Текст книги "Antología De Novelas De Anticipación I"
Автор книги: Varios Autores
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Научная фантастика
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–Yo... no he mantenido contacto... —Sorbí cuidadosamente mi whisky, tratando de recobrar mi equilibrio—. He estado muy ocupado, y... bueno, en las actuales condiciones, no he podido dedicarme a...
–¿Qué condiciones? —Sus ojos me traspasaron—. ¿Hay algo que marcha mal?
–¡Oh, no, no! Mi alojamiento es muy reducido, mi horario muy apretado... lo de siempre.
–¿Cómo que lo de siempre? Un hombre que actuó como usted lo hizo no tiene que vivir en las condiciones de siempre —Achtmann se inclinó sobre un dictáfono—. Me hago perfecto cargo de sus dificultades: un miserable alojamiento, una ración miserable, una paga miserable... ¿no es cierto? Bueno, vamos a arreglar eso. —Dio unas cuantas órdenes por el dictáfono: sin la menor dilación, pongan una casa a disposición del profesor Lewisohn, fondos en consonancia, ración especial, etc—. ¿Por qué no me lo hizo usted saber? —volvió a preguntarme—. He situado a todos los chicos del antiguo Refugio Secreto, o a la mayor parte de ellos.
–Pero, yo no quería... —tartamudeé—. no merezco... no tienen por qué echar a alguien de su casa para que yo...
–Silencio —rió. Era la risa de un chiquillo, pero había en ella una nota metálica—. No hable de gratitud, ni de solidaridad, ni de nada de todo eso: suena a formulismo, y no quiero oírlo de sus labios. El populacho necesita tanto el palo como el pan. Tienen que darse cuenta no sólo de que los traidores son castigados, sino también de que los leales son recompensados. ¿Comprende?
–¿Qué clase de cargo tiene usted? —inquirí, sin atreverme a hablar en voz alta.
–¿Cargo? ¿Posición? Ninguno, en absoluto. Esto es lo mejor de todo. No soy más que un asesor oficioso del Presidente. —Achtmann se encogió de hombros, haciendo una mueca—. Primm inter pares. Alguien tiene que hacerlo, y yo dispongo de una gran cantidad de hombres adiestrados y que me son absolutamente fieles... la cosa funciona bien, ¿no le parece?
–Usted se lo dice todo —murmuré.
–¡Diablo! —No parece muy convencido... ¿Cree que a mí me gusta tener a un centenar de ruidosos criados bajo mi techo? Esto es solamente un aspecto de la comedia que tengo que representar. El mayor de los errores de Hare fue el de ser un hombre amargado, que no supo rodearse de un marco de alegría y de esplendor. No podemos levantar a todo un mundo de la ruina si no empezamos por colocar a su caudillo en un marco adecuado.
–Creí que usted luchaba precisamente contra eso —murmuré.
–En efecto. Y sigo pensando del mismo modo. Pero hay demasiadas cosas que hacer. No podemos soltar las riendas de la noche a la mañana a la gente que por espacio de una generación no ha gozado ni siquiera del derecho de pensar como se le antojase. No podemos restablecer las garantías individuales, ni el habeas corpus,ni los procedimientos normales en los juicios políticos, cuando varios millones de hombres se dedican a conspirar para restablecer la dictadura. Existen todavía muchos fanáticos haristas, como usted sabe, sin contar con un centenar de pequeños grupos de chiflados, cada uno de ellos con sus propias e infalibles recetas para salvar a la humanidad.
Achtmann encendió otro cigarrillo con la colilla del que estaba fumando. Las palabras surgían de su boca frías como el hielo.
–No podemos disolver el Protectorado y conceder la independencia a las provincias extranjeras, hasta que las hayamos educado y civilizado. De no hacerlo así, no tardaríamos en tener que enfrentarnos con otra guerra nuclear. Y aquí, en nuestra propia casa, hay mucha pobreza y mucha. hambre... ¿Cómo va a creer un hombre que vive en una democracia, si sus hijos no tienen pan? Si aflojáramos la mano, no tardaría en aparecer un Führer que les prometiera alimentarles. Lo primero que tenemos que hacer es restablecer la economía, la...
Me sorprendí a mí mismo interrumpiéndole.
–Para su información —dije—, debo comunicarle que pertenezco al Partido Libertario.
–No importa —declaró Achtmann alegremente—. No constituirá ninguna nota desfavorable para usted. Cuando los partidos políticos sean disueltos, será una simple cuestión de...
–¡Disueltos! —exclamé, asombrado—. ¿Acaso no van a celebrarse unas elecciones?
–Temo que habrá que esperar unos cuantos años para ello. Sinceramente, amigo mío, ¿cómo cree usted que sería posible celebrar elecciones en unas circunstancias como las actuales? Yo fui el primero en creer que podrían celebrarse, y por eso fueron anunciadas, pero desde entonces he aprendido unas cuantas cosas que me han hecho. comprender que estaba equivocado.
Debió leer en mi rostro lo que yo estaba pensando en aquellos momentos, porque se apresuró a añadir, con una mueca que quería ser una sonrisa:
–No me mire usted con ese aire horrorizado, profesor Lewisohn. No soy otro Hare, ni mucho menos. Él no admitió nunca que podía estar equivocado.
–No tenía usted ningún derecho a hacerlo —protesté—. No ocupa usted ningún cargo oficial... ¡Oh! Ya entiendo: el Presidente y el Congreso actúan de acuerdo con sus instrucciones, y son considerados responsables de los errores y de los excesos en que usted incurre. En cambio, usted se adorna con las plumas de las cosas que salen bien...
–¡Eso es absurdo!
Era evidente que mis palabras habían enfurecido a Achtmann. Pero su furor no duró más que un breve instante. Luego dio media vuelta, dándome la espalda, y se acercó a una de las ventanas del salón. Allí permaneció silencioso, mirando a través de los cristales.
Como obedeciendo a una misteriosa llamada, apareció un criado y me ayudó a ponerme el abrigo. Me quedé en pie, temblando, sin saber qué hacer.
–No se preocupe, profesor —dijo Achtmann en tono amable—. De acuerdo, si usted insiste, esto es una dictadura. Pero es una dictadura benévola... ¡Diablos! Me conoce usted perfectamente y sabe cómo pienso ¿no es cierto? Desde luego, puedo verme obligado a eliminar a unos cuantos adversarios, y sé que la gente empieza a llamarme el Cinc, pero... —Siguió mirando a través de la ventana, sin volverse hacia mí—: Esto sólo será mientras dure el estado de emergencia.
¡Rumbo Al Este!
William Tenn
La ruta de New Jersey, a caballo, había sido dura. Al sur de New Brunswick, los baches eran tan profundos, las piedras y la grava tan abundantes, que los dos hombres se habían visto obligados a avanzar a un trote lento, para evitar que alguno de sus tres valiosos animales se rompiera una pata. Y, desde luego, en aquel lejano sur no existía ninguna granja: sólo pudieron comer las provisiones que llevaban en las alforjas, y la noche anterior habían dormido en los restos de una estación de servicio, suspendiendo sus hamacas entre las herrumbrosas bombas de gasolina.
Sin embargo, era el camino mejor, el más directo; Jerry Franklin no lo ignoraba. La Ruta era una carretera gubernamental: su piso se limpiaba cada seis meses. Habían avanzado con apreciable rapidez, teniendo en cuenta que además de sus monturas llevaban otro caballo de carga. Mientras descendían la última ladera, al pie de la cual se erguía un tronco de árbol que tenía grabadas las palabras TRENTON: SALIDA, Jerry suspiró, aliviado. Su padre, los colegas de su padre, estarían orgullosos de él. Y él estaba orgulloso de sí mismo.
Pero, inmediatamente después, estaba de nuevo alerta. Espoleó a su caballo y lo situó a la altura del de su compañero, un joven de su misma edad.
–Protocolo —le recordó—. No olvides que soy el jefe. Ya sabes que no tienes que cabalgar delante de mí.
No le gustaba tener que recordar su rango, pero los hechos eran los hechos y si un subordinado se extralimitaba, había que llamarle la atención. Después de todo, Jerry era hijo —y primogénito, además– del Senador de Idaho: el padre de Sam Rutherford era un simple Subsecretario de Estado, y la familia de la madre de Sam descendía de unos modestos empleados de correos. Sam asintió con un gesto de disculpa y obligó a su caballo a que retrocediera a la distancia conveniente.
–Me había parecido ver algo extraño —explicó—. Estaba mirando hacia aquella parte del camino... y juraría que he visto a unos hombres que llevaban vestimentas de piel de búfalo.
–Los Seminolas no llevan vestimentas de piel de búfalo, Sammy. ¿Es que no recuerdas nuestra ciencia política de segundo curso?
–No he estudiado ciencias políticas, mister Franklin: yo era un mecánico especialista. Pero por lo poco que sé, no creo que las vestimentas de piel de búfalo correspondan a los Seminolas. Por eso estaba...
–Preocúpate del caballo de carga —le advirtió Jerry—. Las negociaciones son tarea mía.
Al decir esto, no pudo evitar el tocar la bolsa que llevaba colgada del cuello. Dentro de aquella bolsa estaba su credencial, cuidadosamente mecanografiada en uno de los pocos folios de papel que quedaban con el membrete oficial del gobierno (que no era menos oficial por el hecho de que la cara posterior se hubiese utilizado muchos años atrás para tomar apuntes en una oficina), y firmada por el propio Presidente. ¡Con tinta!
La existencia de tal documento podía tener mucha importancia para su futuro. Aparte de su valor intrínseco como acreditativo de sus atribuciones en el curso de las conferencias que iba a entablar, atestiguaba que le había sido confiada una misión de gran altura. Y, cuando su padre muriera, y él ocupara uno de los dos escaños que correspondían a Idaho, aquella misión le conferiría el suficiente prestigio como para intentar el ingreso en el Comité de Créditos. O, puestos a pedir, ¿por qué no llegar a lo más alto? Ningún senador Franklin había sido nunca miembro del Comité de Gobierno...
Los dos enviados supieron que estaban en los arrabales de Trenton cuando pasaron junto a los primeros grupos de jerseyitas que trabajaban en la limpieza de la carretera. Unos rostros asustados se alzaron hacia ellos, para inclinarse de nuevo rápidamente sobre su trabajo. Los grupos estaban trabajando sin ninguna vigilancia visible. Evidentemente, los Seminolas opinaban que unas simples órdenes eran suficientes.
Pero mientras cabalgaban a través de las casas en ruinas de lo que había sido la ciudad, sin encontrar a nadie de más importancia que hombres blancos, a Jerry Franklin empezó a ocurrírsele otra explicación. Todo aquello tenía el aspecto de una ciudad en guerra, pero, ¿dónde estaban los combatientes? Casi con seguridad al otro lado de Trenton, defendiendo el río Delaware. Esta era la dirección en que los nuevos gobernantes de Trenton podían temer un ataque, Pues en la parte norte sólo tenían a los Estados Unidos de América.
Pero, de ser así, ¿contra quién estaban defendiéndose? Al otro lado del Delaware, hacia el sur, sólo se hallaban Seminolas. ¿Sería posible que los Seminolas hubieran terminado por luchar entre ellos?
¿O acaso Sam Rutherford no se había equivocado? Fantástico. ¡Vestimentas de piel de búfalo en Trenton! Sólo podía haber vestimentas de piel de búfalo a menos de cien millas al oeste, en Harrisburg.
Pero cuando doblaron la esquina de la State Street, Jerry se mordió el labio con expresión de disgusto. Sam estaba en lo cierto, lo cual no complació precisamente a Jerry.
Esparcidos sobre el amplio césped del Capitolio del Estado había docenas de jacales. Y los hombres altos, de piel oscura, que estaban tranquilamente sentados o que paseaban con orgullo entre los jacales, llevaban vestimentas de piel de búfalo. Al contemplar sus rostros pintarrajeados no había ninguna necesidad de recordar las lecciones de ciencia política: eran Siuox.
De modo que la información que había llegado al gobierno acerca de la identidad del invasor era completamente errónea... como de costumbre. Bueno, no podían pedirse milagros a las comunicaciones desde tan larga distancia. Pero aquella inexactitud hacía difíciles las cosas. Podía invalidar su credencial, ya que la credencial iba directamente dirigida a Osceola VII, Rey de Todos los Seminolas. Y si Sam Rutheford creía que esto le daba derecho a pavonearse...
Miró hacia atrás imprudentemente. No, Sam no plantearía ningún problema. Sam no era de los que pinchaban: “Ya se lo dije a usted...”. Al sentir sobre él la mirada de su jefe, el hijo del Subsecretario de Estado bajó los ojos con expresión humilde.
Satisfecho, Jerry rebuscó en su memoria algún dato importante acerca de recientes relaciones políticas con los Siuox. No pudo recordar muchos... apenas los términos de los dos o tres últimos tratados. Tendría que forzar su memoria.
Cabalgó hasta encontrarse delante de un guerrero de aspecto imponente, y se apeó del caballo. Podía hablarse con un Seminola sin desmontar, pero los Sioux eran muy susceptibles en materia de protocolo cuando trataban con hombres blancos.
–Venimos en son de paz —le dijo al guerrero, que permanecía tan impasiblemente erguido como la lanza que sostenía en la mano, tan rígido y duro como el rifle que colgaba de su espalda—. Traemos un mensaje importante y muchos regalos para tu jefe. Venimos de Nueva York, el hogar de nuestro jefe. —Hizo una breve pausa y luego añadió—: ¿Conoces al Gran Padre Blanco?
Inmediatamente lamentó haber añadido la pregunta. El guerrero cloqueó brevemente; en sus ojos se encendió una regocijada lucecita. Luego, su rostro volvió a quedar inexpresivo, revestido de una serena dignidad.
–Sí —dijo—. He oído hablar de él. ¿Quién no ha oído hablar de la riqueza y del poder y de los grandes dominios del Gran Padre Blanco? Ven; te llevaré a presencia de nuestro jefe.
Jerry hizo un gesto a Sam Rutherford para que esperase.
Ante la entrada de una gran tienda, lujosamente decorada, el indio se apartó a un lado y le indicó a Jerry que podía entrar.
El interior de la tienda estaba sumido en una semipenumbra, pero la iluminación era lo suficientemente lujosa como para dejar a Jerry sin aliento. ¡Lámparas de petróleo! ¡Tres! Aquella gente vivía bien.
Hacia un siglo antes de la última gran guerra, sus antepasados habían poseído una gran abundancia de lámparas de petróleo. Y algo mejor que las lámparas de petróleo, quizá, si había que creer las historias que los ingenieros contaban alrededor de las fogatas. Aquellas historias eran agradables de oír, pero constituían glorias de un lejano pasado. Al igual que las historias de graneros y de supermercados llenos hasta los topes, le hacían a uno sentirse orgulloso de su pueblo, pero no le servían de ninguna ayuda en los momentos actuales. Conseguían que a uno se le hiciera la boca agua, pero no le alimentaban.
Los indios, cuya organización tribal había sido la primera en adaptarse a las nuevas circunstancias, tenían graneros. Los indios tenían lámparas de petróleo. Y los indios...
Había allí dos vigorosos hombres blancos sirviendo comida al grupo sentados en cuclillas en el suelo. Un anciano, el jefe, de rostro rechoncho. Tres guerreros, uno de ellos demasiado joven para asistir a un consejo. Y un negro de unos cuarenta anos, vestido con harapos semejantes a los de Franklin, aunque un poco más nuevos y un poco menos sucios.
Jerry se inclinó delante del jefe, extendiendo sus brazos, con las palmas de las manos hacia abajo.
–Vengo de Nueva York, donde reside nuestro jefe —murmuró.
A pesar de sí mismo, estaba un poco asustado. Le hubiera gustado conocer sus nombres; de modo que pudiera relacionarlos con acontecimientos específicos. Aunque Jerry sabía cuáles podían ser sus nombres... aproximadamente. Los Sioux, los Seminolas, miembros de todas las tribus indias renacientes en poderío y en número, llevaban nombres cargados de anacronismo. Una extraña mezcla de diversas etapas del pasado, cubiertas siempre por presente. Como los rifles y las lanzas, unos para la realidad de luchar, las otras como símbolo más importante que la realidad misma. Como el uso de los jacales en el campo, cuando, según los rumores que circulaban por el país, los obreros esclavos podían construirle al más insignificante de los indios una morada como ni siquiera el presidente de los Estados Unidos, sobre su jergón especial de paja, podía soñar. Como las caras pintarrajeadas mirando a través de los reinventados microscopios. ¿Cómo habían sido los antiguos microscopios? Jerry trató de recordar el Curso de Investigaciones de Ingeniería que había seguido en su adolescencia, pero la tentativa resultó inútil. Lo mismo daba: los indios eran tan extraños y tan pavorosos... A veces uno pensaba que el destino les había elegido para ser conquistadores, con la descuidada contradicción de los conquistadores. A veces...
Jerry se dio cuenta de que estaban esperando que continuara.
–Donde reside nuestro jefe —repitió apresuradamente—. Traigo un mensaje muy importante y muchos regalos.
–Come con nosotros —dijo el anciano—. Luego nos darás tus regalos y tu mensaje.
Agradecido, Jerry se sentó en cuclillas a poca distancia de ellos. Estaba hambriento, y entre la fruta de los cuencos había visto algo que debía ser una naranja. ¡Había oído hablar tanto del exquisito sabor de las naranjas!
Pasado unos instantes, el anciano habló:
–Yo soy el jefe Tres Bombas de Hidrógeno. Este —señalando al más joven de los indios– es mi hijo, Generador de Radiaciones. Y éste —señalando al negro– es una especie de compatriota tuyo.
A la mirada interrogadora de Jerry, y después de que el jefe levantó su dedo índice concediéndole permiso para hablar, el negro explicó:
–Sylvester Thomas. Embajador ante los Sioux de los Estados Confederados de América.
–¿La Confederación? ¿Existe todavía? Oí decir, hace diez años...
–La Confederación está muy viva, señor. Es decir, la Confederación Occidental, con su capital en Jackson, Mississippi. La Confederación Oriental, con su capital en Richmond, Virginia, desapareció a manos de los Seminolas. Nosotros hemos sido más afortunados. Los Arapahoes, los Cheyennes y —con una inclinación de cabeza hacia el jefe– especialmente los Sioux, han sido muy amables con nosotros. Nos permiten vivir en paz, mientras nos limitemos a cultivar nuestras tierras y a pagar nuestros tributos.
–Entonces, debe usted saber una cosa, mister Thomas... —empezó Jerry ávidamente—. Me refiero a... la República de la Estrella Solitaria... a Texas... ¿Es posible que también Texas...?
Mister Thomas miró hacia la puerta del jacal con expresión desalentada.
–Lo siento, señor, la República de la Bandera de la Estrella Solitaria cayó ante los Kiowas y los Comanches hace ya muchos años, cuando yo era aún muy niño. No recuerdo la fecha exacta, pero sé que fue incluso antes de que California fuese ocupada por los Apaches y los Navajos, y mucho antes de que la nación de los mormones quedase...
Generador de Radiaciones alzó sus hombros y flexionó sus musculosos brazos.
–¡Cuánta cháchara! —exclamó—. Estoy cansado de oír la cháchara de los rostros pálidos.
–Mister Thomas no es un rostro pálido —le respondió su padre—. ¡Un poco más de respeto! Es nuestro huésped y un embajador acreditado. Procura no pronunciar la palabra rostro pálido en su presencia.
Otro de los guerreros sentado cerca del jefe, tomó la palabra.
–En otra época, en la época de los héroes, un muchacho de la edad de Generador de Radiaciones no se hubiera atrevido a levantar la voz en un consejo delante de su padre. Y, desde luego, nunca hubiese dicho las mismas cosas que él. Puedo citar como referencia, para los que estén interesados en ello, el definitivo volumen de Robert Lowie, Los Cuervos Indios, y la excelente obra de investigación antropológica de Lesser, Tres Tipos de Parentesco Sioux. Ahora, en tanto que no hemos sido aún capaces de reconstruir un tipo de parentesco Sioux de acuerdo con el modelo clásico descrito por Lesser, hemos desarrollado un sistema de trabajo que...
–Lo malo que tienes. Brillante Cubierta de Libro —le interrumpió el guerrero sentado a su izquierda– es que eres demasiado clásico. Siempre tratas de vivir en la Edad de Oro en vez de hacerlo en el presente, y en una Edad de Oro que en realidad tiene muy poco que ver con los Sioux. Sí, admito que tenemos muchos puntos de contacto con los indios citados por Lowie, especialmente desde el punto de vista lingüístico; pero, ¿qué ocurre cuando tratamos de aplicar sus preceptos a la vida diaria?
–¡Basta! —exclamó el jefe—. ¡Basta, Polemista Incisivo! Y tú también, Brillante Cubierta de Libro... ¡Basta! Esos son asuntos privados de la tribu. Aunque sirven para recordarnos que el rostro pálido fue grande antes de convertirse en un enfermo corrompido y asustado. Aquellos hombres cuyos libros sagrados nos enseñan el perdido arte de vivir como Sioux, hombres como Lesser, hombres como Robert H. Lowie, ¿no eran acaso hombres de rostro pálido? En su memoria, hemos de mostrarnos tolerantes.
–¡Ah-ah! —dijo Generador de Radiaciones con impaciencia—. En lo que a mí respecta, los únicos rostros pálidos buenos son los que están muertos. Eso es. —Pensó unos instantes—. Excepto sus mujeres. Las mujeres de rostro pálido son divertidas cuando uno se encuentra lejos del hogar y siente que en su interior se levanta un pequeño infierno.
El jefe Tres Bombas de Hidrógeno contempló a su hijo en silencio. Luego se volvió hacia Jerry Franklin.
–Tu mensaje y tus regalos. Primero tu mensaje.
–No, jefe —intervino Brillante Cubierta de Libro respetuosa pero firmemente—. Primero los regalos. Luego el mensaje. Así es cómo hay que hacerlo.
–Voy a buscarlos. En seguida vuelvo...
Jerry salió de la tienda y corrió hacia el lugar donde Sam Rutherford había trabado los caballos.
–Los regalos —le apremió—. Los regalos para el jefe.
Desataron los paquete que llevaba el caballo de carga. Jerry los cogió y regresó con ellos a la tienda a través de los guerreros que se habían reunido para contemplar, con tranquila arrogancia, lo que estaba haciendo. Jerry entró en el jacal, dejó los regalos en el suelo y se inclinó de nuevo.
–Abalorios brillantes para el jefe —dijo, entregándole dos zafiros en forma de estrella y un gran diamante blanco. El mejor que los ingenieros habían sacado de las ruinas de Nueva York en los últimos diez años.
–Tela para el jefe —dijo, entregándole una pieza de lino y una pieza de lana, hiladas y tejidas en New Hampshire especialmente para aquella ocasión, y transportadas a costa de enormes esfuerzos hasta Nueva York.
–Bonitas baratijas para el jefe —dijo, entregándole un reloj despertador, sólo ligeramente enmohecido, y una hermosa máquina de escribir, que funcionaban gracias a los esfuerzos mancomunados de un grupo de artesanos y otro de ingenieros (estos últimos interpretando los enrevesados documentos antiguos para los artesanos) durante dos meses y medio.
–Armas para el jefe —dijo, entregándole un sable de caballería primorosamente tallado, preciado tesoro que había pertenecido al Jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, el cual había protestado amargamente cuando el Presidente le obligó a entregarlo (“Diablos, señor Presidente, ¿acaso quiere usted que luche contra esos indios con las manos vacías?” “No, Johnny, no es eso lo que quiero, pero estoy seguro de que podrás encontrar otro como éste en poder de alguno de tus más vehementes oficiales jóvenes”).
Tres Bombas de Hidrógeno examinó los regalos, especialmente la máquina de escribir, con cierto interés. Luego los distribuyó solemnemente entre los miembros de su consejo, reservándose únicamente la máquina de escribir y uno de los zafiros. El sable se lo entregó a su hijo.
Generador de Radiaciones golpeó el acero con su uña.
–Poca cosa —afirmó—. Poca cosa. Mister Thomas trajo mejores regalos que éstos de los Estados Confederados de América para la ceremonia de la pubertad de mi hermana. —Dejó caer el sable desdeñosamente al suelo—. Pero, ¿qué puede esperarse de una pandilla de apestosos descamisados de piel blanca que no sirven para nada?
Al oír aquellas palabras, Jerry Franklin se puso rígido. Aquello significaba que tenía que luchar con Generador de Radiaciones... y la perspectiva le asustó tanto que su espalda quedó empapada en un frío sudor. La alternativa era perder todo prestigio ante los Sioux.
“Descamisado” era un vocablo del sistema Natchez y en aquellos días se aplicaba a todos los hombres blancos que trabajaban en las plantaciones o en las factorías al servicio de sus aristocráticos dueños indios. Un “descamisado” era algo peor que un esclavo.
Si alguien dejaba que otro le llamase descamisado y no le mataba... bueno, en tal caso era un descamisado.
–Soy un representante acreditado de los Estados Unidos de América —dijo Jerry lentamente, alzando la voz.—, y el primogénito del Senador de Idaho. Cuando mi padre muera me sentaré en el Senado en su lugar. Soy un hombre que ha nacido libre, que participa en los consejos de su nación, y el que me llame descamisado es un asqueroso embustero.
Ya estaba hecho. Jerry aguardó, mientras Generador de Radiaciones se ponía en pie. Observó con desaliento el musculoso y bien formado cuerpo del joven guerrero. No tendría ninguna posibilidad contra él, en una lucha mano a mano... que era lo que le esperaba.
Generador de Radiaciones recogió la espada del suelo y apuntó con ella a Jerry Franklin.
–Podría ensartarte ahora mismo como a una cebolla —dijo—. O podría luchar contigo a cuchillo y abrirte el vientre en canal. He luchado y he matado Seminolas, he luchado contra los Apaches, incluso he luchado y he matado Comanches. Pero nunca me he ensuciado las manos con la sangre de un rostro pálido, y no voy a hacerlo ahora. Dejo esa puerca tarea a los verdugos de nuestros Estados. Padre, me quedaré fuera hasta que hayan limpiado el jacal.
Arrojó desdeñosamente la espada a los pies de Jerry y se dirigió a la puerta. Antes de atravesarla, se detuvo, y dijo por encima de su hombro:
–¡El primogénito del Senador de Idaho! Idaho ha formado parte de las posesiones de la familia de mi madre durante los últimos cuarenta y cinco años. ¿Cuándo dejarán estos cretinos románticos de jugar y empezarán a vivir en el mundo tal como es ahora?
–¡Este hijo mío! —murmuró el jefe—. Las jóvenes generaciones. ya se sabe... Un poco salvaje, un poco intolerante, desde luego. Pero es un gran muchacho. De veras. Un gran muchacho.
Hizo una seña a los esclavos blancos, los cuales trajeron una especie de baúl cubierto de grandes salpicaduras de color.
Mientras el jefe rebuscaba en el baúl, Jerry Franklin se relajó pulgada a pulgada. Era casi demasiado bueno para ser verdad: ni tenía que luchar contra Generador de Radiaciones, ni había perdido el honor. Las cosas no podían marchar mejor de lo que marchaban.
En cuanto al último comentario de Generador de Radiaciones... bueno, ¿cómo podía esperarse que un indio comprendiera ciertas cosas, como por ejemplo la tradición y la gloria que podían residir siempre en un símbolo? Cuando su padre se puso en pie bajo el cuarteado techo del Madison Square Garden y se encaró con el vicepresidente de los Estados Unidos para decirle: “El pueblo del Estado Soberano de Idaho no ha consentido nunca, y nunca consentirá, pagar un impuesto sobre las patatas. Desde épocas inmemoriales, las patatas han estado asociadas con Idaho, han sido el orgullo de Idaho. La población de Boise dice que no a un impuesto sobre las patatas, la población de Pocatello dice que no a un impuesto sobre las patatas, todos los granjeros de la Gema de la Montaña dicen que no, y mil veces no, a un impuesto sobre las patatas...”, cuando su padre hablaba de ese modo, estaba hablando en nombre de Boise y de Pocatello. No del aplastado Boise ni del asolado Pocatello de hoy, sino de las magníficas ciudades que habían sido en otro tiempo... y de las florecientes granjas del otro lado del Snake River... Y de Sun Valley, Idaho Falls, American Falls, Weiser, Grangeville, Twin Falls...
–No te esperábamos, de modo que no tenemos muchos regalos que ofrecerte —estaba explicándole Tres Bombas de Hidrógeno—. Sin embargo, aquí hay una cosa para ti.
Jerry se quedó con la boca abierta al verla. ¡Era una pistola, una pistola de verdad, completamente nueva! Y una cajita de municiones. Proyectadas y realizadas en una de las fábricas que los Sioux poseían en el Middle West y de las cuales había oído hablar. Pero, ¡tenerla en sus manos, y saber que le pertenecía! Era una Caballo Loco del cuarenta y cinco, y, según todos los informes, muy superior al arma Apache que durante tanto tiempo había predominado en el Oeste: la Gerónimo del treinta y dos. Era la clase de arma que un General del Ejército o un Presidente de los Estados Unidos, nunca esperarían poseer... ¡y era suya!
–No sé cómo... Realmente, yo... yo...
–Está bien, está bien —dijo el jefe en tono condescendiente—. Está bien. Mi hijo no aprobaría este regalo a un rostro pálido, pero para mí los rostros pálidos son personas como las demás... Lo que cuenta es el individuo. Tú pareces un hombre responsable aun siendo un rostro pálido, estoy seguro de que utilizarás la pistola de un modo cuerdo. Ahora, tu mensaje.
Jerry se concentró y abrió la bolsa que colgaba de su cuello. Reverentemente, extrajo el precioso documento y se lo entregó al jefe.
Tres Bombas de Hidrógeno lo leyó rápidamente y lo pasó a sus guerreros. El último en leerlo, Brillante Cubierta de Libro, lo arrugó hasta convertirlo en una bola y lo tiró a los pies del hombre blanco.
–Muy mal escrito —dijo—. “Cambio” está escrito con “v”, y la regla es “b” detrás de “m”. Además, ¿qué tiene que ver con nosotros? Está dirigido al jefe Seminola, Osceola VII, solicitando que ordene a sus guerreros que se marchen de la orilla meridional del río Delaware, o que devuelvan los rehenes que le fueron entregados por el Gobierno de los Estados Unidos como prueba de buena voluntad y de intenciones pacíficas. Nosotros no somos Seminolas: ¿por qué nos lo das a nosotros?
Mientras Jerry Franklin alisaba cuidadosamente el documento y volvía a ponerlo en su bolsa, el embajador de la Confederación, Sylvester Thomas, tomó la palabra.
–Creo que puedo explicarlo —dijo, mirando interrogativamente a unos y a otro—. Si a los caballeros no les importa. Es evidente que el Gobierno de los Estados Unidos se ha enterado de que una tribu india ha cruzado el Delaware por ese punto, y ha supuesto que se trataba de los Seminolas. El último movimiento de los Seminolas, como ustedes recordarán, fue en Filadelfia, obligando una vez más a evacuar la capital y a trasladarla a la ciudad de Nueva York. Ha sido un error natural: las comunicaciones de los Estados Americanos, lo mismo Confederados que Unidos —aquí una breve y diplomática risita—, no han sido tan buenas como cabía esperar en los últimos años. Es evidente que ni este joven ni el gobierno al cual representa tenían la menor idea de que los Sioux habían decidido ganar por la mano a su majestad Osceola VII y cruzar el Delaware por Lambertville.