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Fiebre Y Lanza
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Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



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Yo estaba ahora ya limpiando la mancha en casa de Wheeler con algodón empapado, la sangre no era muy fresca pero tampoco estaba del todo seca o reseca, y la madera bien barnizada, encerada, pulida, permitía irla quitando o sacando, aunque no sin hacer fuerza e insistir una y otra vez y gastar alcohol y algodones como no había supuesto, los iba dejando a un lado, en el cenicero de Peter —los ya ensangrentados—, y a la vez iba con cuidado para no dañar la tarima ni sustituir una señal por otra, con el alcohol no se sabe. Lo que más cuesta limpiar de esas manchas o hasta de gotas minúsculas es su cerco, su círculo, la circunferencia, no sé por qué eso se aferra al suelo muchísimo más que el resto, o a la loza del lavabo o del baño, allí donde las gotas o las manchas caigan, y además eso ocurre en seguida, incluso cuando la sangre es bien fresca, nada más ser vertida, habrá una ley física sin duda alguna, pero yo la desconozco. 'Tal vez', pensé, 'tal vez es una forma de agarrarse al presente, una resistencia a desaparecer que también oponen los objetos y lo inanimado, no las personas tan sólo, tal vez es la tentativa de dejar su huella de las cosas todas, de hacer más difícil su negación o su difuminación o su olvido, es su manera de decir "Yo he sido", o "Soy aún, luego es seguro que he sido", y de impedir que los demás digamos "No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido". Y ahora, mientras sigo limpiando y empieza a ceder y a desdibujarse ese terco cerco de sangre, me pregunto si una vez que lo haya borrado del todo y ya no quede ni rastro comenzaré a dudar de haberlo visto, como Comendador en su día sus manchas, y de haber estado aquí de rodillas como una antigua fregona española, sólo que sin aquella almohadilla de espuma que se colocaban debajo para no hincar los huesos en el duro suelo, ya tenían bastante las pobres con enseñarnos los muslos de espaldas, quiero decir a los niños, o a los varones. Y cuando ya no haya ni el menor vestigio, entonces quizá empiece a no estar seguro de que esta mancha no fuera una figuración mía, causada por el desvelo y las muchas lecturas y las demasiadas copas y las voces contrarias y el desganado y lánguido rumor del río. Y por la sinuosa conversación con Wheeler.' Y durante unos segundos me vinieron ganas —o era superstición tan sólo– de no suprimirla para siempre y del todo, de dejar un resto que yo pudiera volver a ver a la mañana siguiente que ya se había iniciado según los relojes, un fragmento de circunferencia, una mínima curva que me recordara 'Soy aún, luego es cierto que he sido: tú me ves y tú me has visto'. Pero concluí mi faena y la madera quedó impoluta, nadie sabría ya de la sangre si yo callaba y no preguntaba nada a Wheeler ni a la señora Berry. Y bajé de nuevo ese tramo de la escalera y no arrojé a la basura de la cocina los algodones rojos o marrones y usados, sino que fui al cuarto de baño para devolver a su sitio el paquete y el bote y allí levanté la tapa del retrete y vacié en su interior el cenicero, para tirar de la cadena al instante —aún se conserva la frase, aunque ya no haya cadenas ni se tire de ellas– y así acabar con los testimonios últimos materiales.

'Qué suerte tienes siempre, cabrón', le había dicho a Comendador. 'Dejas tirada a una pobre chica que se ha partido la crisma y además se está desangrando, la abandonas creyéndola muerta o sin querer ni enterarte, y resulta que es ella la que te pide disculpas por el susto que te llevaste y te da las gracias por haberte largado sin ayudarla. Si eso me pasa a mí y hago lo mismo, si eso me sucede a mí y tengo tu comportamiento, seguro que mi chica se me habría muerto y encima resultaría luego que podría haberse salvado de no perder yo tanto tiempo. Y lo llevaría siempre sobre mi conciencia.' Comendador me había mirado entonces con una mezcla de superioridad y resignada envidia, conocía bien esa mirada suya desde la infancia y después la he visto en mucha otra gente a lo largo de mi vida, aunque no fuese a mí referida: es la de quien no quisiera ser como es —más seguramente por motivos estéticos, o digamos narrativos más que morales– y a la vez sabe que tiene las de ganar y las de salir bien parado siendo como es exactamente, y no como sus envidiados. 'Pero es que tu no habrías hecho lo mismo, Jaime, no habrías tenido mi comportamiento', me respondió. 'Tú te habrías quedado hasta hacerla revivir como fuera, y de no conseguirlo habrías llamado a un médico o a una ambulancia en seguida, aun con el género encima y quién sabe qué más en la casa o en el cuerpo de la chica metido. Aun con todo el riesgo. Y si se te hubiera muerto, habría sido porque le tocaba morirse de todas todas, no por tu huida o tu negligencia. Yo tengo esa suerte, ya lo sabes, la del cobarde, es mucho mayor que la del valiente o intrépido siempre, digan lo que digan los cuentos del mundo entero y las leyendas. En realidad nada ha pasado, y no sólo no me guarda rencor la chica, sino que tampoco Cuesta. Ni siquiera desconfía ni se siente decepcionado, eso habría sido un poco grave ahora mismo. Pero eso no quita para que yo haya comprobado cuál es mi carácter. No es que no lo supiera, ojo, pero ahora lo he experimentado, lo he sufrido en mi propia carne, como se dice, y así como ni la chica ni Cuesta se acordarán de este episodio muy pronto, si es que todavía se acuerdan, a mí jamás va a olvidárseme, porque lo que para mí ocurrió durante bastantes minutos fue que una cría se había muerto ante mis ojos y yo había salido por piernas con mi cargamento a buen recaudo y sin hacer nada por ella.' 'Bueno, fuiste a avisar, corriste, al menos procuraste que otros se hicieran cargo', le dije. Comendador no era de los que se engañaban, o no mucho (quizá se engañe más ahora, que se ha hecho respetable en Nueva York o Miami o donde haya ido). 'Sí, podía haber sido aún peor, todo cabe, pero tú y yo sabemos que lo que hice no es nada, no era eso lo que me tocaba. Así que aunque la chica esté bien y nada malo le haya pasado por culpa mía ni por mi egoísmo, también yo lo llevaré sobre mi conciencia de todos modos.' Y luego añadió con una media sonrisa, como desmintiéndose (su media sonrisa del colegio ante los compañeros o los profesores, la que acababa librándolo de la mayor amenaza o castigo, la que sembraba una duda y desmentía siempre, tanto lo que había afirmado un momento antes como lo que juraba mientras retiraba un labio y nos la descubría): 'Menos mal que mi conciencia tiene muchísimo aguante'. Era verdad que tenía suerte, fuese o no la del cobarde. Ni siquiera podía considerarse mala, a la postre, la de la lenta gota que le bailó en la nariz frente a un carabinero muy deductivo en Palermo. Había pasado una temporada entre rejas especialmente cortantes, pero a raíz de aquellos filos se había dejado de menudencias y de riesgos a ras de suelo y ahora era un empresario forrado, lo último que había sabido, apenas recibía noticias suyas y así lo prefería de hecho, prefería que se hubieran enfriado y espaciado nuestros contactos, o quizá habían terminado: hay hermanos y primos, hay amigos de infancia y hay antiguos amores con los que uno no sabe qué hacer de adultos. Quizá yo sea uno de esos, para algún otro, o para alguna vieja llama. De lo que no estaba nada convencido era de que en el lugar de Comendador mi comportamiento hubiera sido otro que el suyo. No podía comprobarlo, en todo caso, al no haberlo sufrido en mi propia carne, como se dice. Quién sabía. Nadie sabe hasta que le toca verlo, y aun entonces. El mismo individuo puede reaccionar de maneras distintas u opuestas según el día y el miedo y el ánimo, según lo que esté en situación de perder o la importancia que dé a su retrato o historia en cada etapa de su vida, según vaya a contar o a callar su comportamiento luego, sea noble o mezquino, sea vil o elevado, cualquiera que sea. O según espere que se le compute más tarde, que se relate, que lo cuenten otros si él muere y no puede. Nadie sabe de la próxima vez, aunque haya habido una previa, ninguna anterior nos obliga a nada, ni nos condena al filo de las repeticiones, y quien fue ayer generoso y valiente puede resultar traicionero y huidizo mañana, quien fue cobarde y delator hace siglos puede ser hoy leal y entero, y acaso el futuro nos condiciona y obliga más que el pasado, lo por conocer que lo conocido, lo no probado que lo descontado, lo por venir que lo acontecido, lo posible que lo que ya se ha dado. Y a la vez, sin embargo. Tampoco nada de lo que hubo se borra jamás del todo, ni siquiera la mancha de sangre frotada y limpiada y su cerco, un analista habría encontrado sin duda algún vestigio microscópico sobre la madera al cabo del tiempo, y en el fondo de nuestra memoria —ese fondo rara vez visitado– hay un analista que espera con su lupa o su microscopio (y por eso el olvido es tuerto siempre). O aún peor, a veces está ese analista en la memoria de otros a la que no accedemos ('¿Lo recordará, estará al tanto?', nos preguntamos aprensivamente. '¿Lo tendrá presente o se le habrá olvidado? ¿Se acordará de mí o me verá como alguien desconocido y nuevo? ¿Estará enterado? ¿Se lo diría su padre, se lo contaría su madre, me reconocerá, se lo habrán transmitido? ¿O desconocerá quién soy, lo que soy, y lo ignorará todo? '(Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Calla, y entonces sálvate.)' Lo sabré por cómo me mire, pero quizá no lo sepa por eso mismo, porque quiera engañarme con su mirada'). Hay mucho que me pertenece o no, en mi memoria, sin ir más lejos. Quién sabía, quién sabe, nadie sabe. Y seguro que tampoco Nin tenía idea de que iba a resistir hasta la sepultura, cuando lo torturaron sus vecinos políticos en la lengua que él había aprendido y a la que bien había servido. Ahí, ahí mismo, al lado de mi ciudad, Madrid, en la que ya no vivo. Allí en un sótano o en un cuartel o una cárcel, en un hotel o una casa de Alcalá de Henares. Allí en la colonia rusa, donde nació Cervantes.

Y allí estaba Nin en la novela de Fleming, bastante al principio, no tardé en encontrarlo, Wheeler había marcado el párrafo como había hecho con otros en el Doble Diarioy en los demás libros, un lector minucioso y atento a la vez que impulsivo, escribía en los márgenes interjecciones burlescas, o notas despreciativas hacia el autor (no pasaba un razonamiento falso, ni la mentira, ni la ignorancia, ni la tontería: 'Silly', o 'Foolish', dictaminaba parco y contundente a veces), o también entusiastas según los casos, y llamadas meramente rememorativas, y signos de admiración o de interrogación cuando no daba crédito a algo o lo juzgaba ininteligible, y en ocasiones garabateaba 'Malo' (el trapacero e incompetente, Tello-Trapp o el que fuese, se había llevado unos cuantos) y señalaba con una flecha lo condenado por su maquinadora cabeza y sus exigentes ojos minerales, o 'Excelente' cuando una frase le parecía acertada o lo conmovía, 'Quite moving ', había leído una vez, creo que en el Homenajede Orwell. 'Quite right', ponía con aprobación también a veces, lo había visto en Benet, y 'Quitetrue' a menudo en Thomas, a quien debía de conocer en persona al haber éste enseñado muy cerca de Oxford, en la Universidad de Reading, lugar célebre por su vieja cárcel y por la balada que allí escribió el recluso C.3.3., no un alias precisamente.

El párrafo estaba hacia el final del capítulo séptimo, titulado 'The Wizard of Ice', es decir, 'El mago de hielo', en un juego de palabras intraducible con el famoso de Oz. 'Por supuesto Rosa Klebb', leí en inglés en ese párrafo, 'poseía una fuerte voluntad de supervivencia, o no se habría convertido en una de las mujeres más poderosas del Estado, y sin duda en la más temida. Su ascensión, recordó Krónsteen, se había iniciado con la Guerra Civil Española. En aquella época, como agente doble dentro del POUM —esto es, trabajando para el OGPU de Moscú así como para la Inteligencia Comunista en España—, había sido la mano derecha, y se decía que una especie de amante, de su jefe, el famoso Andreas Nin. Había trabajado con él entre 1935 y 1937. Luego él fue asesinado por órdenes de Moscú, y se rumoreaba que lo había asesinado ella. Tanto si esto era cierto como si no, a partir de entonces Rosa Klebb había ascendido, con lentitud pero en línea muy recta, por la escalera del poder, sobreviviendo a reveses, sobreviviendo a guerras, sobreviviendo (porque no forjaba lealtades ni se unía a ninguna facción) a todas las purgas, hasta que en 1953, con la muerte de Beria, aquellas manos manchadas de sangre se agarraron al peldaño (ya a tan pocos de la mismísima cúspide) que constituía el Jefe del Departamento de Operaciones de SMERSH.'

Ya puestos, lo tecleé. El OGPU me había aparecido en otros libros, y era lo mismo que la NKVD, o, de hecho, que la KGB más adelante, es decir, el Servicio Secreto soviético. Beria era, claro está, el celebérrimo Lavrenti Beria, Comisario de Asuntos Internos o jefe de la policía secreta durante muchos años y hasta la muerte de Stalin, su más astuto y despiadado instrumento en la organización de conspiraciones, depuraciones, purgas, ajustes de cuentas, reclutamiento forzoso, represión, chantaje, campañas de terror y difamación, interrogatorios, tortura y desde luego espionaje. En cuanto a SMERSH, iniciales que no conocía, explicaba Fleming en una nota previa, por él firmada, que: '... contracción de Smiert Spionam —Muerte a los Espías—, existe, y a día de hoy sigue siendo el departamento más secreto del Gobierno soviético. A principios de 1956, cuando fue escrito este libro, la fuerza de SMERSH, tanto en el interior como en el extranjero, era de unos cuarenta mil efectivos, y el General Grubozaboyschikov su jefe. Mi descripción de su apariencia es correcta. A día de hoy el cuartel general de SMERSH está donde, en el capítulo cuarto, yo lo he situado: en el número 13 de Sretenka Ulitsa, en Moscú...' Fui un momento a ese capítulo cuarto, que, bajo el título 'The Moguls of Death' —digamos 'Los Autócratas de la Muerte'—, comenzaba con los mismos o parecidos datos: 'SMERSH es la organización oficial del Gobierno soviético para el asesinato. Opera tanto en el interior como en el extranjero y, en 1955, daba empleo a un total de cuarenta mil hombres y mujeres. SMERSH es una contracción de Smiert Spionam, que significa "Muerte a los Espías". Es un nombre utilizado tan sólo por su personal y entre los funcionarios soviéticos. A ningún particular en su sano juicio se le ocurriría permitir que esa palabra atravesara sus labios...' Cuando los transeúntes pasaban por delante del número 13 de la ancha y mohína calle en cuestión, proseguía el narrador, bajaban la vista hasta el suelo con un escalofrío en la nuca o, si se acordaban a tiempo y podían hacerlo sin llamar mucho la atención, se cruzaban de acera antes de llegar a la ominosa altura del desgarbado y feo edificio. En fin, quién sabía, tampoco se me ocurrió dónde ir a mirar si SMERSH había existido de veras o si todo —con la nota previa a la cabeza– era una argucia de novelista para apuntalar o afianzar una falsa veracidad.

Volví a Rosa Klebb y al capítulo séptimo. La verdad es que nunca hasta entonces había leído una sola línea de Ian Fleming, pero sí había visto, como casi todo el mundo, las primeras películas de la serie Bond. Creía recordar a aquel personaje en su versión cinematográfica, una mujer madura, de pelo corto y lacio de color zanahoria, sin el menor atractivo ni escrúpulo, y que al final se enfrentaba a Connery de un modo inolvidable para el niño que era cuando debí de ver en Madrid Desde Rusia con amor(hube de colarme sin duda en algún cine permisivo: la censura franquista fue tan idiota siempre que aquellas cintas sólo eran aptas para mayores de dieciocho años): de la puntera de su zapato (o quizá de ambas) hacía surgir, mediante un mecanismo, una o dos tremendas navajas horizontales impregnadas de un raudo y fatal veneno, un mero rasguño de aquellos filos bastaba para que el arañado la palmara al instante y sin remisión, así que la mujer se liaba a patadas filosas con Bond o Connery y él la mantenía a distancia con una silla, como hacen los domadores de circo con sus decrépitos leones y tigres aburridos de puerilidades. En la película, también recordaba eso, el papel de la cruelísima Klebb lo había encarnado excepcionalmente la famosa cantante y actriz de teatro austriaca (raras sus apariciones en la pantalla) Lotte Lenya, máxima y más genuina intérprete de las canciones y óperas de Bertolt Brecht y Kurt Weill ( La ópera de tres peniquesla más conocida), y de hecho, si no me fallaba la memoria, mujer y viuda de este último, que había seguido componiendo para ella hasta su final, bastante anterior, desde luego, a aquella adaptación de Ian Fleming. El cual, dicho sea de paso, y a juzgar por las escasas páginas que leí en el estudio de Wheeler, me pareció mejor escritor, más hábil y perspicaz, de lo que la altiva Historia de la Literatura se ha avenido a concederle hasta ahora. La descripción que venía a continuación de Rosa Klebb, sin ir más lejos, contenía hallazgos curiosos y bien estimables, copié algunos párrafos: '...gran parte de su éxito se debía a la peculiar índole de su siguiente instinto más importante, el sexual. Porque Rosa Klebb pertenecía sin duda a la más infrecuente de todas las tipologías sexuales. Era neutra... Las historias de hombres y, sí, de mujeres, eran demasiado circunstanciadas para dudar de ellas. Podía disfrutar del acto físicamente, pero el instrumento no tenía ninguna importancia. Para ella el sexo no era más que un prurito. Y esta neutralidad psicológica y fisiológica suya la aliviaba al instante de tantas de las emociones y sentimientos y deseos humanos. La neutralidad sexual constituía la esencia de la frialdad de un individuo. Nacer con ello era algo magnífico y portentoso. El instinto gregario también estaba muerto en ella... Y por supuesto, en lo relativo al temperamento, era una flemática: imperturbable, tolerante con el dolor, haragana. Su vicio dominante sería la pereza. Por las mañanas le costaría arrancarse de su tibia y emporcada cama. Sus hábitos privados serían desaseados, incluso sucios. No resultaría agradable, pensó Kronsteen, asomarse al lado íntimo de su vida, cuando se relajara, ya sin el uniforme... Rosa Klebb tendría cuarenta y muchos años, supuso, guiándose por las fechas de la Guerra Española... El diablo sabe, pensó Kronsteen, cómo serán sus pechos, pero la uniformada protuberancia que reposaba sobre el tablero parecía un saco terrero llenado de cualquier forma...' ('Saco de harina, saco de carne', pensé, 'en ellos se clavan la bayoneta y la lanza'.) 'Las tricoteusesde la Revolución Francesa debieron de tener rostros como el suyo... Y sus caras transmitirían la misma impresión, concluyó Kronsteen, de frialdad y crueldad y fuerza de aquella —sí, tuvo que concederse la palabra emotiva– aterradoramujer de SMERSH'.

También parecía Fleming muy bien documentado (SMERSH aparte; habría de preguntarle al respecto a Wheeler, él seguramente sabría si esa organización había sido real o era un invento), la mención del POUM y de Andrés Nin ya era un indicio, por mucho que a éste lo llamara 'Andreas'. Según aquella fabulación, lo habría tal vez matado una mujer de nacionalidad extranjera —quién sabía si 'de singular belleza' en su juventud de España– que además habría sido su colaboradora y su amante, para mayores traición y amargura. Wheeler, en todo caso, había asociado la referencia en el Doble Diarioa las 'varias mujeres' detenidas en Barcelona en junio del 37 con el personaje desastrado, siniestro y neutro de Desde Rusia con amor(nunca la habrían detenido a ella), cuyo párrafo del capítulo séptimo había marcado con dos rayas verticales, y en el margen había escrito 'Well well, so many traitors indeed', esto es, 'Vaya vaya, en verdad tantos traidores'. Sí, tantos había habido, en mi país y en aquella época y en otras mástarde y por supuesto en todas las anteriores hasta las inmemoriales, desde el inicio del tiempo mismo y en todas partes. ¿Cómo era posible que se hubieran dado y se dieran tantas traiciones, o tantas con éxito, es decir, que no llegaran a ser sospechadas ni detectadas antes de su cumplimiento? ¿Qué extraña proclividad tenemos hacia la confianza? O quizá no sea a eso, sino a no querer ver ni enterarnos, o hacia el optimismo o hacia el consentido engaño, o es una soberbia la que nos lleva a creer que a nosotros no va a pasarnos lo que a nuestros iguales sí pasa y les ha sucedido siempre, o que vamos a ser respetados por quienes ya —y ante nuestros ojos– fueron desleales con otros, como si fuéramos distintos de éstos, y la que nos induce a pensar sin motivo que estaremos a salvo de los reveses sufridos por nuestros antepasados y aun de las decepciones que alcanzan a nuestros contemporáneos: a los que no son 'yo', supongo, a cuantos no lo son ni lo serán ni lo han sido. Vivimos, supongo, con la esperanza inconfesa de que alguna vez se rompan las reglas y el curso y la costumbre y la historia, y de que eso se dé en nosotros, en nuestra experiencia, de que sea a nosotros —es decir, a mí solo– a quienes toque verlo. Aspiramos siempre, supongo, a ser unos elegidos, y es improbable que de otro modo estuviéramos muy dispuestos a recorrer el trayecto entero de una vida entera, que corta o larga nos va rindiendo. Allí mismo, en el Doble Diarioque volví a coger, había unos cuantos artículos de mi padre, de cuando aún confiaba pese a estar en guerra: uno del 2 de julio de 1937, con motivo del tercer centenario de la publicación del Discurso del métodode Descartes, en 1637 en Leyden; otro del 27 de mayo, deplorando los demenciales cambios en los nombres de calles y plazas (y hasta de ciudades) que se estaban llevando a cabo tanto en 'la zona dominada por la facción' como en 'la leal' (sus términos) y en Madrid concretamente: 'Y es de todo punto lamentable', decía, 'que imitemos en esto a los rebeldes, porque no hay que imitarlos en nada'. O bien: 'Al Prado, al Paseo de Recoletos y a la Castellana se les ha cambiado su triple nombre por el de Avenida de la Unión Proletaria. Esta unión, por desgracia, empieza por no existir, y nos parece mucho más interesante procurarla que escribirla en las esquinas... En cierto sentido parece que los nuevos rotuladores quieren completar la obra de los bombardeos facciosos, en la tarea de dejar desfigurada a nuestra capital'. Y también había alguno más estrictamente político, bien firmado con su pseudónimo de aquellos tiempos, bien con su nombre, Juan Deza, se me hacía fantasmal ver mi apellido en aquellas antiguas páginas reproducidas con su tinta roja. Allí estaban los juveniles textos, que sin duda constituyeron parte de los muchos cargos de que se vio acusado —la mayoría inventados, imaginarios, falsos– al poco de terminar y perderse la guerra, cuando lo traicionó y delató a las vencedoras autoridades facciosas su mejor amigo de entonces, un tal Del Real con el que había compartido aulas y conversaciones, intereses y cafés y amistades y tertulias y cines y seguramente algunas juergas a lo largo de años, todos los de la carrera que estudiaron ambos e imagino que también los de la propia Guerra y el asedio a Madrid con los bombardeos facciosos desfiguradores y los cañonazos rebeldes que venían desde las afueras y cerros, los llamados obuses que hacían su parábola y caían sobre la Telefónica o en la plaza de al lado cuando fallaba la puntería, llamada por eso 'plaza del gua' con inverosímil humor fatídico, casi tres años de la vida de ambos, de todos, siendo sitiados y corriendo por las calles y plazas de cambiantes nombres con las manos sobre los sombreros y gorras y boinas y las faldas al vuelo y las medias rotas o simplemente sin medias, buscando las aceras no enfiladas por los cañones para caminar o correr por ellas hasta alcanzar una boca de metro o algún refugio.

Los dos amigos habían compartido incluso, junto con un tercer compañero que murió luego joven, la publicación de un librito de 1934 que recogió los que la Sociedad Geográfica juzgó tres mejores diarios de viaje entre los redactados por todos los alumnos que tomaron parte en el entonces nombrado Crucero Universitario por el Mediterráneo que, organizado por la madrileña Facultad de Filosofía y Letras de la República, llevó a estudiantes y profesores juntos hasta Túnez y Egipto, Palestina y Turquía, Grecia e Italia y Malta, Creta, Rodas, Mallorca, a lo largo de cuarenta y cinco entusiastas y optimistas días del verano de 1933, en uno de los cuales los pasajeros se vieron honrados con la visita del gran Valle-Inclán, quien no sé dónde ni por qué motivo subió a bordo para departir. El barco de la Compañía Trasmediterránea que los condujo se había llamado Ciudad de Cádiz, y a todas sus travesías les puso fin el submarino italiano Ferrari, orgullo de Mussolini, que lo torpedeó y hundió en aguas del Mar Egeo el 15 de agosto de 1937, ya en plena guerra, cuando el mercante republicano regresaba de Odessa con alimentos y material bélico según había oído decir a mi padre, o quizá fue el 14 del mismo mes, saliendo de los Dardanelos, según había leído casualmente en Thomas un rato antes en la interminable noche.

Este compañero de publicación, de viaje, de Universidad y hasta de Instituto antes (tan prolongado, por tanto, como lo fuimos Comendador y yo), se encargó de promover y dirigir la caza de quien aún no era padre de nadie. Llevó a cabo una campaña de difamación, buscó 'testigos de cargo' que sustentaran éstos en un proceso (o en su simulacro, otra cosa no había en las fechas triunfales) y se procuró una firma de mayor valor y autoridad que la propia para estampar en la denuncia formal que un día de mayo del 39 fue presentada en comisaría. Esa firma fue la de un profesor de aquella misma Facultad, Santa Olalla su nombre, de fanatismo reconocido y con quien mi padre no había tenido clases ni tan siquiera contacto, pese a que por lo visto el docente tampoco se había privado de figurar en la nada fanática expedición del Crucero del 33. Tantísimos años más tarde, cuando yo fui estudiante en las mismas aulas (pero ya por entonces y todavía entonces eternamente franquistas), seguía predicando en ellas aquel Santa Olalla en su calidad de muy veterano catedrático ahora —debió de ganar su título raudamente y con facilidad—, y su realidad y su fama en mi época eran de fascista cabal, tanto en sentido analógico como ideológico como político como temperamental, es decir, sensu stricto. Tengo entendido que también alcanzó la cátedra en alguna Universidad del norte (La Coruña, Oviedo, Santander, Santiago, no lo sé) el delator principal, Del Real, premiado probablemente por sus inmediatos y espontáneos servicios a la temprana e hiperactiva policía franquista del 39. Pero al parecer este otro delator docente aún se permitió presumir de 'semiizquierdista' ante sus revoltosos alumnos de los años setenta —nada en ello, en el fondo, de excepcional—, y algunos incautos e ignorantes jóvenes septentrionales de aquella década díscola lo encontraban 'encantador'. Así va el mundo ('Habla, delata, denuncia. Cállalo luego, y entonces sálvate'). Lo último que mi padre supo más o menos personalmente de él fue en el propio mayo del 39, mes y medio después de terminada la Guerra, en plena represión y supresión y concienzuda purga de los derrotados y al poco de su detención y encarcelamiento el día de San Isidro, patrón de Madrid, cuando algún conocido común —o quizá fue mi madre que fue a visitarlo y que aún no era mi madre ni su mujer– llegó a contarle que Del Real se pavoneaba de su gran hazaña por la ciudad con estas o parecidas palabras: 'Voy a conseguir que a Deza le caigan treinta años de cárcel, si es que no algo peor'. Ese 'algo peor' era fácil que le cayera en aquellas fechas a cualquier detenido con motivo o sin él, hubiera pruebas en su contra o no: si no las había se fabricaban, y aun eso no solía hacer falta, para su condena bastaba en principio la mera denuncia, la de un portero; un vecino, un envidioso, un cura, un resentido, un rival, un delator profesional o uno meritorio, un cortejador rechazado, una despechada novia, un compañero, un amigo, se daban por buenas todas, más valía pasarse que quedarse cortos a la hora de completar la 'atrición' iniciada en el 36, la palabra era de Thomas. Y ese 'algo peor' tenía el nombre de paredón.

Tuvo suerte Juan Deza dentro de todo, en comparación con tantos otros, y hasta la blanca tapia no logró mandarlo su delator. Durante la Guerra mi padre había sido soldado del Ejército Popular, o de la República, como prefería llamarlo él (había cumplido veintidós años cuando estalló, era unos meses menor que Wheeler), pero, destinado a tareas administrativas en la retaguardia de Madrid, estuvo primero en una compañía de Intendencia, luego fue nombrado traductor del Ejército de Tierra, más adelante prestó servicio como colaborador o ayudante de don Julián Besteiro hasta la capitulación, y así nunca hubo de entrar en combate. Y puesto que le constaba no haberse visto obligado a disparar un solo tiro de su fusil, también tenía la certeza absoluta de no haber matado a nadie, de lo cual, decía, se alegraba infinitamente. Escribió sus artículos del Abcy de alguna otra publicación, emitió programas de radio durante una temporada del 37 en que fue enviado a Valencia, y por encargo del Estado Mayor tradujo un voluminoso libro inglés de cuyo autor no se acordaba pero sí del título, Spy and CounterSpy (A History of Modern Espionage), y que seguramente jamás vio la luz que él le dio en español con destino al Ministerio de la Guerra. Pero las acusaciones de sus denunciadores incluían 'delitos' mucho más graves y —si bien fantásticos– concebidos con la peor intención, de falsedad difícil de desenmascarar: entre varios otros, el de haber sido colaborador del diario moscovita Pravda, el de haber servido de enlace, intérprete y guía en España del 'bandido Deán de Canterbury' (Dr. Hewlett Johnson, conocido como 'el Deán Rojo' o 'the Red Dean', al que mi padre no había visto jamás), y el de ser conocedor seguro de toda la trama de la 'propaganda roja' a lo largo de la contienda, lo cual equivalía a una invitación muy directa a que se le arrancara información tan excepcional por cualquier medio (por lo demás el habitual). Nada de eso sucedió, por fortuna: contó con testigos veraces, incluso entre los que venían 'de cargo'; milagrosamente le tocó un alférez jurídico de gran decencia, que lejos de tergiversar sus refutaciones durante la instrucción (como era costumbre en aquel sistema judicial), le propuso tomárselas al dictado para mayor exactitud, receloso de las imputaciones, y que antes de devolverlo a la celda le dijo: 'No le doy la mano porque nos ven y pueden pensar que tenemos alguna relación, pero espiritualmente estoy con usted' ('Antonio Baena', rememoraba mi padre, 'este nombre no lo olvidaré'); y también le cayó en suerte un juez dichosamente holgazán que traspapeló su expediente y acabó por sobreseer su caso en vista del anómalo comportamiento de algún 'testigo de cargo' y de la consiguiente confusión. Y así Juan Deza, mi padre, pasó un tiempo en prisión durante el cual enseñó a leer y escribir, sumar, restar y multiplicar a compañeros reclusos analfabetos (y a los más instruidos unas nociones de francés), y después pudo salir —se quedó sin enseñarles a dividir– aunque para vivir represaliado durante muchos años, verse desde luego impedido de ejercer cualquier docencia a cualquier nivel, a diferencia de sus encatedrados acusadores, y también de volver a publicar una línea más en la prensa de su país, cuya tinta era ya toda azul. Uno de los 'testigos de cargo' que sí se reflejó en el espejo oscuro de su función, otro antiguo compañero de Facultad al que su víctima había visitado y prestado libros bajo los bombardeos, novelista de barato o prostituido éxito más adelante (Flórez su nombre), le hizo llegar este recado a través de su amiga mi madre: 'Si Deza no vuelve a acordarse de que tiene una carrera, podrá vivir; en otro caso, lo hundiremos'. Pero esa es otra historia. Algunas veces lo vi dolerse en silencio por su azarosa situación, y lo vi pasarlo mal. Pero nunca lo vi amargado, ni nos transmitió a sus hijos resentimiento alguno, y el que podamos tener lo hemos desarrollado nosotros solos. Tampoco lo oí quejarse, ni decir en voz alta los nombres de sus delatores fuera del círculo familiar y de los amigos más íntimos, algunos de los cuales ya los conocían bien y de primerísima mano —aquellos dos nombres– desde el día de San Isidro de 1939. Pese a las zancadillas y trabas se supo desenvolver en la vida, y si él no se quejó ni en los años más duros e ingratos, no era yo quién para hacerlo por él. O tal vez sí. Tal vez sí lo fuera y además el único, junto con mis dos hermanos mayores y mi hermana menor, para hacer eso que tampoco ofende, lamentarse un poco por otros, por mi madre ahora y también por él.


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