Текст книги "Antología De Novelas De Anticipación I"
Автор книги: Varios Autores
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Научная фантастика
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Conservé un átomo de lucidez. Como desde lejos, me vi a mí mismo caer al suelo. Uno de los Ns consiguió sacar su revólver y disparar antes de perder el conocimiento, pero su disparo no hizo blanco.
Un hombre alto se inclinó sobre mí. Debajo del sombrero de ala ancha, su rostro, cubierto con una máscara antigás, resultaba inhumano. Me cogió por debajo de los brazos y me arrastró hasta el avión. En el aparato había otros dos hombres.
Al llegar al final de la calle el convertible empezó a elevarse. Las dispersas luces de Des Moines no tardaron en quedar debajo de nosotros. Volábamos, solos. Encima, únicamente las amistosas estrellas.
Pasó un buen rato antes de que me recobrara del todo de los efectos del gas. Uno de los hombres me dio a beber un trago de una botella. Era ron puro, y me ayudó extraordinariamente a recobrar mi equilibrio mental.
El hombre alto, sentado en el asiento delantero, se volvió hacia mí.
–Es usted el profesor Lewisohn, ¿no es cierto? —inquirió ansiosamente—. Del Departamento de Cibernética de la Nueva Universidad Americana, ¿verdad?
–Sí —murmuré.
–Bien —Dio un suspiro de alivio—. Temí que pudiéramos haber rescatado a otra persona. No es que no nos guste rescatar a quienquiera que sea, pero en el Refugio Secreto sólo podemos utilizarle a usted. Nuestro servicio de información no es perfecto... nos habían dicho que iba a ser detenido esta noche, pero a veces los informes resultan equivocados.
Pregunté, estúpidamente:
–¿Por qué esta noche? ¿Por qué no vinieron a buscarme antes?
–¿Cree usted que hubiera venido? ¿Cree que habría confiado en unos enemigos públicos como nosotros, teniendo como tiene tres hijos? —dijo el hombre alto, en un tono desapasionado—. Ahora está usted obligadoa unirse a nosotros. El Comité se encargará de avisar a sus hijos y de ayudarles a desaparecer, pero no podremos ocultarles indefinidamente. El Cuerpo de seguridad se lanzará detrás de su pista como perros hambrientos. De modo que la única posibilidad que tiene usted de salvarles, y de salvarse a sí mismo, es la de ayudar a que pueda estallar la revolución dentro de un mes.
–¿Yo? —balbucí.
–Achtmann necesita un cibernético. Y ese cibernético puede ser usted.
–Oiga, Bill —en la voz que sonó a mi izquierda había un acusado acento occidental—. Me he estado preguntando... soy nuevo en esto, ¿sabe?, me he estado preguntando por qué utilizó usted el gas. Podía haberles alojado cuatro proyectiles en el cuerpo en cuatro segundos.
El hombre alto sentado ante el tablero de mandos se encogió de hombros.
–En casos como éste —dijo—, prefiero el gas. La muerte resulta un poco más lenta.
El Refugio Secreto estaba en Virginia City, Nevada. En otras épocas había sido una estación turística de primer orden, pero en la actual era de escasez y de restricciones, cuando nadie tenía automóvil a excepción de los ofíciales de graduación más elevada, era una ciudad fantasma. No quedaban en ella más que unos cuantos advenedizos, barbudos y medio locos, considerados como inofensivos por la policía, siempre a la caza de posibles elementos subversivos.
Sin embargo... cuando aquellos mismos individuos descendían a las habitaciones subterráneas del Refugio Secreto, y se reunían con los centenares de personas que nunca veían el sol, sus espaldas se enderezaban y sus voces se hacían firmes: formaban parte del Comité para la Restauración de la Libertad.
Me costó algunos días acostumbrarme a la nueva situación. Al igual que la mayoría de la gente, yo había creído que el Comité estaba compuesto de un disperso grupo de lunáticos... y al igual que algunos, había deseado que fuesen, más. Y resulta que eran más, muchos más.
Claro que habían dispuesto de quince años para organizarse.
–Empezamos siendo un puñado de hombres– me explicó, Achtmann—. No tendría que decir «empezamos», puesto que en aquella época yo no tenía más que trece años, pero mi padre fue uno de los fundadores. Desde entonces ha crecido, créame, ha crecido. Existen casi diez millones de hombres partidarios de nuestra causa, repartidos por el mundo. Calculamos que otros diez millones se unirán a nosotros cuando nos levantemos en armas, aunque, desde luego, faltos de adiestramiento y de organización, no pueden ofrecernos más que una ayuda moral.
Achtmann era un joven de baja estatura, pero flexible como un gato. Sus ojos eran dos llamas azules bajo unos cabellos del color del trigo. No se estaba nunca quieto, y fumaba un cigarrillo tras otro desde qué se levantaba hasta que se acostaba.
Únicamente el Cinc y muy pocos hombres más podían disponer de tantos cigarrillos. Achtmann se fumaba la ración de un mes en un día. Pero sus partidarios consideraban un privilegio el poder ofrecerle sus raciones. Cosa que también hice yo, una hora después de conocerle.
Porque Achtmann era la última esperanza de los hombres libres.
–¿Diez millones de hombres? —Parecía una cifra inverosímil, teniendo en cuenta que debían permanecer ocultos—. ¡Dios mío! ¿Cómo.
–Nuestros agentes trabajan de un modo muy activo... ¡Oh! Cuidadosamente, cuidadosamente —explicó Achtmann—. Los simpatizantes tienen que someterse a la prueba del suero de la verdad y son objeto de un test psicotécnico. Si son sinceros y sirven, les admitimos... En caso contrario... —Hizo una mueca—. Es muy lamentable. Pero no podemos arriesgarnos a que un ingenuo estúpido estropee todo nuestro trabajo.
Aquel aspecto del asunto no me gustó. Me pregunté si Kintyre, el hombre alto que había dirigido mi rescate y era amigo de los gatos y de los mitos, habría disparado un tiro en la nuca de algún hombre de buena voluntad, pero que «no servía». Para olvidarlo, decidí pasar al terreno de las preguntas prácticas.
–Pero los N detienen seguramente a algunos de... nuestros... hombres de cuando en cuando —objeté—. Deben enterarse...
–¡Oh, sí! Desde luego. Conocen con bastante exactitud cuántos somos, nuestro sistema general. Pero, ¿de qué puede servirles? Estamos organizados en células; nadie conoce más que a otros cuatro miembros. Existen contraseñas, que son cambiadas a intervalos cortos e irregulares... Hemos aprendido, se lo aseguro. En quince años, y al precio de muchas vidas valiosas y de muchos reveses, hemos aprendido.
Luego, de repente, la cifra de diez millones pareció ridículamente pequeña. Las fuerzas armadas ascendían a cuarenta millones de hombres, sin contar los dos millones de Ns, y...
Achtmann sonrió cuando le planteé esta objeción.
–Si conseguimos apoderarnos de Bloomington, eliminar a Hare y a suficientes Ns, habremos vencido. La masa es pasiva, está demasiado asustada para actuar en un sentido o en otro. Las fuerzas armadas... bueno, algunos de ellos lucharán, pero se sorprendería usted si supiera cuantos oficiales son miembros del Comité. Y en el propio Cuerpo de Seguridad Nacional... ¿De dónde cree usted que obtenemos nuestra información? —Me apuntó con su dedo índice y habló con su habitual apasionamiento—. Mire, desde hace mucho tiempo, desde la III Guerra Mundial, lo que ha privado en el mundo ha sido la mediocridad. La III Guerra Mundial y la dictadura de Hare se han limitado a dotar de armas a la mediocridad para que se reforzara a sí misma. La actual situación repugna a todos los hombres intelectualmente capacitados del mundo. ¿Acaso no le repugnaba a usted? De modo que todas las personas inteligentes son partidarias nuestras. Hemos conseguido introducir a algunas de ellas en el campo enemigo... y, como son inteligentes, no han tardado en encumbrarse en las filas de nuestros adversarios.
Aplastó su cigarrillo contra el cenicero y dio unos pasos por la desordenada y polvorienta oficina.
–Estoy de acuerdo en que diez millones de hombres, mal organizados, sin poseer una sola bomba H, no podrían derrocar un imperio que abarca a todo el planeta... No, Lewisohn, no vamos a luchar contra los tanques con fusiles ametralladores, desde luego. Vamos a equiparnos con un arma que dejará anticuados a los tanques y a las bombas, que los hará completamente inútiles. Y para ello le hemos traído a usted aquí.
Debo dejar bien sentado que Hare no era un animal dañino escapado del infierno. Era un hombre fuerte, inteligente, incluso amable, que había llevado a cabo una obra ingente. No hay que olvidar que a él se debía que las costas del Este y del Oeste volvieran a estar habitadas. Incluso después de desaparecida la radioactividad, la gente tenía miedo a regresar. Hare obligó a la gente a regresar, puso arados en sus manos y gérmenes vivos en sus tierras, y recuperó una cuarta parte del continente.
Creo, sinceramente, que Hare o alguien como él era inevitable. Después de la III Guerra Mundial, si puede llamársele guerra a unos cuantos días de carnicería nuclear seguida de varios años de hambre y de caos, el poder mundial había quedado al alcance del primer país que se convirtiera otra vez en civilizado. Hare, un oscuro general, utilizó sus andrajosas fuerzas como un punto de partida. La gente le siguió porque les ofrecía alimentos y esperanza. Lo mismo hicieron otros señores de la guerra, pero Hare les derrotó. Hare derrotó también a China y a Egipto, cuando trataron de obtener la supremacía mundial, y convirtió toda la Tierra en un Protectorado.
Sí, era un dictador. Pero había sido la única solución posible. Yo mismo le había apoyado, incluso había luchado en su ejército veinte años atrás. Teníamos necesidad de un Cincinnatus... entonces.
«Mientras dure el estado de emergencia», decía el Acta del Congreso. Porque había un Congreso nombrado por decreto en Bloomington, y la asustada sombra de un Presidente, y un sello de goma del Tribunal Supremo. Jurídicamente, Hare no era más que el Comandante en Jefe del Cuerpo de Seguridad Nacional, un brazo ejecutivo del Departamento de Defensa y Justicia. Su jefe nominal era nombrado por el Presidente y confirmado por el Senado. Se había retirado del ejército para «mantener un control civil sobre el gobierno».
Sin embargo, mientras durase el estado de emergencia, el Cinc poseía poderes extraordinarios. Y ahora habíamos reconstruido muchísimo, y el mundo —si no tranquilo y contento– estaba bien guardado, y podía pensarse, en consecuencia, que el estado de emergencia había desaparecido.
Sólo que... bueno, hubo la gran epidemia de tifus, y al año siguiente se produjo la revuelta de Indonesia, y al año siguiente el gobernador de Valle Colorado necesitó cinco millones de trabajadores, y así por el estilo durante veinte años.
De modo que Cincinnatus no retornó a su oscura situación de general.
Yo ignoraba los detalles de organización del Comité. No me importaban, no estaba permitido conocerlos y no disponía de tiempo para interesarme por ellos. Lo único que puedo decir es que el golpe estaba planeado con una minuciosidad sin precedentes en la Historia.
Sin haber cumplido los treinta años, Achtmann erala revolución. Desde luego, no manejaba todos los detalles... tenía estados mayores para los aspectos militar, económico y político. Pero estaba al corriente de todo, y en su oficina particular había una cantidad increíble de memorándums.
Su posición era una consecuencia lógica de las circunstancias. El padre de Achtmann había sido el genio rector de los primeros tiempos, y el hijo había crecido al lado del padre. Cuando el anciano fue encontrado muerto en su despacho, una mañana, se requirió naturalmente la opinión y el consejo del joven —nadie conocía como él todas las ramificaciones—, y repentinamente, dos años más tarde, el Consejo de Directores se dio cuenta de que no habían elegido aún un nuevo Presidente. La elección recayó por unanimidad en el joven Achtmann.
El «cinturón protector» —el arma de que Achtmann me había hablado– era creación suya. Su insaciable apetito de lector había descubierto un articulo al parecer sin importancia publicado en una revista de física poco antes de que estallara la guerra, relativo a un extraño efecto observado cuando un campo eléctrico de una determinada alta frecuencia establecía contacto con un determinado complejo de altas frecuencias. Achtmann habló del asunto con uno de los físicos de su estado mayor, le preguntó qué material haría falta, consiguió el material y comenzaron los trabajos. Al cabo de dos años de esfuerzos, la posibilidad de establecer un cinturón protector alrededor del propio ejército se hizo evidente. Durante los cinco años siguientes, se resolvieron todos los problemas técnicos que presentaba la nueva arma. Un año más tarde, fue probada con éxito la pantalla generadora. Ahora, dos años después, las piezas estaban listas para su ensamble.
No disponíamos de las instalaciones necesarias para un trabajo en cadena. En consecuencia, cada pieza tenía que ser electrificada por separado, una delicada operación que requería un calculador de alta velocidad adaptado al circuito generador. Yo estaba allí para atender al calculador.
Por espacio de tres semanas casi no supe lo que era dormir. Trabajaba por la libertad, por librar a mis hijos del temor y en memoria del anciano profesor Biancini. Los Ns podían haber considerado necesario atar a Biancini a un poste de farol, pero rociarlo con gasolina y prenderle fuego había sido un exceso de entusiasmo...
Achtmann me miró a través de la mesa escritorio. Su ancho y cuadrado rostro estaba muy pálido, ya que era uno de los que no salían nunca al exterior.
–¿Café? —me preguntó—. Es casi todo achicoria, pero no deja de ser una bebida caliente.
–Gracias —dije.
–De modo que ya está todo listo —Su mano tembló ligeramente mientras me servía el café—. Parece imposible.
–La última unidad quedó montada y comprobada hace una hora —dije—. Los camiones están ya en camino.
–Día D. —Sus ojos estaban vacíos, fijos en el reloj colgado de la pared—. Dentro de cuarenta y ocho horas...
De repente, hundió su rostro entre sus manos.
–¿Qué es lo que voy a hacer? —murmuró.
Le contemplé con una expresión de sorpresa.
–¿Qué va a hacer? Dirigir la revolución... ¿no es cierto? —inquirí, tras una larga pausa.
–¡Oh, sí! Si. Pero, ¿y después? —Se inclinó sobre la mesa, temblando—. Me gusta usted, profesor. Se parece mucho a mi padre, ¿no lo sabía? Pero es mucho más amable que él. Mi padre vivía únicamente para la revolución, para la gran causa sagrada. ¿Puede usted imaginar lo que significa crecer al lado de un hombre que no es un hombre, sino una voluntad incorpórea? ¿Puede usted imaginar lo que significa pasar toda la juventud sin tomar una cerveza con los amigos, sin oír un concierto, sin bañarse una sola vez en las azules aguas del mar? Yo tenía diecisiete años cuando una pareja de novios que habían salido de excursión se presentaron en Virginia City y vieron demasiadas cosas. Ordené que les mataran a los dos... yo, a los diecisiete años. —Apartó las manos del rostro—. Dentro de una semana, un gran número de personas decentes morirán... y no sólo en nuestro bando. ¡Dios mío! ¿Cree que después de ordenar eso puedo retirarme a... a...? ¿En qué voy a convertirme?
Durante un largo rato, en la oficina no se oyó más ruido que el de su agitada respiración.
–Puede marcharse —dijo finalmente, sin mirarme—. Informe al general Thomas, de la oficina logística. Le hará usted falta. Todos haremos falta.
Con ropas de paisano —en trenes, autobuses, aviones, camiones... desde los más remotos lugares del imperio alrededor del planeta—, nuestro ejército se acercó a Bloomington. El movimiento no fue captado por el habitual servicio de vigilancia del tráfico, porque en Méjico había estallado una revuelta cuidadosamente planeada. Era una revuelta condenada al fracaso desde el primer momento, una maniobra de diversión en la cual unos enfurecidos peones iban a enfrentarse con lanzallamas, pero así son las necesidades de la guerra.
En diversos puntos, pueblos pequeños, granjas, plantaciones, que aún no habían sido reconstruidos, nuestras unidades quedaron formadas y avanzaron contra el Capitolio.
No soy un táctico, y todavía ignoro los detalles. Mi departamento se ocupaba únicamente de los cinturones de protección. Cada unidad estaba reunida alrededor de un camión pesado que transportaba una micropila para alimentar un generador. Por encima de nuestras cabezas volaba nuestra aviación, unos aparatos ridículamente anticuados... pero en cada escuadrilla había un aparato que llevaba un generador.
El cinturón protector, una vez formado, sólo es visible a través de un débil resplandor de ionización, como una esfera de media milla de diámetro. Atraviesa la materia sólida sin efectos visibles. Pero es una energía del mismo tipo de la que mantiene unidos a los núcleos atómicos. Y sólo admite velocidades de unos cuantos pies por segundo. Una partícula que viaje con más rapidez y tropiece con el cinturón queda detenida en seco, y su energía de movimiento se transforma en calor.
De modo que los proyectiles de todas clases caían al suelo al chocar contra el cinturón. La explosión de una bomba, química o nuclear, lleva implícitas moléculas o electrones de alta velocidad en su mecanismo, por tanto una bomba no puede estallar dentro del cinturón. El polvo radioactivo y el gas se desintegran normalmente, pero los fragmentos energéticos capaces de matar a un hombre surgen convertidos en inofensivos iones. Las toxinas químicas conservan su eficacia, pero resulta relativamente fácil defenderse contra ellas.
Teníamos ametralladoras y artillería ligera acopladas electrónicamente a los generadores. En el momento de disparar, los generadores dejaban de funcionar las milésimas de segundo necesarias para que nuestros proyectiles atravesaron el cinturón en dirección al enemigo.
El Cuerpo de Seguridad Nacional disponía de vehículos acorazados. Avanzaban, enormes y amenazadores, hasta tropezar con el cinturón; entonces, sus motores se paraban y sus cañones no podían disparar. Nuestras tropas colocaban una mina magnética cerca del tanque y proseguían su avance. En cuanto su avance había arrastrado al cinturón más allá del inmovilizado vehículo, la mina estallaba.
Los generadores estaban cuidadosamente heterodinados; no afectaban a los motores de nuestro propio ejército, ni a los diversos controles cibernéticos. Nos veíamos obligados a utilizar unos medios de comunicación más bien primitivos, puesto que los campos telefónicos y radiotelegráficos quedaban anulados.
Destruyendo sin ser destruidos, proseguíamos nuestro avance hacia Bloomington. Un millar de aviones enemigos, lanzados contra nuestra impenetrable fuerza aérea, se estrellaron contra el cinturón. Dominábamos tierra y cielo, y no podíamos ser detenidos.
Pero era un modo lento y brutal de avanzar. Los Ns, y algunas unidades del ejército, se lanzaron contra nosotros en masa y a pecho descubierto; nos atacaron con bayonetas, y los barrimos con tanques. Una pequeña bomba atómica estalló en la parte de afuera del cinturón. Sus iones y gases no penetraron a través de él, pero el intenso resplandor de la bola de fuego cegó a algunos hombres, los infrarrojos quemaron, a otros, y las radiaciones gamma condenaron a unos cuantos a una lenta agonía.
La bomba destruyó también varias manzanas de casas, puesto que por entonces ya habíamos entrado en la ciudad. En consecuencia, el enemigo tuvo que luchar, a partir de aquel momento, con el pánico de la masa.
En otros puntos de la nación, las estaciones de TV fueron ocupadas, proyectándose en ellas una y otra vez una película previamente filmada en la que aparecía Achtmann dirigiendo una alocución al pueblo. Achtmann no era un buen orador, pero este hecho subrayaba todavía más, quizá, la sinceridad de sus palabras, cuando afirmaba que había venido a librar a los hombres de la esclavitud.
Yo iba en un «jeep» en compañía de Kintyre —sección de entretenimiento—, para mantener en perfecto estado a nuestros generadores. En el interior del cinturón hacía un frío intensísimo, ya que repelía todas las moléculas de aire caliente. Más tarde hubiera podido localizarse perfectamente la ruta que habíamos seguido, por medio de la hierba agostada y los árboles resecos en pleno verano. Trasladándome de unidad a unidad, por encima de las ruinas de los hogares y de montones de cadáveres, pasaba del invierno al verano y del verano al invierno, y pensé que resultaba curioso que nosotros, en nuestra primavera de esperanza, tuviéramos que soportar aquel frío.
Llegamos ante el Capitolio al atardecer. Estaba ardiendo. Un centinela nos dejó pasar. Las ruedas de nuestro «jeep» aplastaron los caídos rosales. Los generadores estaban aparcados en el patio trasero, luchando contra el calor y las llamas.
–No hay nada que hacer —se lamentó el hombre con unas insignias de coronel sobre unas destrozadas ropas de trabajo—. Necesitamos apagar este maldito fuego. Ahí dentro están los ficheros... y tal vez el propio Hare. El cinturón no deja avanzar las llamas, pero no podemos, contrarrestarlas con el generador.
Pedí una linterna y fui a examinar el camión. Tras una concienzuda revisión, descubrí la causa de aquella anomalía: la conexión soldada del Tubo 36 se había despegado.
–Es fácil de arreglar– gruñí, muerto de fatiga, —pero empiezo a estar cansado de esto. Me he pasado el día arreglando un Tubo 36 por aquí, un Tubo 36 por allí...
–Ésta es una de las pegas que tendremos que solucionar más tarde —dijo Kintyre.
–¿Más tarde? —Empecé a desenroscar la platina principal—. Pero, ¿es que va a continuar el jaleo? Creí que...
–Existen focos de resistencia en todo el mundo —dijo Kintyre—. Tal vez usted sepa algo más acerca de ello, coronel, pero creo que tendremos que reducir un gran número de pequeñas fortalezas de los Ns.
–¡Oh, sí! —El oficial apartó la mirada de las llamas—. Acaban de informamos de que hay una brigada acorazada en camino. Llegará aquí antes de la salida del sol, y tenemos que estar preparados para recibirla.
–Sin embargo, parece que seamos los dueños de la ciudad —murmuró Kintyre—. De lo que ha quedado de ella.
–Y creo que lo somos —dijo el coronel—. Todo esto es muy complicado. No pensé que fuera tan complicado. Pero no soy más que superintendente general de una fábrica de conservas. Todavía no he podido acostumbrarme a las estrellas de coronel...
Aparté la platina, uní la conexión que se había despegado y pedí que me entregaran el soldador. El hombre que me lo entregó llevaba un fusil en la otra mano y tenía un surco sangriento en el rostro.
–Me pregunto si Hare se habrá marchado —dijo Kintyre.
–Lo dudo —dijo el coronel—. No ha despegado ni un solo avión suyo de aquí. Probablemente se está asando dentro de esa casa. Tenía su vivienda en el Capitolio, como usted ya sabe. —Sacó un cigarrillo y lo encendió—. ¡Maldita sea! —gruñó—. Tenemos el peor servicio de intendencia de la Historia. Encargué café hace más de media hora.
Puse el generador en marcha. La temperatura descendió rápidamente y las llamas empezaron a apagarse como si un gigante hubiera soplado sobre ellas. A la luz de los focos, los hombres empezaron a avanzar hacia las ruinas.
–Será mejor que volvamos atrás —me dijo Kintyre.
–Espere un poco —dije—. Me gustaría saber qué ha sido de Hare. Asesinó a unos cuantos amigos míos...
El cadáver de Hare estaba en el apartamento del ala oeste. Quemado, pero no hasta el punto de ser irreconocible. Había matado de un tiro a su esposa, para librarla del fuego, pero él había sido víctima de las llamas.
El coronel apartó la vista, pálido como un muerto. Parecía a punto de desmayarse.
–No sé a qué diablos esperan para traerme el café —murmuró—. De acuerdo, sargento, tome una escuadra y ponga esto colgado en la verja exterior.
–¿Qué? —me horroricé.
–Órdenes de Achtmann. Dice que no podemos dar pábulo a la fábula de que Hare no ha muerto.
–Me parece horrible —dije.
–Sí —admitió el coronel—. Es horrible. Pero nos encontramos en estado de emergencia, y nos vemos obligados a hacer muchas cosas que a todos nos parecen horribles, mientras dure el estado de emergencia. Sargento... no, está ocupado ahora... cabo, vaya a ver qué diablos pasa con el café.
Me encontré con mis hijos uno a uno, a medida que salían de sus escondites en respuesta a mis llamamientos radiofónicos. Hubiera besado las plantas de los pies de Achtmann.
Luego volví a la Universidad. Ocupé otra vez mi antigua habitación, aunque durante la revolución habían quedado destruidas tantas viviendas, que ahora tuve que compartirla con otro hombre.
El Presidente había resultado muerto a consecuencia de una bala perdida, en Bloomington... Era un individuo insignificante, al cual no odiaba nadie. El Vicepresidente y el Gabinete habían sido decididos partidarios de Hare. De modo que Achtmann nombró una nueva rama ejecutiva. En cuanto a él, rechazó todos los cargos y pasó cosa de un mes visitando el país y recibiendo todos los homenajes que podían serle dedicados; luego regresó a la capital. Al año siguiente, cuando las cosas se hubieran tranquilizado, se celebrarían elecciones.
Entretanto, desde luego, era necesario liquidar los restos de las bandas de Ns, y la nueva policía Federal tuvo que ser dotada de poderes especiales a fin de que pudiera localizar y detener a los partidarios de Hare que continuaban emboscados entre la gente normal. Algunas unidades del ejército intentaron una contrarrevolución y fueron suprimidas. Una mala cosecha en China exigió la requisa de una gran cantidad de arroz de Burma, lo cual provocó una corta pero sangrienta guerra con los nacionalistas burmanos.
Me disgustaba sobremanera pensar en todo esto. Había alimentado la esperanza de que íbamos a acabar con el imperio y a devolver a todo el mundo su libertad. Un nuevo partido, el Libertario, estaba siendo formado para concurrir a las anunciadas elecciones; el punto principal de su programa era la abolición del Protectorado. Yo ayudé a organizarlo en el plano local. Nuestros adversarios eran los Federacionistas, más conservadores. El gobierno establecido en Bloomington era no-intervencionista, una especie de comité que debía ocupar el poder sólo mientras durase el estado de emergencia; pero, desde luego, no podía permanecer pasivo, y casi cada instante se veía obligado a adoptar alguna medida positiva. Al parecer, cada día se presentaba una situación de urgencia.
En el mes de diciembre, la A.A.A.S. celebró una asamblea en BIoomington y decidí asistir a ella, principalmente para verme libre del compañero de habitación que me había sido asignado. La verdad es que no simpatizábamos demasiado el uno con el otro.
Al salir del local donde se celebraba la asamblea, decidí dar un paseo por las calles de Bloomington. Su aspecto era muy triste. En algunos escaparates veíanse unas ajadas alegorías navideñas, pero no podía hablarse de una verdadera campaña de ventas: allí no había ninguna mercancía que anunciar.
Sin embargo, el día anterior se había celebrado un vistoso desfile militar.
Paseé lentamente bajo un cielo plomizo, arrebujado en mi abrigo. Por la calle circulaban muy pocas personas, y ninguna de ellas tenía un aspecto alegre. Bueno, la cosa era comprensible, ya que la mitad de la ciudad estaba aún por reconstruir. Eché de menos al Ejército de Salvación y sus villancicos de Navidad. Hare lo había disuelto hacía muchos años, con el pretexto de que aquella caridad particular era ineficaz, y el nuevo gobierno no se había preocupado, al parecer, de derogar aquel decreto. Los miembros del Ejército de Salvación habían alegrado las esquinas de las calles con sus cantos cuando yo era joven, y hubiera resultado sumamente agradable verlos de nuevo en acción.
Pasé por delante del Capitolio. Un nuevo edificio se estaba levantando sobre las ruinas del antiguo. Se decía que había de ser un edificio imponente, de maravillosa estructura, lo cual producía un efecto sumamente desagradable teniendo en cuenta que la gente seguía viviendo en alojamientos miserables, pero por entonces no era más que un frío esqueleto de acero, erguido hacia el cielo.
Yo no iba a ningún lugar concreto. Aquella tarde no se celebraba ninguna reunión que me interesara. Me limitaba a pasear. Confieso que recibí un gran susto cuando dos hombres altos me agarraron por los brazos.
–¿A dónde va usted?
Parpadeé. A mi izquierda había una alta pared de piedra rodeando un enorme edificio.
–A ningún lugar determinado —dije—. Sólo estaba dando un paseo.
–¿De veras? Déjeme ver su carnet de identidad.
Se lo mostré. Un automóvil pasó por nuestro lado y cruzó las verjas del edificio que había a mi izquierda, con una numerosa escolta de hombres armados que llevaban uniformes de color gris. Tal vez aquélla era la residencia del nuevo Presidente. Hacía semanas que no había visto un noticiario, ya que había estado muy ocupado.
Unas manos me cachearon, en busca de posibles armas.
–Creo que está O.K. —dijo uno de los hombres.
–Sí. Siga su camino, Lewisohn, y no vuelva a pasar por aquí. Está prohibido. ¿No ha visto usted las señales?
Un hombre de uniforme salió corriendo por la verja.
–¡Eh, usted! —gritó—. ¡Alto!
Me detuve. El hombre se acercó a mí.
–¿Es usted el profesor Lewisohn? —me preguntó.
Asentí.
–Entonces, tenga la bondad de acompañarme.
No pude resistir a la tentación de dirigir una sonrisita burlona a los muchachos del Servicio Secreto.
Nos dirigimos hacia el edificio. Ante la puerta principal había centinelas, pero en el interior todo eran mayordomos y un extraordinario lujo. Al final de un largo pasillo había una amplia estancia suntuosamente amueblada. La temperatura era allí tropical, en pleno invierno.
El hombre que estaba de pie, asomado a uno de los ventanales, dio media vuelta cuando yo entré en el salón.
–¡Profesor! —exclamó, en tono de sincera alegría—. Pase, pase, mi querido amigo. Vamos a echar un trago.
Era Achtmann. Llevaba un lujoso pijama, pero era el mismo infatigable fumador, el mismo incansable Achtmann de siempre. Cogió mi abrigo y se lo entregó al criado. Otro criado apareció como por arte de magia con una botella de whisky, un recipiente lleno de cubitos de hielo y un par de vasos. Sin apenas saber cómo, me encontré sentado en una butaca, mientras Achtmann paseaba de un lado para otro delante de mí.
–¡Santo Cielo! —exclamó—. No tenía la menor idea de que estuviera usted en la ciudad. Si no llego a verle desde mi automóvil... ¿Por qué no me lo hizo usted saber? Mis secretarios tienen una lista de todos los miembros del Comité, y cualquier carta de uno de ellos pasa directamente a mis manos.