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Fiebre Y Lanza
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Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



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Había reído mi padre entonces, y eso sí lo había hecho paternalmente, más o menos como cuando de niños soltábamos ingenuidades grandes o alguna inconveniencia ante las visitas.

'Puede ser', había dicho, 'tú tienes una propensión a engancharte en las cosas, Jacobo, de algunas te cuesta zafarte, no siempre sabes dejar atrás. Pero sobre todo es señal de que todavía te sientes muy joven. Aún crees disponer de un tiempo ilimitado, tanto como para malgastarlo. Quizá no te sea fácil ver esto, pero intentar vengarme habría sido tan sólo perder más tiempo por causa suya, y los meses de cárcel ya me fueron bastante. Además le habría dado una especie de justificación a posteriori, un falso asidero, un motivo anacrónico para su acción. Ten en cuenta que en el conjunto de una vida lo cronológico va perdiendo importancia, no se distingue tanto lo que vino antes de lo que vino luego, ni los actos de sus consecuencias, ni las decisiones de lo que desencadenan. Él habría podido pensar que al fin y al cabo yo le había hecho algo, qué más daba cuándo, y haberse ido a la tumba más conforme consigo mismo. Y no fue así, no ha sido así. Yo nunca lo perjudiqué, nunca le hice ni le había hecho nada, ni antes ni después ni desde luego entonces. Y quizá fuera eso lo que no tolerara, lo que le doliera. Hay personas que no perdonan que se porte uno bien con ellas, que les tenga lealtad, que las defienda y les preste su apoyo, no digamos que les haga un favor o las saque de algún apuro, eso puede ser la sentencia definitiva para el bienhechor, me juego lo que sea a que conocerás tus ejemplos. Parece como si esas personas se sintieran humilladas por el afecto y la buena intención, o pensaran que con eso se las hace de menos, o no soportaran creerse en imaginaria deuda, u obligadas a la gratitud, no sé. Claro que esos individuos no querrían lo contrario tampoco, válgame el cielo, son de una gran inseguridad. Y perdonarían aún menos que se portase uno mal y con deslealtad, que les negara favores y los dejara metidos en sus atolladeros. Hay personas que simplemente resultan ser imposibles, lo único sabio es apartarse de ellas y mantenerlas lejos, que no se te acerquen ni para bien ni para mal, que no cuenten contigo, no existir para ellas, ni siquiera para combatirlas. Claro que eso es un desideratum. Por desgracia uno no resulta invisible a voluntad y según su elección. Pero mira, estando yo en la cárcel vino a visitarme (tela metálica por medio) nuestra amiga Margarita, y estaba tan indignada con las manifestaciones de mi delator oídas aquí y allá, que su vehemencia llamó la atención de los carceleros. Le preguntaron de quién hablaba así, debían de temer que fuese del mismísimo Franco. Ella se lo dijo, pues tenía el genio muy vivo, y entonces la hicieron acompañarlos hasta la casa de él para comprobar si era verdad. En la casa estaba la madre, a quien Margarita conocía (bueno, la conocíamos todos, el trato había sido de larga y plena amistad) y a quien aprovechó para intentar convencer de que hiciera entrar en razón a su hijo y retirar aquella denuncia injusta e incomprensible. La señora, que le tenía mucho cariño, la escuchó con una mezcla de estupefacción e incomodidad. Pero finalmente la fe materna le pudo más que cualquier otra consideración, y para disculpar al hijo sólo se le ocurrió decirle: "La patria es la patria". A lo que Margarita le respondió: "Sí, y las mentiras son las mentiras".'

Mi padre se había quedado callado de nuevo, pero esta vez no me miró, sino que dirigió la vista hacia el brazo de su sillón. De pronto lo vi cansado, o tal vez distraído por algo ajeno a la conversación. No estaba seguro de si se había extraviado un poco entre sus recuerdos y no pensaba añadir más, o si aún le faltaba hilar el último episodio con lo anterior y ofrecerme una conclusión. Pensé que iba a quedarme sin averiguarlo, porque mi hermana había llegado (quizá mi padre había sentido su ascensor) y acababa de entrar en el salón, a tiempo de oír la frase citada de Margarita tan sólo, supongo, porque antes de nada nos preguntó con jovialidad y mal fingida reconvención:

'Pero bueno, ¿de qué discutís?'

Y yo había contestado:

'No, hablábamos del pasado.'

'¿De qué pasado? ¿Estaba yo?'

A mi padre lo alegraba particularmente mi hermana, aunque se parecía a nuestra madre algo menos que yo. O no exactamente: se parecía más al ser mujer, pero menos en las facciones, que yo reproducía en mi rostro de hombre con inquietante fidelidad. Él le había respondido con una sonrisa de ironía y contento, en armoniosa y acostumbrada fusión:

'No, no estabas tú, ni siquiera como embrión de proyecto de posibilidad de azar.' Y a continuación se había dirigido sólo a mí, para terminar: 'Las mentiras son las mentiras, ya ves. En realidad no hay más que decir, ni más tiempo que perder con esas cosas'.

'Una vez que uno ha salido de ellas, claro. Se entiende: más o menos con bien', dije yo.

'Una vez que uno ha salido de ellas, se da por sentado. Con bien o con menos bien. Pero se da por sentado: si yo no hubiera salido, no estaríamos ahora hablando tú y yo, y esta joven menos aún.'

'¿Qué, es alto secreto de lo que tratáis?'

Eso había dicho entonces mi hermana, me acordaba bien, y así me venían aquellos recuerdos mientras por fin me metía en la conocida cama preparada por la señora Berry hacía muchísimas horas, tras haber devuelto a su lugar, también, el ejemplar dedicado de From Russia with Loveen la habitación contigua, creía haber dejado casi todo en orden, e incluso había limpiado una extraña mancha de sangre que yo no había vertido ni provocado y que ahora, en medio de la ebriedad y la fatiga, y como había previsto antes de borrarla del todo y suprimir su cerco o último fin, empezaba a parecerme irreal, producto de mi imaginación. O era de mis lecturas acaso. Sin darme cuenta había leído mucho sobre los días de sangre de mi país. Sangre de Nin, sangre de mi tío que no lo fue, sangre de tantos sin nombre o que se habían tenido que desprender de él y no habitar ya más la tierra. Y sangre de mi padre buscada, que no lograron derramar (sangre de mi sangre que no brotó ni me salpicó). 'La patria es la patria', pobre y cautiva madre, la del traidor. Frase inextricable, sin significado como toda tautología, hueca la palabra, rudimentario el concepto, fanática su aplicación. Nunca de fiar quienes la emplearon o la emplearan, pero cómo saber sila estaba empleando quien hablase en inglés y dijese 'country', que casi siempre es 'país' y a veces tan sólo 'campo', que es del todo inofensiva en español. Desde el piso alto se escuchaba aún mejor el rumor del río, sosegado y paciente o desganado y lánguido, el sonido que asciende, o era por el ala del edificio en que estaba ahora, acostado al fin. Notaba ya un poco de claridad en el cielo o así lo creía, apenas era perceptible, bien podía dudar del ojo. Pero allí invita a notarla, aun en la noche cerrada y en la hora que los latinos llamaron el conticinio y que ya ha olvidado mi lengua, esa extraña voluntad inglesa de dormir sin persianas a la que nunca llegué a acostumbrarme, no las hay, no las tienen, ni tampoco siempre cortinas o contraventanas en su lugar, sino a menudo sólo transparentes visillos que no guarecen ni ocultan ni calman, como si hubieran de mantener un ojo abierto cuando se adormecen los habitantes de esta isla grande en la que he pasado más tiempo del aconsejable y jamás previsto, si sumo el antes y el después, el ahora y el anteayer. 'Y las mentiras son las mentiras', otra tautología sin significado, aunque aquí la palabra no fuese hueca, ni el concepto rudimentario, ni fanática su aplicación, sino universal, sin esfuerzo, rutinaria, constante, hasta hacerse maquinal e indeliberada a veces, y cuanto más lo sea más difícil su identificación, distinguirla, y mayor su verdad entonces, la de los embustes, y mayor nuestra indefensión. 'Las mentiras son las mentiras, pero todo tiene su tiempo para ser creído.' Como si yo creyera ahora al río al entender su rumor, y al creer entenderlo repitiera con él, mientras me iba durmiendo con el ojo abierto de este país que para algunos es patria, suave y desmayadamente con el ojo abierto de mi contagio y de la claridad que no hay: 'Yo soy el río, soy el río y por tanto un hilo de continuidad entre vivos y muertos al igual que los cuentos que nos hablan de noche, me asemejo a los tiempos y también a los hechos, soy el río. Pero el río es el río. Y nada más'.

II.– Lanza

Uno nunca sabe del todo si se gana la confianza de nadie, y menos aún cuándo la pierde. Quiero decir la de alguien que jamás hablaría de eso, ni haría protestas de amistad ni reproches, ni emplearía nunca esas palabras —desconfianza, amistad, enemistad, confianza—, o sólo como elemento burlón de sus naturales representaciones y diálogos, como resonancia y cita de parlamentos y escenas de los tiempos pasados que nos parecen ingenuos siempre, también el hoy lo será mañana para quienes quiera que vengan, y sólo quienes bien lo saben se ahorran las aceleraciones del pulso y la suspensión del aire, y así no someten sus venas a los sobresaltos. Pero es difícil aceptar o ver eso, de modo que los corazones perpetúan sus vuelcos y las bocas sus pastosidades y vahos y sus temblores las piernas, cómo pude o he podido —se dicen los hombres para sus adentros– ser tan tonto, ser tan listo, tan resabiado, tan crédulo, tan pánfilo, tan escéptico, no es por fuerza más ingenuo el confiado que el receloso, no lo es menos el cínico que el rendido sin condiciones que se ha puesto en nuestras manos y nos ofrece ya el cuello para el último o primer tajo, o el pecho para que lo atravesemos con nuestra más puntiaguda lanza. Hasta los más descreídos y astutos y los más taimados resultan un poco ingenuos una vez expulsados del tiempo, una vez que han pasado y su historia se conoce (corre de boca en boca, y así se va configurando). Tal vez sea eso, el final y saberlo, saber qué ha ocurrido y en qué pararon las cosas, quién se llevó las sorpresas y quién condujo el engaño, quién salió favorecido o maltrecho o bien hizo tablas, y quién no apostó ni por tanto corrió ningún riesgo, quién —aun así– salió perdiendo porque lo arrastró la corriente del ancho río más fuerte, poblado por tantos tahúres siempre, tantos que acaban involucrando siempre a todos los pasajeros, aun a los más pasivos, a los indiferentes, a los desdeñosos y reprobatorios, a los adversos y a los más reacios; y también a los ribereños. No parece posible mantenerse aparte, en la margen, encerrarse en casa y no saber nada ni querer nada —no querer ni querer siquiera, eso de poco sirve—, no abrir el buzón ni contestar nunca el teléfono, ni descorrer el cerrojo por mucho que llamen y parezca que van a echarnos la puerta abajo, no parece posible simular que no hay nadie o que el que había se ha muerto y no te oye, resultar invisible a voluntad y cuando elige uno, no lo es callar y contener eternamente la respiración mientras está uno vivo, tampoco es del todo posible cuando creyó no habitar ya más la tierra y desprenderse aun del propio nombre. No es tan fácil que eso ocurra, no es tan fácil borrarlo y borrarse y que no quede ninguna huella, ni siquiera la curva última o último fin del cerco, no es sencillo ser sólo como la mancha de sangre que se lava y se frota y se suprime y entonces..., entonces puede empezar a dudarse de que jamás haya existido. Y en cada vestigio se rastrea la sombra de una historia siempre, tal vez no completa o incompleta sin duda, llena de lagunas, fantasmal, jeroglífica, cadavérica o fragmentaria como trozos de lápidas o como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, y hasta puede ignorarse la forma de su final cabalmente, como en el caso de Nin y en el de mi tío Alfonso y en el de su amiga joven con una bala en la nuca y sin nunca nombre, y en el de tantos otros de los que yo no sé y no cuenta nadie. Pero una cosa es la forma y otra es el final mismo, que se conoce siempre: como una cosa es el tiempo y otra su contenido, nunca repetitivo, variable infinitamente, mientras que el tiempo es homogéneo, y no se altera. Y es ese final sabido lo que nos permite tildar a todos de ingenuos y de baldíos, a los listos y a los tontos, a los entregados y a los huidizos y esquivos, a los incautos, a los precavidos y a los que urdieron conspiraciones y tendieron trampas, a las víctimas y a los verdugos y a los fugitivos, a los inocuos y a los que fueron dañinos, desde la falsa superioridad —el tiempo la rematará, será el tiempo, el tiempo lo que le pondrá remedio– de los que no han llegado a su fin y todavía caminan a tientas tuertos o marchan ligeros con escudo y lanza, o ya cansinos y lentos con el escudo abollado y la lanza roma y sin filo, sin darnos apenas cuenta de que pronto estaremos con ellos, con los expulsados o que ya han pasado y entonces..., entonces hasta nuestros juicios tan conmiserativos y agudos serán a su vez tildados de baldíos y de ingenuos, para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento, y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias, para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: por qué se enfrentaron ypara qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar yde quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, ya qué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, ytantas las dudas, ytal tormento.

Y así es y será sin embargo siempre, eso vino a decirme Tupra en alguna ocasión y me dijo claramente Wheeler a la mañana siguiente y durante nuestro almuerzo. Y si Tupra no lo dijo con igual claridad fue sin duda porque él jamás hablaría de eso ni emplearía palabras como desconfianza, amistad, enemistad, confianza, o no en serio, no relacionadas consigo mismo, como si ninguna pudiera incumbirle o tocarlo ni cupiera en sus experiencias. 'Es el estilo del mundo', decía a veces, como si fuera en verdad cuanto podía decirse al respecto y todo lo demás fuera adorno y quizá innecesario tormento. No esperaba nada, yo creo, no lealtad pero tampoco traiciones, y si se encontraba con lo uno o lo otro no parecía sorprenderse, ni tomar más medidas que las recomendables de tipo práctico. Y no esperaba aprecio ni afecto pero tampoco malquerencias ni inquinas, pese a bien saber que de éstas y aquéllos está infestada la tierra, y que a menudo los individuos no pueden evitar unos ni otras y además no quieren hacerlo, porque son mecha y pábulo de su combustión, también su razón y su lumbre. Y que no precisan de motivo ni meta para nada de ello, de finalidad ni causa, de agradecimiento ni agravio o no siempre, o según Wheeler, que fue más explícito, 'llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento'.

Nunca supe, así pues, si me gané nunca la confianza de Tupra, ni si la perdí ni cuándo, no hubo posiblemente un momento ni otro para esas dos fases o movimientos del ánimo, o no podría habérseles dado un nombre, esos nombres, el de ganancia, el de pérdida. Él no hablaba de eso, en realidad no hablaba a las claras de casi nada, y de no haber sido por las explicaciones preliminares de Wheeler aquel domingo oxoniense, es posible que nunca hubiera sabido nada preciso ni impreciso de mis funciones, y que no hubiera ni adivinado su sentido u objeto. Desde luego no llegué nunca a saberlo ni a entenderlo todo: qué se hacía con mis dictámenes o impresiones o informes, a quién iban destinados en última instancia o exactamente para qué servían, qué consecuencias traían ni si traían alguna o pertenecían por el contrario a esa clase de tareas y actividades que se realizan en algunos organismos e instituciones porque se han venido haciendo desde hace mucho, pero sin que nadie recuerde por qué se iniciaron ni se plantee por qué seguirlas. A veces pensé que se archivaban tan sólo, por si acaso. Qué fórmula rara, pero que lo justifica, todo: por si acaso. Hasta lo más absurdo. Creo que ahora ya no sucede, pero antiguamente, cuando se visitaban los Estados Unidos, una pregunta que se formulaba a su entrada a todo viajero era si tenía intención de atentar contra la vida del Presidente de ese país. Como es de imaginar, nunca nadie la contestó afirmativamente —era una declaración bajo juramento– a no ser por gastar una broma que solía salir cara en tan adusta frontera, y el que menos el hipotético magnicida o chacal que desembarcara precisamente sin otro propósito o misión que esa. El motivo de la disparatada pregunta era al parecer que, si a algún extranjero se le ocurría atentar contra Eisenhower o Kennedy o Lyndon Johnson o Nixon, al cargo principal se le añadía el de perjurio; es decir, que la pregunta se hacía con mala intención y por si acaso. Nunca comprendí, sin embargo, la relevancia o ventaja de esa agravante suplementaria contra alguien acusado de cargarse o intentar cargarse a la persona de esa nación de mayor rango, lo cual se diría delito en sí mismo de gravedad difícilmente superable. Pero así funcionan las cosas que son por si acaso, supongo. Se prevén los hechos más inverosímiles e improbables y se obra contando con ellos aunque casi nunca se den, casi siempre inútilmente. Se llevan a cabo infructuosas o superfluas tareas que seguramente jamás sirvan ni se aprovechen, se trabaja sobre eventualidades y figuraciones e hipótesis, sobre la nada y lo inexistente y sobre lo que no sucede ni tampoco ha sucedido antes. Y eso es contar con el acaso.

Al principio fui llamado, tres veces en el corto plazo de unos diez días, para ejercer de intérprete, aunque sin duda disponían de otros para alquilarlos por horas y de alguno medio en plantilla, como la joven Pérez Nuix, a la que conocí algo más tarde. En dos de las ocasiones no tuve que intervenir apenas, pues los dos individuos chilenos y los tres mexicanos con los que Tupra y su subordinado Mulryan compartieron sendos almuerzos rápidos —hombres los cinco de aburridos negocios, vagamente diplomáticos, vagamente legislativos y parlamentarios– hablaban un bastante aceptable inglés utilitario, y mi presencia en el restaurante sólo se hizo necesaria para despejar algún titubeo de tipo léxico y para que los términos finales de los preacuerdos a que por lo visto llegaron estuvieran bien claros para ambas partes y no hubiera lugar a posteriores malentendidos, voluntarios o involuntarios. En realidad sólo fui requerido para hacer el resumen. No me enteré mucho de lo que trataban, como me sucede en cualquier idioma cuando no me logro interesar por lo que mis oídos oyen. Quiero decir que entendía desde luego las palabras y también las frases, y podía convertirlas y reproducirlas y transmitirlas sin ningún problema, pero no comprendí los asuntos ni sus respectivos fondos, me traían sin cuidado.

La tercera ocasión fue más extraña y entretenida y también me gané más la paga, porque fui convocado al despacho de Tupra y allí hube de traducir lo que a todas luces me pareció un interrogatorio. No el de un detenido ni el de un prisionero ni tan siquiera el de un sospechoso, pero sí tal vez —como si dijéramos– el de un infiltrado o un tránsfuga o un confidente del cual Tupra y Mulryan aún no se fiaran enteramente, los dos hacían las preguntas (pero más Mulryan, Tupra se reservaba) que yo le repetía en español a aquel venezolano alto y sólido de mediana edad, vestido de paisano y algo incómodo en esas ropas, o digamos desasosegado, forzado, como si fueran prestadas y pasajeras o adquiridas recientemente, como si se sintiera inestable y tal vez un farsante sin el más que probable uniforme al que debía de estar acostumbrado. Con su bigote rígido y su cara ancha y tostada, sus cejas veloces separadas tan sólo por dos mínimas pinceladas cobrizas que le flanqueaban un entrecejo breve como una mosca trasladada de la barbilla a la frente, con su tórax muy convexo perfecto para sostener y realzar medallas y en cambio demasiado henchido para soportar tan sólo camisa blanca, corbata oscura ychaqueta clara cruzada (rara de ver en Londres, parecía a punto de estallarle, los tres botones abrochados como reminiscencia de la guerrera), no me costaba imaginarlo con una gorra de plato de militar sudamericano, o es más, su pelo de gruesas púas negras y blancas que le nacía demasiado bajo pedía a gritos una visera de buen charol que concentrara toda la atención en ella y le ocultara o disimulara su tan invasor arranque.

Las preguntas de Mulryan, más alguna ocasional de Tupra, eran educadas pero muy rápidas y muy al grano (al grano parecían ir ambos siempre, también en sus conversaciones con los juristas o senadores o diplomáticos chilenos y mexicanos, no estaban dispuestos a emplear más tiempo del justo, se los notaba duchos en las negociaciones, entrenados, sin que les importara resultar algo abruptos), y vi que de mí esperaban lo mismo en mis traducciones, que reprodujera con exactitud no sólo las palabras sino también la premura y el tono más bien tajante, y si vacilé un par de veces porque a mi lengua no le sienta bien siempre la absoluta falta de preámbulos y circunloquios, Mulryan me hizo en ambas ocasiones un gesto suave pero inequívoco, con dos dedos juntos, indicándome que me apresurara y no pensara en formulaciones de mi cosecha. Aquel milico venezolano no sabía nada de inglés, pero prestaba tanto oído a las voces de los británicos mientras preguntaban como a la mía cuando le proporcionaba la comprensión de sus interrogaciones, aunque inevitablemente me miraba a mí, se dirigía a mí, que era sólo el recadero, a la hora de dar sus respuestas, demasiado consciente de que yo era el único que de entrada se las entendía. No es que con él me enterara mucho más del conjunto de lo tratado o comprendiera con total precisión cuál era el fondo de los asuntos, pero mi curiosidad se despertó más, sin duda, que durante los dos almuerzos, en verdad soporíferos y de contenidos más abstrusos para un profano. Recuerdo haberle trasladado preguntas, a aquel militar disfrazado y desazonado, sobre las fuerzas con que contaban él y los suyos, quienes quisiera que fuesen, las seguras y las probables, y que él contestó que, seguro no había nunca nada en Venezuela, que lo considerado seguro era sólo probable siempre, y lo llamado probable era una incógnita siempre. Y recuerdo que esta respuesta impacientó a Mulryan, que tendía a concretar y precisar al máximo, y que propició una de las intervenciones de Tupra, quizá más hecho a las vaguedades y evasivas por sus posibles andanzas de años en el extranjero, y sus trabajos y misiones de campo, y sus pactos con insurrectos varios, eso pensé, yo le había construido ese pasado desde el primer momento, en casa de Wheeler. 'Dígame entonces las fuerzas probables', así de sencillamente había sorteado las reservas del interrogado y el malhumor de Mulryan. También se le preguntó, a aquél, acerca del apoyo logístico garantizado 'from abroad', que yo traduje como 'desde el extranjero', pero añadí 'exterior, de fuera', para que no hubiera dudas. Él entendió a buen seguro lo mismo que yo, a saber, que aquello era un eufemismo para referirse a un solo apoyo concreto, el estadounidense. Contestó que eso dependía en gran medida del resultado y popularidad de la primera fase de operaciones, que la gente de fuera' aguardaba siempre hasta el último instante antes de comprometerse a las claras y participar 'con armas y bagajes' en cualquier empresa, utilizó esa expresión, quizá aquí tanto en sentido literal como figurado. Pero ante la visible y creciente irritación de Mulryan agregó que 'el Ambásador' —así me lo llamó, con dicción hispana pero en inglés supuesto, despejando cualquier asomo de duda respecto a quién aludía– les había prometido el reconocimiento oficial inmediato si no había oposición apenas o ésta quedaba 'emburbujada' desde el principio, jamás había oído ese ridículo participio en mi lengua pero capté sin problemas su significado. Poco marcial me parecía el término, más propio de un político camelista entontecido o de un alto ejecutivo asimismo entontecido, versiones modernas de los vendedores de crecepelos.

–¿Y usted cree eso posible, que no haya resistencia o que se reduzca a focos aislados? —le preguntó Mulryan (había traducido de este modo el absurdo, aquí la fidelidad no sólo se hacía difícil, sino que me habría avergonzado). Y añadió—: No parece muy factible, con ese jefe tan pendenciero y obstinado y tan idolatrado en su día, aún le quedan muchísimos incondicionales, ¿no es cierto? Y si la resistencia es fuerte, la gente de fuera no moverá un dedo ni reconocerá a nadie hasta ver que la situación se haya decantado hacia uno u otro lado, y eso podría ir para largo. Esperarían acontecimientos, es eso lo que también han venido a decirles. ¿O no?

–Bueno, puede que sí, que así debiéramos entenderlo. Pero si al patrón lo respetamos, quiero decir su persona física, no creo que muchas unidades se jueguen la supervivencia por defenderle tan sólo la silla, ni tampoco muchos venezolanos. Obraría a nuestro favor el hartazón amplísimo, y la clase política tradicional nos respaldaría en pleno, eso es seguro, en cuanto anunciáramos elecciones prontas.

–Quiere usted decir probable —intervino Tupra.

–Quiero decir muy probable, efectivamente —se corrigió el militar, turbado y sin esbozar ni media sonrisa, se lo notaba muy pendiente de sí mismo, tenso y frágil como si se sintiera en falta, o con lealtades encontradas.

No se me escapó durante el interrogatorio que ni Mulryan ni Tupra utilizaron nunca ningún vocativo, no llamaron de ninguna forma a aquel paisano mal fingido, ni una vez le dijeron 'Señor Tal', ni por supuesto 'General', o 'Coronel', o 'Comandante', o lo que quisiera que fuese de graduación el individuo. Imaginé que preferían que yo ignorase al menos con quién hablaban, ya que me estaba enterando de todo lo hablado.

–Vamos a ver si le entiendo una cosa que es importante, o aún es más, es decisiva —siguió entonces Tupra—. Ustedes no irían en ningún caso contra el patrón, contra su persona, ¿es así? Sólo irían por su asiento, según ha dicho. Contra él, contra su integridad física, bajo ninguna circunstancia. ¿He entendido bien?

Aquel señor venezolano se aflojó la corbata, de manera instintiva, casi no llegó a hacerlo, fue más el gesto de desahogarse; se removió en su butaca; estiró un poco las piernas como si de pronto se diera cuenta de que la raya del pantalón se le estaba torciendo, de hecho se enderezó las dos perneras con tacto y con los pies en alto, uno y otro seguidamente, y entonces me fijé en que calzaba unas botas cortas de un verde oscurísimo, como de piel de cocodrilo, no sé si de imitación, yo no distingo. Pensé que rumiaba y ganaba tiempo, que no estaba seguro de lo que le convenía responder ahora. Pensé que Tupra era más hábil que Mulryan y por eso no se prodigaba, para no darse a conocer ni gastarse y estar fresco siempre, supervisando a cierta distancia.

–Sería tentar demasiado al diablo, no sé si me entiende. Sería peligroso, podría resultar contraproducente, prender una llama que nunca debería encenderse, ni al tamaño de un solo fósforo. Él no debería sufrir ningún daño, eso lo tenemos todos muy claro, guante blanco, no se preocupe, a él no puede tocárselo. De otro modo, los apoyos con que contamos se tambalearían. No todos, desde luego. Pero parcialmente.

Recuerdo que Tupra sonrió con afectada lástima e hizo una pausa, y que Mulryan no se atrevió a reanudar las preguntas mientras no tuvo claro que su superior se había retirado del interrogatorio de nuevo, momentáneamente. E hizo bien, porque Tupra no se había hecho todavía a un lado.

–Pues entonces los veo muy poco determinados —dijo—. Y en estas aventuras la falta de determinación equivale al fracaso seguro, ni siquiera probable. Tanto como la falta de odio, usted debería saberlo, señor, por estudios o por experiencia. Según la mía, al menos, uno tiene que estar dispuesto a ir más lejos de lo necesario, aunque luego no vaya, o decida frenarse llegado el momento, o no haga falta que vaya. Pero la predisposición ha de ser esa, no la contraria. No puede uno ponerse el límite de antemano, y por debajo de lo que fácilmente podría resultar necesario, ¿tengo razón? Si así están la resolución y los ánimos, mi opinión es que no se intente. Y desaconsejaré, de momento, cualquier financiación y respaldo.

Aquel militar algo desnaturalizado negó vehementemente con la cabeza mientras iba escuchando mi versión española de las palabras de Tupra, tal vez como quien no da crédito y se desespera ante un malentendido muy caro, pero tal vez —también– como quien se da cuenta tarde de que equivocó la respuesta y de que con ello ha propiciado un desastre para el que quizá no haya remedio, porque toda retractación o rectificación o matización sonará siempre insincera e interesada —arriadas velas—, tras según qué pifias. Aquel falso paisano o soldado falso bien podía estar pensando: 'Maldita sea, lo que querían oír estos tipos es que no pestañearíamos si tuviéramos que liquidarlo, y no, como yo creía, que íbamos a respetarle el pellejo al pendejo, por mal que se nos pusiera'. Sí, podía estar pensando eso, u otra cosa que no me dio imaginación ni tiempo a elaborar mentalmente, porque en cuanto cesó mi español él se apresuró a hacer protestas: —Pero no, ustedes no me entendieron, señores —dijo con agitación y mayor expresividad que hasta entonces. Quizá no hablaba así, pero es así como lo recuerdo, los léxicos y los acentos de América se confunden mucho en la memoria, y en los relatos—. Claro que estaríamos listos para suprimirlo, si no quedara más remedio. Determinación no nos falta, y en cuanto al odio, miren, el odio se convoca en un santiamén, en cualquier instante, basta una chispita, cuatro frases bien juntadas y ya se extiende, y es mejor no llevarlo desde el principio en llamas, que no se gaste, mejor la cabeza fría antes del cuerpo a cuerpo, ¿verdad usted? Sólo dije que no creemos que hacerle daño al patrón pudiera nunca precisarse, sería muy improbable, y preferible para todos, eso seguro, que no nos hiciera falta. Pero créanme, si se nos pusiera mal mal todo, y para ponérnoslo bueno hubiera que liquidarlo, tampoco el pulso iba a temblamos. Miren, se le descerraja un tiro y listos, es rápido y no es difícil, tenemos unos cuantos acostumbrados a eso. Y que luego vengan los suyos a lamentarse, el libertador ya está extinto. Se pongan como se pongan, ya no hay qué hacer, ya no hay tirano, se fue al carajo.


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