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Antología De Novelas De Anticipación I
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–¡Ansiedad! ¡Neurosis! El chico no puede ni siquiera decirme la raíz cuadrada de ochenta y uno sin agitarse como un saltimbanqui.

–Tampoco yo puedo hacerlo.

El doctor Merrinoe trató de componer una sonrisa que resultase a la vez superior y amable.

–No me casé contigo por tu cerebro, querida.

–Ni yo —replicó secamente su esposa—, concebí a Timothy por el tuyo. Ahora, no discutas; es malo para tu digestión.

El doctor Merrinoe no discutió. Clavó la vista en el plato que tenía delante de él y empezó a comer. Al fin y al cabo, era natural que Mary se despreocupara alegremente de la debilidad intelectual de su hijo: los que poseen belleza no suelen interesarse demasiado por la capacidad mental. Pero, en tanto que el objetivo a cumplir por Mary en la vida era principalmente decorativo, el de su hijo no lo era, decididamente.

Lo malo de Timothy, pensó el doctor Merrinoe con amargura, era que no tenía mucho de nada; su personalidad era borrosa; y aunque desde luego no era feo, sus rasgos daban la impresión de haber sido elaborados apresuradamente... como si su creador le hubiera dado los toques finales de prisa y corriendo.

Al final de la cena, mientras el doctor Merrinoe se tomaba su segunda taza de café y se fumaba un cigarrillo, al objeto de sus tristes sueños se dignó aparecer.

–Hola, papá —dijo Timothy, asomando cautelosamente la cabeza por la puerta.

–Hola, hijo —dijo el doctor Merrinoe, componiendo una mueca que quería ser una amistosa sonrisa.

Interpretando a su manera aquella mueca, Timothy avanzó y trató de dar una nota compasiva a su voz:

–¿Te duele otra vez la cabeza?

–No, no me duele la cabeza —replicó su padre en tono enojado—. ¿Qué te ha hecho pensarlo?

–Nada.

–Entonces, no seas idiota... ¿Te ha gustado la película?

–No estaba mal del todo. Pero me gustaría que dieran otra del espacio.

–Si te interesan los temas del espacio —empezó el doctor Merrinoe diplomáticamente—, ¿no te gustaría ser capaz de calcular la velocidad de un cohete lunar?

–No. Preferiría construir uno.

–No puedes construir un cohete hasta que sepas bastantes matemáticas para...

Timothy bostezó.

–Por eso prefiero mirar la televisión.

Su padre empezó a mirar como si tuviera dolor de cabeza otra vez.

–Timothy —dijo el doctor Merrinoe amablemente—, ¿te gustaría venir conmigo mañana y ver a Peeping Tom?

–¿A ese viejo cerebro que has estado haciendo?

–Sí.

–¡Oh! Mañana es sábado, ¿verdad?

–Sí. ¿Importa eso algo?

Timothy respiró profundamente.

–Pensaba ir al cine.

A su vez, el doctor Merrinoe respiró a fondo.

–Irás a ver el cerebro.

Mistress Merrinoe dirigió a su marido una mirada de intensa exasperación. Una mirada que preludiaba una desagradable tormenta para el momento en que Timothy se hubiera ido a la cama.

El sábado por la tarde, un hombre alto y un niño pequeño se adentraron en la amplia necrópolis que, en los fines de semana, era la Imperial Electric Inc. El doctor Merrinoe, con una mezcla de curiosidad y resignación, condujo a Timothy a la estancia donde Peeping Tom descabezaba sus sueños electrónicos.

Se acercaron al tablero de control y el doctor Merrinoe dio la vuelta al interruptor central. Los ojos de Peeping Tom brillaron perezosamente. Timothy se sintió ligeramente impresionado.

–Estoy preparado, señor —dijo Peeping Tom—. ¿Cuáles son sus instrucciones?

El doctor Merrinoe instaló a Timothy en una silla.

–Voy a dejar aquí a mi hijo Timothy, mientras yo termino un trabajo en mi oficina. Contestarás a todas las preguntas que te haga, y procurarás entretenerle hasta que yo regrese.

–Sí, señor —respondió Peeping Tom.

El doctor Merrinoe hubiera jurado que el cerebro le guiñaba un ojo. Mientras se alejaba, oyó la pregunta de apertura de Timothy:

–Si una ardilla y media se comen una nuez y media en un día y medio, ¿cuántas nueces se comerán nueve ardillas en nueve días?

–Ochenta y una —murmuró el físico para sí mismo con aire ausente.

Se sobresaltó al oír la respuesta del cerebro:

–Cincuenta y cuatro, señor.

Durante las dos horas siguientes, el doctor Merrinoe permaneció sentado en su oficina, completamente absorto en la lectura de una revista de ciencia-ficción. De pronto, echó una mirada al reloj de su despacho y se sintió repentinamente arrojado de un mundo donde unos octópodos anfibios perseguían a unas bellas muchachas terrestres... y casi las atrapaban.

¡Dos horas! Y se había propuesto dejar a Timothy con el cerebro cosa de media hora...

El doctor Merrinoe se apresuró a esconder la revista en uno de los cajones de su escritorio. A continuación salió de la oficina y se encaminó hacia la sala de control con cierta aprensión. Su propósito había sido el de dejar que Peeping Tom tratara de mejorar a Timothy. Pero, ¿y si a Timothy se le había ocurrido la idea de mejorar a Peeping Tom?

Mientras, con el corazón palpitante, corría escaleras arriba, el doctor Merrinoe oyó un ruido que sonaba como si el campeón mundial de los charlatanes estuviera pronunciando un discurso en chino. Al abrir la puerta, reconoció la voz de Peeping Tom. Timothy estaba completamente dormido. El doctor Merrinoe experimentó una sensación de alivio.

–El experimento parece haber producido un resultado negativo —observó, contemplando la dormida figura de su hijo.

–Se trata de una simple hipnosis, señor —explicó Peeping Tom—. Era necesario desacoplar los factores inhibitorios antes de que pudiera prepararle adecuadamente.

–¿Antes de que pudieras qué? —balbució el doctor Merrinoe.

–Antes de que pudiera prepararle adecuadamente. Ahora ha recibido un curso intensivo de matemáticas y física. Confío en que encontrará usted satisfactorio el resultado.

–Sólo hay una pequeña dificultad —dijo el doctor Merrinoe, respirando agitadamente—, y es que mi hijo no es una máquina.

–No, señor —convino Peeping Tom—. Por ello he previsto un setenta por ciento de ineficacia. ¿Tiene usted la amabilidad de despertarle con cuidado?

El físico lo hizo. Al cabo de unos momentos, Timothy abrió los ojos, bostezó y se desperezó.

–Muy interesante —observó vagamente—. Muy interesante, pero, ¿podemos irnos a casa? Tengo hambre.

El doctor Merrinoe dirigió una compasiva sonrisa al cerebro electrónico. Pero Peeping Tom no hizo ningún comentario; al parecer, no estaba de humor para ello.

La primera reacción se presentó después de un té desacostumbradamente tranquilo. En vez de salir corriendo hacia el aparato de televisión, Timothy desapareció en la biblioteca de su padre para salir de ella, al cabo de unos instantes, con un libro en las manos. Entonces se sentó en un rincón y empezó a leer.

–Has estado amedrentándole —acusó Mary en un susurro—. ¿Qué le has dicho esta tarde?

–Nada —protestó el doctor Merrinoe—. Nada en absoluto. Le he dejado que se divirtiera con Peeping Tom, mientras yo ponía en orden algunos papeles en mi oficina.

–Alguien ha estado amedrentándole —insistió Mary—. O quizás está enfermo.

Timothy alzó los ojos del libro.

–¿Crees que un hombre puede hacerse invisible a sí mismo? —preguntó.

–Desde luego que no —respondió su padre—. ¿Por qué?

–Es el tema de este libro, El Hombre Invisible. Parece una historia bastante buena.

Recordando su propio período H. G. Wells, el doctor Merrinoe quedó sorprendido.

–¿No es un poco difícil para ti, Timothy? Yo no lo leí hasta los catorce o quince años.

Timothy sonrió.

–Es un poco anticuado, pero no está del todo mal... ¿Te gustaría jugar una partida de ajedrez, papá? Hace tiempo que no jugamos.

El doctor Merrinoe se sintió ligeramente incómodo.

–Creía que no te gustaba el ajedrez... Siempre has dicho que te aburría.

–Sí, es cierto —dijo Timothy—. Pero entonces era más joven que ahora.

Se frotó las sienes y por unos momentos pareció intrigado por algo. Luego se dirigió a un pequeño escritorio, sacó de él una caja y un tablero y empezó a colocar las piezas. Miró a su padre con expresión divertida.

–Creo que me iré a ver la televisión —dijo mistress Merrinoe débilmente—, mientras los dos genios luchan sobre el tablero.

El doctor Merrinoe miró a su esposa, se encogió de hombros con un gesto de impotencia, y luego volvió su atención al tablero.

–¿No te enfadarás si te gano? —preguntó Timothy.

–Desde luego que no —aseguró el doctor Merrinoe, moviendo su peón de rey—. Al contrario, me alegraría... y también me sorprendería.

–A mí no —dijo Timothy.

Pero, al cabo de un cuarto de hora, su padre le dio jaque mate con cierta facilidad... y con una sensación de alivio. El muchacho no había cambiado... o había cambiado muy poco, por lo menos.

–No has jugado muy bien —acusó Timothy.

–Te he ganado, ¿no?

Una divertida sonrisa apareció en el rostro de Timothy.

–Vamos a jugar otra partida. Había olvidado alguno de los trucos.

–¿Tienes sed de venganza? —inquirió secamente el doctor Merrinoe. Colocó las piezas otra vez.

Timothy frunció ligeramente el ceño, pareció vacilar, y finalmente dijo:

–Si te gano, ¿me darás quince dólares?

–¿Qué?

–He dicho si me darás quince dólares si te gano.

El doctor Merrinoe miró a su hijo con una grave expresión.

–¿Y qué pasará si gano yo?

–Te daré treinta centavos a la semana durante un año —dijo Timothy rápidamente—. Es un trato justo, ¿no?

–Desde luego —respondió su padre, con una débil sonrisa—. Espero que esto será una lección para ti. ¿Para qué quieres los quince dólares?

Timothy hizo una mueca.

–Te lo diré cuando termine la partida.

–Tú mueves —dijo el doctor Merrinoe secamente.

La partida duró un poco más de dos horas. Al principio el doctor Merrinoe movió sus piezas con cierto descuido, y luego con más cuidado. Al cabo de veinte minutos había perdido un caballo y un alfil en rápida sucesión, en tanto que Timothy se había limitado a sacrificar tres peones.

Esto pareció enervar al doctor. Empezó a jugar con intensa concentración, hasta que una brillante combinación que tenía que darle la partida le costó la reina.

Timothy, por su parte, había vuelto a coger la novela y se absorbió en ella entre movimiento y movimiento. Casi con pesar administró el coup de graceal mismo tiempo que llegaba al final del capítulo diecisiete.

–Timothy —dijo el doctor Merrinoe con voz quebrada, mientras se sacaba el billetero del bolsillo—, ¿cómo te las has arreglado?

–Jugando de acuerdo con las reglas —respondió el muchacho enigmáticamente.

Se produjo un profundo silencio mientras Timothy recogía los billetes. Su padre contemplaba ansiosamente aquel diminuto Frankenstein que era su propia carne y su propia sangre.

Al cabo de un rato, el doctor Merrinoe recordó que su hijo había prometido decirle para qué quería el dinero cuando terminara la partida.

–¿Qué es lo que vas a hacer con el dinero? —preguntó.

–Comprar unas cuantas cosas que necesito para unos experimentos.

–Ya —murmuró el doctor Merrinoe.

Timothy bostezó.

–Creo que voy a acostarme. Gracias por haber jugado conmigo, papá. Espero que no te importará haber perdido.

–En absoluto —mintió su padre—. Ha sido un placer.

Mistress Merrinoe, cuyo interés por la televisión había desaparecido por completo desde el momento en que Timothy empezó a ganar, contempló a su hijo con orgullo. Mientras el chiquillo desaparecía en dirección a su cuarto, su madre observó que llevaba el ejemplar de El Hombre Invisibledebajo del brazo.

Cuando Timothy hubo cerrado la puerta detrás de él. Mistress Merrinoe se encaró con su marido con la expresión de una leona hambrienta.

–¿Qué le ha sucedido a mi niño? —preguntó—. ¿Qué le has hecho?

–Nada... nada en absoluto —murmuró el doctor Merrinoe—. Creí que Peeping Tom le enseñaría algunos trucos, pero no imaginé que le hicieran un efecto tan rápido.

–¡Algunos trucos! —escupió mistress Merrinoe—. Si ese bicho electrónico le ha hecho algún daño a mi Timothy, te juro que voy a... voy a...

La mirada que dirigió a su marido fue todo un poema.

Recordando la «preparación» hipnótica de Peeping Tom, el doctor Merrinoe se estremeció.

Durante el domingo, hubo algo parecido a una tregua. Inconscientemente, el doctor Merrinoe evitó a su hijo en la medida de lo posible, en tanto que Timothy, por su parte, pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto.

El físico descubrió que de su biblioteca habían desaparecido unos cuantos libros más, incluido un macizo volumen sobre mecánica ondulatoria. La idea de Timothy leyendo un texto de mecánica ondulatoria había dejado de ser ridícula: ahora resultaba terrorífica. Pero el doctor Merrinoe no hizo ningún comentario, pensando que era más prudente esperar los resultados.

No tuvo que esperar mucho.

La tormenta descargó el lunes por la noche. Al regresar a su casa, algo tarde, después de un largo e infructuoso experimento, el doctor Merrinoe se enfrentó a una esposa histérica.

–¡Gracias a Dios que has llegado! —sollozó Mary—. He estado tratando de llamarte desde hace más de una hora. Tienes que hacer algo con Timothy rápidamente, antes de que me vuelva loca.

–¿Timothy? —repitió el doctor Merrinoe nerviosamente—. ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?

–¿Si se encuentra bien? —chilló mistress Merrinoe—. ¡No tardarás en ver lo bien que se encuentra!

En aquel momento se abrió la puerta del comedor y un par de zapatos entró en la estancia. Encima de los zapatos había un par de pantalones vacíos los cuales soportaban a su vez a una americana, asimismo vacía.

–¡Hola, papá! —dijo Timothy alegremente—. Quería darte una sorpresa.

El doctor Merrinoe se estremeció ante aquella aparición.

–¡Timothy! —exclamó—. ¡Timothy! ¿Qué es lo que has hecho?

–Reorganizar mi estructura molecular —explicó tranquilamente Timothy—, y rebajar a cero mi índice refractivo.

–¡Es... es... imposible!

–Ya lo dijiste antes, pero aquí estoy. El hombre del libro lo hizo, de modo que también lo he hecho yo.

El sudor corría a chorros por la frente del doctor Merrinoe.

–¡Pero, Timothy, escucha! El libro era sólo una historia... pura invención. Es algo que no pudo ocurrir.

–Pues ha ocurrido —dijo Timothy—. Fíjate: ésta es mi mano. —Y golpeó a su padre, no demasiado suavemente, en la espalda—. ¿Crees que esto es invención?

El doctor Merrinoe se dejó caer sobre una silla, notando que las piernas se negaban a seguir sosteniéndole. Mistress Merrinoe, a su vez, abrió unos ojos como platos y se desmayó en brazos de su marido.

–Mira lo que has hecho —murmuró el doctor Merrinoe furiosamente—. Será mejor que me ayudes a llevarla a la cama.

Un par de manos invisibles ayudaron al doctor Merrinoe en su penosa tarea.

Acomodó a su esposa en la cama y luego se volvió hacia el traje vacío con una expresión patética en los ojos.

–¿Cómo... lo has conseguido?

–El aparato está en mi cuarto —dijo Timothy. Anticipándose al movimiento de su padre, añadió—: No, no vayas allí. Podrías morir electrocutado, o volverte invisible, o algo por el estilo. Desde ahora, nadie puede entrar en mi habitación.

El doctor Merrinoe estuvo a punto de apelar a la ley, pero lo pensó mejor.

–De acuerdo, hijo mío —dijo—. Pero... ¿puedes... puedes volver a tu estado normal?

El chiquillo estalló en una carcajada.

–No deseo hacerlo. Esto es muy divertido. Además, piensa en lo que van a decir en la escuela.

El doctor Merrinoe se estremeció. Estaba pensando en lo que el mundo podía decir. Y también pensaba en lo que el mundo podía hacer. En aquel momento, Mary abrió los ojos. Y empezó a gritar. El doctor Merrinoe se sintió presa de un pánico atroz.

–Timothy, tienes que volver a tu estado normal —suplicó—. Tienesque hacerlo. Esto no es honrado por tu parte. Es...

Se interrumpió, rezando mentalmente en demanda de una ayuda sobrenatural. ¿Cómo podría dominar a un chiquillo invisible?

Luego, súbitamente, tuvo una inspiración.

–Te apuesto veinticinco dólares —dijo– a que no puedes hacerte visible otra vez.

–¡Hecho! —gritó Timothy.

Americana, pantalones y zapatos se movieron rápidamente. Una puerta se abrió y volvió a cerrarse, y el invisible chiquillo subió las escaleras de tres en tres. Con un suspiro de desaliento, el doctor Merrinoe se volvió hacia su esposa y palmeó cariñosamente su mano.

–Me divorciaré de ti —gimió Mary—. Por crueldad mental. ¡Tú y tu psicopático cerebro!

–No te pongas así, Mary —balbució el doctor Merrinoe—. Todo se arreglará, ya lo verás. Ahora ha ido a recobrar su estado normal. Lo único que tendremos que hacer será vigilarle cuidadosamente durante una temporada.

–¡Vigilarle cuidadosamente! —estalló mistress Merrinoe—. Cuando en cualquier momento puede decidir convertirnos en una pareja de ratones blancos.

–Eso no sería posible, querida. Si entendieras un poco en física podría...

–¡Física! —se mofó Mary– ¿Acaso puedes tú hacerte invisible? No seas idiota. —Se frotó los ojos con un pañuelo y sollozó—: Esto es obra del diablo.

A menos que el diablo hubiese sido también «preparado» por Peeping Tom. el doctor Merrinoe tenía serias dudas acerca de la ayuda práctica que hubiera podido prestar, por falta de conocimientos científicos. Pero Mary no estaba de humor para que se le llevara la contraria, de modo que el doctor Merrinoe se calló.

Hubiera dado cualquier cosa por presenciar cómo Timothy se hacía visible otra vez, pero algo pareció advertirle de lo inconveniente que resultaría intentarlo. De modo que se sentó a esperar, con ansiedad.

En el piso superior empezó a sonar un misterioso zumbido. Súbitamente, el zumbido aumentó de volumen para apagarse con la misma rapidez con que había empezado. A continuación se oyó un ruido como de cristales rotos.

Unos momentos después, Timothy se presentó en la habitación, luciendo una tolerante sonrisa en su rechoncho rostro. El doctor Merrinoe se secó la frente. Luego vio el significativo brillo de los ojos de Timothy, y se apresuró a sacar su billetero. Escogió dos billetes de diez dólares y uno de cinco.

–Ahora, Timothy —dijo, blandiendo los billetes ante la nariz de su hijo—, quiero que me prometas una cosa: que nunca más te harás invisible con ese... con ese aparato. En realidad, creo que no sería mala idea que esta misma noche lo hiciéramos pedazos. Desde luego, tomaré unas cuantas notas para un informe científico, pero...

–Nadie entrará en mi cuarto —le interrumpió Timothy en tono decidido. Su mano se cerró alrededor de los billetes—. Ahora que lo he hecho una vez, he perdido todo interés en ello. Lo hice únicamente porque tú dijiste que era imposible. Pero acabo de descubrir un problema mucho más interesante.

–¿Qué clase de problema? —balbució el doctor Merrinoe.

–La anti-gravedad —dijo Timothy, con una sonrisa feliz.

El doctor Merrinoe empezó a verlo todo oscuro. El suelo empezó a moverse ligeramente, y de pronto tuvo la vaga sensación de que ascendía a su encuentro.

Desde lejos, desde muy lejos, oyó a Timothy explicar ávidamente por qué la teoría general de la relatividad era errónea en algunos de sus puntos. Pero el doctor Merrinoe estaba más preocupado por el aspecto práctico de la cuestión. Estaba ya calculando cuánto podría costarle no ir a la luna.



El Regalo Del Futuro


Edmond Cooper

El regalo del futuro de alegría o de pena

renueva el problema del deseo.

Detrás de cada estólido par de ojos

acecha el triste prisionero del fuego.

Poeta isabelino anónimo

Circa, 1950

Desde el piso veintisiete del edificio de la administración central, la ciudad tenía el aspecto de un enorme blanco, o de una compleja y geométrica ameba cuyos núcleos ejercían conjuntamente las funciones de estómago, corazón y cerebro.

Dentro de aquel cerebro duodenal estaban los coordinadores, los forjadores de Nova Macunia, los que se habían erigido a sí mismos en dueños de su destino. Su colonia circular tenía exactamente una milla de di metro, ya que a pesar de que no había más que cincuenta coordinadores para una población total de cincuenta mil, procuraban subrayar debidamente los privilegios del rango.

Cada coordinador vivía de acuerdo con sus gustos. Alquerías pre-isabelinas mezcladas con mansiones estilo Windsor. Una iglesia normanda —reconstruida piedra a piedra, añadiéndole, desde luego, la calefacción central– se alzaba delante de un molino de viento de vidrio opaco, cuyas aspas giraban realmente. La vivienda más llamativa, quizás, era la del subdirector. Había escogido vivir en una reproducción de un molino del siglo XIX, cuya chimenea despedía incesantemente un inofensivo humo sintético.

El edificio de la administración central, el único elemento funcional de toda la zona, no tenía más que un centenar de pies de anchura y quinientos de altura. Estaba construido enteramente de acero inoxidable y plástico.

Rodeando toda esta colonia había un cinturón verde también de una milla de anchura. Era un parque natural donde manadas de ciervos proporcionaban, por simple analogía, el concepto de un universal finito.

Detrás de ese cinturón había otra franja de una milla de anchura que era el dominio de quinientos técnicos. Su instalación era menos ambiciosa que la de los coordinadores y ocupaba menos espacio. Vivían en cuatro tipos distintos de casas, de acuerdo con su categoría. Había el hotelito semiindependiente, el hotelito, el hotel-residencia y la residencia. Los únicos que gozaban del privilegio de una residencia, con su piscina cubierta, eran los técnicos Alfa. En total, había cincuenta residencias.

El noventa y cinco por ciento, exactamente, del cinturón de técnicos estaba ocupado por fábricas electrónicas, generadores de energía y una extensión de un millar de acres destinada a cultivos sin tierra, en agua con agentes químicos. Esta última instalación, subdividida en cinco grupos separados, producía todos los alimentos de Nova Macunia: desde levadura a ñames, desde manzanas a albaricoques, desde sucedáneos de la leche a ternera sintética.

Con el cinturón de técnicos, finalizaba la zona vital de la ciudad. Más allá había otro cinturón verde, y luego la reserva de los prefrontales: el territorio reservado para los numerosos seres humanos fracasados. Era el hogar de hombres y mujeres no ignorantes, pero que tenían necesidad de un reajuste. Algunos de ellos habían sido, real o potencialmente, técnicos Alfa, e incluso coordinadores Alfa. Pero habían caído en desgracia. El reajuste parcial era sencillo; incluso los antiguos cirujanos pre-atómicos eran capaces de efectuar la operación de leucotomía prefrontal. Se trataba de cortar unas cuantas fibras del cerebro, extirpar una pequeña cantidad de inmundicia cerebral —ansiedad, duda, resentimiento, desesperación—, y ya no había por qué preocuparse. (Excepto que el paciente quedaba automáticamente condenado a una vida de feliz retiro, sin que sus servicios fueran requeridos de nuevo.)

Detrás de las reservas de los prefrontales estaba la epidermis de Nova Mancunia, la última capa de piel, la masa del pueblo. Vivían en veinticinco colmenas de vidrio y hormigón, cada una de las cuales contenía mil pisos. Vivían y procreaban y morían. Sus enormes bloques de pisos eran al mismo tiempo símbolos de fecundidad y tumbas.

No siendo coordinadores, ni técnicos, ni prefrontales, estaban clasificados como ignorantes. Algunos de ellos eran artesanos o pintores; algunos escribían historias de imaginación o poemas al viejo estilo; algunos trabajaban la tierra y producían alimentos inútiles y antihigiénicos; algunos diseñaban vestidos que nadie había de ponerse; y bastantes de ellos se suicidaban, para librar a los coordinadores del problema del crecimiento de la población.

Rodeando este anillo exterior de colmenas se extendía una zona desértica, salpicada aquí y allá de otras ciudades concéntricas; salpicada también de lagos redondos cuyas aguas nunca se desbordarían de sus lechos de cristal y diamante. Eran los monumentos de las antiguas guerras de hidrógeno.

Seis millas al norte estaba Lake Manchester. Había sido una de las primeras ciudades en morir.

El doctor Krypton miró a través de la ventana de su oficina situada en el piso veintisiete del C.A.B.


[4]y contempló cómo giraban las aspas del molino de viento de cristal del subdirector. Su trabajo consistía en descubrir oscuros significados en las cosas, y se preguntó por centésima vez si aquel girar de las aspas tendría algún significado oculto. Quizás era el sistema del subdirector para anunciar sutilmente sus tendencias desviacionistas. Evidentemente, las aspas describían una revolución, impulsadas por una fuerza material. Evidentemente, la ley que gobernaba la revolución tenía su paralelo sociológico. Pero, ¿podría ser tan sutil el subdirector? ¿Podía, asimismo, con un comprobado cociente de felicidad de ciento cincuenta, y un cociente de inteligencia de ciento ochenta, interesarse por un cambio de estado de las cosas? El doctor Krypton descartó aquellas ociosas especulaciones con un encogimiento de hombros y se volvió para mirar al hombre que estaba en la habitación.

El visitante era joven, aún no había cumplido los treinta años: setenta años más joven que el psiquiatra alfa que en aquel momento estaba en frente de él.

Tenía un aire de agresivo resentimiento. Pero, prácticamente todos los visitantes del doctor Krypton adoptaban aquel aire, excepto los que preferían mantener una actitud de inocencia ofendida.

¿Cómo se llamaba el hombre? Todo lo que el doctor Krypton podía recordar era que se trataba de alguien de quien debiera acordarse. Echó una ojead al pasaporte que tenía en sus manos. Byron, Mark Antony; Licenciado en Electrónica; Técnico Beta; C.F. 105, C.I. 115; D.O.B. 2473; varón.

Esta era toda la información. Era todo lo que se necesitaba saber. Era más que suficiente para distinguir a Byron, Mark Antony, de Byron, Cesar Augustus... si es que existía alguno. Ya que los datos eran la historia de una vida.

–¿Por qué ha llegado su pasaporte a mi oficina? —preguntó súbitamente el doctor Krypton.

Por un instante, el joven pareció desconcertado, y luego tartamudeó una respuesta:

–Lo ignoro, señor. Estaba a punto de formularle a usted la misma pregunta.

Era la reacción habitual. El doctor Krypton estudió objetivamente a su paciente, preguntándose si sería preferible operar o recomendar un período de observación.

–Sabe usted quién soy, ¿verdad? —preguntó el psiquiatra vivamente.

–Sí. Coordinador alfa, psiquiatra y neurocirujano.

–¿Conoce usted mis C.F./C.I.?

–Uno tres cinco, y uno setenta.

–¡Bien! tal vez ahorremos tiempo. Tengo la ventaja, por lo que veo, de cincuenta y cinco puntos de inteligencia. Y tengo también el definitivo privilegio de decidir su suerte.

–Comprendo.

–Así lo espero. Usted, en cambio, conserva teóricamente la facultad de trabajar conmigo o contra mí. Si se siente capaz de mentir con éxito, no vacile en hacerlo. Será como una partida de ajedrez. Una partida en la que usted jugará sin reina.

El doctor Byron pareció reunir todas sus fuerzas para la lucha que se avecinaba. Miró al psiquiatra fríamente.

–Supongo que le han enviado a usted mi pasaporte porque mi eficiencia ha sido puesta en tela de juicio.

El doctor Krypton sacudió la cabeza.

–Nunca se explican los motivos. Mientras yo tenga su pasaporte, será usted mi paciente. Usted proporcionará los motivos.

–Puedo sugerir una conspiración...

–Sería muy aburrido. Es lo que hacen todos... incluidos, a veces, los coordinadores alfa. El miedo disminuye la inteligencia en un veinte por ciento, aproximadamente.

–Suponga que no tengo miedo...

El doctor Krypton suspiró.

–Cuando un hombre ha dejado de tener miedo, es intensamente desgraciado. Y en tal caso recomiendo invariablemente la prefrontal.

El doctor Byron pareció relajarse súbitamente. Sonrió.

–Puesto que he dejado de tener miedo, acepto de buena gana su diagnóstico y su tratamiento, doctor. ¿Cuándo tendrá lugar la operación?

El psiquiatra se sintió interesado. Aquí al menos, había un acercamiento desacostumbrado. La mayoría de aquellos cuyos pasaportes llegaban a manos del doctor Krypton se anticipaban a su recomendación y se preparaban para ella de diversos modos: algunos abriéndose una vena, y otros emborrachándose. Pero allí había uno que parecía dispuesto a soportar todo el análisis.

–Tiene usted mucha prisa —observó el doctor Krypton—. ¿Por qué desea que muera su actual personalidad?

El joven pareció esforzarse por no estallar en una carcajada.

–¿Acaso no está ya muerta?

–No. de un modo que pueda demostrarse.

–Entonces, no hay tiempo que perder. En beneficio de la estabilidad comunitaria, debe usted amputarla lo antes posible.

–¿Por qué?

–Porque produce ilusiones —dijo el doctor Byron tranquilamente.

–Quizá no existe ningún futuro para nadie sin ellas —sugirió secamente el doctor Krypton.

El doctor Byron alzó las cejas.

–¿Dice usted eso de un modo oficial?

Ahora le tocó reír al psiquiatra.

–A la elite le ha sido siempre permitida la herejía. Oficialmente, puedo considerarla necesaria.

Byron permaneció unos instantes en silencio. Luego habló con gran rapidez.

–En el país de los ciegos, el tuerto es sencillamente un psicópata. Yo soy un psicópata, doctor Krypton, porque no comparto la realidad de la ceguera. Estoy obsesionado por la ilusión de la vista. En este estúpido sistema de castas no puedo ver más que una lenta desintegración. En un planeta que soportó a tres mil millones de seres humanos no viven actualmente más que diez millones. Viven en un par de centenares de higiénicas Nova Mancunias. No procrean: se limitan a reproducirse. He descubierto que existe una sutil diferencia entre las dos cosas. ¿Se le ha ocurrido a usted pensar que durante los últimos cien años la historia se ha detenido? No sucede nada... nada se pierde y nada se gana. Todas las Nova Mancunias están tan muertas y son tan estériles como los lagos de las guerras de Hidrógeno. Son civilizaciones de juguete que van consumiéndose lentamente. Y no hay nadie que sacuda la modorra imperante.

–Excepto usted —dijo el doctor Krypton sarcásticamente—. ¿Por qué no busca un técnico beta hembra, se casa con ella, y quintaesencia esas ideas en un ordenado ritmo doméstico?

–La clasificación de técnico beta hembra sustituye a la de mujer —replicó Byron—. De todos modos, ninguna variación sobre el tema del apareamiento es una cura permanente para los ideales.

–¿Qué entiende usted por ideales?

–Desatinos —dijo Byron—, tales como verdad, amor, belleza... Y humanidad.

–Las tres primeras son abstracciones sin sentido. La última es un nombre colectivo. Nadie ha coincidido acerca del significado de ninguna de ellas, y, sin embargo, han causado más destrucciones que las guerras de hidrógeno. Por eso, nuestras ciudades-estados, hemos sacrificado ideales en el altar de la estabilidad.


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