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Antología De Novelas De Anticipación I
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–Que nadie me moleste —dijo. A continuación se volvió hacia Protz—. ¿Qué hay de esa nave?

–Estamos completamente despistados —dijo Protz—. Definitivamente, no se estrelló. Según el centinela, efectuó un aterrizaje perfecto detrás del bosque. A Wembling no le falta ninguna nave de suministro, y nosotros sabemos que no es nuestra. Los aviones de reconocimiento han estado volando por encima de las copas de los árboles en aquella zona, y no han podido ver nada.

–De modo que no era de Wembling... —murmuró Dillinger. Desde que había recibido el primer informe acerca de la nave sin identificar, al amanecer de aquel mismo día, había estado pensando que sería de Wembling. Hizo dar media vuelta a su silla y miró hacia el mar—. De modo que los indígenas tienen visita...

–Quienesquiera que fuesen, eran esperados —dijo Protz—. Camuflaron apresuradamente la nave. Tal vez los indígenas disponen allí de un campo de aterrizaje semioculto.

–Wembling cree que alguien de su flota de suministro ha estado manteniendo a los indígenas en contacto con su abogado. Supongo que teníamos que haber comprobado la frecuencia de onda de todas las radios del planeta. Pero esto significaba tener que dejar una nave en órbita, y necesitamos a todos los hombres, puesto que Wembling se ha empeñado en construir hoteles por todos los sitios. Bueno, la nave está aquí. Ahora, el problema es el siguiente: ¿qué está haciendo?

–¿Contrabando de armas?

–Justamente lo que necesitábamos para darle un poco de animación a la cosa. ¿Ha descubierto algo el servicio de información?

–Nada, hasta las 0800 de esta mañana. ¿Desea que se lleve a cabo una investigación terrestre en relación con la nave?

–Necesitaríamos demasiados hombres. Y si disponen de un campo de aterrizaje en las condiciones que usted ha dicho antes, incluso las patrullas terrestres podrían pasarla por alto. Y, de todos modos, aunque la localizáramos sería demasiado tarde. A estas horas ya la habrán descargado. No. Deje que el servicio de información se ocupe del asunto, y facilíteles más hombres si creen que pueden utilizarlos.

–¿Algo más?

–Prepárese para lo peor. Protz, de todos los trabajos que la Marina me ha encargado, éste es el más sucio. Espero que podré darle cima sin disparar un tiro contra los indígenas. Preferiría disparar contra Wembling.

La cosa había sido enfocada erróneamente desde el principio, pensó Dillinger. El abogado que los indígenas habían utilizado era bastante competente: incluso Wembling lo reconocía así. Le había planteado a Wembling algunas dificultades, pero Wembling le estaba dando los toques finales al Hotel Langri, a pesar de todo.

La principal arma de Wembling era la influencia política. La política debe ser combatida con política, con la opinión pública, y no en un tribunal de justicia. Había tratado de explicárselo a Fornri, en cierta ocasión, pero el indígena pareció poco interesado en ello. El Plan, había dicho Fornri, se encargaría de todo. No parecía darse cuenta que era ya demasiado tarde.

Dillinger creía que si hubiese sabido a tiempo lo que estaba ocurriendo en Langri, hubiera podido impedirlo. Documentada información, facilitada anónimamente a las poderosas fundaciones etnológicas, a los periódicos de la oposición de los planetas clave, a los jefes de la oposición del Congreso de la Federación... La explosión resultante hubiera hecho saltar al gobierno y hubiera hecho saltar a Wembling de Langri.

Pero no se había enterado hasta recibir el informe del almirante Corning y hacerse cargo del mando en Langri. Entonces había hecho lo que había podido. Había preparado un centenar de copias de una declaración acerca de la situación en Langri, cada una de ellas acompañada de una fotocopia del tratado original. Pero no se había atrevido a confiarlas a los conductos normales de comunicación, teniendo por tanto que esperar a que uno de sus oficiales se marchara de permiso para enviarlas. Probablemente en aquellos momentos habían llegado ya a sus destinos, y eran objeto de examen y estudio. De un momento a otro provocarían la deseada reacción. Pero era demasiado tarde. Wembling tendría la mayor parte de lo que deseaba, y probablemente otros buitres, provistos del oportuno permiso, se presentarían en Langri para tomar parte en el saqueo.

La situación era muy difícil para los indígenas. Los hombres de Wembling comían una gran cantidad de pescado fresco, y las embarcaciones de pesca de los nativos no podían acercarse a los lugares donde Wembling estaba trabajando. Langri tenía una gran población indígena..., demasiado grande, y la mayor parte de su alimento procedía del mar. La consigna era que los nativos no obtuvieran lo suficiente para alimentarse.

A última hora de la tarde, Dillinger llamó a Wembling.

–Tiene usted a varios hombres moviéndose continuamente de un lado para otro —le dijo—. ¿Han observado alguna actividad desusada en los indígenas?

–No tengo la menor noticia —dijo Wembling—. ¿Quiere que me asegure?

–Se lo agradecería.

–Aguarde un momento.

Oyó que Wembling daba unas órdenes. Un instante después, Wembling le decía a Dillinger:

–¿Cree usted que los indígenas están tramando algo?

–Sé que están tramando algo, pero no consigo imaginar de qué se trata.

–Usted les manejará bien —dijo Wembling en tono confiado—. Hubo una época en que deseaba verlos aniquilados a todos, pero desde que usted se ha encargado de mantenerlos alejados de mis asuntos, sólo deseo vivir y dejar vivir. Incluso podrían ser una atracción para los turistas... Tal vez fabriquen cestos, o figuritas talladas, o algo por el estilo. Y yo podría vender esas cosas en el vestíbulo de mi hotel.

–A mí no me preocupan los cestos de los indígenas —dijo secamente Dillinger.

–De todos modos... Un momento, Ernie. Nadie vio nada anormal.

–Gracias. Temo que tendremos que aplazar de nuevo esa partida de ajedrez. Estaré muy ocupado.

–Lo siento. ¿Mañana por la noche, entonces?

–Veremos.

Langri podía haber sido un lugar encantador a la luz de la luna, pero allí no había luna. Wembling tenía un proyecto para producir un claro de luna artificial, pero hasta que no lo pusiera en práctica la noche seguiría sumiendo a la belleza del planeta en la mayor negrura.

Mirando a través de aquella negrura, Dillinger vio luz. En cada poblado indígena ardían docenas de hogueras. De cuando en cuando, sus contornos se unían en una brillante mancha luminosa; cuando volvían a separarse, aparecían como un enjambre de brillantes varillas danzando en la oscuridad.

–¿Y dice usted que eso no es normal? —le preguntó Dillinger al piloto del avión de reconocimiento.

–Desde luego. Los indígenas suelen hacer la última comida del día al atardecer, cuando las barcas regresan de la pesca. Al terminar ésta, puede usted volar por encima de toda la costa sin ver una sola luz, excepto en el lugar que ocupan nuestros hombres. Nunca había visto una fogata encendida a estas horas.

–Es una lástima que sepamos tan poco acerca de estos indígenas —dijo Dillinger—. El único con quien he hablado es ese Fornri, y siempre ha habido en él algo distante... Nunca sé lo que está pensando. La Oficina Colonial debió enviar un equipo para estudiarlos. Y facilitarles también alguna ayuda. La pesca disminuirá todavía más cuando Wembling empiece a recibir turistas. Necesitan aprender a cultivar la tierra... ¿Qué opina usted de esos fuegos, Protz?

–Resultan sugestivos, pero que me cuelguen si sé lo que sugieren.

–Yo sé lo que sugieren —dijo Dillinger—. Esta mañana aterrizó aquí una nave desconocida, y esta noche todos los indígenas del planeta están en vela, preparando algo. Será mejor que regresemos y hagamos también nuestros preparativos.

Lo que Dillinger podía hacer era muy poco. Tenía una línea de defensa alrededor de cada uno de los tres edificios en construcción de Wembling. Tenía sus naves situadas estratégicamente, de modo que pudieran prestar el máximo apoyo. Todo esto había sido preparado desde hacía meses. Puso en estado de alerta a todos sus hombres, dobló la guardia en las playas y estableció unas reservas móviles. Le hubiera gustado disponer de unos cuantos oficiales del ejército de tierra para que le ayudaran. Había pasado toda su vida aprendiendo a guerrear en el espacio, y ahora, por primera vez en su carrera militar, se enfrentaba con la posibilidad de una batalla en tierra firme, y con el peligro de verse hostigado por hordas de indígenas.

El parte nocturno del servicio de inteligencia llegó al amanecer, virtualmente en blanco. Aparte de las fogatas, no había nada de lo que informar. Dillinger entregó el parte a Protz, el cual le echó una ojeada y se lo devolvió.

–Vaya a ver a Wembling —dijo Dillinger—. Dígale que mantenga a sus hombres en sus alojamientos. No quiero ver a ninguno de ellos rondando por ahí. La orden cuenta también para él.

–Se pondrá a gritar.

–Será mejor que no me grite. Si conociéramos mejor a esos indígenas, tal vez podríamos ver este asunto desde su punto de vista. No consigo hacerme a la idea que nos ataquen. Un gran número de ellos resultarían muertos, y no lograrían nada. Seguramente saben eso tan bien como nosotros. Si usted fuese un indígena, y deseara interrumpir el trabajo de Wembling, ¿qué haría?

–Asesinar a Wembling.

Dillinger dio una palmada de disgusto sobre la mesa.

–Eso es. Póngale una guardia armada.

–¿Qué haría usted.

–Yo colocaría explosivos en puntos cuidadosamente escogidos de los hoteles. Si esto no interrumpía del todo el trabajo, causaría al menos un gran retraso en las obras.

–Desde luego —asintió Protz—. Esto tiene más sentido que un ataque desordenado. Pondré una guardia especial alrededor de los edificios.

Dillinger se puso en pie y se acercó a la ventana. El alba inundaba a Langri con su habitual belleza. El mar estaba plácidamente azul bajo el sol naciente. En el promontorio...

Dillinger rezongó en voz baja.

–¿Qué sucede? —preguntó Protz.

–Mire...

Dillinger señaló hacia el mar.

–No veo nada.

–¿Dónde está la embarcación de pesca?

–No está allí.

–Todos los días, desde que estamos aquí, hemos visto una embarcación de pesca frente al promontorio. Haga salir a los aviones de reconocimiento. Hay algo que no marcha como es debido.

Media hora más tarde llegaron los informes. Todas las embarcaciones de pesca de Langri estaban encalladas en la playa. Los indígenas no trabajaban.

—Se están concentrando en los poblados más importantes —dijo el oficial del servicio de información—. El A7 (el poblado de ese Fornri, ya sabe) es el que ha congregado más gente. Y el B9, el D4, el F12..., todos a lo largo de la costa. En todos los lugares hay fogatas encendidas.

Dillinger estudió una fotografía aérea, y el oficial trazó un círculo alrededor de los poblados mientras los iba nombrando.

–Creo que sólo podemos hacer una cosa —dijo Dillinger—. Ir a visitar a Fornri y sostener una pequeña charla con él.

–¿Cuántos hombres quiere usted que le acompañen? —preguntó Protz.

–Iremos usted y yo. Y el piloto.

Efectuaron un aterrizaje perfecto en la blanda arena de la playa. El piloto se quedó en la nave; Dillinger y Protz subieron el repecho que conducía al poblado, pasando a través de una multitud de indígenas. La turbación de Dillinger iba en aumento a cada paso que daba. Allí no había ninguna señal de conjura. La atmósfera era más bien festiva, con los indígenas alegremente vestidos riendo y cantando alrededor de las fogatas: cantando en galáctico, un hecho que no había dejado de intrigar a Dillinger. Los indígenas les abrían paso respetuosamente. Por lo demás, aparte de las tímidas miradas que les dirigían los chiquillos, nadie parecía conceder la menor importancia a su presencia.

Llegaron a las primeras chozas y se detuvieron, mirando a lo largo de la calle del poblado. Los deliciosos olores de un festín en preparación le recordaron a Dillinger que no había desayunado. Al final de la calle, cerca de la mayor de las chozas, hombres y mujeres formaban una larga cola. Dillinger miró a uno y otro lado, en angustiosa demanda del reconocimiento oficial de su presencia.

Repentinamente, Fornri apareció delante de él, y aceptó su mano.

–Nos sentimos muy honrados —dijo Fornri. Pero su rostro, habitualmente inexpresivo, revelaba una emoción que Dillinger no fue capaz de interpretar. ¿Estaba enojado, o simplemente disgustado?—. ¿Puedo preguntar cuál es el motivo de su visita? —inquirió.

Dillinger miró a Protz, el cual se encogió de hombros y desvió la mirada.

–Hemos venido a..., a observar —tartamudeó Dillinger.

–Antes de ahora no se había entrometido usted en la vida de mi pueblo. ¿Es que las cosas van a cambiar?

–No. No estoy aquí para entrometerme.

–Entonces, su presencia no es necesaria. Esto no le afecta a usted.

–Todo lo que sucede en Langri me afecta —dijo Dillinger—. He venido a enterarme de lo que ocurre aquí. Trato de comprenderlo.

Fornri retrocedió bruscamente. Dillinger le vio alejarse, vio a un grupo de jóvenes indígenas reunirse a su alrededor. Sus ademanes eran tranquilos, aunque apremiantes.

–Es curioso —murmuró Protz—. En cualquiera de las sociedades primitivas que he visto hasta ahora, los ancianos dirigían los asuntos. Aquí en Langri, lo hacen los jóvenes. Apostaría cualquier cosa a que en ese grupo no hay ni un solo hombre que tenga más de treinta años.

Fornri regresó. Estaba preocupado, no había duda. Miró fijamente a Dillinger antes de hablar.

–Sabemos que ha sido usted un amigo para mi pueblo y que nos ha ayudado cuando ha podido hacerlo. Nuestro enemigo es el señor Wembling. Si supiera lo que estamos preparando, intentaría estorbarlo.

–El señor Wembling no les estorbará —dijo Dillinger.

–Muy bien. Estamos celebrando elecciones.

Dillinger notó que la mano de Protz se contraía sobre su brazo. Estúpidamente, repitió:

–¿Celebrando elecciones?

Fornri habló orgullosamente:

–Estamos eligiendo delegados para una asamblea constitucional.

Un marco idílico. Un claro del bosque con vistas al mar. Mujeres preparando un festín. Ciudadanos esperando tranquilamente que les llegara su turno para votar. Democracia en acción.

–Cuando la constitución esté aprobada —continuó Fornri—, elegiremos un gobierno. Entonces solicitaremos el ingreso en calidad de miembros de la Federación Galáctica de Mundos Independientes.

–¿Es esto legal? —preguntó Protz.

–Completamente legal —dijo Fornri—. Nuestro abogado nos ha asesorado. El requisito principal es que el cincuenta por ciento de la población conozca las primeras letras. En nuestro pueblo, la proporción es del noventa por ciento. Pudimos haber hecho esto mucho antes, pero no sabíamos que bastaba con el cincuenta por ciento.

–Les felicito sinceramente —dijo Dillinger—. Si su petición de ingreso en la Federación es aceptada, supongo que su gobierno obligará a Wembling a marcharse de Langri.

–Tratamos que Langri nos pertenezca únicamente a nosotros. Éste es el Plan.

Dillinger alargó su mano.

–Les deseo buena suerte en las elecciones y en su petición de ingreso en la Federación.

Con una última mirada a la fila de votantes, dieron media vuelta y regresaron lentamente al avión. Protz se frotó las manos, silbando alegremente.

–Y esto —dijo– acabará con Wembling.

–Por lo menos, hemos resuelto el misterio de la nave desconocida —dijo Dillinger—. Era su abogado, que ha venido a asesorarles y a ayudarles a redactar la constitución. En lo que respecta a Wembling, está usted equivocado. Los Wembling de esta galaxia no acaban tan fácilmente. Está preparado para esto. Casi puede decirse que lo está esperando.

–¿Qué puede hacer?

–Ningún tribunal de justicia le quitará lo que ya tiene. Los indígenas pueden evitar que se apodere de más terrenos, pero los que ha trabajado quedarán suyos. Los adquirió legalmente, con un permiso refrendado por la Federación. En la actualidad posee más de cien millas de playa. Si lo desea puede construir un centenar de hoteles. Inundará el mar de turistas aficionados a la pesca, y los indígenas se morirán de hambre.

Dillinger se volvió para dirigir una última mirada al poblado, y sacudió tristemente la cabeza.

–¿Se da usted cuenta de la enorme tarea que ha realizado esa gente? El noventa por ciento de la población conoce las primeras letras. ¡Cómo deben haber trabajado! Y están vencidos antes de empezar a luchar. ¡Pobres diablos!

V

«El trazado normal de un camino que pasa por el bosque —pensaba Dillinger– suele ser de continuos rodeos, apartándose ora de un árbol, ora de un matorral, siguiendo generalmente la línea de menor resistencia. Este camino no da ningún rodeo. Discurre tan rectamente, que podría haber sido trazado por un agrimensor. Es un camino antiguo y muy transitado. Tuvieron que cortar árboles, pero no queda ni rastro de los tocones.»

Delante de él, Fornri y media docena de jóvenes indígenas caminaban con paso rápido, sin mirar atrás. Habían recorrido ya más de cinco millas, y la marcha no parecía llegar a su fin. Dillinger estaba sudando y empezaba a notar el cansancio.

Fornri había ido a buscarle al Hotel Langri.

–Nos gustaría que viniera con nosotros —le había dicho—. Usted solo.

Y Dillinger había ido con ellos.

El Hotel Langri estaba desierto. Al amanecer del día siguiente, el Escuadrón 984 regresaría al espacio, que era donde le correspondía estar. Wembling y sus obreros se habían marchado ya. Langri había sido devuelto a sus legítimos dueños.

El Plan de los indígenas había sido algo absurdamente sencillo: absurdamente sencillo y tremendamente eficaz. En primer lugar, se había cursado la petición de ingreso en la Federación, la cual, afortunadamente, había llegado a Galaxia en el preciso instante en que las cartas anónimas de Dillinger producían una terrible conmoción que hizo tambalearse al gobierno, provocó una tormenta en la Oficina Colonial y en el Departamento de Marina, y tuvo repercusiones en el propio Langri, con el nombramiento a toda prisa de un comité encargado de efectuar una investigación a fondo en el planeta.

La petición de ingreso fue incluida inmediatamente en el orden del día y aprobada por unanimidad.

Wembling no fue molestado. Sus abogados se habían puesto en movimiento antes que finalizara el recuento de los votos, y el gobierno indígena recibió orden de un tribunal para que adjudicara en firme a Wembling los terrenos en los cuales había hecho obras. El gobierno de Langri cumplió la orden sin oponer ninguna objeción, hasta el punto que Wembling añadió astutamente varios centenares de acres a sus propiedades, sin despertar ninguna protesta.

Entonces llegó el golpe maestro, un golpe que ni siquiera Wembling había previsto.

Impuestos.

Dillinger había estado presente cuando Fornri le entregó a Wembling la relación de los impuestos que debía satisfacer al gobierno de Langri. Wembling había gritado como un poseso, había aporreado su mesa escritorio y había jurado que recurriría a todos los tribunales de la galaxia contra aquel atropello, pero descubrió que los tribunales no estaban de acuerdo con sus puntos de vista.

Si los representantes electos del pueblo de Langri deseaban fijar un impuesto sobre la propiedad equivalente al décuplo del valor tasado de la propiedad, tenían perfecto derecho a hacerlo. Por desgracia para él, Wembling era dueño de la única propiedad del planeta cuyo valor tasado tenía verdadera importancia. Diez veces el valor de una choza indígena representaba una cantidad inferior a cero. Diez veces el valor de los hoteles de Wembling significaba la ruina.

Los jueces se mostraron de acuerdo con Wembling en que la medida adoptada por el gobierno era poco prudente. Desalentaría al comercio y a la industria, y retrasaría indefinidamente el desarrollo del planeta. Con el tiempo, esto se haría evidente a los propios habitantes de Langri, y entonces podrían elegir a unos representantes que promulgasen unas leyes fiscales más benignas.

Entretanto, Wembling tenía que pagar los impuestos.

Esto le dejaba en la disyuntiva de no pagar y perder sus propiedades, o pagar y quedar completamente arruinado. Eligió no pagar. El gobierno confiscó sus propiedades por impago de impuestos, y la situación de Langri quedó resuelta a satisfacción de todos, menos de Wembling y de los que le apoyaban financieramente. El Hotel Langri iba a convertirse en escuela y universidad para los indígenas. Las dependencias del gobierno ocuparían uno de los otros hoteles. Los indígenas no habían decidido aún lo que harían con el tercero, pero Dillinger estaba convencido del hecho que lo utilizarían juiciosamente.

En cuanto a Wembling, se había convertido en un empleado del pueblo de Langri. Incluso los indígenas admiraban su dinamismo, y allí había islas, muchas islas, lo suficientemente alejadas de la costa como para que los turistas no perjudicaran las zonas de pesca de los indígenas. Fornri le preguntó al señor Wembling si le gustaría construir hoteles en aquellas islas y dirigirlos por cuenta del gobierno de Langri. Al señor Wembling le encantó la idea. En realidad, se preguntó cómo no había pensado antes en aquella solución. Firmó un contrato con el abogado de los indígenas, trasladó a sus hombres a las islas, y empezó a planear con gran entusiasmo toda una cadena de hoteles.

Dillinger, siguiendo a los indígenas a través de un camino abierto en el bosque, se sintió completamente en paz consigo mismo y con la galaxia que le rodeaba.

El camino desembocaba en un enorme claro, tapizado de césped y de flores. Dillinger se detuvo a mirar a su alrededor, no vio nada, y apresuró el paso para alcanzar a los indígenas.

Al lado opuesto del claro había otro camino, pero éste terminaba bruscamente en un desordenado montón de piedras, una tumba, quizá... Detrás, enmohecida, cubierta de enredaderas, oculta por altos árboles, había una vieja nave espacial.

–Uno de vuestros hombres vivió entre nosotros —dijo Fornri—. Ésta era su nave.

Los indígenas estaban de pie detrás de ellos, con las manos entrelazadas y las cabezas inclinadas respetuosamente. Dillinger esperó, preguntándose qué esperaban de él. Finalmente, inquirió:

–¿Era un hombre solo?

–Uno solo —dijo Fornri—. A menudo hemos pensado que en su mundo pueden existir personas que se hayan preguntado qué le sucedió. Tal vez usted pueda decírselo.

–Tal vez —dijo Dillinger—. Veremos.

Luchando con la maleza, dio la vuelta a la nave buscando un nombre o un número de identificación. No había ninguno. La portezuela estaba cerrada. Mientras Dillinger permanecía en pie, contemplándola, Fornri dijo:

–Puede entrar, si lo desea. Dejamos sus cosas ahí dentro.

Dillinger trepó por la bamboleante escalerilla y entró en la nave. La débil luz que se filtraba por la ventanilla del cuarto de navegación confería a los objetos un aspecto fantasmal. Sobre una mesa había pequeños recuerdos, efectos personales, libros, montones de papeles. Dillinger contempló pensativamente un enmohecido cortaplumas, un rosario, un compás roto.

El primer libro que tomó en sus manos era un diario. El diario de George F. O’Brien. Las anotaciones, escritas a lápiz, estaban demasiado borrosas para ser leídas a la incierta luz del cuarto. Dillinger recogió los libros y los papeles, salió del cuarto, se sentó en lo alto de la escalerilla y empezó a leer.

Las primeras anotaciones eran muy detalladas y describían los primeros días que O’Brien había pasado en el planeta, hacía más de un siglo. Luego, las anotaciones eran menos regulares y las fechas se hacían menos precisas a medida que O’Brien perdía la noción del tiempo. Dillinger llegó al final, encontró un segundo volumen y continuó leyendo.

Un filibustero, pensó, que había llegado a un planeta desconocido, en busca de metales preciosos, probablemente, y que se había establecido allí en medio de un harén indígena...

El cambio se producía sutilmente a través de los años, a medida que O’Brien iba identificándose con los indígenas, se convertía en uno de ellos, y finalmente se enfrentaba con el futuro. Allí había un sagaz resumen del potencial de Langri como planeta de reposo, que podía haber sido redactado por el propio Wembling. Había también una horrible premonición de la probable destrucción de los indígenas. «Si yo vivo —había escrito O’Brien—, no creo que esto suceda.»

¿Y si no vivía?

«En tal caso, los indígenas deben aprender lo que tienen que hacer. Tiene que haber un Plan. Aquellas cosas que los indígenas deben conocer.»

Gobierno e idioma. Relaciones interplanetarias. Historia. Economía, comercio y dinero. Política. Leyes y procedimiento colonial. Ciencia.

«¡No pudo hacerlo un solo hombre! —se dijo Dillinger—. ¡No pudo hacerlo!»

El primer aterrizaje, probablemente por una nave de reconocimiento. Medidas a tomar después de capturar a la tripulación. Negociaciones, relación de violaciones y de sanciones. Obtención de un estado legal independiente. Gestiones para el ingreso en la Federación. Medidas a tomar cuando sea violado el estatuto de independencia.

«¡No pudo hacerlo un solo hombre!»

Allí estaba todo, trabajosamente redactado por un hombre inculto que tenía visión de las cosas, y sentido común, y paciencia. Por un gran hombre. Era una brillante profecía, a la que sólo faltaba el nombre de Wembling..., y Dillinger tuvo la impresión que O’Brien había conocido a unos cuantos Wembling en su época. Allí estaba todo, todo lo que había sucedido, hasta el golpe maestro final, el impuesto diez-por-uno sobre los hoteles.

Dillinger cerró el último cuaderno de notas, volvió a llevar los papeles al cuarto de navegación y arregló cuidadosamente las cosas para dejarlas tal como las había encontrado. Algún día, Langri tendría sus propios historiadores, que estudiarían aquellos papeles y enviarían el nombre de George F. O’Brien a través de la galaxia en volúmenes escritos fríamente y que sólo serían leídos por otros historiadores. El hombre merecía una mejor suerte.

Pero quizá la tradición oral conservaría su recuerdo como una cosa viva a través de los años. Quizás, incluso ahora, alrededor de las fogatas, se hablaba en tono reverente de lo que O’Brien había hecho y había dicho. O quizá no. Para un extranjero resultaba difícil dictaminar en aquellas materias, especialmente si se trataba de un oficial de la marina. Aquella clase de asuntos requerían un especialista.

Dillinger dirigió una última mirada a las humildes reliquias, retrocedió un paso y saludó militarmente.

Salió de la nave, cerrando cuidadosamente la portezuela detrás de él. La oscuridad del crepúsculo había empezado a invadir el bosque, pero los indígenas seguían esperando en la misma actitud reverente.

–Supongo que habrán examinado ustedes todo lo que hay ahí —dijo Dillinger.

Fornri pareció sorprendido.

–No...

–Comprendo. Bueno, he descubierto todo lo que había que descubrir acerca de él... Si alguien de su familia vive actualmente, procuraré que se entere de lo que le sucedió.

–Gracias —dijo Fornri.

–¿No hubo nadie más que llegara aquí y viviera entre ustedes?

–Él fue el único.

Dillinger asintió.

–O’Brien fue realmente un gran hombre. Me pregunto hasta qué punto se han dado cuenta ustedes de ello. Supongo que con el tiempo tendrán ustedes ciudades O’Brien, y calles O’Brien, y edificios O’Brien, pero él merece un monumento realmente importante. Quizá..., quizá podría darle nombre a un planeta. Creo que debieron bautizar ustedes a su planeta con el nombre de O’Brien.

– ¿O’Brien? —inquirió Fornri. Miró a sus compañeros, con expresión de extrañeza, y se volvió de nuevo hacía Dillinger—. ¿O’Brien? ¿Quién es O’Brien?

Duelo en Syrtis


Poul Anderson

La noche entregaba su mensaje, nacido a muchas millas de aquella soledad, llevado por el viento, repetido por los líquenes y los árboles enanos, transmitido de unas a otras por las pequeñas criaturas que se escondían bajo las peñas, en cuevas, o a la sombra de las móviles dunas. Sin palabras, pero despertando un oscuro impulso de miedo que repercutía en el cerebro de Kreega, corría la advertencia:

–Están cazando otra vez.

Kreega se estremeció ante una súbita ráfaga de viento. La noche profunda lo rodeaba por todos lados, desde la férrea amargura de las colinas a las resplandecientes y móviles constelaciones, a años-luz sobre su cabeza, y advirtió que sintonizaba sus temblorosas percepciones con la maleza, con el viento y con las pequeñas plantas ocultas a sus pies, al dejar que la noche le hablara.

Estaba solo. No había ningún otro marciano en cien millas a la redonda; únicamente los animalitos y matorrales estremecidos por el agudo y triste soplo del viento.

El grito sin voz de la muerte corría por el matorral de planta en planta, encontrando un eco en los aterrados pulsos de los animales y en las rocas que lo reproducían por reflexión.

Kreega se cobijó bajo un alto risco. Sus ojos, como lunas amarillas, relumbraban en la oscuridad, plenos de terror y de frío aborrecimiento. El exterminio se iba realizando implacablemente en un círculo de diez millas a la redonda, dentro del cual se hallaba, y pronto el cazador vendría tras él. Miró el indiferente relucir de las estrellas y se estremeció.

Todo comenzó pocos días antes, en la oficina del comerciante Wisby.

–Vengo a Marte para llevarme un buhito—explicó Riordan.

Wisby observó al otro hombre por encima de sus lentes, calibrándolo.

Aun en rincones olvidados por Dios, como en aquel Puerto Armstrong, se escuchó hablar de Riordan, heredero de una empresa de navegación aérea que él extendió por todo el sistema; también era famoso como cazador de piezas mayores. Desde los dragones de fuego de Mercurio hasta los helados reptiles de Plutón, lo cazó todo. Excepto, claro está, un marciano; cuya caza estaba prohibida por entonces.

–Ya sabe que es ilegal. Son veinte años de condena si lo atrapan —advirtió Wisby.

–¡Bah! El comisionado para Marte está ahora en Ares, a la mitad del ecuador del planeta. Si vamos decididos a nuestro objetivo, ¿quién va a enterarse? —Riordan terminó de un sorbo su bebida—. De lo que estoy bien convencido es que, dentro de otro año, habrán estrechado tanto la vigilancia que será imposible conseguir algo. Esta es la última oportunidad que dispone alguien para adjudicarse un buhito, y por eso estoy aquí.

Wisby, indeciso, miró por la ventana. Un terrícola, en traje de vuelo y casco transparente, bajaba la calle, y una pareja de marcianos se recostaba contra la pared. Por lo demás, nada en absoluto. La vida en Marte no era muy grata a los humanos.


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