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Antología De Novelas De Anticipación I
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–Mister Randolph, no trato de insinuar absolutamente nada. Ni siquiera he hablado de esto con nadie, ya que si lo hiciera se reirían de mí, usted el primero. Lo único que le digo es que llevo unos días tratando de sumar dos y dos, para que me dé cuatro. ¿Puedo preguntarle si sabe algo que pueda ayudarme en la operación?

Randolph volvió a morderse el labio inferior y los dos hombres se miraron fijamente unos instantes. Luego, Randolph dijo en tono grave:

–Mister Howard, hace veinticinco años que fabrico los productos Witch. Desde que empecé a fabricarlos, con una fórmula muy buena, han sido ampliamente mejorados. Creo sinceramente que son los mejores productos de limpieza que actualmente pueden obtenerse en el mundo. Son eso, exactamente, y nada más que eso. De modo que tendrá usted que buscarle otra solución a sus dos y dos, los cuales tengo que admitir que constituyen una espectacular acumulación de coincidencias, aunque no por encima de los límites de lo creíble. Yo mismo sospeché que BDD amp;O estaba llevando a cabo una especie de fraude en el primer caso. Si se producen otros casos semejantes, suspenderé los programas, prescindiré de los servicios de la agencia, y pediré que el FCC efectúe una investigación a fin de que quede limpio el nombre de Witch, que no ha sido ni será nunca cómplice de ninguna clase de fraude, y mucho menos de un fraude de la importancia del que ha tenido lugar, el cual confieso que no entiendo, aunque espero que el FCC conseguir aclarar por completo. Buenos días, mister Howard.

Con estas últimas palabras, Randolph dio por terminado su desacostumbradamente largo discurso. A continuación giró sobre sus talones y dejó que Bill Howard encontrara por sí mismo el camino de la puerta.

Aquella noche, cuando Bill Howard terminó con su boletín de noticias, la cámara no recogió a las brujas. En su lugar apareció un locutor.

–Esta noche, los productos Witch se complacen en presentarles a una simpática niña —dijo el locutor, en un tono suave que contrastaba con el agresivo utilizado por Bill Howard.

Mientras hablaba, la cámara retrocedió para ampliar su ángulo de visión e incluir en la pantalla, detrás del locutor, a una niña rubia sentada en una silla de ruedas. El pelo le caía en cascada sobre los hombros y estaba cuidadosamente peinado. Sus ojos tenían una expresión entre tímida y asustada. Sus manos se aferraban a los brazos de la silla de ruedas, como buscando un punto de apoyo. Sus piernas estaban cubiertas con un chal.

–Esta es Mary —dijo el locutor, inclinándose hacia la niña—. ¿Quieres saludar al auditorio, Mary?

La niña fijó unos segundos en la cámara sus profundos ojos azules, para volver a apartarlos rápidamente.

–Hola —dijo, con voz apenas audible.

–Mary no está acostumbrada a encontrarse delante de tanta gente —explicó el locutor—. Mary ha estado sentada en esa silla de ruedas durante tres años, desde que una terrible enfermedad le dejó paralizadas las piernas. Confiamos en que Mary podrá volver a andar. Los mejores cirujanos del país han sido consultados, y creen que una operación podrá devolverle el uso de sus piernas. La International Witch Corporation lo ha arreglado todo para que la operación se lleve a efecto. Mañana, Mary ingresará en el hospital. Será intervenida muy pronto. Y, dentro de unas semanas, es probable que vuelva a andar. ¿Te gustaría, Mary? ¿Te gustaría volver a andar? —preguntó, inclinándose hacia la niña.

De nuevo, los ojos se alzaron un breve instante. De nuevo, se apartaron tímidamente.

–Sí —dijo Mary, con su voz apenas audible.

–Entonces, volverás a andar, si es que la cosa es factible —dijo el locutor, mientras la cámara retrocedía todavía más, para incluir un escenario en el cual bailaban las brujas.

Las brujas se movían en el escenario, no en dirección a Mary sino hacia el centro, bailando y entonando su canto.

¡ Brujas del mundo, uníos!

¡Uníos para hacerlo limpio, limpio, limpio!

¡Witch limpia AHORA!

En un ángulo de la pantalla, el cuerpo infantil se estremeció repentinamente en su silla de ruedas. Mary respiró profundamente, se puso pálida, y luego roja. Con un gesto violento apartó el chal y se quedó mirando sus piernas. Su mano se inclinó hasta tocarlas.

En el escenario, una de las brujas dejó de bailar para mirar lo que estaba sucediendo. Las otras se dieron cuenta e interrumpieron también su baile. El canto cesó...

Y Mary se puso en pie, mirándose las piernas. Dio un paso hacia la cámara, y otro. Sus ojos azules se alzaron, maravillados.

En medio de un silencio absoluto, Mary anduvo hacia la cámara, con los ojos abiertos como platos. Con voz apenas audible, habló.

–Estoy... estoy andando —dijo Mary.

Los periódicos lo calificaron del fraude más cruel de todos. Publicaron la noticia de la suspensión del programa Witch, por orden de la emisora y por orden de la International Witch Corporation.

Publicaron las declaraciones de oficiales del FCC anunciando que iba a abrirse una investigación.

Publicaron las declaraciones de Randolph anunciando que iba a demandar a la BBD amp;O.

Publicaron las declaraciones de Oswald anunciando que iba a demandar a los productos Witch.

Pero en lo que más insistieron fue en la historia de una niña, que había desaparecido y no podía ser localizada. Que probablemente había recibido el beneficio de una operación que le había permitido recobrar el uso de sus piernas, pero que se había visto obligada a pagar la operación tomando parte en un cruel fraude de una increíble magnitud.

Bill Howard continuó en la emisora, aunque, de momento, sin patrocinador. Había sido descartado, por todas las partes interesadas, la posibilidad de que Bill hubiera sido cómplice del fraude, y su reputación era inmejorable. Le pidieron que permaneciera en la ciudad para comparecer como testigo en caso necesario, pero la emisora siguió otorgándole su confianza y le mantuvo en su puesto. Era uno de los mejores informadores de la TV, y su modo de hacer que las noticias calasen en el ánimo de la gente hasta conseguir que las aceptasen como parte de sus propias vidas, era único. La emisora decidió, pues, mantenerle en su puesto.

A la noche siguiente la crisis de Formosa había trascendido y era la noticia del día.

Los detalles eran horribles, y fueron explicados minuciosamente. Los que se habían comprometido a guardar el secreto, al ser desligados de su compromiso, contaron todo lo que sabían.

Los efectos del avión infectado, de las bombas portadoras de bacterias, eran los más terribles que podían ser desarrollados en los laboratorios bacteriológicos... y superaban a las epidemias naturales que habían azotado al género humano a través de su historia.

Estos efectos estaban extendiéndose con la rapidez de un fuego en la pradera en un día de viento fuerte.

Toda la zona estaba sometida a una rigurosa cuarentena, y diariamente había que ampliar su extensión. Ningún avión podía aterrizar y volver a despegar. Ningún barco podía entrar y volver a salir. Se estaba organizando un servicio de suministros aéreos lanzados con paracaídas.

La propaganda que intentaba hacer creer que la duración de la epidemia era cuestión de horas, o de días, no era creída por nadie. Se recordó Suez, pero fue recordado como un fraude... y el país estaba más que harto de fraudes.

Randolph recibía una interminable serie de lo que él denominaba llamadas de chiflados, preguntándole por qué no entraban en acción los maravillosos productos Witch.

Oswald recibía también llamadas de chiflados, y también Bill Howard.

Bill Howard estaba preocupado, y seguía tratando de sumar dos y dos, y cada noche informaba de los detalles de la situación de Formosa. Los detalles llegaban por telégrafo con toda su crudeza, y Bill tenía que ir suavizándolos a medida que los transmitía.

Bill Howard sudaba en el mes de enero, y cada día hurgaba un poco más, tratando de penetrar en la realidad que se escondía detrás de las noticias mutiladas por la censura, que ahora se ejercía de un modo riguroso, incluso sobre los telegramas. Por teléfono, a través de comentarios y de habladurías, iba reconstruyendo la verdadera historia... los verdaderos horrores que no podía transmitir en su boletín.

A veces se rebelaba contra los censores y contra sí mismo, diciéndose que todo el mundo tenía derecho a saber lo que pasaba en realidad.

Así es como termina el mundo, pensaba. Con un sollozo que llega después de la agonía, cuando la agonía es demasiado intensa.

Y seguía recordando a una niña que andaba hacia la cámara con los ojos muy abiertos.

Si yo fuese un científico —se decía a sí mismo—, si fuera un científico en lugar de un periodista, podría fabricar un cerebro electrónico que me aclarase las probabilidades que tengo de obtener una respuesta a mis preguntas. Las probabilidades, indudablemente, no serían superiores a una entre un billón. Las probabilidades serían nulas. Las brujas son para quemarlas, se dijo a sí mismo.

Se dijo a sí mismo un montón de cosas, y siguió sudando sumergido en el frío de enero.

Habían transcurrido dos semanas desde que el mundo oyó los primeros detalles acerca de Formosa, y los detalles eran ahora tan macabros, que no podían ser transmitidos.

Aquella noche, con el mapa del mundo detrás de su mesa, Bill Howard se inclinó hacia su auditorio.

Les habló del aspecto humano de la historia de Formosa.

Habló de la gente que estaba allí, sometido a mil torturas, personas de carne y hueso y no simple material de estadística.

Describió a una familia, y la convirtió en una familia que vivía en la puerta de al lado. Madre, padre, hijos, esperando la llegada de la muerte, entre los peores tormentos que todos los laboratorios del mundo juntos pudieran crear. Una familia que esperaba de un momento a otro que uno de sus miembros fuera atacado por la locura. Una familia que esperaba de un momento a otro la más horrible de las muertes.

Tomó su puntero y mostró el creciente perímetro de la zona de cuarentena. Señaló la situación del centro del desastre.

Luego se inclinó de nuevo hacia su auditorio.

–Escuchen ahora —dijo—, ya que el mundo no puede seguir soportando esta tortura.

Respiró profundamente y puso toda la fuerza de su ser en sus palabras.

– ¡Brujas del mundo, uníos!-dijo—. ¡Uníos para hacerlo limpio, limpio, limpio! ¡Witch limpia AHORA!

La palabra final estaba ya en el aire cuando el censor de la emisora consiguió cortar el contacto.

El Presidente y su gabinete pusieron al país en una doble alerta. Rusia había terminado con la epidemia de Formosa, según las últimas noticias, y ahora iban a atacar directamente a los Estados Unidos antes de enviar su ultimátum.

La gente de todo el mundo aceptó la historia con una inesperada calma. Al igual que lo de Hiroshima, era algo demasiado inesperado, demasiado grande, totalmente inimaginable. Lo que estaba sucediendo era muy raro, desde luego, y la gente iba a su trabajo con aspecto preocupado, o furioso, o enojado, pero con una inesperada calma.

Los periódicos publicaron amplios editoriales acerca del problema, preguntándose quién había terminado con la epidemia de Formosa —¿tenía alguien la respuesta?– y dejando para los estadistas el problema de lo que la posesión de una fuerza tal de saneamiento podía significar. Luego cambiaron radicalmente de tema, ya que nadie estaba seguro de lo que tenía que creer.

Bill Howard ya no estaba en la emisora, desde luego. No le importaba. Ahora tenía un verdadero problema.

Hemos comprado un poco de tiempo —pensaba—. Un poco de tiempo para desarrollarnos.

Hemos comprado un poco de tiempo a los fanáticos y a sus estadistas, a los cabezas de chorlito y a sus políticos, a los militares y a los industriales...

Nosotros, la gente de la calle, tenemos hoy un poco más de tiempo del que disponíamos ayer.

¿Cuánto tiempo?

Bill Howard lo ignoraba.

En aquella ocasión, hubo tiempo para actuar. En aquella ocasión, habían transcurrido unas semanas, mientras la crisis iba en aumento y el mundo se enfrentaba a una muerte horrible. La crisis había sido larga. Dio tiempo para que un hombre utilizara su cerebro y encontrara una solución.

La próxima vez podría ser distinto. Podía haber un satélite esperando, con un botón dispuesto para ser pulsado. Había una terrible cantidad de botones que esperaban ser pulsados, se dijo Bill a sí mismo, botones por todo el mundo, proyectiles teledirigidos apuntando a... sí, a todos los pueblos del mundo.

La próxima vez podía suceder todo en el espacio de unas horas, incluso de unos minutos. La próxima vez, las bombas podían estar en el aire antes incluso de que la gente supiera que los botones iban a ser pulsados.

Bill Howard sacó su máquina de escribir.

Cuando uno tiene un problema lo mejor que puede hacer es hablarle a la máquina de escribir, si es la única cosa que puede escucharle.

¿Cuál es el problema?, se preguntó a sí mismo. E inmediatamente lo escribió. Empezó por el principio y le contó toda la historia a su máquina de escribir. Le contó cómo había sucedido todo.

Ahora, pensó, hay que encontrarle un final a la historia.

Si se deja con la indicación Continuar, continuar, desde luego. Alguien pulsará un día un botón, y, con ello, escribirá la última palabra de la historia: FIN.

El problema era, en esencia, bastante sencillo explicado en términos de milagro.

Del modo que iban las cosas, se necesitaba un milagro para que el mundo se mantuviera unido el tiempo suficiente para disipar todos los malentendidos. Se necesitaba un milagro para que se impusiera el sentido común, que era el único sustituto posible contra las impuestas apetencias de guerra.

El poder de las brujas era, evidentemente, un poder para el pueblo: para el pueblo que necesitaba aquella protección, que necesitaba aquellos milagros.

Nunca sabremos quién hizo el trabajo —se dijo a sí mismo Bill Howard—. Es mejor así. Es como cambiar de sitio un mueble muy pesado. Uno puede decir "Yo no lo he hecho" pues a pesar de haberlo empujado, no ha conseguido que se mueva. Uno puede incluso estar seguro de no haberlo hecho. Pero el mueble se mueve si se coloca a su alrededor a la gente necesaria.

¿Quiénes son las brujas? Son el pueblo, y el pueblo no es para quemarlo. Para quemarlos son los fanáticos y sus estadistas, los cabezas de chorlito y sus políticos, los cerebros y los trusts de cerebros... pero las brujas, no.

Una hora más tarde, Bill Howard se sentaba de nuevo ante su máquina de escribir. Había expuesto el problema general... pero ahora tenía un problema específico, y para un hombre de su categoría profesional, era un problema completamente sincero.

Necesitaba otra ocasión para invocar a aquel poder. Sólo una ocasión. Lo suficiente para eliminar aquella violenta arraigada resistencia a la idea de que el pueblo tenía poderes... ¡y podía hacer milagros!

Los Intrusos


Edmond Cooper

Fue como si el universo hubiera empezado a dar vueltas repentinamente. De un modo lento, impresionante, miríadas de puntitas de diamante, flotando a través de un océano de absoluta oscuridad, empezaron a oscilar en ordenado ritmo alrededor de la nave lunar. Súbitamente, la Tierra se balanceó como una linterna en la víspera de Todos los Santos, y la propia luna se hizo invisible por la popa del vehículo espacial.

Hacía seis horas que la nave había cruzado la frontera neutral en su prolongado descenso a través de un cuarto de millón de millas de silencio. Ahora, después de cinco días de gravedad cero, el momento de la acción había llegado.

Las estrellas dejaron de girar y la verde linterna de la Tierra quedó colgada de algún invisible garfio. El universo estaba inmóvil otra vez: la nave lunar se había colocado en posición para su dificultoso aterrizaje.

A quinientas millas de distancia, los profundos cráteres de la Luna abrían amenazadoramente sus fauces a la nave en descenso. Iban ensanchándose, mostrando sus ocultos perfiles, sus desolados espolones rocosos, y toda la inmovilidad de pesadilla de un mundo petrificado.

Seis ansiosos pares de ojos miraban a través de los paneles de observación. Vieron al cráter Tycho, rodeado de resquebrajaduras y arrugadas llanuras de lava, abalanzarse a su encuentro como si estuviera ávido por tragarse a la nave.

Pasados diez minutos seis hombres habrían realizado un sueño de conquista imaginado desde hacía siglos: pisar la superficie de la Luna.

El capitán Harper contempló, como hipnotizado, la pantalla situada en frente de su litera, y se preguntó si Dios les ayudaría. El profesor Jantz, matemático y astrónomo, intentaba librarse del temor elemental que empezaba a invadirle, calculando el cubo de 789. Los doctores Jackson y Holt, geólogo y químico, respectivamente, intercambiaban instrucciones en voz baja previendo la difícil posibilidad de que uno de ellos sobreviviera al otro. Pegram, el navegante, acariciaba una pata de conejo; y Davis, el mecánico, recitaba mentalmente El Viaje Dorado a Samarkanda, mientras contemplaba una manoseada fotografía de la muchacha con la cual podía haberse casado.

¡ Sesenta segundos para el punto encendido-susurró el altavoz —. Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos... diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno... cero!

Una repentina sacudida hizo que los hombres se hundieran más en las colchonetas de sus literas. Los paneles de observación permitieron ver un chorro de fuego amarillo verdoso descendiendo hacia la Luna desde la popa de la nave.

Después de varios días de gravedad cero, la repentina fuerza G desarrolló una implacable presión hasta el punto de que las venas humanas parecieron estar llenas de mercurio, y los huesos y tejidos transformados en plomo.

En la pantalla de observación aparecieron unas largas hileras de espolones montañosos que parecían eludir sólo por pulgadas el choque con las ahora extendidas patas de araña de la nave. Luego se hizo visible una zona lisa constituida por un lecho de lava, que fue creciendo con aterradora velocidad hasta que cada detalle, cada fragmento de roca, quedó claramente perfilado.

Ahora, los motores del cohete desarrollaban toda su potencia. A bordo de la nave no había ningún sonido al que pudiera darse el nombre de tal, aunque parecía que aquella enorme liberación de energía química hubiera creado un silencioso gemido sobrenatural que atormentaba a cada vigueta, a cada plancha de metal, a cada fibra humana, con su penetrante mensaje.

El profesor Jantz había dejado de preocuparse por el cubo de 789: estaba inconsciente. Sus compañeros, más o menos indispuestos, contemplaban a través de las nieblas de una semiinconsciencia las brillantes imágenes que se reflejaban en las pantallas de observación.

Todo el cosmos parecía reflejarse en aquellas pantallas, distribuidas por toda la nave. Los segundos palpitaban incansables, registrados por la roja aguja del electrocrono, que martilleaba su mensaje como un lejano crepitar de ametralladora.

Sesenta segundos para altitud cero, susurró el altavoz.

Instintivamente, los hombres se volvieron a mirarse unos a otros, para intercambiar sonrisas de despedida o muecas anticipadas de triunfo.

Cuarenta y cinco segundos... treinta segundos... quince segundos... diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno... ¡cero!

Se produjo un silencio... el mayor silencio conocido hasta entonces. E inmovilidad. Luego, alivio.

Cuando las tres patas de araña entraron en contacto con la superficie lunar, el piloto automático de la nave sincronizó los deceleradores de los motores del cohete. Las delgadas patas se hundieron lentamente a través de un par de pulgadas de roca líquida, hasta encontrar la dura capa inferior. No hubo ningún choque, ninguna sacudida repentina, ninguna mareante oscilación. Únicamente el final de algo. El final del movimiento, de las aceleradoras fuerzas G, de las brillantes imágenes de las pantallas de observación, del temor y de todo malestar... el final de un breve pero colosal clima de tensión.

El capitán Harper fue el primero en recobrar el uso de la palabra.

–¡Altitud cero! —murmuró—. ¡Sólo los dioses mueren jóvenes!

El profesor Jantz abrió los ojos; Pegram, el navegante, soltó disimuladamente su pata de conejo; y Davis dejó de recitarse a sí mismo El Viaje Dorado. Todos empezaron a desabrochar los cinturones de seguridad de sus literas, y, apenas recobrados del tránsito a la gravedad l/6, se apresuraron a trepar a la cúpula de observación.

Veinticuatro horas más tarde, la nave reposaba como un esqueleto de tres patas, con la esfera habitable emergiendo como un vientre encima de su espinazo tubular. En la base de aquella nave de cien pies de altura, que había efectuado su primer y último viaje a través del espacio, había un tractor y un remolque, un montón de planchas curvadas de metal y un gran número de cestas de diversas formas y tamaños.

La temprana luz del sol dibujaba largas y fantásticas sombras detrás de todos los enseres y utensilios, de la expedición. En el cielo, la bola verde de la Tierra, grande y cercana destacaba de su telón de fondo, tachonado de estrellas.

Entretanto, en el cuarto de navegación de la esfera el capitán Harper dirigía la palabra a sus compañeros, antes de abandonar la nave.

–Dentro de cuatro semanas, caballeros —estaba diciendo—, llegará la nave Número Dos. Su cargamento, como ustedes saben, consistir principalmente en alimentos y en otros dos tractores lunares. Si por entonces podemos tener la base bien establecida, y si hemos procurado completar la exploración preliminar, habremos ahorrado una gran cantidad de tiempo; y la expedición podrá partir directamente. Como aquí no somos más que seis, es evidente que tendremos que trabajar de firme. Lo primero que hemos de hacer es montar un campamento. Hasta que no hayamos hecho esto, no podemos pensar en otros trabajos. Doctor Jackson, usted es geólogo... ¿Ha localizado algún rincón donde podamos montar el campamento en condiciones de seguridad?

–He encontrado un lugar ideal —respondió Jackson—. Está a cosa de una milla de distancia, prácticamente en línea recta con el Tycho y con la nave. Hay una grieta de unos treinta pies, con una protección de roca encima, que puede defendernos del peligro de los meteoritos. Pero tendremos que labrar una escalera en la roca, porque las paredes son casi verticales alrededor de toda la grieta.

–¿Cuántas unidades-vivienda podrá contener? —preguntó Harper.

–Por lo menos tres. No veo ningún motivo para que no pueda albergar tres unidades y el laboratorio. Y si, eventualmente, deciden aumentar la expedición, hay varias grietas contiguas en las cuales pueden instalarse perfectamente un par de unidades suplementarias.

–Doctor Holt, usted exploró el lugar con Jackson. ¿Cuál es su opinión?

El capitán miró al químico con aire interrogante. Holt, que sólo tenía treinta años, era el miembro más joven de la expedición.

–Por estos alrededores hay muchas grietas, pero ninguna de ellas me ha parecido tan adecuada como la señalada por el doctor Jackson. Estoy de acuerdo con él. Podía haber sido mucho peor.

–Entonces, será mejor que pongamos manos a la obra —dijo el capitán Harper, cogiendo el capuchón de su traje antipresión—. Cuanto antes montemos la primera unidad, mejor. —Miró a través de una mirilla de cristal plastificado—. Algo me dice que sentiremos grandes deseos de abandonar esta tierra muerta antes de que pase mucho tiempo... ¿Alguna pregunta?

–Ha llegado el momento de establecer contacto por radio con la Tierra —dijo Pegram—. ¿Desea usted enviar algún mensaje, señor?

El capitán Harper se dispuso a colocarse el capuchón de su traje antipresión, pero antes de hacerlo se alisó la poblada cabellera que empezaba a grisear.

–Dígales —respondió, sin la menor huella de humor en su rostro —que este lugar está tan muerto que lo más probable es que, si vemos una brizna de hierba, nos pongamos a gritar como conejos asustados.

Instalar la unidad-vivienda en la grieta que el doctor Jackson había escogido les llevó tres días terrestres en cuyo tiempo el sol se había alzado por detrás de las distantes cordilleras y colgaba como una brillante bola de fuego en el cielo negro, tachonado de estrellas.

El día lunar, cuya duración equivalía a una quincena terrestre, había alcanzado ahora el nivel de la media mañana.

Mientras estuvieron montando la primera unidad-vivienda, el capitán Harper y sus compañeros comieron y durmieron en el tractor, que estaba acondicionado de acuerdo con la presión terrestre, y era lo bastante grande para acoger cómodamente a los seis. Más tarde, cuando fuese utilizado para trabajos de reconocimiento a larga distancia, tendrían que vivir en él durante una semana sin interrupción. Esta primera experiencia de lo que era la vida en sus angostos compartimientos representaba un valioso entrenamiento.

De cuando en cuando, los hombres se tomaban unos minutos de descanso y contemplaban con ojos maravillados el paisaje áspero y desprovisto de vida bajo su bóveda de oscuridad.

Estaban impresionados por su propia pequeñez y, al mismo tiempo, por su colosal hazaña, por la idea de que probablemente eran la primera forma de vida orgánica que iba a establecerse en la luna.

A cincuenta millas de distancia, hacia el polo sur lunar, el cráter Tycho mostraba con perfecta claridad su aguzado anillo montañoso, parecido a una hilera de dientes que se recortaban contra la línea del horizonte. Allí no había ninguna clase de nieblas atmosféricas que suavizaran sus perfiles o cubrieran el fuego de sus picos bañados por el sol.

A ambos lados de la grieta donde había sido montada la Base Número Uno, las llanuras de lava aparecían cubiertas con una capa de polvo meteórico de dos pulgadas de espesor que conservaba las huellas de las pisadas como si fuera nieve recién caída. Cuando el tractor avanzaba por la llanura en medio de un fantasmagórico silencio, el polvo retenía la impronta de sus dentadas ruedas, formando un camino perfectamente visible. No había mucho peligro de perderse en la luna, ya que las huellas de las pisadas formaban un camino que, a no ser que alguien lo borrase, permanecería visible durante millares de años.

Al cuarto día terrestre, la expedición quedó instalada en su unidad-vivienda subterránea. La mayor parte del trabajo rutinario de transporte de material estaba hecho. Ahora podía empezar el período de experimentación y de exploración.

Fue decidido que los doctores Jackson y Holt, con el mecánico Davis, se llevaran el tractor y efectuaran un viaje de exploración en un radio de diez millas, manteniendo contacto por radio con la base. Podían regresar al cabo de seis horas.

Al capitán Harper le hubiera gustado unirse a ellos, pero el sentido del deber le mantuvo sujeto a un montón de trabajo rutinario en la base. Y el profesor Jantz, que había tomado unas muestras de polvo lunar, estaba completamente absorto en cálculos acerca de los bombardeos meteóricos. Pegram, el otro miembro de la expedición, tenía también su propio trabajo. Además de mantener contacto por radio con la Tierra, tendría que mantenerlo asimismo con el tractor.

Después de un insomne descanso de tres horas, Jackson, Holt y Davis entraron en el comedor de la Base Número Uno y devoraron un copioso desayuno.

El profesor Jantz, con una regla de cálculo a un lado de su plato y un libro de notas en el otro, les miró fijamente a través de sus gafas de cristales azulados.

–Deseo cristales pequeños —dijo bruscamente—, sin mezcla de metales. Sea buen muchacho, Jackson, y búsquemelos.

Jackson bebió un sorbo de café y se echó a reír.

–¿Qué cree usted que deseo yo, profesor? No le quepa duda de que si hay algo que valga la pena lo traeremos.

El profesor asintió, y luego preguntó, de un modo completamente inesperado:

–¿Por qué no hay oxígeno en la Luna?

El doctor Holt soltó su tenedor y se quedó mirando al matemático con aire intrigado.

–Ya conoce usted los motivos convencionales, profesor.

–Naturalmente... pero no me parecen lo suficientemente buenos.

–¿Qué es lo que le hace pensar de ese modo?

El profesor Jantz dirigió al joven una sonrisita de superioridad.

–Mis cálculos —dijo alegremente—. Vamos a recibir una gran sorpresa.

–Le apuesto a usted una ración doble de coñac —dijo el doctor Jackson– a que no existe ningún rastro de oxígeno bajo ninguna forma.

El profesor Jantz se quedó silencioso unos instantes. Luego dijo:

–No sólo estoy dispuesto a aceptar su apuesta, doctor Jackson, sino que estoy dispuesto a ampliarla. Profetizo que encontraremos señales de materia orgánica.

–¿Le parece bien el tabaco de una semana?

–Estupendo. Ya sabe que soy un empedernido fumador.

La confianza del profesor era tal, que daba la impresión de haber confirmado ya sus teorías.

–Ya que está usted tan seguro —dijo el doctor Holt, pensativamente—, podríamos ayudarle mejor a demostrar su punto de vista si nos indicase lo que debemos buscar.

–Habrá estado durmiendo durante millones de años —dijo el profesor—. Lo encontraremos en cavernas o en hendiduras, pero no, según creo, cerca de los cráteres principales.

–Déjese de enigmas —dijo Jackson—. ¿A qué diablos se refiere usted?

–Carbón de piedra —dijo el profesor tranquilamente—. Un hermoso carbón de piedra.

–Piedras, quizá, pero carbón...

–Piedras y polvo —dijo Jantz sin perder la calma. Y volvió a enfrascarse en sus cálculos.

Habían pasado veinte minutos desde que salieron de la base. Davis iba conduciendo, y el tractor avanzaba a una velocidad de doce millas por hora. El doctor Jackson estaba sentado a su lado en el compartimiento de presión regulada, con un cuaderno de apuntes sobre las rodillas. De cuando en cuando, tomaba algunas notas en clave o dibujaba un diagrama, o bien hablaba con Pegram, de la base, por radio.

El doctor Holt iba en la parte exterior del tractor, en la torreta, con una cámara cinematográfica. Su único medio de contacto con los dos ocupante del vehículo era su radio individual. El sol caía implacable sobre su traje anti-presión, pero a pesar de esto estaba haciendo un buen trabajo y se sentía relativamente cómodo.

–Tractor a Base Uno, tractor a Base Uno —dijo Jackson—, Estamos a cuatro millas al sur de la Base, en línea recta hacia Tycho. El viaje es relativamente cómodo y el tractor se está portando muy bien. Dígale al profesor Jantz que la capa de polvo es más profunda en algunas de las depresiones del terreno. Muy pocas señales de una tendencia al amontonamiento. Cambio.


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