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Fiebre Y Lanza
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Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



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Pasé al castellano en lo que era obligado: 'que no le hacía ni puto caso', 'pistonuda'. Imposible una traducción verídica. O no, para todo la hay, es cuestión de trabajarla, pero no iba a ponerme entonces. La reaparición de mi lengua hizo a Wheeler trasladarse a ella momentáneamente.

–¿Pistonuda? ¿Pistonuda, has dicho? —Me lo preguntó con algo de desconcierto y también de fastidio, no le gustaba descubrirse lagunas, en sus conocimientos—. No conozco ese término. Aunque lo entiendo sin dificultades, creo. ¿Qué es, como 'cojonuda'?

–Bueno. Sí. Bueno. Pero no le quepa duda, Peter. Yo no sé explicárselo ahora, pero seguro que lo entiende, perfectamente.

Wheeler se rascó el pelo a la altura de una patilla. No es que las llevara largas ni diseñadas, en modo alguno, dentro de su presunción era elegante; pero tampoco carecía de ellas, más faltaría, no era de esos tipos obscenos que no se enmarcan el rostro, caras gordas aun sin grasa. Mala gente, en mi experiencia (con una gran excepción, en mi experiencia, a todo las hay, eso es incómodo y desconcertante, uno no sabe a qué atenerse), casi tanto como la que gasta perilla, sotabarba, mosca. (Las barbas de chivo son otra cosa.)

–Tendrá que ver con pistones, hmm —musitó, de pronto muy pensativo—. Aunque no veo la asociación, a no ser que sea como esa expresión, 'de traca', esa sí la conozco, la aprendí hace unos meses. ¿Tú lo dices, de traca? ¿O es muy vulgar?

–Juvenil, más bien.

–Con todo: debería visitar más España. He ido tan rara vez en los últimos veinte años que dentro de nada seré incapaz de leer un periódico con provecho, la lengua coloquial cambia sin pausa. No te quites mérito, de todas formas. Puede que Rafita no sea tan imbécil como hemos supuesto, me alegraría por su buen padre. Pero su percepción nada tiene que ver con la tuya, eso tenlo por cierto, no te engañes.

De repente lo vi cansado. Unos minutos antes sonreía con vivacidad, jovial, ahora se me apareció agotado, absorto. Y entonces yo también noté mi cansancio. Para un hombre de su edad tenía que haber sido brutal, una jornada tan llena y larga, con los preparativos, la atención, los camareros, la fiesta, con humos e ingeniosidades y copas y mucha charla. Tal vez los calcetines por fin rendidos habían establecido el límite, o habían sido la causa.

–Peter —le dije, acaso por superstición, desde luego sin prudencia—, no sé si se ha dado cuenta de que se le han bajado los calcetines. —Y me atreví a señalar con un tímido dedo hacia sus tobillos.

Se recompuso al instante, ahuyentó la fatiga con tres pestañeos y tuvo presencia de ánimo para no bajar la vista y comprobarlo. Tal vez ya se lo había notado, lo sabía, no le importaba. La mirada se le había ensombrecido, o era mate ahora, sus ojos dos cabezas de fósforos recién sopladas. Sonrió de nuevo, pero débilmente, o con paternal lastima. Y regresó al inglés, siempre le costaría menos, como a mí mi lengua.

–En otro momento te habría agradecido la advertencia infinitamente, Jacobo. Pero no es grave ahora. Verás, voy a meterme en la cama en seguida, y antes pienso quitármelos, eso dalo por descontado. Habría que acostarse ya, para estar frescos mañana, tenemos mucho pendiente. Gracias por el aviso, de todas formas. Y buenas noches. —Dio media vuelta y se dispuso a subir los peldaños que lo separaban del primer piso, allí tenía su dormitorio, la habitación de huéspedes que yo ocuparía y había ocupado otras veces se encontraba en el segundo y penúltimo. Al dar esa media vuelta, Wheeler pegó sin querer un puntapié al cenicero, que había quedado allí con su cigarro cadáver. Rodó, no se rompió, amortiguados los tumbos por la parte alfombrada sobre la que nevó ceniza, yo me apresuré a recogerlo cuando aún bailaba. Wheeler oyó e identificó el ruido sin por ello volverse. Aún de espaldas me dijo con indiferencia—: No te molestes en limpiar nada. Mrs. Berry pondrá orden mañana. La suciedad no la perdona. Buenas noches. —E inició el ascenso ayudándose del bastón y de la barandilla, otra vez vencido por el agotamiento, como si le hubieran lanzado súbitamente una ola enorme que lo hubiera empapado y zarandeado, su figura de golpe desarticulada, levemente encogida pese a su gran tamaño, como si tiritara, vacilantes los pasos, cada escalón le costaba, parecían pesarle sus bonitos zapatos nuevos acharolados, el bastón era sólo báculo ahora. Escuché, se me hizo muy audible el sosegado o paciente o lánguido rumor del río. Parecía hablar con serenidad, o con desgana, casi desmayadamente, un hilo. Un hilo de continuidad, el río Cherwell, también entre el muerto y el vivo con sus semejanzas, entre Rylands muerto y Wheeler vivo.

–Perdone que lo retenga un segundo más, Peter. Quería preguntarle...

–Dime —dijo Wheeler parándose, pero todavía sin volverse.

–No creo que consiga dormirme en seguida. Sin duda tendrá en algún lado el Homenaje a Cataluñade Orwell y la historia de la Guerra Civil de Thomas, supongo. Quisiera echarles un vistazo, consultar una cosa antes de acostarme, si no tiene inconveniente. Si me los presta, si están por ahí más o menos a mano.

Ahora sí se dio la media vuelta, de nuevo. Alzó el bastón y con él señaló por encima de mi cabeza, moviéndolo ligeramente a la izquierda, esto es, a mi derecha, como un puntero. Se le habían aflojado los músculos, su tez como corteza de árbol o tierra húmeda, de repente tan batida.

–Casi todo lo de la Guerra de España está ahí, en el estudio, a tu espalda. Estantería oeste. —Y me regañó susceptible—: 'Supongo', dices. Supongo. Cómo no voy a tener esos libros. Recuerda que soy hispanista. Y aunque haya escrito sobre siglos de mayor interés y momentum, el XX no deja de ser el mío, ¿cierto?, el que yo he vivido. Y también el tuyo, no te creas. Pese a que mucho te quede por vivir del siguiente.

–Gracias, disculpe, Peter, los buscaré ahora, con su permiso. Que descanse. Buenas noches.

Volvió a darme la espalda, le faltaban ya pocos peldaños. Él sabía que yo no apartaría la vista de su figura hasta que la viera en lo alto, sana y salva, temía a sus suelas tan lisas. Y sin duda por eso, porque lo sabía, ni siquiera torció el cuello cuando me habló todavía una última vez aquella noche, sino que me siguió ofreciendo la nuca como oscuro origen de sus palabras. Era igual que la de Rylands, ondulada y blanca, como un capitel labrado, deslavado por el tiempo. De espaldas se parecían aún más, los dos amigos, eran aún más afines. De espaldas eran el mismo.

–Si piensas buscarme en el índice onomástico, a ver si aparezco y así averiguas qué hice en la Guerra de España, mejor no pierdas ni un minuto de sueño por eso. No creo que ni figure esa clase de índice en Orwell. Pero sobre todo ten en cuenta que en España yo no me llamé Wheeler.

No le veía la cara, pero estaba seguro de que había recuperado la sonrisa vivaz mientras decía eso. Dudé si contestar o no. Lo hice:

–Ah. Pues dígame cómo tuvo a bien llamarse, entonces.

Lo noté tentado de volver a volverse, pero cada giro le era un poco laborioso, al menos aquella noche, a aquellas horas tardías.

–Eso es mucho querer saber, Jacobo. Al menos por esta noche. Otro día, ya veremos. Pero ya te digo, no malgastes tu tiempo, nunca me encontrarías en esos índices de nombres. No en los de esa época.

–Descuide, Peter, le haré caso —dije—. Pero la verdad, no era eso lo que pensaba mirar, se lo juro, ni se me había ocurrido. Lo que quiero consultar es otra cosa. —Callé. Se quedó quieto. Se quedó callado. Siguió quieto. Siguió callado. Así que añadí en seguida, por ver de no desairarlo—: Me ha dado sin embargo una gran idea.

Wheeler acabó de subir el tramo de escalera en silencio. Respiré con alivio cuando lo vi ya arriba. Entonces se echó de nuevo el bastón al hombro, de nuevo lo convirtió en su lanza, y murmuró sin mirarme, halagado, mientras giraba a la izquierda para desaparecer de mi vista:

–Qué tontería. Una gran idea.

Hablan los libros en mitad de la noche como habla el río, con sosiego o desgana, o la desgana la pone uno con su propia fatiga y su propio sonambulismo y sus sueños, aunque esté o se crea muy despierto. Uno colabora poco, o eso cree, tiene la sensación de irse enterando sin apenas esfuerzo y sin hacer mucho caso, las palabras se van deslizando suave o desmayadamente, sin el obstáculo de la alerta lectora, de la vehemencia, se absorben pasivamente o como un regalo, y parecen algo que no computa ni cuesta ni trae provecho, también su rumor es tranquilo o paciente o lánguido, también son un hilo de continuidad entre vivos y muertos, cuando el autor leído es ya un difunto o bien no, pero interpreta o relata hechos pasados que no palpitan y sin embargo pueden modificarse o negarse, entenderse como vilezas o hazañas, y esa es su manera de seguir viviendo y de seguir turbando, sin darnos jamás descanso. Y es en mitad de la noche cuando más se asemeja uno mismo a esos hechos y a esos tiempos, que ya no pueden oponer resistencia a lo que se diga de ellos o a la narración o al análisis o a la especulación de que son objeto, igual que los indefensos muertos, aún más indefensos que cuando fueron vivos y durante mucho más tiempo, la posteridad es infinitamente más larga que los escasos y malvados días de cualquier hombre. Tampoco entonces, cuando aún en el mundo, pudieron muchos deshacer los equívocos o refutar las calumnias, a menudo no les dio tiempo, o ni siquiera se enteraron de ellas para poder intentarlo, porque fueron siempre a sus espaldas. 'Todo tiene su tiempo para ser creído, hasta lo más inverosímil y descabellado', había dicho Tupra sin dar a su frase la menor importancia. 'A veces dura días tan sólo, ese tiempo, pero a veces dura ya siempre.'

A Andrés Nin no le dio en absoluto tiempo a desmentir las difamaciones ni a verlas rebatidas por otros más tarde, según cuenta Hugh Thomas en su compendio, ahí fue fácil dar con las referencias, ahí sí hay índice onomástico, no así en Orwell en efecto, asombroso que Wheeler recordara tal detalle, o quizá fue deducción nada más por ser el Homenaje a Cataluñaun libro de 1938, publicado en plena guerra, nadie se preocupaba por entonces de los nombres tan sólo. Antes de nada, por si acaso, con todo, busqué el apellido Wheeler en Thomas, nada más sencillo para Peter que haberme mentido al respecto y así asegurarse de que no lo encontrara, si le creía y no me molestaba ni siquiera en mirarlo. Pero era verdad, no figuraba, ni tampoco Rylands, lo comprobé por comprobar, no me costaba. Qué maldito apellido habría utilizado en España Wheeler, ahora había conseguido que la curiosidad me azuzara. Tal vez alguna andanza suya estaba consignada en aquel libro o en Orwell, o en cualquiera de los muchos que sobre la Guerra Civil tenía en la estantería oeste de su despacho, según vi (y demasiado me entretuve con ellos), y, de ser ese el caso, yo no podía enterarme siendo pública la andanza, me pareció irritante. Lo que no era público era el nombre, o el alias, mucha gente los usó durante la Guerra. Yo recordaba quién era Nin, pero no sus vicisitudes finales, a las que había aludido Tupra sin duda. Había sido secretario de Trotsky en Rusia, donde había vivido la mayoría de los años veinte, hasta 1930; de esa lengua, la rusa, había traducido al catalán no poco, y también algo al castellano, desde Las lecciones de Octubrey La revolución permanente, de su temporal protector y jefe, hasta la Ana Kareninde Tolstoy y Una cacería dramáticade Chejov y El Volga desemboca al mar Caspiode Boris Pilniak, así como algún Dostoyevski. Ya iniciada la Guerra fue secretario político del llamado POUM o Partido Obrero de Unificación Marxista, siempre visto por Moscú con malos ojos. Esto sí lo recordaba, y también la cacería más trágica que dramática que padecieron sus miembros por parte de los stalinistas en la primavera del 37, sobre todo en Cataluña, donde mayor implantación tenía ese partido. Fue lo que hizo salir a Orwell rápidamente de España para no ser encarcelado y quizá ejecutado, pues había estado muy próximo al POUM si es que no había pertenecido a él —iba leyendo de aquí y de allí, salteando, pasando de un volumen a otro (amontoné unos cuantos sobre la impoluta mesa de Peter), buscando sobre todo lo de los brigadistas alemanes que tanto había impresionado a Tupra—, y en todo caso había combatido con la Vigesimonovena División, formada por milicianos poumistas, en el frente de Aragón, donde había sido herido. Como ha ocurrido con tantas personas, movimientos, organizaciones y hasta pueblos, este partido es más célebre y más recordado por la brutal disolución y persecución de que fue objeto que por su constitución o sus hechos, hay finales que marcan. En junio del 37, como relatan Orwell con gran detalle y de primerísima mano, Thomas y otros más lejana y resumidamente, el POUM fue legalizado por el Gobierno de la República a instancias de los comunistas, no tanto españoles —pero también– cuanto rusos, y según parece por decisión o insistencia personal de Orlov, jefe en España de la NKVD, el Servicio Secreto o Seguridad soviéticos. Para justificar la medida y la detención de sus principales dirigentes (no sólo Nin, también Julián Gorkin, Juan Andrade, el militar José Rovira y otros) y de sus militantes, simpatizantes y milicianos, por muy lealmente que aún lucharan en el frente estos últimos, se fabricaron pruebas falsas y más bien grotescas, desde una carta supuestamente firmada por Nin nada menos que a Franco hasta el incriminatorio contenido de una maleta (variados documentos secretos con el sello del comité militar del POUM, en los que éste se delataba como partido quintacolumnista, traidor y espía al servicio de Franco, Mussolini y Hitler, pagado por la mismísima Gestapo) hallada oportunamente por la policía republicana en una librería de Gerona, donde poco antes la había dejado en custodia un individuo bien vestido. El librero, un tal Roca, era un falangista recientemente desenmascarado por los comunistas catalanes, al igual que el probable escribiente de la carta falsa, un tal Castilla, descubierto a su vez en Madrid junto con otros conspiradores. Ambos fueron convertidos en agents provocateursy obligados a colaborar en la farsa, para dar chapucera verosimilitud al nexo entre el POUM y los fascistas. Es posible que así salvaran la vida.

Nada de esto me interesaba mucho, pero todos, con mayor o menor atención y conocimiento, simpatía o antipatía hacia los depurados, lo referían: Orwell, Thomas, Salas Larrazábal, Riesenfeld, Payne, Alcofar Nassaes, Tinker, Benet, Preston, Jackson, Tello-Trapp, Koesder, Jellinek, Lucas Phillips, Howson, Walsh, la mesa de Wheeler ya abarrotada por sus muchos libros abiertos, me faltaban dedos para sostener cada página y los cigarrillos, por fortuna la mayoría de los volúmenes llevaba índice onomástico, a Nin se lo llamaba Andreu o Andrés según los casos. Nin fue detenido en Barcelona el 16 de junio y desapareció en seguida (luego más bien fue secuestrado), y como era el dirigente más conocido, tanto en España como sobre todo en el extranjero, su ignorado paradero se convirtió en un breve escándalo y en un largo, quizá eterno misterio que dura hasta nuestros días, en los que no habrá mucha gente, supongo, preocupada por resolverlo, aunque ya llegará el novelista idiota y deshonesto (si no ha llegado ya y no estoy al tanto) que decida y pretenda desvelarlo: según las bibliografías ha habido ya una película medio inglesa y medio española sobre aquellos meses y aquellos hechos, no la he visto pero al parecer, por suerte, no es idiota, a diferencia de tantas españoladas blandas, falaces, vagamente rurales o provinciales y muy sensibleras sobre nuestra Guerra, que son aplaudidas sin falta por las buenas conciencias de mi país, las profesionalmente compasivas y por vocación demagógicas, sacan réditos de ello.

Sin duda a causa de este misterio, los historiadores o memorialistas o relatores empezaban a diferir en este punto. Aún coincidían todos en el estupefaciente hecho de que ni siquiera el Gobierno, con los teóricos responsables del orden a la cabeza. —el Director General de Seguridad Ortega, el Ministro de la Gobernación Zugazagoitia, el Primer Ministro Negrín, menos todavía el Presidente Azaña—, tenía la menor idea de qué se había hecho de Nin. Y cuando se les preguntaba y negaban conocer su destino, nadie los creía, tan lógica como irónicamente, pese a que eran en efecto incapaces de contestar, según Benet, 'por ignorar los manejos de Orlov y sus muchachos de la NKVD', que habrían actuado por su propia cuenta. Aparecieron pintadas con la interrogación '¿Dónde está Nin?', que a menudo obtuvieron la respuesta de los stalinistas 'En Burgos o en Berlín', dando a entender con ella que el dirigente revolucionario se había fugado y pasado al enemigo, es decir, a sus verdaderos amigos Franco o Hitler. Las acusaciones eran tan increíbles y burdas (los miembros del POUM fueron calificados de 'trotsko-fascistas', siguiéndose en esto al pie de la letra los dicterios de Moscú) que, para apoyarlas y adecentarlas, la prensa socialista y republicana se vio en la necesidad de secundar a la comunista: Treball, El Socialista, Adelante, La Voz, ninguno se quedó atrás en la difamación.

No recuerdo qué historiadores de alguna obra colectiva sostenían que Nin había sido trasladado de inmediato a Madrid para su interrogatorio, y que poco después 'fue secuestrado cuando estaba retenido en el Hotel de Alcalá de Henares', pese a contar con vigilancia policial, por 'un grupo de gentes armadas uniformadas que se lo llevó bajo amenazas'. Según ellos, en el supuesto forcejeo entre los agentes que lo custodiaban y los misteriosos asaltantes uniformados (no especificaban uniformados de qué), 'cayó al suelo una cartera con documentación a nombre de un alemán y escritos diversos en esa lengua, junto con insignias nazis y billetes españoles del lado franquista'. Pero el asunto de los brigadistas a que se había referido Tupra quedaba algo más claro en Thomas y en Benet (sin duda era la monumental Spanish Civil Wardel primero —no sé por qué diablos la llamo 'compendio', abarca más de mil páginas– lo que Tupra habría leído en su juventud). De acuerdo con Thomas, Nin fue trasladado en coche desde Barcelona 'a la propia prisión de Orlov' en Alcalá de Henares, cuna de Cervantes muy cercana a Madrid pero 'casi una colonia rusa' por entonces, para ser interrogado personalmente por el más oblicuo representante de Stalin en la Península con los habituales métodos soviéticos para los 'traidores a la causa'. Al parecer la resistencia de Nin a la tortura fue asombrosa, esto es, espantosa habida cuenta de que Howson mencionaba un informe no especificado —ojalá poco fiable– según el cual a Nin lo habrían desollado vivo. Lo cierto es que éste se negó a firmar ningún documento admitiendo su culpabilidad o la de sus compañeros, y tampoco reveló los nombres que se le pedían, de los trotskistas menos notorios o del todo desconocidos. Orlov perdió los estribos ante su terquedad y andaba fuera de sí, en vista de lo cual sus camaradas Bielov y Carlos Contreras, que lo acompañaban en la infructuosa faena (este último un alias, el del italiano Vittorio Vidali, como también lo eran Orlov de Alexander Nikolski y Gorkin de Julián Gómez, quién no lo tenía, según se ve), temerosos los tres de la probable furia que su ineficacia persuasora despertaría en Yezhov, su superior en Moscú y jefe supremo de la NKVD, sugirieron escenificar 'un ataque nazi para liberar a Nin' y deshacerse de este pintoresco modo del secuestrado engorroso y a buen seguro demasiado quebrantado y maltrecho para ya devolverlo a ninguna luz, ni a ninguna penumbra siquiera, ni quizá tampoco a una tiniebla. 'Así que una noche oscura', relataba Thomas como si fuera el rumor del río y el hilo, 'probablemente el 22 o el 23 de junio, diez miembros alemanes de las Brigadas Internacionales asaltaron la casa de Alcalá en que se hallaba retenido Nin. Hablaron ostentosamente en alemán durante el fingido ataque, y dejaron tras de sí algunos billetes alemanes de ferrocarril. Nin fue sacado de allí y asesinado, tal vez en El Pardo, el parque real al norte de Madrid.' Benet decía por su parte —aún más fluvial, o más mezclado con el río, o un hilo más denso de continuidad, acaso porque me hablaba en mi lengua– que Orlov había encerrado a Nin 'en el sótano de un cuartel de Alcalá de Henares para interrogarlo personalmente'. (Es de suponer que en aquel sótano, casa, cuartel, hotel o prisión —era curioso cómo los historiadores no se ponían de acuerdo sobre el carácter del lugar– se hablaría durante las sesiones en ruso, que sin duda el interrogado conocía mejor —Tolstoy, Chejov, Dostoyevski– que su interrogador el español.) Nin 'llegó a exasperarlo de tal manera que Orlov decidió liquidarlo por miedo a las represalias de su superior en Moscú, Yezhov. No se le ocurrió otra cosa que imaginar un rescatellevado a cabo por un comando alemán de las Brigadas, supuestamente nazi, que lo liquidó en un arrabal de Madrid y probablemente lo enterró en un jardincillo interior del palacio de El Pardo'. Y añadía Benet, no pudiendo dejar de ver la grave ironía y refiriéndose al hecho de que ese palacio se convirtiera en la residencia oficial de Franco durante sus treinta y seis años de dictadura: '(Considere el lector el destino de unos huesos conmovidos bajo las pisadas de aquel otro decidido antistalinista, cuando por allí paseara en sus ratos de ocio.)' Y apostillaba: 'Como sujetos a una maldición —el silencio de Nin– los muchachos de Orlov irían apareciendo en semanas sucesivas por las cunetas de Madrid, con un tiro en la nuca o un cargador en la barriga'. Quizá fue ese el caso de Bielov, pero no el de Vidali o Contreras (o en los Estados Unidos Sormenti), que fue líder de los comunistas de Trieste largo tiempo, ni el del propio Orlov, quien, no más tarde que en el 38, y cuando recibió la orden de salir de España y regresar a Moscú, no quiso engañarse sobre el destino que allí lo aguardaba y partió de incógnito en un barco para reaparecer más adelante en el Canadá y luego llevar durante muchos años una existencia secreta como ciudadano respetable de los Estados Unidos, donde acabó por publicar un libro en 1953, The Secret History of Stalin's Crimes(por supuesto sin implicarse apenas en ellos), y por echar alguna que otra mano al FBI en casos difíciles de 'espionaje', como el de los hermanos Soble y el de Marc Zbrowsky: cuántas cosas innecesarias se aprenden en las noches imprevistas de estudio. Esto, dicho sea de paso, llevaba a algún exégeta más bien simplista, rabioso y frívolo —no recuerdo quién, se me seguían amontonando los tomos, fui por unos bombones y trufas, me serví una copa, tenía manga por hombro la estantería oeste de Wheeler y su mesa ya hecha un asco– a concluir que el Mayor Orlov había sido desde el principio un topo de los americanos y que la mayoría de los individuos que mandó ejecutar en España como 'quintacolumnistas' fueron en realidad puros y leales rojos, víctimas de Roosevelt y no de Stalin. No cabe duda de que el maniqueo acertaba en lo que respecta a Nin, si no en lo de leal' enteramente (si había que serlo a Stalin desde luego no lo era), sí en lo de 'puro' y 'rojo'. Y aunque no fue ángel ni santo ni siquiera inofensivo (quién pudo serlo en aquella guerra), su asesinato y el de sus cantaradas (algún historiador cifraba en centenares y algún otro en millares los miembros del POUM y anarquistas de la CNT enviados a la fosa por Orlov y sus acólitos españoles y rusos), así como la difamación difundida y creída por demasiados y que ni siquiera cesó tras su supresión física y el aplastamiento de su partido, constituyeron, según casi todas las voces que escuché en las páginas de aquella noche silenciosa junto al río Cherwell, la mayor y más dañina vileza cometida por un bando contra gente de su propio bando durante la Guerra.

'La verdad es que todo tiende a ser creído, en primera instancia. Es muy raro, pero así sucede', recordé que también había dicho Tupra, recordé sus palabras mientras seguía leyendo de aquí y de allá: como remate de las descabelladas calumnias, se publicó en Barcelona en 1938 un libro firmado por un tal Max Rieger (un seguro pseudónimo, quizá de Wenceslao Roces, cuyo nombre yo conocía por haber sido el traductor de la Fenomenología del Espíritude Hegel más adelante), supuestamente vertido al castellano desde el francés por Lucienne y Arturo Perucho (este último director del órgano de los comunistas catalanes, Treball), y con un 'Prefacio' del famoso escritor más o menos católico y más o menos comunista José Bergamín —ay, esas mezclas—, que, bajo el título de Espionaje en España, recopilaba todas las patrañas, falsedades y acusaciones lanzadas contra Nin y el POUM, dándolas por buenas y aun por mejores, sancionándolas, insistiendo en ellas, aderezándolas, documentándolas con fabricadas pruebas, ampliándolas, aumentándolas y exagerándolas. Me acordé de que alguna vez había oído hablar a mi padre de ese prólogo de Bergamín, que justificaba la persecución y las matanzas de la gente del POUM y negaba a sus dirigentes el derecho a cualquier defensa (aquello venía a toro muy pasado: ya se les había negado de hecho a unos cuantos, torturados y encarcelados o ajusticiados sin juicio), como de una gran indecencia, una más de las muchas en que incurrieron no pocos intelectuales y escritores españoles de uno y otro bando durante la Guerra, y aún más a su término los del victorioso. Leí a algún glosador deshonesto e incompetente —quizá era Tello-Trapp pero pudo ser otro, había empezado a tomar notas en papeles sueltos y con bastante desorden, el estudio del pobre Peter ya camino de la leonera– que trataba de salvar a Bergamín por haberlo conocido en persona ('personaje fascinante y seductor', 'quijotesco de pro, amante de la verdad') y porque mucho le gustaban su poesía 'honda, pura y romántica' y 'su voz de candil' —engullí un bombón y una trufa y bebí dos tragos para reponerme, me pregunté cómo podía soltarse semejante cursilería y seguir luego escribiendo—, pero en verdad el prefacio en cuestión, que me apareció profusamente citado en algún lugar, no dejaba ningún margen para la salvación de su autor: el POUM era 'un pequeño partido que traicionaba', pero ni siquiera había resultado ser 'tal partido, sino una organización de espionaje y colaboración con el enemigo; es decir, no una organización en connivencia con el enemigo, sino el enemigo mismo, una parte de la organización fascista internacional en España... La guerra española dio al trotskismo internacional al servicio de Franco su verdadera figura visible de caballo de Troya...' El glosador trapacero no podía sino lamentar y condenar ese prólogo, pero 'no sabemos', decía, si su responsable 'lo escribió cautivo del Partido Comunista, o de buena fe', cuando lo más probable o lo casi evidente es que lo escribiera con total libertad y con pésima fe, como no dejaba de apuntar el casi siempre ponderado y objetivo Thomas: 'Es imposible que creyera lo que escribió'. El texto de aquel 'amante de la verdad' hacía buena pareja con el cartel o viñeta que, según Orwell y otros, circuló ampliamente por Madrid y Barcelona en la primavera del 37, y en el que se representaba al POUM quitándose una careta con la hoz y el martillo para dejar al descubierto un rostro atravesado por una esvástica. No se había excedido mi padre al hablar de indecencia.

Fue entonces cuando reparé en que Wheeler también guardaba en sus muy nutridas estanterías, en seis grandes tomos encuadernados, la colección de fascículos que, bajo el título de Doble Diario de la Guerra Civil 1936-1939, había sacado el periódico Abcde 1978 a 1980, esto es, de tres a cinco años después de la muerte de Franco. Antes habría sido imposible una iniciativa así, consistente en la reproducción facsimilar, en dos colores, de páginas enteras, columnas, editoriales, noticias, entrevistas, anuncios, ecos de sociedad, artículos, opiniones, crónicas, de los dos Abcexistentes durante la Guerra, el de Madrid, republicano, y el de Sevilla, franquista, de acuerdo con los respectivos poderes en que habían quedado una y otra ciudad al comienzo de la contienda. Lo publicado por la edición madrileña aparecía en tinta roja, y en gris azulada lo de la sevillana, de modo que era fácil seguir la visión o versión de los mismos hechos —la verdad es que no parecían los mismos nunca– según la prensa de los dos bandos. Me tentó buscar lo correspondiente a aquella primavera del 37, aunque los sucesos relativos al POUM hubieran tenido lugar principalmente en Barcelona. Ya algo cansado y apresurado, no encontré mucho en una primera ojeada. Pero una de esas pocas noticias me hizo dejar momentáneamente de lado los grandes tomos —un libro siempre lleva a otro y a otro y todos hablan, la curiosidad es insana, no tanto por lo que comúnmente se cree cuanto por el agotamiento a que aboca– e interrogarme insensatamente por Ian Fleming, el creador del Agente 007, el autor de las novelas de James Bond. La nota en cuestión pertenecía al Abcmadrileño del 18 de junio de 1937 y para el diario era secundaria sin duda, pues ocupaba tan sólo media columna. Su titular decía: 'Detención de varias personalidades del POUM'. La leí muy rápido, y a continuación tiré desconsideradamente varios de los libros al suelo y me despejé la mesa lo justo para poderle poner encima una vieja máquina de escribir electrónica que vi metida en su funda y arrumbada en un rincón, y transcribirme con ella la noticia entera. No quería pensar que Wheeler o la señora Berry se despertaran y descendieran y descubrieran el caos en que había sumido su despacho tan ordenado y limpio, y además en un lapso de tiempo algo breve para explicar tanto siniestro: decenas de volúmenes fuera de sus estantes, abiertos de par en par y esparcidos por tierra y hasta invadiendo irrespetuosamente los dos atriles decorativos de Wheeler con su diccionario y su atlas y sus sendas lupas; las bandejas de bombones y trufas por allí de cualquier manera, con las consiguientes e inevitables briznas y manchas de chocolate en no pocas hojas, según vi consternado; vaso y botella de whisky y un bote de cocacola que me había traído de la nevera para mezclar ambas bebidas, y un recipiente con cubitos de hielo medio deshechos, una o dos gotas o tres derramadas y seguros cercos sobre la madera, no se me había ocurrido coger posavasos; mi cenicero y el de Peter llenos y quién sabía si alguna fea y amarillenta huella de nicotina en lugar clamante, quién si quemazones por mí inadvertidas en páginas clave; mis cigarrillos y mi mechero y cerillas y un cartucho de mi pluma acabado por allí danzando o medio escondidos, acaso un borrón de tinta caído mientras colocaba el repuesto; ahora una máquina desenfundada y papeles y folios garabateados o tecleados, en inglés o en español según las citas. Me las vería negras para volver todo a su sitio, dejarlo tal como estaba antes de aquellos devastadores estudios míos nocturnos improvisados.


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