Текст книги "Antología De Novelas De Anticipación I"
Автор книги: Varios Autores
Жанр:
Научная фантастика
сообщить о нарушении
Текущая страница: 20 (всего у книги 23 страниц)
–Exacto —se apresuró a decir Jerry—. Completamente exacto. Y ahora, como emisario acreditado del presidente de los Estados Unidos, tengo el deber de solicitar formalmente de la nación Sioux que haga honor al tratado firmado hace once años, así como al tratado firmado hace quince —creo que son quince– años, y se retire una vez más detrás de las orillas del río Susquehanna. Debo recordarle que cuando nos retiramos de Pittsburgh, Altoona y Johnstown, juraron ustedes que los Sioux no nos quitarían más terrenos, y nos protegerían en el poco que nos habían dejado. Y estoy seguro de que los Sioux desean ser conocidos como una nación que mantiene sus promesas.
Tres Bombas de Hidrógeno miró interrogativamente los rostros de Brillante Cubierta de Libro y de Polemista Incisivo. Luego se inclinó hacia adelante y colocó sus codos sobre sus cruzadas piernas.
–Hablas bien, joven —comentó—. Tu jefe puede estar satisfecho de ti... Desde luego, los Sioux desean ser conocidos como una nación que hace honor a sus tratados y mantiene sus promesas. Y etcétera, etcétera. Pero tenemos una población en constante crecimiento. Vosotros no tenéis una población en constante crecimiento. Vosotros no necesitáis más tierras. Vosotros no utilizáis la mayor parte del terreno que poseéis. ¿Tenemos que quedarnos cruzados de brazos viendo como se desperdicia la tierra, peor aún, viendo como se apoderan de ella los Seminolas, dueños ya de unos dominios que se extienden desde Filadelfia a Cayo Oeste? Tenéis que ser razonables. Podéis retiraros a... otros lugares. Sois dueños de la mayor parte de Nueva Inglaterra y de una gran parte del Estado de Nueva York. Para vosotros no sería ninguna extorsión renunciar a New Jersey.
A pesar de sí mismo. a pesar de su posición de embajador, Jerry Franklin empezó a aullar. Aquello pasaba de la raya. Una cosa era encogerse de hombros con desaliento en el camino de regreso hacia las ruinas de Nueva York, y otra muy distinta estar allí escuchando todo aquello. No, era demasiado.
–¿A qué más debemos renunciar? ¿A qué otra parte podemos retirarnos? No quedan más que un puñado de millas cuadradas de los Estados Unidos de América, y aún hemos de seguir retirándonos... En la época de mis antepasados, éramos una gran nación. nos extendíamos de océano a océano según cuentan las leyendas de mi pueblo, y ahora estamos amontonados en un rincón de nuestro territorio, hambrientos, enfermos, moribundos y avergonzados. En el Norte, nos vemos empujados por los Ojibways y los Crees; en el Sur, los Seminolas se apoderan de nuestras tierras metro a metro; y en el Este, los Sioux se apoderan de un trozo más de New Jersey, y los Cheyennes cortan otra rebanada de Elmira y de Buffalo. ¿Cuándo terminará esto? ¿A dónde vamos a ir?
El anciano se retorció angustiosamente las manos, y en su voz hubo la misma angustia al decir:
–Es duro. Lo sé; créeme, no niego que es duro. Pero los hechos son los hechos, y los pueblos más débiles siempre salen perdiendo... Ahora, hablemos del resto de tu misión. Si no nos retiramos, como solicitas, exiges la devolución de vuestros rehenes. Me parece razonable. Sin embargo, no consigo recordar que tengamos ningún rehén. ¿Tenemos algún rehén vuestro?
Con la cabeza inclinada y el cuerpo exhausto, Jerry murmuró en tono avergonzado:
–Sí. Todas las naciones indias que limitan con nosotros tienen rehenes nuestros. Como prueba de nuestra buena voluntad y de lo pacífico de nuestras intenciones.
Brillante Cubierta de Libro chasqueó los dedos.
–Aquella muchacha. Sarah Cameron... o Canton... o cómo se llame.
Jerry alzó la mirada.
–¿Calvin? —preguntó—. ¿No será Calvin? ¿Sarah Calvin? ¿La hija del presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos?
–Sarah Calvin. Eso es. Lleva con nosotros unos cinco o seis años. ¿La recuerda, jefe? Es la muchacha a la cual su hijo ha estado rondando.
Tres Bombas de Hidrógeno pareció sorprendido.
–¿Ella es el rehén? Creí que era una muchacha blanca que se había traído de sus plantaciones de Ohio. Bien, bien, bien. Generador de Radiaciones responde al viejo refrán: de tal palo tal astilla, no cabe duda. —Se puso repentinamente serio—. Pero la muchacha no querrá marcharse. Preferirá quedarse con nosotros. Y, además, cree que mi hijo se casará algún día con ella. O algo por el estilo.
Miró fijamente a Jerry Franklin.
–Un asunto muy difícil, hijo mío. ¿Por qué no esperas fuera mientras nosotros lo discutimos? Y llévate el sable. No lo dejes aquí. Por lo visto, mi hijo no lo quiere.
Jerry se inclinó a recoger el sable y salió del jacal con expresión de desaliento.
Sin prestar demasiada atención, vio al grupo de guerreros Sioux que rodeaba a Sam Rutherford y a sus caballos. Luego, el grupo se separó por un momento, y vio a Sam con una botella en la mano. ¡Tequila! El muy imbécil había aceptado tequila de los indios... estaba borracho como una cuba.
¿No sabía que los hombres blancos no podían beber, que no resistían la bebida? A pesar de cultivar hasta la última pulgada de las tierras de que disponían, los alimentos obtenidos eran insuficientes y todos se encontraban al borde de la depauperación. En su economía no cabían lujos tales como las bebidas alcohólicas. Ningún hombre blanco, en el transcurso de toda su vida, llegaba a beberse un vaso de alcohol. Darle a uno de ellos una botella entera significaba convertirle en un pingajo humano.
Sam era un pingajo humano en aquellos momentos. Andaba de un lado para otro, haciendo eses, empuñando la botella por el gollete y blandiéndola estúpidamente. Los Sioux se reían a carcajadas, dándose mutuamente golpecitos en la espalda y señalando a Sam. Este acabó vomitando sobre los harapos que cubrían su pecho y su vientre trató de echar otro trago, y cayó de espaldas. La botella siguió vertiéndose sobre su rostro hasta que quedó vacía. Sam empezó a roncar como un cerdo. Los Sioux sacudieron sus cabezas, haciendo muecas de disgusto, y se alejaron de allí.
Jerry sintió que la pena desgarraba su corazón. ¿A dónde podían ir? ¿Qué podían hacer? Y al fin y al cabo, ¿qué importaba? Tal vez sería preferible estar tan borracho como Sam. Al menos, no sentiría nada.
Miró el sable que llevaba en una mano, la brillante pistola nueva que llevaba en la otra. Lógicamente, debería tirarlas. ¿No era ridículo, si se pensaba un poco en ello, no era patético... un hombre blanco armado?
Sylvester Thomas salió de la tienda.
–Tenga preparados sus caballos, mi querido señor —susurró—. Esté dispuesto para salir corriendo en cuanto yo regrese. ¡Deprisa!
El joven se acercó a los caballos y siguió aquellas instrucciones... simplemente porque no sabía qué otra cosa hacer. Salir corriendo, ¿para dónde? ¿Para qué?
Levantó a Sam Rutherford y lo ató a su caballo. ¿Regresar a casa? ¿Regresar a la grande, a la poderosa, a la respetada capital de lo que en otro tiempo habían sido los Estados Unidos de América?
Thomas regresó con una muchacha que luchaba ferozmente por soltarse del Embajador de la Confederación. Llevaba un lujoso vestido, como el de una princesa india. Su pelo estaba peinado a la moda de las mujeres Sioux. Y su rostro había sido cuidadosamente teñido con algún producto destinado a oscurecer la piel.
Sarah Calvin. La hija del presidente del Tribunal Supremo. Entre Thomas y Jerry, la ataron al caballo de carga.
–Ha sido cosa del jefe Tres Bombas de Hidrógeno —explicó el negro—. Le disgusta que su hijo ande rondando tanto alrededor de las mujeres blancas. Quiere quitar a ésta de en medio. El muchacho debe sentar la cabeza, prepararse para las responsabilidades del mando. Esto puede ayudarle a conseguirlo. Y, escuche, al anciano le gusta usted. Me ha encargado que le dijera una cosa.
–Muchas gracias. Agradezco todos los favores, por insignificantes que sean, por humillantes que sean.
Sylvester Thomas sacudió la cabeza perentoriamente.
–Deje la amargura a un lado, joven. Si quiere salir adelante, tiene que estar muy alerta. Y no se puede estar amargado y alerta al mismo tiempo... El jefe me ha encargado que le advierta para que no regrese a su casa. No podía decírselo claramente en el consejo, pero el motivo de que los Sioux hayan cruzado el Delaware no tiene nada que ver con los Seminolas. El motivo es la situación creada en el Norte por los Ojibways y los Crees. Han decidido ocupar la costa oriental... que incluye lo que ha quedado del país de usted. En estos momentos, probablemente estarán en Yonkers o en el Bronx, en plena ciudad de Nueva York. Dentro de unas horas, su gobierno habrá dejado de existir. El jefe tuvo noticias de ese proyecto, y creyó necesario que los Sioux establecieran una especie de cabeza de puente en la costa, antes de que la nueva situación quedara definitivamente establecida. Al ocupar New Jersey, trata de evitar que los Ojibways y los Seminolas lleguen a unirse. Pero al jefe le ha sido usted simpático, como ya le he dicho, y desea advertirle para que no regrese a su casa.
–Estupendo. Pero, ¿a dónde voy a ir? ¿A esconderme en una nube? ¿A tirarme a un pozo?
–No —respondió Thomas, muy serio. Ayudó a montar a Jerry—. Puede usted venir conmigo a la Confederación... —Hizo una pausa, y cuando vio que la hosca expresión del rostro de Jerry no cambiaba, continuó—: Bueno, en tal caso, puedo sugerirle —y éste es un consejo mío, no del jefe– que se dirija directamente a Ashbury Park. No está muy lejos... y puede llegar a tiempo si no se entretiene por el camino. Según los informes que he podido recoger, hay allí varias unidades de la Marina de los Estados Unidos, la Décima Flota, para ser más exacto.
–Dígame —preguntó Jerry, inclinándose sobre su montura—, ¿ha oído usted alguna otra noticia? ¿Algo respecto al resto del mundo? ¿Qué ha sido de los ruskis, o de los sovietskis, o cómo se llamaran? Los que lucharon contra los Estados Unidos hace muchísimos años.
–Según los informes que posee el jefe, los rusos soviéticos tienen muchas dificultades con una gente llamada Tártaros. Creo que les llaman Tártaros. Pero, no se entretenga más, joven. Ya tendría que estar usted en camino.
Jerry se inclinó un poco y estrechó la mano del embajador.
–Gracias —dijo—. Le agradezco muchísimo todas las molestias que se ha tomado por mí.
–No vale la pena hablar de ello —replicó mister Thomas—. Después de todo, no debemos olvidar que en otra época formamos parte de la misma nación...
Jerry espoleó a su caballo, llevando a los otros dos de la brida. Puso al animal al trote, limitándose a las precauciones que el estado de la carretera hacía imprescindibles. Cuando llegaron a la carretera 33, Sam Rutherford, aunque no despejado del todo, se sintió capaz de mantenerse sobre la silla. Entonces pudieron desatar a Sarah Calvin y obligarla a cabalgar entre los dos.
La muchacha lloró y les insultó.
–¡Sucios rostros pálidos! ¡Estúpidos, asquerosos blancos! ¡Soy una india! ¿Es que no lo ven? Mi piel no es blanca... ¡Es oscura, oscura!
Siguieron cabalgando.
Asbury Park estaba lleno de confusión y de refugiados. Había refugiados del Norte, de Perth Amboy, de Newark... Había refugiados de Princeton, en el Oeste, que habían huido ante la invasión Sioux. Y refugiados del Sur, de Atlantic City —incluso del lejano Camden—, y otros refugiados que hablaban de un repentino ataque Seminola, de una tentativa para copar los ejércitos de Tres Bombas de Hidrógeno.
Los tres caballos fueron objeto de miradas envidiosas, a pesar de su estado de agotamiento. Representaban alimento para los hambrientos y el medio de transporte más rápido posible para los miedosos. Jerry descubrió que el sable era muy útil. Y la pistola lo era todavía más: sólo necesitaba exhibirla. Pocas de aquellas personas habían visto una pistola en acción: tenían un supersticioso temor a las armas de fuego...
Una vez descubierto este hecho, Jerry mantuvo la pistola muy visible en su mano derecha cuando se dirigió a la Base Naval de los Estados Unidos en la playa de Asbury Park. Sam Rutherford iba a su lado; Sarah Calvin andaba detrás de ellos, sollozando.
Se hizo anunciar al almirante Milton Chester. El hijo del Subsecretario de Estado. La hija del presidente del Tribunal Supremo. El primogénito del Senador de Idaho.
El almirante les recibió inmediatamente.
–¿Reconoce usted la autoridad de este documento?
El almirante Chester leyó atentamente la arrugada credencial, deletreando en voz alta las palabras más difíciles. Al terminar la lectura movió la cabeza respetuosamente, mirando primero el sello de los Estados Unidos en el documento que tenía ante sus ojos. Y luego la brillante pistola que Jerry sostenía en su mano.
–Sí —dijo finalmente—. Reconozco su autoridad. ¿Es una pistola de verdad?
Jerry asintió.
–Una Caballo Loco del cuarenta y cinco. El último modelo. ¿Hasta qué punto conoce la autoridad del documento?
El almirante se frotó nerviosamente las manos.
–Las cosas están muy confusas —dijo—. Las últimas noticias que me han llegado afirman que hay guerreros Ojibways en Manhattan... y que no existe ya el gobierno de los Estados Unidos. Sin embargo, esto —se inclinó sobre el documento una vez más—, esto es una credencial firmada por el propio Presidente, nombrándole a usted plenipotenciario. Ante los Seminolas, desde luego. Pero plenipotenciario. El último nombramiento oficial, si no estoy mal informado, del Presidente de los Estados Unidos de América.
Dio un paso hacia adelante y tocó la pistola que empuñaba Jerry Franklin, con un gesto de curiosidad y de interrogación al mismo tiempo. Inclinó afirmativamente la cabeza, como si acabara de llegar a una conclusión. Irguiéndose, saludó militarmente a Jerry.
–A partir de este momento, le reconozco a usted como a la última autoridad legal del gobierno de los Estados Unidos. Y pongo mi flota a su disposición.
–Bien —Jerry se colocó la pistola en el cinto. Señaló con el sable—. ¿Tiene usted provisiones y agua suficientes para un largo viaje?
–No, señor —dijo el almirante Chester—. Pero esto puede quedar arreglado en unas horas. ¿Le acompaño a bordo, señor?
Señaló orgullosamente hacia la playa donde, más allá del promontorio, estaban ancladas las tres goletas de cuarenta y cinco pies de eslora.
–La Décima Flota de los Estados Unidos, señor. Esperando sus órdenes.
Horas más tarde, cuando los tres veleros se habían hecho a la mar, el almirante se presentó en el camarote donde descansaba Jerry Franklin. Sam Rutherford y Sarah Calvin estaban durmiendo en las literas superiores.
–¿Sus órdenes, señor?
Jerry Franklin se asomó a la puerta del camarote y contempló las remendadas velas, completamente desplegadas.
–Rumbo Este —dijo.
–¿Este, señor? ¿Ha dicho usted Este?
–Sí, he dicho rumbo Este... Hacia las fabulosas tierras de Europa. Hacia un lugar donde un hombre blanco pueda mantenerse en pie sobre sus propias piernas. Donde no tenga que temer ninguna clase de persecución. Donde no corra peligro de caer en la esclavitud. ¡Rumbo al Este, almirante, hasta que descubramos un nuevo mundo... un mundo de libertad!
Una Marciana Tonta
John Wyndham
Cuando Duncan Weaver compró a Lellie... No, plantearlo de este modo podría resultar inconveniente. Cuando Duncan Weaver pagó a los padres de Lellie mil libras como compensación por la pérdida de los servicios de la muchacha, había pensado pagar seiscientas, o, en caso absolutamente necesario, setecientas libras.
En Port Clarke, todas las personas a las cuales había consultado le aseguraron que no tendría que pagar más de seiscientas libras. Pero la cosa no resultó tan sencilla como parecían creer en Port Clarke. Las tres primeras familias marcianas con las que había establecido contacto no se mostraron dispuestas a vender a sus hijas a ningún precio; la siguiente, pidió 1.500 libras y no rebajó ni un céntimo; los padres de Lellie empezaron pidiendo también 1.500 libras, pero acabaron por rebajar la cifra a 1.000, cuando vieron que Duncan no estaba dispuesto a dejarse esquilmar. Cuando Duncan, de regreso a Port Clarke con la muchacha, echó sus cuentas, no le pareció haber hecho un mal negocio, después de todo. Su contrato tenía una duración de cinco años, lo cual significaba que Lellie iba a costarle 200 libras anuales, en el peor de los casos: es decir, suponiendo que no consiguiera venderla por 400 libras, o incluso por quinientas, cuando regresara. Visto así, no estaba mal del todo.
Una vez en la ciudad, fue a explicarle la situación y a dejar arregladas las cosas con el agente de la Compañía.
–Mire —le dijo—, creo que usted ya conoce las condiciones estipuladas en el contrato de cinco años que firmé para ocupar el puesto de superintendente de la estación de carga de Júpiter IV/II. La nave que ha de conducirme allí viajará de vacío, puesto que va a recoger una carga. ¿Podría contar con un segundo pasaje en ella?
Había tenido la precaución de averiguar que la Compañía solía conceder una plaza extra en circunstancias como las suyas, aunque no estaba obligada a hacerlo.
El agente de la Compañía no se sorprendió lo más mínimo.
Después de consultar algunas listas, dijo que no había inconveniente en conceder la plaza para otro pasajero. Explicó que la Compañía estaba acostumbrada a aquellos casos, y que suministraba la ración suplementaria de víveres para una persona, al precio de 200 libras anuales, a descontar del salario.
–¿Cómo? ¿Mil libras? —exclamó Duncan.
–Es un precio de favor, créame —dijo el agente—. A la Compañía no le importa facilitar las raciones a un precio ridículamente bajo, si con ello da a un empleado suyo la oportunidad de pasarlo mejor. Y, desde el punto de vista de la conveniencia de usted, le aseguro que mil libras no es un precio elevado si le permiten combatir la soledad. Cinco años es un período de tiempo muy largo, y una estación de carga es un lugar muy aburrido.
De momento, Duncan discutió un poco, pero el agente no tardó en convencerle. Aquello significaba que el precio de Lellie aumentaba de 200 a 400 libras por año. Sin embargo, con su sueldo de cinco mil libras anuales, libres de impuestos, sin posibilidad de gastar ni una sola de ellas en Júpiter IV/II, al cabo de los cinco años se encontraría con una buena suma ahorrada. De modo que dio su asentimiento.
–Magnífico —dijo el agente—. Ahora, lo único que necesita es un permiso de embarque para la muchacha, cosa que le concederán automáticamente al presentar su certificado de matrimonio.
Duncan abrió unos ojos como platos.
–¿Certificado de matrimonio? ¿Yo? ¿Casarme yo con una marciana?
El agente sacudió la cabeza con aire de reproche.
–Sin él, no le darán el permiso de embarque. Ya sabe, las normas antiesclavistas. Podrían creer que quiere usted vender a la muchacha... o incluso pensar que la había comprado.
–¿Quién, yo? —exclamó Duncan, en tono indignado.
–¿Por qué no? —dijo el agente—. Una licencia de matrimonio sólo le costará otras diez libras... a no ser que haya dejado otra esposa en su casa. De ser así, le costaría un poco más caro, a su regreso.
Duncan sacudió la cabeza.
–No tengo ninguna esposa —afirmó.
–Uh-uh —dijo el agente, sin creerlo ni dejarlo de creer—. Entonces, ¿qué inconveniente hay?
Duncan regresó un par de días más tarde, con el certificado y el permiso. El agente los examinó.
–Están en regla —dijo—. Confirmaré el embarque. Mis honorarios son cien libras.
–¿Sus honorarios? ¿A santo de qué?
–Digamos por... salvaguardar su inversión —dijo el agente.
El hombre que le había extendido el permiso de embarque le exigió también cien libras.
Duncan no mencionó el hecho ahora, pero dijo, con amargura:
–Una marciana tonta me va a costar un montón de dinero.
–¿Tonta? —dijo el agente, mirándole.
–Esos marcianos ni siquiera saben por qué están en el mundo.
–Hum... —murmuró el agente—. Usted no ha vivido nunca aquí, ¿verdad?
–No —admitió Duncan—. Pero he estado aquí unas cuantas veces.
El agente asintió.
–Actúan como tontos, y la forma de sus acciones les hace parecer tontos —dijo—, pero fueron un pueblo extraordinariamente listo.
–De eso debe hacer mucho tiempo.
–Mucho antes de que nosotros llegáramos aquí tenían motivos más que sobrados para dedicarse a pensar. Su planeta se estaba muriendo, y al parecer estaban contentos de morir con él.
–Bueno, a eso le llamo yo ser tonto. ¿No se están muriendo todos los planetas, acaso?
–¿No ha visto nunca a un anciano sentado al sol, tomándoselo con calma? Esto no quiere decir que sea un estúpido. Si fuera absolutamente necesario, es probable que pusiera de nuevo su mente en funcionamiento. Pero, la mayoría de las veces, el anciano considera que no vale la pena de preocuparse. Es más cómodo dejar que las cosas sigan su curso.
–Bueno, mi marciana tiene sólo veinte años —unos diez años y medio de acuerdo con el calendario de Marte—, y desde luego deja que las cosas sigan su curso. Cuando una muchacha no sabe qué hacer en su propia ceremonia de boda, es tonta de remate, se lo digo yo.
Y luego, como remate de todo, fue necesario invertir otras cien libras en vestidos y otras cosas para ella, con lo cual el importe total ascendió a 2.310 libras. Era una suma que no hubiera resultado exagerada de haberse tratado de una muchacha realmente atractiva. Pero, Lellie... Bueno, ya estaba hecho. Una vez efectuado el primer pago, había que hacer frente a los otros gastos... o resignarse a perder la primera inversión. Y, de todos modos. en una solitaria estación de carga, Lellie le haría compañía...
El primer oficial llamó a Duncan al cuarto de navegación para que echara una mirada a su futuro hogar.
–Allí está —dijo, señalando con la mano a un punto visible desde la mirilla de observación.
Duncan miró hacia abajo. Pero no vio más que una masa rocosa, que giraba lentamente.
–¿Qué extensión tiene? —preguntó.
–Unas cuarenta millas de diámetro.
–¿Qué tal anda de gravedad?
–Es muy escasa, por no decir inexistente.
–Uh-uh —dijo Ducan.
En su camino de regreso a la camareta, Duncan se detuvo junto a la cabina y asomó la cabeza. Lellie estaba tendida en su camastro, con la manta doblada encima de ella para tener una sensación de peso. Al ver a Duncan, se incorporó sobre un codo.
Era bajita: poco más de cinco pies. Su cara y sus manos eran muy delicadas; tenían una fragilidad que no era simple producto de una deficiente estructura ósea. Para un terrestre, sus ojos resultaban anormalmente redondos, confiriéndole una perpetua expresión de ingenuidad sorprendida. Los lóbulos de sus orejas colgaban muy bajos, surgiendo de una gran mata de pelo castaño, con tonalidades rojizas. La palidez de su cutis resaltaba más por contraste con el rubor de sus mejillas y el intenso rojo de sus labios.
–¡Eh! —dijo Duncan—. Ya puedes empezar a empaquetar las cosas.
–¿Empaquetar? —repitió Lellie, perpleja, con una voz que resonaba de un modo muy curioso.
–Claro. Empaquetar —asintió Duncan.
Hizo una pequeña demostración: abrió una maleta, metió algunas ropas y agitó una mano señalando otras prendas y el interior de la maleta, sucesivamente. La expresión de Lellie no cambió, pero captó la idea.
–¿Hemos llegado? —preguntó.
–Estamos llegando —le informó Duncan—. De modo que date un poco de prisa.
–Zí... muy bien —dijo Lellie, y empezó a desenganchar la manta.
Duncan cerró la puerta y se dirigió hacia la camareta general.
En el interior de la cabina, Lellie apartó la manta a un lado. A continuación se inclinó cautamente a recoger un par de suelas metálicas y las ató a sus zapatillas. Con las mismas precauciones, y agarrándose al camastro, deslizó los pies a un lado y fue bajándolos hasta que las suelas magnéticas produjeron un chasquido al establecer contacto con el suelo. Lellie se puso en pie, más confiadamente. El buzo de color pardo que llevaba ponía de relieve unas formas que tal vez fueran admiradas entre los marcianos, pero que no correspondían en absoluto al patrón terrestre. Dicen que a consecuencia de la tenuidad de la atmósfera de Marte, sus habitantes poseen una mayor capacidad pulmonar, con la consiguiente modificación física. Todavía insegura por los efectos de la ingravidez, Lellie arrastró los pies para no perder contacto con el suelo mientras cruzaba la cabina. Se detuvo unos instantes delante de un espejo colgado en la pared, contemplando su imagen. Luego dio media vuelta y se dedicó a empaquetar las cosas.
—...Un lugar infernal para llevar una mujer —estaba diciendo Wishart, el cocinero de la nave, cuando entró Duncan.
A Duncan le tenía sin cuidado la opinión de Wishart. No podía olvidar que, cuando se le ocurrió lo conveniente que sería que Lellie tomara algunas lecciones de cocina, Wishart se había negado a dárselas por menos de 50 libras, aumentando de este modo el precio total de coste a 2.360 libras. Sin embargo, su temperamento no le permitió fingir que no había oído aquellas palabras.
–Un lugar infernal para ir a trabajar —dijo secamente.
Nadie replicó. Sabían las condiciones en que se encontraba un hombre cuando le era ofrecida una de aquellas plazas.
Tal como la Compañía subrayaba con frecuencia, la jubilación a la edad de cuarenta años no podía representar ningún problema para sus empleados: los sueldos eran excelentes, y podían citar numerosos casos de hombres que se habían labrado un brillante porvenir con los ahorros que habían hecho en su época de servicios espaciales. Esto era completamente cierto para los hombres que habían ahorrado, y no habían estado obsesivamente interesados en el hecho de que un animal de cuatro patas puede correr más rápidamente que otro. Lo cierto es que cuando a Duncan le llegó el momento del retiro no tenía dónde caerse muerto, y aceptó la oferta de la Compañía.
Nunca había estado en Júpiter IV/II, pero no le era difícil imaginar cómo sería; sabía que era la segunda luna de Callisto; una cuarta luna, en orden de descubrimiento, de Júpiter; sería, inevitablemente, uno de los peores tipos de roca cósmica. Duncan firmó el contrato en las condiciones habituales: 5.000 libras al año por un período de cinco, más la manutención, más cinco meses a media paga antes de que pudiera llegar allí, más seis meses, también a media paga, una vez finalizado el contrato, en concepto de «readaptación a la gravedad».
Bueno... esto significaba renunciar a los próximos seis años; cinco de ellos sin gastos, y una bonita suma ahorrada al final de ellos.
El problema consistía en resistir cinco años de aislamiento sin volverse loco. Aunque los psicólogos le dieran el visto bueno, uno no podía estar seguro. Algunos lo resistían: otros quedaban hechos polvo en unos cuantos meses, y tenían que ser relevados. Si se resisten los dos primeros años, decían, se aguantan perfectamente los cinco. Pero el único modo de saber si se resistían los dos primeros, era probándolo...
–¿Podría pasar el tiempo de espera en Marte? —inquirió Duncan—. La vida es allí mucho más barata.
Habían consultado tablas planetarias y horarios y catálogos de navegación, y descubrieron que también para ellos resultaría más barato. De modo que le habían sacado un pasaje para la semana siguiente, y arreglaron las cosas para que pudiera obtener del agente de la Compañía establecido allí, todo lo que necesitara, a crédito.
En la colonia marciana de Port Clarke abundan los navegantes del espacio que prefieren pasar allí las épocas de readaptación, debido a la menor gravedad, a la mayor economía, y, en general, a las facilidades que encuentran. Son hombres siempre dispuestos a dar un consejo. Duncan los escuchó, pero descartó la mayoría de ellos. Conservar la salud mental a base de aprenderse de memoria la Biblia o las obras de Shakespeare, o de copiar tres páginas de la enciclopedia cada día, o de construir modelos de naves espaciales metidos dentro de una botella, le parecieron métodos no solamente aburridos, sino también ineficaces. El único consejo al que prestó oídos fue al de que comprara una muchacha para que compartiera su exilio, y seguía pareciéndole un consejo excelente, a pesar de que Lellie le había costado ya 2.360 libras.
Conocía lo suficientemente la opinión general que merecía aquel hecho como para no replicarle a Wishart de un modo desabrido. Por lo tanto, contemporizó:
–Tal vez un lugar así no sea el más indicado para llevar a una verdadera mujer. Pero, tratándose de una marciana...
–Incluso una marciana... —empezó Wishart, pero se interrumpió al ver que los tubos de amortiguamiento empezaban a funcionar.
La conversación cesó mientras todo el mundo se dedicaba a la tarea de afianzar los objetos sueltos.
Júpiter IV/II era, por definición, una subluna, y probablemente un asteroide capturado. La superficie no estaba surcada de cráteres, como la de la Luna: era simplemente una extensión de rocas dentadas y hundidas. En conjunto, el satélite tenía la forma de un ovoide irregular; era un desolado bloque de piedras desprendido de algún desaparecido planeta, sin más ventaja que la de su situación.
Tenían que existir estaciones de carga intermedias. Construir grandes naves capaces de aterrizar en los mayores planetas resultaría antieconómico. Hacía mucho tiempo que no se construían naves destinadas a soportar las intensas presiones de una elevada gravitación: las naves modernas eran verdaderas naves espaciales. Realizaban sus viajes, llevando combustible, víveres, carga y pasajeros, exclusivamente entre satélites. Los tipos más nuevos no llegaban ni siquiera a la Luna, sino que utilizaban el satélite artificial, Pseudos, como estación terminal desde la Tierra.
El transporte entre las estaciones de carga y los puntos de destino suele efectuarse en una especie de cilindros conocidos con el nombre de canastas; los pasajeros, a su vez, viajan en pequeñas naves-cohete. Estaciones tales como Pseudos, o Daimos, la principal estación de carga de Marte, desarrollan una actividad que mantiene ocupados a un gran número de hombres, pero en las estaciones de poca importancia un hombre solo puede realizar todo el trabajo. Las naves las visitan con muy poca frecuencia. En lo que respecta a Júpiter IV/II, según los informes que poseía Duncan, sólo aterrizaba allí una nave cada ocho o nueve meses, procedente de la Tierra.
La nave continuó descendiendo en espiral, adaptando su velocidad a la del satélite. Los giroscopios empezaron a funcionar, actuando de elementos estabilizadores. El pequeño y desolado mundo creció hasta llenar las mirillas de observación. La nave se movía en una órbita muy cerrada. Millas y millas de rocas informes se deslizaron monótonamente debajo de ella.