Текст книги "Antología De Novelas De Anticipación I"
Автор книги: Varios Autores
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Научная фантастика
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–¿Wembling? ¿Wembling fue el primer embajador?
–Sí, señor —dijo Fornri—. Se burló de la autoridad de nuestro gobierno, insultó a nuestro pueblo, e importunó a nuestras mujeres. Solicitamos a vuestro gobierno que lo echaran de aquí, y nuestra solicitud no fue atendida.
–Probablemente tiene mucha influencia política —dijo Smith—. Consiguió que el planeta fuese reclasificado y obtuvo un permiso de construcción. Una venganza sumamente eficaz por un supuesto insulto.
–O quizás había visto una oportunidad de hacer dinero aquí —dijo Vorish—. ¿Le notificaron oficialmente a su gobierno que el tratado había expirado y que Langri había sido reclasificado?
–No —dijo Fornri—. Después de Wembling, llegó otro embajador, un tal señor Gorman. Era un buen amigo de mi pueblo. Luego llegó una nave y se llevó al señor Gorman y a todo su personal. No nos informaron de nada. A continuación se presentó el señor Wembling con muchas naves y muchos hombres. Le dijimos que tenía que marcharse, pero se rió de nosotros y empezó a construir el hotel.
–Lleva casi tres años construyéndolo —dijo Vorish—. No parece que haya adelantado mucho.
–Acudimos a un abogado —dijo Fornri—, y por mediación suya obtuvimos una orden judicial para el cese de los trabajos. Pero, cada vez, el juez ha anulado la orden.
–¿Interdicción? —exclamó Smith—. ¿Quiere usted decir que han planteado ustedes un pleito acerca de esto?
—Tráigame al teniente Charles —dijo Vorish.
Smith sacó de la cama al joven oficial jurídico del Hiln. Con la ayuda de Charles, interrogaron ampliamente a Fornri acerca de la inútil acción legal emprendida por el gobierno de Langri contra H. Harlow Wembling.
La historia era sorprendente y patética a la vez. La estación de la Federación se había llevado el equipo completo de comunicaciones al marcharse de Langri. Los indígenas estaban indefensos cuando Wembling regresó, y no les quedaba otro recurso que intentar una demostración de fuerza. Afortunadamente, habían encontrado un amigo entre el personal de Wembling —Fornri no dijo su nombre—, y ese amigo los puso en contacto con un abogado, y el abogado había recurrido muchas veces a los tribunales por ellos, con gran entusiasmo.
No podía intervenir en el asunto de la violación del tratado, debido a que era materia de exclusiva competencia del gobierno. Pero había atacado a Wembling en sus actividades, basándose en aspectos legales que Fornri no comprendía del todo. En una de las ocasiones, por ejemplo, Wembling había sido acusado de violar su permiso de construcción, el cual le concedía derechos exclusivos para el desarrollo de los recursos naturales de Langri. Los trabajos de construcción del hotel quedaron interrumpidos durante varios meses, hasta que un juez decretó que un lugar de veraneo potencial era un recurso natural. Los indígenas habían ganado el asalto más reciente, al dictaminar un tribunal que Wembling era culpable de daños por haber destruido todo un poblado al despejar el terreno para la construcción del hotel. Su permiso, dictaminó el tribunal, no le autorizaba a usurpar la propiedad privada. Pero los daños habían sido reparados, y ahora Wembling había reanudado el trabajo, y el abogado trataba de encontrar otro punto por donde atacarle. Se interesaba también por encontrar un medio legal de impugnación en lo que respecta al tratado violado, pero en este aspecto las perspectivas de éxito eran muy remotas.
–El pleitear cuesta dinero —observó Vorish.
Fornri se encogió de hombros. Langri tenía dinero. Disponía de cuatrocientos mil créditos que la Federación le había pagado, y disponía del producto de una importante cantidad de mineral de platino que el amigo, del cual les había hablado antes, había conseguido contrabandear para ellos.
–¿Hay platino en Langri? —preguntó Vorish.
–El platino no procede de Langri —dijo Fornri.
Vorish tamborileó impacientemente con los dedos sobre su escritorio. La situación de Langri estaba llena de enigmas. ¿Cómo era que los indígenas hablaban galáctico cuando llegaron las primeras naves de reconocimiento? ¿Y aquel mineral de platino que no procedía de Langri? Sacudió la cabeza.
–No creo que consigan derrotar a Wembling en los tribunales. Pueden obtener alguna victoria parcial, pero a la larga ganará él. Y les arruinará. Los hombres como Wembling tienen mucha influencia y todo el apoyo financiero que necesitan.
–Las actuaciones judiciales nos conceden tiempo —dijo Fornri—. Lo que necesitamos es tiempo..., tiempo para el Plan.
Vorish miró a Smith con expresión dubitativa.
–¿Qué opina usted?
–Creo que estamos obligados a presentar un informe completo acerca de este asunto. El tratado fue negociado por oficiales de la Marina. El Cuartel general de la Marina debe ser ampliamente informado de lo que ha ocurrido.
–Sí. Debemos enviarles una copia de esto..., aunque una copia de una copia no tendrá mucho peso. Y los indígenas no querrán desprenderse del original. —Se volvió hacia Fornri—. Voy a enviar al teniente Smith con usted. Irá acompañado de un par de hombres. Ninguno de ellos irá armado. Llévelos donde quiera, y reténgalos todo el tiempo que quiera, pero tienen que sacar una fotocopia del tratado para que podamos ayudarles a ustedes.
Fornri meditó el asunto unos instantes, y dio su asentimiento. Vorish envió a Smith con dos de sus hombres y el correspondiente material, y a continuación se dispuso a redactar un informe. Fue interrumpido por un joven alférez que se presentó con el rostro enrojecido y tartamudeó:
–Perdone, comandante, pero el señor Wembling...
–¿Qué le pasa ahora al señor Wembling? —inquirió Vorish en tono de resignación.
–El señor Wembling desea el traslado a otro lugar del puesto de guardia número treinta y dos. Dice que las luces no le dejan dormir.
Por la mañana, Vorish salió a dar un paseo y se dirigió al hotel en construcción. Wembling se reunió con él. Llevaba una camisa de manga corta de un llamativo colorido y pantalones cortos. Sus brazos y piernas estaban tostadas por el sol, y su pálido rostro se ocultaba debajo de un salacot.
–Tendrá un millar de plazas —explicó Wembling—. La mayor parte de las habitaciones serán dobles. Habrá una gran piscina en la terraza, con vista al mar. Hay muchas personas que no soportan el agua salada, ya sabe. También estamos construyendo un campo de golf. Habrá dos comedores principales, y media docena de comedores más pequeños, especializados en platos típicos de diversos lugares. Dispongo de una flotilla de embarcaciones para llevar a la gente de pesca. También es posible que traiga un par de submarinos provistos de mirillas de observación para contemplar las profundidades del mar. Tal vez no lo crea usted, pero existen centenares de mundos cuyos habitantes no han visto nunca el mar. Son mundos en los cuales la gente no dispone ni siquiera de agua para bañarse. Tienen que utilizar productos químicos. Si alguna de esas personan pueden venir a Langri, y pasar aquí una temporada, de cuando en cuando, un montón de médicos famosos se quedarán sin trabajo. Este proyecto mío prestará un gran servicio a la humanidad.
–¿De veras? —murmuró Vorish—. No sabía que la suya era una organización filantrópica.
–¿Filantrópica? ¡Oh! Desde luego, obtendremos un beneficio. Un saneado beneficio. ¿Qué hay de malo en ello?
–Por lo que he visto de su hotel, sólo podrá albergar a los pobrecitos millonarios.
Wembling hizo un gesto grandilocuente.
–Esto es sólo el principio. Tiene que existir una sólida base financiera desde el primer momento, ya sabe. Pero los pobres también podrán veranear en Langri. No en hoteles a la orilla del mar, naturalmente, pero tendrán acceso a determinados sectores de playa, y dispondrán de alojamientos de acuerdo con su categoría. Hemos pensado en todo.
–Lo que sucede es que estoy acostumbrado a ver las cosas de un modo distinto —dijo Vorish—. La Marina del Espacio dedica la vida de sus hombres al servicio de la humanidad, pero si se fija usted en los sueldos que se perciben, verá que en su dedicación no hay la menor idea de beneficio.
–No hay nada malo en obtener un beneficio. ¿Dónde estaría actualmente la raza humana si nadie deseara un beneficio? Viviríamos aún en cavernas, como estos indígenas de Langri. Aquí hay un excelente ejemplo de una sociedad sin la idea del beneficio. Supongo que a usted le encanta.
–No me parece mal —murmuró Vorish.
Pero Wembling no le oyó. Se había marchado precipitadamente, jurando de un modo inconcebible en un hombre de su categoría social. Un indígena, salido de no se sabía dónde, se había aferrado a una viga que iba a ser izada por medio de una grúa. Los obreros trataban de separarle de allí..., sin violencia. El indígena se mantenía obstinadamente asido a la viga. El trabajo quedó interrumpido hasta que consiguieron soltar al indígena y llevárselo de allí.
El teniente Smith llegó a tiempo de presenciar el cómico final del drama.
–¿Qué esperan ganar con esto? —dijo Vorish.
–Tiempo —respondió Smith—. ¿No oyó usted lo que dijo aquel indígena? Necesitan tiempo para el Plan...
–Tal vez están planeando una insurrección en masa.
–Lo dudo. Tengo la impresión que se trata de un pueblo esencialmente pacífico.
–Les deseo mucha suerte —dijo Vorish—. Wembling es un mal enemigo. Me pregunto de dónde saca las fuerzas para controlar todo esto. Se pasa el día entero de un lado a otro, vigilando para que todo marche como es debido.
–Quizá se pase toda la noche comiendo. ¿Quiere echarle un vistazo a los puestos de guardia?
Los dos hombres empezaron a alejarse. A cierta distancia oyeron gritar a Wembling, apremiando a los obreros para que reanudaran el trabajo. Un instante después, Wembling llegó corriendo y se reunió con ellos.
–Si hubiera usted colocado la línea de defensa que le pedí —le dijo a Vorish—, no me encontraría con esta clase de problemas.
Vorish no respondió. Era evidente que Wembling había dado órdenes para que no se utilizara la violencia contra los indígenas, pero Vorish ponía en duda que sus motivos fueran humanitarios. Un enfoque inoportuno del problema indígena podría perjudicarle en alguna futura actuación judicial. En cambio, a Wembling no le preocupaba en absoluto que la Marina del Espacio causara algún daño a los indígenas. La responsabilidad de la acción no recaería sobre él. Había pedido a Vorish la instalación de una barrera electrónica que electrocutara a cualquier indígena que intentara cruzarla.
–En el peor de los casos —dijo Vorish—, los indígenas sólo producen molestias sin importancia.
–No disponen de muchas armas —dijo Wembling—, pero tienen las suficientes para rebanar gargantas y, si se decidieran a actuar conjuntamente, son numerosísimos. Y, además, su actuación está retrasando considerablemente las obras. Quiero mantenerlos alejados de aquí.
–No creo que sus gargantas estén en peligro, pero haremos lo que podamos para mantenerlos alejados.
–Creo que no puedo pedir nada más —dijo Wembling.
Dejó oír una risita ahogada y enlazó su brazo con el de Vorish.
Smith había situado los puestos de guardia aprovechando las escasas irregularidades del terreno. En aquel momento tenía unos hombres dedicados a la tarea de limpiar el suelo a efectos de una mejor visibilidad. Wembling anduvo de un lado para otro examinando los resultados, con casuales alusiones a un Almirante de las Flota. De repente, hizo que Vorish se detuviera.
–Esta línea de defensa... Habrá que trasladarla.
Vorish le miró fríamente.
–¿Por qué?
–Dentro de dos o tres semanas empezaremos a trabajar en el campo de golf. A este lado de la línea sólo cabe la mitad del campo. Y tal vez menos. De modo que tendremos que trasladarla. No quiero tener a mis hombres trabajando sin protección. Pero, no hay prisa..., mañana lo haremos.
–Suponiendo que me diga lo que tiene en la imaginación —dijo Vorish.
Wembling llamó a una patrulla de exploración, y se pusieron en marcha bajo la vigilancia de una escolta militar. Avanzaron hacia el oeste de la península, la cual se ensanchaba repentinamente hasta convertirse en una parte del continente. Se abrieron camino a través de los árboles mientras el sudoroso Wembling, disfrutando enormemente, gesticulaba y señalaba los límites del futuro campo de golf.
Una hora más tarde, Vorish pasó revista al terreno que el campo de golf iba a ocupar, y dio a Wembling una rotunda negativa.
–La línea sería demasiado larga hasta aquí —dijo—. No tendría bastantes hombres.
Wembling sonrió.
–El comandante siempre está de broma. Tiene usted hombres de sobra. La mayoría se pasan el tiempo en la playa.
–Mis hombres trabajan por turnos, lo mismo que los de usted. Si pongo a esos hombres de guardia, no tendrán ningún descanso.
–Los dos sabemos que puede usted establecer una línea de defensa que no exigiría ningún hombre —dijo Wembling.
–Los dos sabemos que no voy a establecerla. Sus hombres pueden trabajar sin protección naval. Están seguros.
–De acuerdo, si usted lo quiere así. Pero, si les ocurre algo...
–Otra cosa —dijo Vorish—. ¿Qué piensa usted hacer con aquel poblado indígena abandonado en el cual se supone que debe ponerse el hoyo número ocho?
Wembling contempló desdeñosamente las lejanas chozas.
–Derruirlo. Está deshabitado.
–No puede usted hacer eso —dijo Vorish—. Es propiedad de los indígenas. Necesita usted un permiso.
–¿Permiso de quién?
–Permiso de los indígenas.
Wembling echó hacia atrás su cabeza y estalló en una carcajada.
–Deje que lleven el asunto a un tribunal, si desean seguir derrochando su dinero. El último caso debió costarles unos cien mil créditos, y, ¿sabe usted a cuánto ascendieron los daños? A setecientos cincuenta créditos. Cuanto más pronto gasten su dinero antes dejarán de molestarme.
–Las órdenes que tengo me obligan a proteger a los indígenas y a sus bienes, tanto como a protegerle a usted y a sus bienes —dijo Vorish—. Los indígenas no le detendrán a usted, pero yo sí lo haré.
Se marchó sin mirar hacia atrás. Tenía prisa por llegar a su oficina del Hiln, y sostener una conversación con el teniente Charles. Había algo que recordaba haber leído, hacía mucho tiempo, en su escasamente utilizado manual de régimen militar...
Los días se deslizaron agradablemente, salpicados de las violentas protestas de Wembling cada vez que un indígena se presentaba para retrasar los trabajos de construcción. Vorish vigilaba atentamente la «Operación Campo de Golf» de Wembling, y esperaba con impaciencia alguna reacción oficial a su informe sobre el tratado de Langri.
La reacción oficial no se producía, pero los obreros de Wembling seguían avanzando por el interior del bosque. Los árboles eran derribados para ser convertidos en tablones. El exquisito jaspeado de sus vetas constituiría un motivo ornamental completamente original para los artesonados del hotel.
Los obreros habían llegado al poblado indígena abandonado y trabajaban en sus alrededores. No hacían el menor esfuerzo por cruzarlo, aunque Vorish vio que dirigían nerviosas miradas en aquella dirección de cuando en cuando, como si temieran la llegada del momento de adentrarse en él.
Al efectuar su ronda matinal por los puestos de guardia, Vorish se detuvo casualmente para enfocar sus prismáticos hacia los alrededores del poblado.
–Se está usted jugando el cuello en esto —dijo Smith—. Espero que se dará cuenta.
Vorish no contestó. Tenía su propia opinión de los oficiales de la marina que se preocupaban indebidamente por sus cuellos.
–Allí está Wembling —dijo.
Con sus guardaespaldas pegados a sus talones, Wembling se movía con su acostumbrada velocidad a través del terreno que había sido desbrozado. El capataz salió a su encuentro. Wembling habló brevemente con él, señalando hacia adelante. El capataz se volvió hacia sus hombres y señaló en la misma dirección. Un momento después, la primera choza era derribada.
–Vamos para allá —dijo Vorish.
Smith dio la orden de marcha a una patrulla de marinos y echó a andar detrás de ellos. Los marinos llegaron al poblado y apartaron a un lado a los obreros de Wembling. Cuando Vorish llegó allí, Wembling estaba temblando de impotente furor.
Vorish contempló la hilera de chozas derribadas.
–¿Tiene usted permiso de los indígenas para hacer esto? —le preguntó a Wembling.
–No —respondió Wembling—. Pero tengo una autorización de la Oficina de Colonias. ¿No es suficiente?
–Teniente Smith, detenga a estos hombres —ordenó Vorish, y dio media vuelta para marcharse.
Ante su sorpresa, Wembling no dijo nada. Su aspecto era el de un hombre sumido en profundas meditaciones.
Vorish encerró a Wembling en su tienda, en calidad de detenido. Suspendió todos los trabajos en el hotel. Luego envió un informe completo del incidente al Cuartel General de la Marina, y se sentó a esperar los resultados.
La indiferencia mostrada por el cuartel general, en lo que respecta a su informe sobre Langri, le había intrigado. ¿Lo habrían archivado por intrascendente, o existía una conjetura, tejida por la corrupción, en las altas esferas del gobierno? En cualesquiera de los casos, se estaba cometiendo una injusticia. Los indígenas necesitaban tiempo para algo que ellos llamaban el Plan. Vorish necesitaba tiempo para llamar la atención de alguien acerca de lo que estaba sucediendo. Sería una vergüenza permitir que Wembling terminara su hotel mientras el informe sobre la situación de Langri se moría de asco en el cajón del escritorio de un funcionario subalterno.
Con Wembling detenido y el trabajo interrumpido, Vorish disfrutaba viendo cómo Wembling enviaba frenéticos mensajes a personas que ocupaban altos cargos en el gobierno de la Federación.
«Veremos si ahora se olvidan también de Langri», se dijo Vorish con satisfacción.
Habían transcurrido tres semanas cuando el Cuartel General rompió súbitamente el silencio. El crucero de combate Bolar había salido en dirección a Langri, al mando del almirante Corning. El almirante iba a realizar una investigación sobre el terreno.
–No parece que vayan a relevarle a usted —dijo Smith—. ¿Conoce usted a Corning?
–He servido a sus órdenes en distintas ocasiones, en diversos lugares y con diferentes graduaciones. Puedo considerarle como un viejo amigo.
–Eso es muy beneficioso para usted.
–Podría ser peor —admitió Vorish.
Tenía la sensación de haberse cubierto a sí mismo perfectamente, y que Corning, a pesar que era un hombre rudo, temperamental y fanático de la exactitud, no tomaría ninguna medida que no fuese justa y que pudiera perjudicar a un amigo suyo.
Vorish nombró una guardia de honor para el almirante y le recibió con toda ceremonia. Corning descendió ágilmente por la rampa del Bolar y dirigió una mirada de aprobación a su alrededor.
–Me alegro de volver a verle, Jim —dijo, sin apartar los ojos de una de las invitadoras playas de Langri—. Éste es un lugar encantador. Realmente encantador. —Se volvió hacia Vorish y examinó su bronceado rostro—. Y, por lo que veo, lo ha aprovechado usted bien. Ha engordado.
–Y usted ha adelgazado —dijo Vorish.
–Siempre he sido delgado —dijo Corning—. Pero lo que he perdido en anchura lo he ganado en altura. —Echó una ojeada al círculo de oficiales que escuchaban con respetuosa atención y bajó la voz—: Lléveme a un lugar donde podamos hablar.
Vorish despidió a sus hombres y llevó a Corning a su oficina en el Hiln. El almirante no dijo nada por el camino, pero sus agudos ojos examinaron los dispositivos de defensa de Vorish y chasqueó silenciosamente los labio.
–Jim —dijo Corning, mientras Vorish cerraba la puerta—. ¿Qué es lo que pasa aquí?
–Tendré que hacer un poco de historia —dijo Vorish, y le contó al almirante lo del tratado y su violación.
Corning le escuchó atentamente, murmurando un ocasional «¡Diablo!».
–¿Quiere usted decir que no se ha tomado ninguna medida oficial al respecto? —inquirió.
–Exactamente.
–¡Diablo! Tarde o temprano, la cabeza de alguien pagará por esto. Pero lo más probable es que no sea la cabeza verdaderamente culpable, y, además, ese tratado no tiene nada que ver con el alboroto en que usted se ha metido. No de un modo oficial, por lo menos, ya que oficialmente el tratado no existe... Ahora, dígame, ¿qué es esa tontería acerca de unas cuantas chozas indígenas?
Vorish sonrió. En este asunto sabía que pisaba terreno firme: había sostenido una larga conferencia con Fornri, examinando todos los ángulos.
–De acuerdo con las órdenes recibidas —dijo—, aquí soy un arbitro imparcial. Me enviaron para proteger a los ciudadanos y los bienes de la Federación, pero también para proteger a los indígenas contra cualquier atentado a sus costumbres, a sus medios de vida, etcétera. Párrafo siete.
–Lo he leído.
—La idea es que si los indígenas son tratados adecuadamente, los ciudadanos y los bienes de la Federación necesitarán menos protección. El poblado indígena en cuestión es algo más que un grupo de chozas vacías. Parece que entre los indígenas tiene una especie de significado religioso. Le llaman el Poblado del Maestro, o algo parecido.
–Maestro o jefe —dijo Corning—. A veces, las dos palabras tienen el mismo significado para los pueblos primitivos. Esto podría convertir al poblado en una especie de santuario... Según tengo entendido, el tal Wembling empezó a derruirlo.
–Exactamente.
–Y usted le había advertido anticipadamente que tenía que solicitar el permiso de los indígenas, y él se rió de la advertencia. De acuerdo. Su conducta no sólo fue correcta, sino también encomiable. Pero, ¿por qué ha suspendido usted todos los trabajos? Pudo haber protegido aquel poblado, y haber obligado a Wembling a construir su campo de golf en otra parte, sin armar tanto alboroto. Wembling hubiera puesto el grito en el cielo, naturalmente, pero usted tenía toda la razón de su parte y nadie le hubiera hecho caso a ese hombre. En cambio, ha preferido usted paralizarlo todo. ¿Pretende acaso que le fusilen? Ha hecho perder a Wembling una gran cantidad de tiempo y una gran cantidad de dinero, y ahora está realmente furioso. Y es un hombre que tiene mucha influencia.
–No tengo la culpa del hecho que haya perdido tiempo y dinero —dijo Vorish—. Notifiqué inmediatamente al Cuartel General las medidas que había tomado. Pudieron haber revocado la orden en cualquier momento.
–Desde luego. Supongo que no lo hicieron porque siempre existe la posibilidad para que las cosas se pongan peor de lo que están. En el Cuartel General desconocían la situación planteada aquí. Les ha causado usted muchos quebraderos de cabeza. ¿Por qué detuvo a Wembling y le ha obligado a permanecer en su tienda, con guardias de vista?
–Para protegerle. Violó un lugar sagrado, y me siento responsable de su seguridad.
Por primera vez, Corning sonrió.
–Buen pretexto. No está mal. Esto da al asunto un carácter discrecional, con su opinión contra la de Wembling. Usted lanzó su moneda al aire e hizo su elección, y nadie que no esté en el secreto puede hacerle ningún reproche. —Asintió—. Procuraré reflejar ese punto de vista en mi informe. Wembling se excedió en lo que hizo, indudablemente. Las consecuencias pudieron ser muy graves. Y no puedo decir que las medidas que tomó usted fueran demasiado drásticas, porque no estaba aquí en aquellos momentos. No sé exactamente lo que trata usted de hacer, o tal vez lo sepa, pero le apoyaré en todo lo que pueda. Creo que podré evitar que le fusilen.
–¡Oh! —exclamó Vorish—. De modo que iban a fusilarme... Me sorprende de veras.
–Iban..., van a hacerle todo el daño que puedan —Corning miró fijamente a Vorish—. Lo que voy a decirle no es de mi agrado, pero tengo que cumplir órdenes. Regresará usted a Galaxia en el Hiln, en calidad de detenido..., para comparecer ante un tribunal militar. Personalmente, no creo que tenga usted motivos para preocuparse. No veo cómo podrán sacar adelante este asunto, pero no dejarán de intentarlo.
–No me preocupa, en absoluto —dijo Vorish—. He estudiado el caso minuciosamente. Y prefiero que traten de sacarlo adelante. Insistiré en que el caso sea visto por un tribunal militar, y... Pero temo que no accederán a ello. De todos modos, me alegro de dejar a Langri en unas manos competentes.
– Que no serán las mías —dijo Corning—. No estaré aquí mucho tiempo. El escuadrón 984 está en camino para revelarme. Once naves. No están dispuestos a permitir que este asunto se les escape de entre las manos. El comandante del escuadrón es Ernst Dillinger, que ascendió a almirante hace unos meses. ¿Le conoce?
IV
La embarcación de pesca seguía en la misma posición, a la misma distancia. Dillinger alzó sus prismáticos, los bajó. Por lo que él podía ver, los indígenas estaban pescando... Volvió a su oficina y se sentó, contemplando ociosamente la mancha de color de la vela de la embarcación.
La afelpada amplitud de su oficina le fastidiaba. Era el segundo día que ocupaba las habitaciones que Wembling había insistido en destinarle en el ala terminada del Hotel Langri, y Dillinger pasaba la mayor parte del tiempo paseando en círculos cada vez mayores alrededor del trabajo amontonado sobre su mesa escritorio.
Los indígenas le tenían preocupado. Y le preocupaba algo enigmático que los indígenas llamaban el Plan, y que a su debido tiempo borraría del planeta a Wembling, y a sus obreros, y a sus hoteles.
Con el Hotel Langri en pleno funcionamiento dentro de unos meses, y en marcha las obras de construcción de otros dos hoteles, Dillinger sabía que la expulsión legal de Wembling sería prácticamente imposible. En consecuencia, ¿qué estaban planeando los indígenas? ¿La expulsión ilegal? ¿El empleo de la fuerza? ¿Con un escuadrón de la Marina Espacial montando guardia?
Dillinger se puso nuevamente en pie y se acercó al curvado plástico teñido que enmarcaba la ventana. La embarcación de pesca seguía allí. Todos los días estaba allí. Pero, quizá, tal como había sugerido Protz, las aguas situadas frente el promontorio eran simplemente un buen lugar para pescar.
El teléfono interior zumbó:
–El señor Wembling, señor.
–Hágale pasar —dijo Dillinger, y se volvió hacia la puerta.
Wembling entró con paso decidido, la mano tendida hacia adelante.
–Buenos días, Ernie.
–Buenos días, Howard —dijo Dillinger, parpadeando ante los abigarrados colores de la camisa de Wembling.
–¿Vamos a la antesala a beber un trago?
Dillinger levantó un montón de documentos de su escritorio y los dejó caer de nuevo.
–Vamos —suspiró.
Cruzaron un largo corredor. Al llegar a la antesala, un criado uniformado les sirvió las bebidas que pidieron. Dillinger removió distraídamente el hielo en su vaso, mientras miraba a través del enorme ventanal hacia la terraza, y hacia la playa situado debajo de ellos. Los jardineros de Wembling habían trabajado a conciencia. El hotel estaba rodeado de aterciopelado césped y de arbustos de distinto colorido. La piscina, completamente terminada, aparecía desierta. La playa, llena de obreros y de marineros francos de servicio.
Wembling habló con entusiasmo de los progresos que estaba realizando en sus nuevas instalaciones, las cuales se encontraban a cincuenta millas a lo largo de la costa, en ambas direcciones.
–Para mí es un quebradero de cabeza el que haya usted decidido construir esas nuevas instalaciones tan separadas una de otra —dijo Dillinger—. Tengo que vigilarlas.
Wembling se inclinó hacia adelante y palmeó su brazo.
–Está usted haciendo un buen trabajo, Ernie. Desde que está aquí, no hemos tenido ninguna dificultad. No dude del hecho que hablaré de usted como se merece donde más pueda favorecerle.
–En esta península hay espacio para cincuenta hoteles —dijo Dillinger—. Y para unos cuantos campos de golf.
Wembling le dirigió una velada sonrisa.
–Política y leyes —murmuró—. Manténgase apartado de ambas, Ernie. Tiene usted cerebro y talento, pero no esa clase de cerebro y de talento.
Dillinger enrojeció y volvió a mirar a través del ventanal. La embarcación de pesca era una simple mancha en el horizonte. Probablemente navegaba con lentitud, pero desde aquella distancia parecía que estaba inmóvil.
–¿Ha oído usted algo acerca del comandante Vorish? —preguntó Wembling.
–Lo último que oí fue que había salido en el Hiln en viaje de prácticas.
–Entonces..., ¿no le fusilaron?
–Le hicieron un expediente —dijo Dillinger con una sonrisa—. Pero llegaron a la conclusión que merecía una citación por haberse desenvuelto con la mayor eficacia en una situación difícil. Mi opinión es que cualquier medida que hubieran tomado contra él habría provocado cierta propaganda, y hay alguien que no desea propaganda. Desde luego, no sé nada acerca de política y de leyes. ¿Deseaba usted acaso que fusilaran a Vorish?
Wembling sacudió la cabeza pensativamente.
–No. No le guardo ningún rencor. El rencor no produce beneficios. Los dos teníamos un trabajo a hacer, pero él enfoco el suyo de un modo equivocado. Lo único que yo deseaba era que me dejaran continuar el mío, y después que él se marchó escribí a algunos amigos para que no le ocurriera nada. Pero pensé que le expulsarían de la Marina, y de ser así me hubiera gustado verle de nuevo en Langri. Creo que comprendía a esos indígenas, y siempre puedo utilizar a un hombre en tales condiciones. Le dije que se mantuviera en contacto con mi oficina de Galaxia, y allí se encargarían de facilitarle el regreso aquí. Pero no he vuelto a saber de él.
–No le fusilaron. La próxima vez que le vea usted, probablemente será almirante.
–Lo mismo le digo a usted —dijo Wembling—. Si algún día deja la Marina, vuelva a Langri. Tendré que regir una empresa de gran envergadura, y necesitaré a todos los hombres capaces que pueda conseguir. Y los hombres capaces no son fáciles de encontrar.
Dillinger volvió el rostro a un lado para ocultar su sonrisa.
–Gracias —dijo—. No lo olvidaré.
Wembling dio una palmada en la mesa y se puso en pie.
–Bueno, tengo que marcharme a trabajar. ¿Una partida de ajedrez esta noche?
–Será mejor dejarlo para otro momento —dijo Dillinger—. Tengo mucho trabajo acumulado...
Contempló a Wembling mientras se alejaba. Tenía que admirar al hombre. Aunque le detestara, y detestara sus métodos, tenía que admirarle. Era un verdadero hombre de empresa.
Protz estaba esperándole cuando regresó a su oficina: comandante Protz, ahora, capitán del Rirga, la nave insignia del Escuadrón 984 de Dillinger. Dillinger le saludó y habló por su teléfono interior.