Текст книги "Fiebre Y Lanza"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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O podía ser Tupra quien me preguntara en su acogedor despacho, a la mañana siguiente de una cena salpicada de celebridades a la que me había incorporado y llevado —'Un viejo amigo español recién aterrizado, y un gran artista, no iba a dejarlo en el hotel a solas': 'Ser un gran artista es un pasaporte estupendo hoy en día', solía decirme, 'y que además no compromete a mucho, porque se lo puede ser de cualquier cosa, del interiorismo, el calzado, la Bolsa, el alicatado o la repostería'– porque a ella asistían un par de compatriotas míos —él artista de las finanzas, ella de la farándula– a los que deseaba que distrajera y de paso sondeara un poco acerca del anfitrión, mientras él se encargaba de éste y de otras piezas mayores británicas:
–Dime, Jack, ¿te parece que ese mamarracho, nuestro anfitrión de anoche, sí, ese cantante ridículo, te parece que sería capaz de matar? En alguna circunstancia extrema, si se sintiera muy amenazado, por ejemplo. ¿O bien que no podría en absoluto, que sería de los que bajan los brazos y se dejan acuchillar, antes que asestar ellos su golpe? O por el contrario, ¿crees que sí podría, y aun en frío?
Y yo me paraba a pensarlo un instante, y ya nunca contestaba sin más 'No lo sé, cómo puedo saberlo', no contestaba así a ninguna pregunta por extraña o alambicada o fantástica o demasiado precisa que fuese, ni aunque se refiriese a arcanos como ese, quién tiene idea de quién puede matar, y cuándo, y con qué sangre caliente o fría o templada. Y sin embargo algo aventuraba siempre tratando de ser sincero, esto es, tratando de ver algo antes de decirlo, y evitando hablar por hablar tan sólo, o sólo porque de mí se esperase que hablara. Procuraba ponerme al menos en la situación o hipótesis a que me arrojaba cada pregunta de mis superiores o mis compañeros. Y lo más curioso o lo más aterrador era que en todas las ocasiones acababa por ver algo o por vislumbrarlo (quiero decir que no lo inventaba, no eran visiones ni astutas fábulas), y por avanzar en consecuencia algo, ese es el proceso del atrevimiento sin duda, y es tanto lo que se consigue a base de práctica, y de exigirse. El problema de casi toda la gente, sus limitaciones, provienen de la falta de persistencia, de su pereza o fácil contentamiento, también de su miedo. Casi todo el mundo recorre un breve trecho y se frena, se para pronto y toma asiento y se repone del susto o se adormece, y entonces se queda corto. A alguien se le ocurre una idea y normalmente con eso le basta, con la ocurrencia, se detiene complacido ante el primer razonamiento o hallazgo y ya no continúa pensando, ni escribiendo con mayor hondura si escribe, ni exigiéndose ir más lejos; se da por satisfecho con la primera hendidura o ni siquiera eso: con el primer corte, con atravesar una sola capa, de las personas y de los hechos, de las intenciones y las sospechas, de las verdades y los embelecos, nuestro tiempo es enemigo de la insatisfacción íntima y por supuesto de la constancia, está organizado para que todo canse en seguida y la atención se muestre saltarina y errática y el vuelo de una mosca la distraiga, no se soportan la indagación sostenida ni la perseverancia, el quedarse de veras en algo, para enterarse de ese algo. Y no se consiente la mirada larga, la que tenía Tupra y la que acaba afectando a lo que así es mirado. Los ojos que se demoran hoy ofenden, y por eso han de esconderse detrás de cortinas y de prismáticos y teleobjetivos y remotas cámaras, y espiar desde sus mil pantallas. En un sentido —pero sólo en uno– Tupra me recordaba a mi padre, el cual no nos permitía nunca, a mis hermanos ni a mí, conformarnos con la apariencia de una victoria dialéctica en nuestras discusiones, o de un éxito al explicarnos. 'Y qué más', nos decía después de que hubiéramos dado por concluidos, exhaustos, una exposición o un argumento. Y si le contestábamos 'Nada más. Ya está. ¿Te parece poco?', él respondía, para nuestro momentáneo desquiciamiento: 'Sí, no has hecho más que empezar. Sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando. Pensar una sola cosa, o divisarla, es algo, pero también es apenas nada, una vez asimilada: es haber llegado a lo elemental, a lo cual, es cierto, ni siquiera la mayoría alcanza. Pero lo interesante y difícil, lo que puede valer la pena y lo que más cuesta, es seguir: seguir pensando y seguir mirando más allá de lo necesario, cuando uno tiene la sensación de que ya no hay más que pensar ni nada más que mirar, que la secuencia está completa y que continuar es perder el tiempo. Lo importante está siempre ahí, en el tiempo perdido, en lo gratuito y en lo que parece superfluo, más allá de la raya en la que uno se siente conforme, o bien se fatiga y se rinde, a menudo sin reconocérselo. Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime qué más, qué más se te ocurre y qué más arguyes, qué más ofreces y qué más tienes. Sigue pensando, corre, no te pares, vamos, sigue'.
También Tupra se instalaba en eso, en el señalamiento de la insuficiencia, lo había hecho desde la primera vez respecto del Soldado Bonanza, con sus 'Qué más', 'Explíqueme eso', 'Dígame lo que piensa', 'Por qué lo cree', 'Continúe', 'Hábleme de esos detalles', '¿Algo más?', '¿Es eso cuanto ha observado?'. Era una tenacidad suave y dosificada, con la que sin embargo extraía cuanto uno hubiera pensado y visto, e incluso el sueño o la sombra de los pensamientos y de las imágenes, lo que no estaba aún formulado ni delineado ni por lo tanto pensado ni visto del todo, sino sólo esbozado o intuido o implícito, todavía irreconocible y fantasmagórico, como la escultura que encierra el bloque de mármol o los poemas que contienen casi enteros las gramáticas y los diccionarios. Lograba que lo ilusorio adquiriera verbo y tomase cuerpo. Y que se plasmase. A veces yo lo sentía como un acto de fe por su parte: fe en mis capacidades, en mi perspicacia, en mi don supuesto, como si estuviera seguro de que ante su adecuada insistencia —guiado por ella, adiestrado por ella—, yo acabaría por entregarle siempre el dibujo o el texto, por brindarle el retrato que me pedía, o que necesitaba.
Sí, algo así sería, si el informe que vi una vez sobre mí mismo era auténtico, y no tenía por qué no serlo. Lo encontré una mañana rebuscando unos datos en unos viejos ficheros. Lo que no era para los ojos de todos debía de guardarse y almacenarse allí y no en los ordenadores, tan inseguros y desprotegidos. Vi mi nombre, 'Deza, Jacques', y tiré de la ficha sin pensármelo dos veces. Estaba fechada un par de meses después de mi intervención primera (o así es como yo la veía), traducción del Recluta Bonanza y posterior interrogatorio sobre mis impresiones del individuo, y en realidad no era un informe en regla, sino unas cuantas notas improvisadas, posiblemente tomadas a mano —posiblemente por el propio Tupra– a raíz de quién sabía qué actuaciones o interpretaciones mías, aunque quien quiera que fuese las había juzgado dignas de archivo y las había hecho transcribir a ordenador o máquina —acaso se había molestado en pasarlas él mismo—. Leí con rapidez, volví a sepultarlas. Nadie me había prohibido nunca la consulta de aquel viejo fichero, pero tuve la sensación muy nítida de que más me valía no ser sorprendido fisgando lo que sobre mí estaba escrito y no me habían enseñado. Era breve el informe, eran apuntes casi impresionistas, nada sistemáticos u organizados, algo perplejos y contradictorios, quizá indecisos. Más o menos decían:
'Es como si no se conociera mucho. No se piensa, aunque él crea que sí (tampoco lo cree con gran ahínco). No se ve, no se sabe, o más bien no se ausculta ni se investiga. Sí, más bien es esto: no es que no se conozca, sino que ése es un conocimiento que no le interesa y que apenas cultiva por tanto. No ahonda en él, lo vería como una pérdida de tiempo. Quizá no le interesa por demasiado antiguo, tiene escasa curiosidad por sí mismo. Se da por descontado, o se tiene sabido. Pero la gente va cambiando. Él no se ocupa de registrar ni analizar sus cambios, no está al día de ellos. Es introspectivo. Y sin embargo mira hacia fuera cuando más parece mirar hacia dentro. Sólo le interesa el exterior, los demás, y por eso ve tan bien. Pero los demás no le interesan para intervenir ni influir en sus vidas, ni por utilitarismo. Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie. No es que no lamente ni celebre los hechos, es solidario, no le resultan indiferentes. Pero de un modo algo abstracto. O acaso es que es muy estoico, con lo de los demás y con lo propio. Las cosas ocurren y él toma nota, sin ningún propósito definido, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Quiero decir de nuestros caracteres. O todavía más, de nuestros moldes. Con un saber que nos es ajeno. Juzga poco. Lo más raro de todo es que no hace uso de su saber. Es como si viviera paralelamente una vida teórica, o una vida futura que aguardase turno en la recámara. Su hora en otra existencia. Y como si fueran a parar a ella los descubrimientos, los reconocimientos, las informaciones y las constataciones. Y no en cambio a la presente, a la efectiva. Incluso lo que sí lo afecta, hasta sus experiencias propias y sus sinsabores parecen desgajarse en dos partes, y una de las dos ir destinada a ese saber suyo meramente teórico, o de la expectativa. A enriquecerlo, a nutrirlo. Extrañamente, con vistas a nada. Al menos en esta vida suya real que avanza. No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene. Y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona. A veces lo veo como a un enigma. Y a veces creo que él también lo es para sí mismo. Entonces vuelvo a pensar que no se conoce mucho. Y que no se presta atención porque en realidad ha renunciado a ello, a entenderse. Se considera un caso perdido con el que no ha de malgastar reflexiones. Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo.' La verdad es que me quedé como estaba, aunque aquel texto me hizo pensar que en algún sitio debía de haber sobre mí un verdadero informe en regla, con datos y fechas, hechos comprobables y características detalladas, con mi curriculumconvencional (o quién sabía si el inconfesable) y con observaciones y descripciones menos etéreas e inverificables. Debían de existir de todos nosotros, lo contrario habría sido una incongruencia, me prometí buscarlos un día con calma, podían interesarme los de Rendel y la joven Nuix, el de Mulryan no tanto; y desde luego el de Tupra, si también lo había. Antes de cerrar el fichero apoyé el pulgar en el borde superior de las fichas e hice correr bajo él unas cuantas, sin mucha rapidez, por curiosidad, parándolas al azar de vez en cuando. Vi encabezamientos muy conocidos: 'Bacon, Francis', 'Blunt, Sir Anthony', 'Caine, Sir Michael (Maurice Joseph Micklewhite)', 'Clinton, William Jefferson "Bill"', 'Coppola, Francis Ford', 'Le Carre, John (David Cornwell)', 'Richard, Keith (The Rolling Stones)', 'Straw, Jack'(el Ministro de Exteriores británico, antes del Interior, el que soltó a Pinochet, vaya baldón, era sobre quien necesitaba datos aquella mañana, de su impropio pasado), 'Thatcher, Margaret Hilda, Baroness'. Fueron sus fichas las que frenó mi dedo, algunos estaban ya muertos. Otros muchos epígrafes no me decían nada, para mí desconocidos: 'Booth, Thomas', 'Dearlove, Richard', 'Marriott, Roger (Alan Dobson)', 'Pirie-Gordon, Sarah Jane', 'Ramsay, Margaret "Meta", Baroness', 'Rennie, Sir John', 'Skelton, Stanyhurst (Marius Kociejowski)', 'Truman, Ronald', 'West, Nigel (Rupert Allason)', mi vista cayó sobre ellos, cuánta gente no se llamaba como se llamaba, mi memoria es excelente para los nombres.
Era grato que se tomaran molestias conmigo, habiendo tal compañía; que quisieran desentrañarme, que me hicieran caso. Lo que más me intrigó fue sin duda aquel momento en que el redactor o cavilador, fuera quien fuese, se dirigía a otra persona, a alguien abiertamente, lo cual indicaba que sus impresiones o conjeturas tenían un destinatario concreto: 'De mí, de ti, de ella, decía. 'Sabe más de nosotros que nosotros mismos.' Pensé que por exclusión la joven Nube sería 'ella', aunque certeza absoluta no pudiera tenerla. Pero quién era ese 'tú', quién era ese 'yo'. Había varias posibilidades, no podía saberlo en modo alguno. Tampoco quién creía, por tanto, que debía temérseme, eso también me extrañó bastante, porque yo no lo creía entonces. (A no ser que fueran un 'yo' y un 'tú' y un 'ella' metafóricos, hipotéticos, intercambiables, como si la expresión hubiera sido 'Casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De este, de aquel, del otro'.) No hace falta decir que esas notas iban sin firma, como las demás del fichero, o de aquel cajón al menos. Parecían escritas todas a vuelapluma, por lo poco que me atreví a entretenerme mirándolas, cuando mi pulgar detenía algunas: tan vagarosas y especulativas eran las relativas a mí como las dedicadas al ex-Presidente Clinton o a Mrs. Thatcher, les eché un vistazo.
–Yo creo que sí, que sí podría —le contestaba a Tupra respecto del anfitrión de la cena– cum-celebridades (un cantante-celebridad él mismo, lo llamaré aquí Dick Dearlove, como uno de los desconocidos e inverosímiles nombres vistos en el fichero, allí llegué a enterarme de que era un alto y muy serio funcionario de algo, sólo leí un par de líneas, pero con semejante apellido merecería haber sido un gran ídolo de masas trotante por los mil escenarios, como nuestro cantante anfitrión ex-dentista), tras meditarlo unos segundos—. En una situación de peligro, desde luego que asestaría antes su golpe, si tuviera oportunidad de hacerlo. Incluso antes de tiempo, quiero decir antes de que el riesgo de su vida fuera inminente y cierto. La mera sombra de una amenaza grave lo haría un hombre desmedido, hasta incontrolado. Reaccionaría con violencia, creo yo, fácilmente. O más bien la anticiparía: no sé si existe en inglés, en español tenemos el dicho de que quien da primero da dos veces. Pero no sería por eso, por cálculo, ni por valentía, ni tan siquiera por nervios, ni por pánico exactamente. Está tan satisfecho con su biografía y con la existencia que lleva, tan asombrado y ufano de lo que ha conseguido y sigue logrando (aún no se ve límites), su cuento de hadas le está saliendo tan acabado y perfecto, que no podría soportar que todo se le fuera al traste en unos segundos, prematuramente, por un mal paso o por mala suerte, por una imprudencia o un mal encuentro. Sobre todo no soportaría la idea. Pongamos que se le colaran ladrones en casa, dispuestos a todo – 'burglars', dije—; o que lo atracaran por la calle: no, él nunca irá por las calles andando. Pongamos que se le averiara el coche al cruzar un barrio pésimo, que se le quedara fundido una noche tarde al regresar de su mansión de campo, yendo él solo al volante o acompañado de un guardaespaldas, siempre llevará por lo menos uno, no recorrerá cien yardas sin la protección mínima. Y que nada más echar pie a tierra se vieran rodeados por una pandilla numerosa, agresiva, armada, una banda de desesperados contra la que poco pudieran hacer dos hombres, uno de ellos acostumbrado además sólo al halago y los mimos, y a la total ausencia de sobresaltos.
–Pedirían ayuda en el acto con sus teléfonos portátiles o ya lo habrían hecho con el del coche, a la policía o a quien fuese —me interrumpió Tupra. Me hacía gracia la facilidad con que se prestaba o incorporaba a mis fabulaciones. Yo creo que se divertía conmigo, bastante.
–Pongamos que el del coche ha muerto con el coche mismo, y que los otros no tenían cobertura, o se los han quitado ya, sin darles tiempo a utilizarlos. No sé en Inglaterra, pero en España es lo primerísimo que hoy roban los delincuentes, arrebatan los celulares incluso antes que las carteras, y por eso todos los atracadores, hasta los ínfimos de jeringuilla en temblorosa mano, disponen de móviles invariablemente. En Madrid no verá un ratero, casi no verá ni un mendigo, que no posea un telefonino.
–De veras —dijo Tupra tentado de sonreír. Entendía mis exageraciones, no las desaprobaba.
–De veras. Se lo aseguro, vaya a mi ciudad a verlo. Bien, en esa situación, si Dearlove llevara una navaja, no digamos una pistola (sería capaz, con su licencia y todo), es probable que se liara a pegar tiros o a soltar navajazos sin parlamentar siquiera y antes de estar seguro del alcance de la amenaza, del nivel de desesperación y odio de los desesperados, que a lo mejor resultarían haber sido admiradores suyos que habrían acabado pidiéndole autógrafos al reconocerlo, podría darse, no hay que excluir ningún grado de popularidad en su caso. En España, por ejemplo, es también un inmenso ídolo, sobre todo en el País Vasco, no sé si lo sabe.
–Lo supongo. En estos tiempos todos los mamarrachos triunfan universalmente —dijo Tupra—. Continúa. —Por aquel entonces él me llamaba ya Jack, pero yo a él Mr. Tupra todavía.
–Lo que Dearlove no podría soportar —a Dearlove no lo llamaba Dearlove, claro está, sino por su verdadero apellido– es que su fin fuese ése, cómo decir: lo soportaría casi menos que el fin mismo. Por supuesto que lo aterraría ver truncada su vida de éxitos e ir a perderla, como a cualquiera, y aunque fuese de fracasos; y además no lo creo un valiente, ya le he dicho, sentiría un miedo infinito. Pero lo que más espanta a Dearlove, como a otra gente de escaparate (aunque quizá no lo sepan), es que el final de su cuento sea de tal carácter que predomine sobre lo anterior y oscurezca cuanto lleva andado y acumulado hasta ahora, que lo eclipse; que casi borre y anule el resto y a la postre se erija en el dato único, en el que cuenta y en el que se cuenta. Si sería capaz de matar (y creo que lo sería), es más que nada por eso, por repugnancia narrativa, si la expresión se me permite. Verá, Mr. Tupra, si alguien como él es muerto por un grupo de patibularios en Clapham o en Brixton, o aún más llamativo, si es linchado, esa clase de muerte constituiría tal escándalo en su caso, impresionaría tanto al mundo, que ya sería sacada a colación junto con su nombre siempre, en toda ocasión y circunstancia, aunque se hablara de él por cualquier otro motivo, por su aportación a la música popular de su tiempo o a la historia y auge de los mamarrachos, por la descomunal fortuna amasada con su garganta o como uno de los ejemplos más preocupantes del delirio de las masas. Daría lo mismo, siempre se agregaría la cantilena de que murió linchado en Brixton en un mal paso, en Clapham una noche aciaga junto con su mejor guardaespaldas, a manos de unos facinerosos de Stratham de crueldad indecible. Llegaría un momento en el que, de hecho, de él sólo se recordaría eso. Hasta las madres reconvendrían con la cantilena a sus hijos cuando fueran a adentrarse en barrios broncos o en zonas turbias: 'Acuérdate de lo que le pasó a Dick Dearlove, y eso que él era famoso e iba con guardaespaldas'. Una verdadera maldición póstuma, para alguien como él, me refiero.
–'Acuérdate de Dick Dearlove, cielo, de cómo se lo cargaron' —la mejoró Tupra, ahora con sonrisa abierta: 'Darling', dijo. How they did 'im in', dijo (si mal no recuerdo), imitando un acento cockney(o acaso era del sur de Londres semieducado, yo no distingo tanto) y poniendo voz de madre—. Santo cielo, seguro que a él no se le ha ocurrido un epitafio tan sórdido. Ni en sus aprensiones más ominosas. Ni en sus pesadillas más vejatorias. Qué más entonces, sigue.
–Bueno, yo no sé si esa fobia estará registrada, ni si tendrá algún nombre menos pedante de como la he llamado. Desde luego Dearlove no emplearía semejantes términos. Ni siquiera tendrá conciencia de lo que estoy describiendo, le parecería griego. Pero no se trata de otra cosa: es un horror narrativo, o una repugnancia; es pavor a su historia arruinada por el desenlace, echada a perder para siempre, hundida, a su completo desbaratamiento por un final demasiado espectacular para el mundo y aborrecible para el interesado; a un estropicio para el cuento sin posible remedio, a una mancha tan poderosa y ávida que se extendería hasta anegar todo el resto, retrospectivamente. Dearlove sería capaz de matar por evitarse tal sino. Tal sino estético, argumental, narrativo, como prefiera. Sería capaz de matar por eso, ya lo creo. O eso creo. —Al terminar retrocedía un paso a veces, me encogía un poco, ya de nada servía, había hablado, había dicho.
–'Acabaréis como Dick Dearlove, acabaréis así todos' —insistió Tupra en su imitación un momento, riendo brevemente y alzando un dedo admonitorio. Luego añadió—: Lo único, Jack, es que un tipo como él jamás atravesaría Clapham ni Brixton en automóvil, ni para entrar en la ciudad ni para salir de ella.
–Bueno, está bien, pero podría extraviarse, confundirse de salida en la autopista y acabar allí varado, ¿no? Pasa a veces, ¿no? Yo vi algo parecido en una película que se llamaba Grand Canyon, ¿usted la ha visto?
–No voy mucho al cine, sólo si me obliga el trabajo. Antes sí, cuando era joven. Pero me parece que no te haces idea del nivel económico de esta gente, Jack. Lo más probable es que Dearlove se desplace en su helicóptero para la mayoría de las distancias cortas. Y para las largas en su avión privado, con un séquito que empequeñecerá al de la Reina. —Se quedó callado unos segundos, como si se acordara de algún viaje suyo en un avión de esos, particulares. Tupra se mostraba muy despreciativo hacia Dearlove y otras figuras semejantes, pero lo cierto es que se relacionaba con buen número de ellas ocasionalmente, de la televisión, la moda, la canción o el cine, y en la medida en que fui testigo, las trataba con desenvoltura, con simpatía y con confianza. A veces me preguntaba si esos contactos, difíciles para el común de las gentes, se los proporcionaban desde esferas altas, en función de su cargo y por facilitarle el trabajo. Claro que nunca supe con exactitud cuál era ese cargo. Por lo demás no se lo veía incómodo junto a las celebridades más frívolas. Eso podía formar parte de su preparación, de su oficio, no significaba necesariamente que apreciara esas compañías. La verdad es que no se lo veía incómodo en ningún ambiente, ni en los más sesudos ni en los más serios, ni en los más pretenciosos ni en los más idiotas ni en los bajos fondos ni en los sencillos, era sin duda un hombre que se aclimataba a lo que hiciera falta. Luego volvió atrás—: Dime, ¿crees que sería capaz de matar en alguna otra circunstancia, además de por ver su vida no sólo en peligro, sino, según tú..., digamos en tela de juicio? Tal vez tengas razón, tal vez lo horripilaría que su término fuera feo, inadecuado, abrumador, desairado, sarcástico, turbulento, sucio...
–No sé —respondí algo chasqueado por su rigor realista, y en seguida me arrepentí de haber dicho las palabras más decepcionantes en aquel edificio, 'No sé', o las más desdeñadas. Me apresuré a taparlas—. Ése me parece el principal motivo posible, pero supongo que no sería imprescindible que su vida corriera peligro, si, como pienso, en cierto sentido le importa más su historia, más el relato de esa vida que la vida misma. Aunque él ignore eso, probablemente. Esa prioridad no se daría tanto, creo, por los futuros o ya presentes biógrafos cuanto por tener que recontársela a sí mismo a diario, por tener que convivir con ella. No sé si me explico bien.
– No. No del todo, Jack. Esmérate, por favor. Anda. No te enredes. —Esa clase de comentarios me acicateaba con algo de infantilismo por mi parte, no me he librado nunca de eso y ya no lo haré, es seguro. – Le gusta su imagen, le gusta su historia en conjunto, con su fase odontológica y todo; nunca la pierde de vista, nunca la olvida —intenté esmerarme—. Él tiene siempre presente su trayectoria entera: su pasado, también su futuro por tanto. Se ve a sí mismo como un cuento, cuyo final debe cuidar, pero no menos su desarrollo. No es que no admita reveses ni flaquezas ni manchas, en ese cuento, no es tan cándido. Pero deberían ser de un tipo que no destacara en exceso por su estridencia, que no sobresaliera obligadamente (una horrible prominencia, un bulto) cuando cada mañana se mire al espejo y piense en 'Dick Dearlove' como en un todo, una idea, o como si fuera un título de novela o película, y además ya clásicas. No es nada relacionado con la moral, ni con la vergüenza, no es eso, de hecho casi todo el mundo se mira a la cara sin el menor problema, siempre se encuentran excusas para los propios desmanes, o para negarse que lo sean, la mala conciencia y el arrepentimiento desinteresado ya no son de este tiempo, hablo de otra cosa. Él se ve desde fuera, sobre todo desde fuera, no tiene dificultad en admirarse. Y quizá lo primero que al despertar se diga sea algo parecido a esto: 'Oh caramba, no ha sido un sueño: soy Dick Dearlove, nada menos, y tengo el privilegio de verme y tratarme a diario con semejante leyenda'. En realidad eso no es nada raro, tanto si se deja como si se quita la palabra 'leyenda'. Se sabe de escritores que recibieron el Nobel y que se pasaron lo que les quedó de vida pensando cada poco rato: 'Soy Premio Nobel, lo soy, yo soy un Nobel y cómo brillé en Estocolmo', y a veces diciéndoselo en voz alta, fueron oídos por sus preocupados próximos. Pero también conozco a bastante gente sin significación objetiva ni fama que sin embargo se percibe de ese o parecido modo, y que asiste a su vida como si estuviera en el teatro. Un teatro permanente, eso sí, reiterativo y monótono hasta la náusea, que no escatima un detalle ni dos segundos de tedio. Pero esas personas son espectadores muy benévolos y contentadizos, no en balde son también cada una el autor, el actor y el protagonista de sus respectivas obras dramáticas (es un decir, lo de dramáticas). Ya sabe que Internet ha hecho efectiva esa forma de vivir y verse. Tengo entendido que hay individuos que incluso ganan dinero mostrando eso, cada soporífero y mísero instante de sus existencias, enfocadas ininterrumpidamente por una cámara estática. Lo asombroso, lo cerebralmente enfermizo, lo vitalmente malsano es que haya quienes estén dispuestos a contemplar eso, y pagando; quiero decir espectadores distintos de los propios autores, actores, protagonistas, en ellos no es muy anómalo, en ellos sí se explica.
–Vamos, Iago, por favor: a lo concreto. En las disquisiciones no te sigo. Dearlove. ¿Cuándo más crees que podría cargarse a alguien?
Claro que sí me seguía Tupra en las disquisiciones, él jamás se perdía, aunque lo que oyera le interesara poco, y creo que conmigo no se aburría, eso uno lo nota, cuando capta la atención de quien tiene enfrente, no en vano di clases, se me van alejando ya mucho en el tiempo. A veces me llamaba así, Iago, con la clásica forma, cuando deseaba irritarme o bien centrarme. Sabía que Wheeler se refería a mí por Jacobo y no debía de atreverse a intentar pronunciarlo, así que me lo dejaba a mitad de camino, en la familiaridad shakespeariana, quizá con segundas intenciones burlonas, no eran descartables. Claro que me seguía Tupra, pero a veces fingía que la tradicional aversión hacia lo especulativo y teórico de la formación y el espíritu ingleses le impedía acompañarme muy lejos en mis digresiones. Él no sólo lo seguía todo, sino que además lo registraba, archivaba, lo retenía. Y era bien capaz de apropiárselo.
–Disculpe, Mr. Tupra, no era mi intención desviarme —dije; era aún modoso por entonces—. Bien, se dice que Dearlove es bisexual, o pentasexual, o pansexual, no lo sé, sexualísimo, una furia viva, en la prensa no faltan insinuaciones. Y desde luego anoche me pareció hiperestimulado cuando se enfundó en su bata verde y se empeñó en limpiarle la caries a Mrs. Thompson. Aunque sin duda habría gozado más hurgando en la boca de su joven hijo. Lástima para el Doctor Dearlove, supongo, que el muchacho no se prestara a la práctica pese a su meliflua insistencia. También se dice que lo conmueven mucho los... ¿los recién púberes, digamos?
–Se dice, sí —contestó Tupra con tono serio, pero sin apenas disimular en el rostro que todo aquello le hacía gracia—. ¿Y?
–Bueno, pongamos que un menor le tendiera una trampa, un menor o una menor, me da lo mismo. Si no estoy mal informado, él deja correr todos esos rumores tranquilo, ya que sólo son eso, rumores. Me imagino que no es mala forma de ventilarlos: hacer caso omiso, ni siquiera darles carta de existencia con desmentidos y demandas y quejas. Él jamás ha dicho una palabra sobre sus predilecciones sexuales, tengo entendido. Y bueno, al fin y al cabo se le conocen sus dos matrimonios aunque fueran sin hijos, y a eso se atiene, ¿no?, oficialmente.
–Más o menos. No estoy muy enterado de esos aspectos.
–Bien, pongamos que un menor o una menor lo duermen con una pastilla en la copa. En plena faena, ambos ya desnudos y eso. Pongamos que le hacen fotos mientras él vaga por el limbo, el chico o la chica también entran en cuadro, claro está, activan el automático y se encargan de la dirección escénica, un pelele desmadejado en sus manos, nuestro ex-dentista. Pongamos que sin embargo el efecto de la pastilla no es lo bastante fuerte en el titánico Doctor Dearlove: que una sensación interior de alarma lo ayuda a sobreponerse. De modo que no llega a dormirse profundamente, o se despierta antes de tiempo. Con un ojo medio abierto ve lo que pasa. Con un cuarto de su conciencia se hace cargo de la situación, con una décima parte incluso. No es que él sea puritano en sus posturas y declaraciones públicas, eso le perdería adeptos; más bien es osado, sin sobrepasarse, defiende la legalización de las drogas, la eutanasia responsable, ese tipo de causas que tampoco restan clientes. Pero la aparición de unas fotos así en la prensa pertenece ya a otra esfera, a la misma que su acuchillamiento por maleantes de Brixton, Clapham o Stratham. Exactamente a la misma, no sé si estará usted de acuerdo. Aunque en un asunto él sea el despreciable infractor asqueroso y en el otro la pobre, compadecida y llorada víctima. A efectos narrativos la distancia no es grande, ambas cosas son prominencias. Aquí no se trataría de un final, en lo del beso del sueño ylas fotos, pero sí de un episodio que ya se haría para siempre un lugar en su historia, que ya no sería nunca soslayado en el cuento, ni en la idea de Dick Dearlove. Y tal como están los ánimos respecto a los abusos a menores, podría acarrearle hasta la detención y un mal juicio. Y aunque luego saliera absuelto, ya sólo por la acusación y su eco, por las imágenes vistas y repetidas mil veces, por el escándalo y la sospecha grave que habrían durado meses, podría acabar igualmente como cantinela de las madres a sus vástagos adolescentes: 'A ver con quiénes te mezclas, no te vayas a topar con un Dick Dearlove'. Ya ve, es lo malo de ser tan famoso, se acaba en una balada en cuanto se descuida uno.