la cinta de papel.

1.20... 1.25... 1.31... 1.38... 1.46... 1.54... 1.64...

Los gorilas se apoderarán de esto... Los gorilas se apoderarán de esto... los gorilas se apoderarán de esto. La frente de Reigner estaba empapada en sudor. Sus manos temblaban tanto, que apenas podían sujetar con firmeza la cinta de papel. Las cifras empezaron a bailar ante sus ojos... una rítmica danza salvaje.

–¡La hemos sobrepasado! —exclamó Haggerty.

La aguja roja dio un violento salto y luego permaneció inmóvil. El gráfico dejó desaparecer una cordillera de montañas y se convirtió en una suave parábola.

1.75... 1.86... 1.98... El Piloto 7 superaba las 180.000 millas por segundo. Entonces el transmisor alcanzó el intervalo de dos segundos. Se produjo una especie de vacilación, un repentino cambio de tono. Haggerty dirigió una aterrada mirada a su jefe, y el mismo tiempo el radio-estroboscopio se inmovilizó.

Pero las cifras seguían surgiendo del transmisor.


2.21... 2.35... 2.54... 2.66...

—¡Luz! —rugió Haggerty– ¡Por Jove que lo hemos conseguido! ¡Le hemos pegado fuerte!

–Escuche el zumbador —gritó el físico—. ¡Está empezando a vibrar!

Y seguía aquel condenado hechizo, al ritmo del zumbador:

Los gorilas se apoderarán de esto... los gorilas se apoderarán de esto... Los gorilas se apoderarán de esto...

2.80... 3.01... 3.20... 3.40... 3.61... 3.83... 4.07...

–¡Seiscientas mil millas por segundo! —balbuceó Haggerty—. ¡Santo cielo! ¡Vamos a alcanzar el millón!

–¡Cállese de una vez, estúpido!

La voz de Reigner soltó el exabrupto en tono agudo, que revelaba su propia excitación.

4.32... 4.58... 4.85... 5.13... 5.42... 5.72... 6.03... 6.35... 6.68... 7.02... 7.37... 7.75... 8.14... 8.54... 8,95... 9.37... 9.80... 10.24... 10.69... 11.15... Silencio. El zumbador interrumpió repentinamente sus gemidos. El transmisor enmudeció.

Con el rostro pálido, Reigner se dejó caer hacia atrás en su asiento, sin atreverse a hablar.

–Una transición más diez —murmuró Haggerty—. Dos millones de millas por segundo. ¡Santo cielo, dos millones de millas por segundo! Dadme unas alas y llamadme ángel... Hemos abierto un agujero a través del espacio. Dentro de diez años tendremos una flota de naves como ésa... zumbando alrededor de la galaxia. —Su voz se hizo más firme y más alegre—. ¡Arriba el viejo imperio solar... y tres hurras por los caballeros científicos!

Reigner no dijo nada. Permanecía hundido en su asiento mirando hacia adelante con ojos que no veían nada. Pero su mente estaba llena de la visión del Piloto 7 viajando a través del vacío subdimensional. Y sentado en su interior, con una sonrisa estereotipada en el rostro, había un gorila de pecho hinchado.

De pronto, el cuarto se llenó de hombres. Miraron a Reigner con una expresión de curiosidad, y luego oyeron el dramático relato de Haggerty acerca de la transición alcanzada y de sus consecuencias técnicas. Al cabo de un rato, Reigner volvió a la vida. Escuchó las felicitaciones; permitió que estrecharan su mano, que palmearan su espalda; esbozó una vaga sonrisa y murmuró palabras que no tenían ningún significado para él.

Apenas se dio cuenta de que le llevaban hacia la unidad-vivienda, que descorchaban unas botellas, que se pronunciaban unos brindis. Luego, Haggerty, con un brillo irónico en la mirada, pidió que pronunciara unas palabras.

Reigner hizo un esfuerzo para recobrar el dominio de sí mismo y empezó a hablar. Y mientras hablaba, su mirada se paseó por el círculo de rostros conocidos que le rodeaban. Parecía estar buscando algo... algo que sabía que era imposible encontrar.

Los hombres de la Base Tres, mirando a su jefe, vieron en el extraño brillo de sus ojos una visión de la expansión solar, el sueño de una nueva civilización espacial... quizás, incluso, la etapa final de un sector unificado de la galaxia controlada por los benévolos déspotas de la Tierra. Todo esto y mucho más sería posible utilizando la nave de Azimov perfeccionada, y unos nuevos exploradores podrían intentar la pacificación de otras formas de vida en otros planetas, en nombre del progreso.

Pero los ojos de Reigner sólo brillaban a causa de las lágrimas. No habría ninguna gran carrera espacial, ningún Klondike celeste, ninguna estampida de gorilas educados para saciar su avaricia terrestre en mundos distantes.

Miró tristemente a aquel pequeño círculo de hombres... hombres que habían trabajado con él durante meses, en algunos casos durante años, en la nave de Azimov. Hombres que habían compartido su fe. Los hombres a los cuales tenía que matar.

Reigner se acusó a sí mismo mentalmente de ser más científico que humano; de ser un especialista, y, por consiguiente, un idiota listo; de concentrarse en los medios, olvidando completamente los fines. De no haberse dado cuenta de que la humanidad era todavía una torpe adolescente.

En cuanto pudo, escapó de la alegría general y se dirigió a su dormitorio. Se tendió en su camastro, cerró los ojos y trató de descansar. Pero el sueño, cuando llegó, no le aportó ningún alivio: únicamente las imágenes simbólicas de lo que necesitaba olvidar.

Reigner se despertó cuando todos dormían. Encendió la lamparilla de su camastro, miró el reloj y pudo comprobar que había estado durmiendo seis horas. La realidad de lo que había conseguido —ya que, fundamentalmente, el éxito le pertenecía a él– apareció ante sus ojos. Y con ello, el conocimiento de las consecuencias.

Deseaba un plazo, pero no había ninguna necesidad de plazos. No cabía ninguna excusa. De hecho, si tenía que hacer algo debía hacerlo rápidamente. Tendría que haber establecido ya contacto con el Coordinador Jansen, de Lunar City, y comunicarle los resultados. El silencio de la Base Tres provocaría la natural ansiedad en Lunar City. Y podían enviar a alguien a enterarse de lo que ocurría.

Tampoco la nave espacial ofrecía ninguna excusa para un retraso. Había permanecido pacientemente sentada sobre su cola en el desolado cráter durante más de quince años... desde que Conrad Azimov se había llevado la nave gemela para un viaje que había terminado en silencio. Reigner sabía por qué no había regresado Azimov. La nave se había desintegrado mucho antes de alcanzar la velocidad de transición. Pero ahora, la nave original había sido reemplazada por un Mark III, idéntica a la que había operado con éxito en el Piloto 7. Lo único que tenía que hacer era subir a bordo cerrar la portezuela de entrada y poner el motor en marcha.

Analizando la situación mientras permanecía tendido en su camastro, en la semioscuridad, Max Reigner se sintió súbitamente tranquilo... más tranquilo de lo que había estado nunca. Escuchó la pesada y rítmica respiración de los otros y decidió su plan de acción.

Al cabo de un rato se levantó sin hacer ruido y se acercó a la puerta, andando de puntillas. En la antecámara, se colocó el traje especial contra la presión y a continuación se encaminó a la cámara reguladora de la presión.

Unos segundos más tarde salía de la unidad-vivienda y quedaba a solas bajo el negro cielo salpicado de estrellas. El sol había desaparecido totalmente, dejando sólo un resplandor verdoso que daba a las montañas de Copérnico una extraña sensación de movimiento durante la prolongada oscuridad lunar.

Reigner contempló un momento las estrellas y luego echó a andar con paso decidido sobre el suelo rocoso, en dirección al laboratorio químico. No tardó en regresar con dos cilindros de gas sobre un pequeño remolque. Los llevó hasta la cámara reguladora de la presión y los entró uno tras otro, cerrando después la puerta exterior. Entonces alzó ligeramente su capuchón de modo que pudiera oír.

Con grandes precauciones llevó los dos cilindros al dormitorio. Se quedó unos momentos en pie, escuchando, hasta convencerse de que no se había despertado nadie. Entonces desenroscó los tapones de los cilindros. El monóxido de carbono empezó a fluir con un penetrante silbido, pero ninguno de los hombres se movió. Al cabo de un par de minutos, Reigner salió de la estancia, cerrando la puerta.

Durante las horas que siguieron, Max Reigner prosiguió sus trabajos de demolición con gran energía, sin tomarse un descanso y sin permitirse pensar. Todo lo que había en Copérnico debía ser destruido... a excepción de la nave espacial. Todos los informes acerca de la técnica de Azimov y de las penosas investigaciones que habían conducido a su perfeccionamiento debían desaparecer para siempre.

Reigner tomó un tractor individual y dio la vuelta al cráter, ocupado en su tarea de destrucción. En cada laboratorio, en cada taller, en cada almacén, utilizó los materiales que le vinieron a mano: combustibles volátiles, explosivos sólidos, viejos motores de cohete e incluso una pareja de unidades Azimov Mark II. En la central eléctrica aplastó los mandos de los generadores atómicos, y apenas había salido de ella cuando todo el edificio quedó envuelto en llamas.

Sólo quedaba en pie un grupo de edificios: el dormitorio y la unidad-vivienda. Reigner dio media vuelta al tractor y emprendió el camino de regreso a toda velocidad. Su trabajo de destrucción le había obligado a recorrer más de un centenar de millas.

De repente, la nave espacial se recortó contra el horizonte: una alta y delgada columna aullando ominosamente hacia arriba, hacia el amplio espacio lleno de estrellas. Reigner pasó junto a la nave sin detenerse. Le quedaba un acto final de destrucción antes de que pudiera emprender el viaje definitivo... antes de que pudiera efectuar la prueba final de la nave de Azimov y comprobar si un ser humano podía sobrevivir a la transición.

Una idea repentina penetró en su cerebro. ¿Habría matado en vano? Supongamos que era imposible para los tejidos vivientes sobrevivir al gran salto... Supongamos que los astros no pudieran estar nunca amenazados por la invasión de educados gorilas...

Pero, en lo íntimo de su corazón, Reigner no creía en el fracaso, ni siquiera llegaba a aceptarlo como posible. No cabía duda de que el vuelo espacial resultaría traumático; pero el hombre había aprendido a enfrentarse con el trauma, había aprendido a sobrevivir a través del mayor de todos los traumas: el nacimiento. Y esto sería también una especie de nacimiento.

El tractor se detuvo. Reigner vio que su propia mano había detenido el motor. Comprobó, sorprendido, que había regresado al dormitorio. Descendió del tractor y se dirigió a la cámara reguladora de la presión. Después de cerrar la puerta, se quitó maquinalmente el capuchón.

Ahora no se percibía ningún sonido de respiración. Ni el mortal silbido del monóxido de carbono. Los cilindros estaban vacíos. Los cuerpos permanecían tendidos en sus camastros, completamente inmóviles. Reigner empezó a notar una alarmante pesadez y se apresuró a ponerse de nuevo el capuchón. A continuación trató de encender la luz principal, y sólo al ver que no funcionaba recordó que había destruido la central eléctrica. Cogió la linterna que colgaba de su cinturón y se acercó a los camastros para examinar a los muertos.

Ninguna señal de lucha. Los cadáveres mostraban una expresión de paz. Como si continuaran durmiendo. Reigner contempló el cadáver de Haggerty: los ojos cerrados, los labios cerrados... aunque en ellos seguía reflejándose aquella condenada sonrisa.

Reigner había decidido destruirlo todo, pero no pudo hacerse a la idea de destruir también los cadáveres. Mientras los sacaba fuera y los montaba en el tractor, uno a uno, se preguntó a qué era debida su repulsión.

Estaban muertos, y nada peor podía ocurrirles. Nada podía importarles que hicieran pedazos sus cuerpos o que los conservaran como momias en el vacío lunar. Trató de recordar si había creído en los fantasmas alguna vez. Al final, la obra de demolición quedó terminada. Con la destrucción del dormitorio y de la unidad-vivienda, la Base Tres quedó completamente eliminada. Todo lo que quedaba de una estación experimental basada en la proposición de que el género humano alcanzaría las estrellas, era un par de tractores, once cadáveres, una nave espacial y un hombre que había escogido el más rebuscado sistema de suicidarse que imaginarse pudiera.

Dentro de muy poco, sólo quedarían los tractores y los cadáveres, envueltos en un impenetrable capullo de silencio.

Max Reigner empezó a andar hacia la nave espacial. Había bastante distancia, y podía haberse llevado el tractor. Pero prefirió andar. Deseaba sentir el duro suelo bajo sus pies. Por encima de todo, hubiera dado algo —de haber podido dar algo– para quitarse el capuchón y respirar una vez más el vivificante aire de la Tierra. Mientras andaba, contempló los lechos de lava teñidos de verde, las verdes montañas de Copérnico; y trató de suavizar sus duros perfiles, en su imaginación, con césped y árboles, y con la casi olvidada belleza de los ríos.

Llegó a la nave demasiado pronto, sabiendo que de todos modos siempre hubiera sido demasiado pronto. Mientras subía a bordo, empezó a preguntarse cuánto tardarían las otras dos bases astrales de la luna en interesarse por el proyecto Azimov.

¿Veinte años? ¿Cincuenta? ¿Un centenar? Era difícil saberlo, ya que tenían distintas líneas de aproximación. Ellos trabajaban todavía con métodos atómicos. Nadie sino Max Reigner había tenido suficiente fe en la técnica de Azimov para perder el tiempo en los por qué y los motivos de una incomprensible transición. Los matemáticos se habían echado a reír y habían dicho que la cosa era teóricamente posible, pero... Los físicos convencionales se limitaron a encogerse de hombros.

Conrad Azimov había sido un loco; lo mismo, al parecer, que Max Reigner. Si deseaba cazar una sombra, nadie trataría de impedírselo; pero tampoco le ayudarían. Lo cual era uno de los motivos de que en la Base Tres hubiera únicamente once ayudantes, mientras las otras bases contaban con un mínimo de cincuenta. La Administración podía permitirse el lujo de perder cierta cantidad de dinero... pero no demasiado.

Cerrando la puerta de entrada detrás de él, separándose finalmente del mundo que comprendía tan pocas cosas, Reigner llegó a la conclusión de que podían transcurrir perfectamente cien años antes de que los seres humanos intentaran con éxito lo que él se disponía a hacer.

¿Eran suficientes cien años para que los educados gorilas hubieran renunciado a su juego de egoísmos? Reigner no lo sabía. Lo único que podía hacer era confiar en que la respuesta fuera afirmativa.

Entró en el cuarto de navegación, cogió un mapa espacial, cerró los ojos y apoyó un dedo al azar sobre el mapa. Procyon. Una estrella cercana. Sintió una absurda alegría.

Se entregó a profundos cálculos, trabajando con el computador y el piloto automático. Al final notó una gran flojedad en las rodillas, y diagnosticó que estaba hambriento.

Se dirigió a la despensa y cogió algunos alimentos, que comió sentado delante de una mirilla de observación, contemplando fijamente las sombras verde-agrisadas de Copérnico. No parecía encontrarle el menor gusto a lo que estaba comiendo, pero de revente cesaron los aguijones del hambre. Y esto era suficiente.

Regresó al cuarto de navegación y se sentó ante el tablero de mandos. Contempló por espacio de unos segundos la profusión de iluminados instrumentos, y acabó escogiendo un pulsador rojo. Lo apretó con fuerza, y los motores de la nave empezaron a roncar.

Había creído que la transición sería una especie de burbuja helada de oscuridad, o un torbellino que le arrastraría más allá de toda sensación. Había creído que la existencia sub-espacial implicaría la negación de toda sensación, incluso de toda percepción. Estaba equivocado.

La transición era el paralelo cósmico del amanecer: una luz grisácea que iba en aumento, impregnando toda la nave, emanando de las moléculas que, al cruzar la barrera de la luz habían renunciado a su propia realidad y se habían convertido en simples sombras de un organizado patrón de energías.

La transición era una ondulación, un estremecimiento: como las ondas que recorren la superficie de agua de una charca cuando algo la agita. Era una rítmica inmovilidad, una danza de inmovilidad, las aguas en calma debajo de un agitado mar de años-luz.

La transición era una armonía de recuerdos y, por encima de todo, era la absoluta soledad. La prolongada visión de ensueños recordados.

La nave espacial, una cáscara sin sustancia, una ciudadela de inmovilidad en movimiento, había pasado limpiamente a través de la barrera del espacio-tiempo. Lo único continuo, ahora, era un brillante amanecer gris, una falta de movimiento en la suave caída a la existencia.

Reigner estaba ahogándose. El torrente gris giraba en remolinos a su alrededor, balanceando todos los fragmentos de su vida en el repentinamente agudo caleidoscopio del recuerdo.

Y, dominando la sucesión de cuadros —el espejeo de la infancia, las extrañamente vívidas ficciones de su vida en la Tierra—, estaba el rostro de un desconocido familiar.

¿Su propio reflejo? No. Había una sutil diferencia. Una vaga confusión. El misterio le atormentó hasta que, con una sensación de sorpresa, se dio cuenta de que era el rostro de su hermano.

Era la primera vez que había pensado en Otto desde que el Piloto 7 había despegado de Copérnico. En todos sus pensamientos. en todos sus cálculos, Otto había sido una mancha invisible.

Pero ahora el rostro se hacía más claro, más real. Incluso más real que el propio Max. Era como si él, Max, hubiera empezado a borrarse a medida que la realidad de Otto iba en aumento. Como si él, la nave espacial y la propia transición se hubieran convertido en un simple sueño, retrocediendo a través de la barrera de la luz a un mundo de espacio-tiempo, y a través de ella, a través de un ultra-dimensional reino de telequinesis, a la receptiva oscuridad de otra mente.

Con esfuerzo, Max trató de recordar la teoría psicológica de la empatía en relación con los gemelos y los supergemelos. Pero el esfuerzo le resultó excesivo. Se interponía en la creciente realidad de Otto. No era una cosa para analizar muy de cerca a la sobrenatural claridad de un extraño amanecer.

De modo que Max esperó, tratando de no creer que podía ahogarse. Tratando de convencerse a sí mismo de que el torrente gris del amanecer, el remolino de aislamiento, desaparecerían en un momento dado.

Y, aguijoneado por la absoluta soledad de la transición, se esforzó desesperadamente por encontrar una compañía, proyectó un testigo en el primer viaje estelar...

El Coordinador Jansen miró fijamente al hombre que estaba en frente de él sorbiendo tranquilamente su café.

–De modo que usted pretende que fue simplemente cuestión de ponerse en rapport...

–Yo no he utilizado la palabra simplemente —dijo Otto Reigner. Vaciló—. Creo que se trata de una especie de resonancia, no limitada por el tiempo ni por el espacio.

–Diablo, la nave espacial no estaba en el tiempo ni en el espacio —replicó Jansen en tono irritado—. ¿Está usted tratando de decirme que esa clase de telequinesis puede actuar a un nivel sub-espacial?


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю