355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Javier Marias » Fiebre Y Lanza » Текст книги (страница 18)
Fiebre Y Lanza
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 19:10

Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



сообщить о нарушении

Текущая страница: 18 (всего у книги 22 страниц)

–Te veo muy al tanto del mamarracho. Hasta de sus opiniones, ya tiene mérito —dijo Tupra con guasa.

–Ya le he dicho que es un ídolo increíble en España, casi tanto como aquí, yo diría. Allí ha dado bien de conciertos. Es difícil no enterarse.

–Tenía idea de que era gente severa, la del actual País Vasco —añadió con sincera extrañeza. Nunca se le pasaba nada, ni se le olvidaba.

–¿Severa? Bueno, según para qué. También hay mucha mamarrachada. El caudillo marca la pauta, ya sabe. Como en la Lombardía. O bueno, ahora como en toda Italia. Por no hablar de Venezuela, acuérdese de nuestro amigo Bonanza.

–No creas, aquí nos vamos acercando —respondió, y eso me escandalizó un poco, en realidad sin motivo: no sabía a ciencia cierta para quiénes trabajaba Tupra (esto es, trabajábamos), todo eran insinuaciones de Wheeler e irreflexivas deducciones mías—. ¿El beso del sueño, has dicho?

–Así se conoce en España esa trampa, se utiliza para desvalijarle la casa al dormido, principalmente. Así la ha llamado la prensa.

–No está mal, el beso del sueño. —Lo complacía el nombre—. Qué pasa con el de Dearlove, entonces. Se despierta besado, con la mitad de un ojo. Y qué pasa.

–Cualquier barbaridad, cualquier cosa. A eso iba. También podría matar por algo así, es sólo un posible ejemplo, habría otros. El horror narrativo, la repugnancia. Eso le hace perder el control, estoy convencido, lo obceca. He conocido a otras personas con esa aversión, o esa alerta, y eso que ni siquiera eran famosas, la fama no es un factor decisivo en esto, hay muchos individuos que sienten su vida como materia de un minucioso relato, andan instalados en ella pendientes de su hipotético o futuro cuento. No se lo plantean mucho, es sólo una manera de vivir las cosas, una manera acompañada, digamos, como si hubiera espectadores o permanentes testigos, aun de las nimiedades mayores y de los momentos muertos. Tal vez sea un sucedáneo de la antigua idea de la omnipresencia de Dios, que con su ojo estaba atento a cada segundo de la vida de cada uno, era muy halagador en el fondo, muy reconfortante pese al elemento implícito de amenaza y castigo, y tres o cuatro generaciones no bastan para que el hombre acepte que su trabajosa existencia transcurre sin que nadie asista ni la contemple nunca, sin que nadie la juzgue ni la desapruebe. Y lo cierto es que hay uno siempre, en efecto: un oyente, un lector, un espectador, un testigo; y un relator y un actor simultáneos, que coinciden con aquéllos: son los propios individuos quienes se van relatando su historia a sí mismos, cada uno la suya, quienes se asoman a ella y se la miran y remiran a diario, desde fuera hasta cierto punto; o desde un falso fuera, mejor dicho, la generalización del narcisismo, llamado a veces 'conciencia'. Por eso hay tantos que no soportan la burla, la vejación, el ridículo, la subida de la sangre al rostro, el desaire, eso menos que nada. A Dearlove le puede ese asco, esa alarma, lo vence ese vértigo, y cuando los sufre, cuando le da un ataque, entonces ya no piensa. Lo más probable es que al medio abrir su párpado y darse cuenta de lo que pasa, ni siquiera se le ocurriese intentar adquirir las fotos, ofrecer por ellas más de lo que jamás daría ningún periódico sensacionalista, llegar a un acuerdo con el chico o la chica, pactar, sobornar, engañarlos, contratarlos para siempre. Su fortuna, si posee avión y helicóptero, le permitiría comprarlos diez mil, cien mil veces, en cuerpo y en esclavitud y en alma.

–No intentaría eso. Dices. Qué haría. Según tú, qué haría entonces.

–Lo mismo que con los navajeros de Brixton, yo creo. Se anticiparía mal. Se precipitaría. Intentaría matar, mataría. Mataría al menor, a la chica o al chico, lo que se hubiera llevado esa noche a casa. Un pesado cenicero mata, rompe el cráneo. Un jarrón, un pisapapeles, un abrecartas, cualquier cosa mata, no digamos esas espadas y lanzas con las que tiene decorada esa pared de su salón, la más larga del salón contiguo al comedor donde cenamos; se fijaría usted anoche, supongo.

–Me he fijado —dijo Tupra—. Puede que no fuera la primera vez que yo iba allí, ¿no te parece? —Claro. Ya le pega ser un devoto de lo medieval, a Dearlove, o de la cosa céltica, y semimágica. De lo chic fantástico. Yo lo veo de este modo: aunque esté muy atontado por la pastilla, o justamente por estarlo, saca fuerzas de su tremendo susto y alcanza esa pared tambaleándose; vive como si ya fuera un hecho consumado y cierto la prominencia narrativa espantosa con la que habrá de convivir para siempre por culpa de esas imágenes que le han sacado traicioneramente, y esto último lo legitima o faculta en su bruma para ser colérico y desmedido. Así que descuelga una de esas lanzas y con ella atraviesa el pecho de la chica o el chico y les destroza la carne que ansiaba antes, sin pensar en las consecuencias, no en ese instante. En momentos así esos hombres no ven, no ven lo que sólo tres minutos más tarde se les hará manifiesto: que resulta menos difícil hacer desaparecer unas fotos que un cadáver, menos arduo taparle la boca a alguien que limpiar sus muchos litros derramados de sangre. Ya le digo: he conocido a tipos así, a tipos que no eran nadie y que sin embargo tenían ese miedo superlativo a su historia, a la que podría contarse y por tanto habrían de contarse también ellos. A su historia emborronada y fea. Pero es siempre desde fuera, insisto, lo determinante es lo externo: poco tiene que ver todo esto con la vergüenza, el pesar, el remordimiento, el desprecio de uno mismo, aunque sean factores que puedan hacer efímero acto de aparición en algún instante. Esos individuos sólo se ven obligados a contarse de veras sus acciones o sus omisiones, buenas o malas, valerosas, ruines, cobardes o desprendidas, si hay otros que también las conocen (si es la mayoría, mejor dicho) y así quedan incorporadas a lo que de ellos se sabe, es decir, a sus oficiales retratos. No es un asunto de conciencia en realidad, sino de representación, o de espejos. Lo que no es reflejado por éstos se puede poner en duda al poco tiempo, y creer que fue ilusorio, envolverlo en la neblina de la difusa o mala memoria y decidir por último que no se dio y no hay recuerdo, porque no puede haberlo de lo no sucedido. Y así ya no es posible que los atormente, a esos individuos: es increíble la capacidad de alguna gente para convencerse de que no hubo lo habido y sí existió lo no existido. Lo grave para Dick Dearlove, lo insoportable, no sería haberse cargado a un malhechor callejero o a un taimado adolescente, sino que se supiera, y que quedara adherido el hecho (como si dijéramos) a su expediente. Dentro de su obnubilación en el momento del homicidio, él quizá sabe que eso, aunque con dificultad enorme, resulta posible ocultarlo. No en cambio su propia muerte a manos de unos salvajes, ni sus fotos desnudo con un jovenzano o con una ninfa, una vez impresas y admiradas universalmente. —Entonces me detuve un momento. Pensé, como siempre al término de mis interpretaciones o informes, que había ido demasiado lejos. Y que me había adentrado en disquisiciones de nuevo. También se me ocurrió que no debía de estarle contando a Tupra nada que él no supiera. Estaba al cabo de la calle, sin duda, en lo que respectaba a esos individuos, tal vez incluso en lo referente a Dearlove, lo conocía ya de otras visitas, o quién sabía si hasta de viajes juntos por aire (Tupra en su comitiva, mezclado con los invitados, los supervisores, los recién púberes y los guardaespaldas). Quizá me estudiaba a mí, más que aprender de lo que yo decía—. He conocido a otros tipos así, Mr. Tupra, de cualquier edad, en todas partes —añadí, como disculpándome—. Usted también, estoy seguro. Ambos los conocemos.

–¿Un cigarrillo, Jack? —dijo. Y me ofreció uno de los faraónicos de su paquete vistoso rojo. Aquel era un gesto de aprecio, o así yo me lo tomaba.

Y pensé, o me quedé pensando: 'Yo he conocido a Comendador, por ejemplo. Desde siempre'.

Empecé a hacer la prueba de detenerme en seco aquella noche tan terca de su lluvia en Londres: pararme de golpe y sin ningún aviso para así cerciorarme de que de mí no venía aquel leve y casi alado ruido, tis tis tis, los pasos blandos de un perro o el vaivén de mi gabardina al caminar yo con brío, la oscilación del paraguas o el deslizarse oculto de alguien dubitativo, que no se me aproximaba ni se me descubría pero tampoco renunciaba a seguirme —o era a acompañarme en paralelo, a unas yardas– por si al final se decidía, tenía de plazo para pensárselo hasta que yo llegara a mi casa, y abriera la puerta, y antes de entrar plegara la tela y la sacudiera con fuerza sobre el pavimento (cuatro gotas más sobre las improvisadas lagunas y riachuelos en miniatura de las calles de las ciudades), y cerrara aquélla tras de mí muy rápido, impaciente por estar ya arriba, en mi lugar de paso que cada vez se me hacía más protector y más propio, ahora hasta me aplacaba subir y encerrarme, y contemplar a solas —a salvo de las preguntas y contestaciones, del habla– la Square o plaza desde mi tercer piso, con sus árboles rumorosos en medio como si hicieran el acompañamiento de cada mansedumbre o sublevación del ánimo; y las luces de las familias o de los solteros enfrente (mis semejantes), el elegante hotel siempre encendido y vivo como un escenario mudo o como un plano general de película que no cambiara nunca ni se terminara, las oficinas enormes ya en su reposo custodiado desde su garita por el vigilante nocturno que bosteza al escuchar su radio con la gorra sobre la coronilla y la visera alzada, y en la oscuridad los mendigos zigzagueantes y fugitivos que parecen desprender ceniza cuando se atraviesan y escarban, desde sus ropas apelmazadas, o acaso es que sueltan el acumulado polvo; y por supuesto mi bailarín vecino (de tan desentendido del mundo da alegría mirarlo) y sus ocasionales parejas también danzantes, últimamente lo había visto entregarse con intrepidez al sirtaki, santo cielo, parecía una maricona, es decir, no un homosexual sino otra cosa —un ufano primoroso, un lelo, un tipo de vaina amermelado y dengue—, nada tiene que ver a estas alturas el término con las preferencias carnales reales de quien con él es calificado, yo separo eso al menos, es mi caso, y no hay baile más ridículo para un hombre solo que el sirtakigriego, si exceptuamos probablemente el aurreskuvasco, no lo conocería mi vecino por suerte.

Así que hice la prueba dos o tres veces, me detuve en seco cuando nada indicaba que fuera a hacerlo, y en las tres ocasiones el ruido de cautelosos o semiaéreos pasos, el cantar de grillos o el frufrú o lo que fuese —como el trotar alocado de un reloj de pared antiguo, también se parecen a eso las pisadas de un perro—, tardó más de la cuenta en pararse, pude todavía oírlo cuando yo ya estaba quieto y sin que de mí pudiera salir sonido alguno involuntario o incontrolado. No volví la cabeza al hacer esta prueba, ni hacia atrás ni hacia los lados, a diferencia de cuando caminaba con mi marcha estable y el paraguas reclinado en el hombro, casi al modo de una sombrilla durante el paseo, como si me quisiera resguardar la nuca por encima de todo, resguardarla del viento y del agua y de las posibles miradas y de las imaginarias balas que los habrían agujereado (la nuca como el paraguas), uno piensa cosas absurdas cuando recorre de noche un buen trecho a solas y se siente seguido sin ver que lo siga nadie. Durante los últimos tramos había zonas de césped a izquierda y a derecha a ratos, el trayecto se acertaba por las avenidas o más bien sendas de un pequeño parque vecino, de barrio, y quizá iban sobre la hierba, aquellos pasos nunca vistos. Esperé hasta haber dejado atrás ese parque apenas iluminado y estar ya muy cerca de casa. Me faltaban dos manzanas y atravesar otra plaza cuando de nuevo hice la prueba y esta vez sí giré el cuello al pararme y las vi entonces, dos figuras blancas a cierta distancia que no me habría permitido normalmente oír jadeos ni pisadas. El perro era blanco y la mujer, la persona, vestía como yo gabardina clara. Me pareció una mujer desde el primer instante, y lo era, porque tras un segundo o resquicio de duda me gustaron sus piernas, al ver que no las cubrían pantalones oscuros sino unas botas negras altas (pero sin tacón, o muy bajo) que bien delineaban o acentuaban la curva de sus pantorrillas fuertes. El rostro le quedaba oculto por la copa de su paraguas, ambas manos las tenía ocupadas, con la otra sujetaba la correa del perro, que tiraba de ella con escasa esperanza y quizá mucha fatiga, al animal no lo guarecía nada, debía de estar chorreando, sin duda le pesaba la lluvia por mucho que se la sacudiera violentamente en las pausas (no dejaba de caerle entonces), y estaban en una de ellas porque las dos figuras se habían frenado también, con un poco de inevitable retraso respecto a mí, o a mi tan abrupto alto. Me quedé unos segundos mirándolas, no escasos. A la mujer no pareció importarle mucho ser vista, quiero decir que siempre podía ser alguien que pese al delirante tiempo había sacado a pasear al perro, y tampoco habría tenido por qué darme explicaciones, de habérselas yo pedido. Podía ser todo una coincidencia: a veces uno lleva el mismo camino que otro transeúnte durante minutos larguísimos, aunque no vaya en línea recta, y a veces llega uno a impacientarse por eso, por nada, tan sólo ansía que se deshaga y cese la coincidencia, en la que ve mal agüero o de la que se harta, a veces se desvía uno de su trayecto a propósito y hasta da un rodeo innecesario, sólo por separarse y perder de vista al insistente ser paralelo.

Habría entre los dos, mejor dicho entre ellos y yo, unas doscientas o más yardas, suficiente para que tuviera que gritar o retroceder bastantes pasos si decidía hablarle, preguntarle a la figura humana, una mujer joven a buen seguro, sus botas eran impermeables, flexibles, brillantes, se adherían a la pierna, no eran botas cualesquiera de lluvia, sino elegidas, estudiadas, caras posiblemente, favorecedoras, tal vez de marca. La miré sin disimulo, ella no se descubrió la cara, en ningún momento elevó el paraguas que se la tapaba y no me devolvió mirada por tanto, pero tampoco se inquietó porque un hombre la observara parado desde no muy lejos, de noche y bajo tanta agua. Se acuclilló, se le abrieron los faldones de la gabardina al hacerlo y le vi parte de un muslo, palmeó y acarició el lomo del perro, le cuchicheó probablemente, se irguió de nuevo y los faldones se le cerraron y visión de la carne acabada, permaneció quieta, sin reanudar la marcha en ninguna dirección, se me ocurrió atribuirle entonces cierto desvalimiento, como si estuviera perdida en una zona que desconocía, o fuera una joven ciega con su lazarillo, o fuera extranjera y no supiera la lengua, o una puta tan apurada que no pudiera saltarse ni una sola de sus exposiciones nocturnas, o dudara si pedirme dinero, ayuda, consejo, algo. No porque yo fuera yo, sino por ser el único ser paralelo allí presente. Tuve la sensación de que el encuentro era imposible, y, al mismo tiempo, de que sería una pena que no lo hubiese y de que era mejor si no se daba. La sensación fue de lástima, no sé si por mí o por ella, desde luego no por ambos, porque uno de los dos habría salido perjudicado —pensé– y el otro beneficiado, suele así ocurrir con lo que surge en la calle.

Muchos años atrás en el mismo país, cuando enseñaba en Oxford, había seguido mis pasos a ratos perdidos un hombre con un perro de tres patas, la trasera izquierda limpiamente amputada, y me había visitado después sin previo aviso en mi casa, se llamaba Alan Marriott, cojeaba a su vez notablemente de la pierna izquierda (pero la conservaba) y era un bibliómano que había oído hablar de mis intereses librescos, coincidentes con los suyos en parte, a los libreros de viejo que yo allí frecuentaba. Aquel perro era un terrier, estaría ya bien muerto el pobre, no persisten como nosotros. Éste de la joven me pareció desde la distancia un pointer y tenía sus cuatro patas intactas, eso me alegró extrañamente, por contraste con el tullido, supongo, que me vino a la memoria de golpe bajo la noche de lluvia eterna. 'Pero yo no quiero nada de nadie', pensé, 'ni espero nada de nadie, y tengo prisa por desaparecer de esta lluvia y llegar a casa, y sustraerme de las interpretaciones de esta larga jornada que no se acaba o que no acabará hasta que esté arriba a salvo. Que sea ella quien se me acerque, si quiere algo de mí o si venía siguiéndome. Allá ella. No será para nada, para no hablarme, si lo hacía o si lo está aún haciendo.' Di media vuelta y apreté ahora el paso hacia mi destino, pero no pude evitar aguzar el oído durante los tramos que me quedaban, atento a seguir o no oyendo aquel tis tis tis que en efecto era el de un perro con sus dieciocho dedos, o acaso el de unas botas altas de tacones tan planos que se deslizaban sobre el asfalto sin batirlo nunca, y sin resonancia.

Llegué a mi portal, metí la llave, abrí, sólo entonces plegué el paraguas y lo sacudí en la calle para mojar dentro lo menos posible, y una vez arriba lo llevé a la cocina al instante, también dejé allí la gabardina a que se secara, y a continuación me fui hasta la ventana impaciente y oteé la plaza, no vi en ella a la joven ni tampoco a su pointer, pese a que había sentido su ruido ingrávido hasta el final, acompañándome hasta la misma puerta de abajo, o había creído eso. Levanté entonces la vista y busqué a mi altura, al vecino danzante que a menudo me sosegaba. Allí estaba, sí, era de prever que no hubiera salido por ahí con un tiempo tan asqueroso, y además tenía visita, la mujer negra o mulata con la que bailaba a veces: por los movimientos y la postura y el ritmo no me cupo duda de que estaban enfrascados en una danza pseudogaélica, gran velocidad en los pies que no hacen recorrido alguno (se ciñen esos pies a un punto sobre el que insisten, percuten y repercuten en el espacio de un ladrillo, o de una baldosa si no exageramos), los brazos en cambio caídos, pegados al cuerpo, inertes, muy tiesos voluntariamente, pensé que estarían oyendo la música de algún demenciado espectáculo de ese ídolo de las islas que zapatea como un poseso, Michael Flatley, se emitían sus antiguos vídeos con notable frecuencia, no sé si ya se ha retirado o si se dosifica mucho, para así hacer más excepcionales sus iracundos brincos por los escenarios. Qué contento se lo veía siempre, a mi vecino, bailara lo que bailase a solas o con compañía, a veces sentía la tentación de imitarlo, eso es algo que podemos hacer todos, bailar en casa cuando creemos que no nos ve nadie. Pero nunca se está seguro de que no nos vea ni escuche nadie, no siempre nos percatamos de que nos observan, o de que nos siguen.

Aquel pobre terrier del bibliómano Marriott tendría sólo catorce dedos, pensé, al faltarle una pata. Tal vez me había acordado de él porque su imagen se me quedó para siempre asociada a la de una joven que también solía calzar botas altas, una florista gitana que los domingos se apostaba justo enfrente de mi casa oxoniense, más allá de la calle larga que allí conocen como St Giles'. Se llamaba Jane, estaba casada pese a su juventud extrema, vestía jeansy cazadora de cuero los más de los días, yo cruzaba unas palabras con ella de vez en cuando, y aquel Alan Marriott se había detenido junto a su puesto a comprarle un par de flores justo antes de llamar a mi timbre la mañana o la tarde que me visitó, uno de aquellos domingos 'desterrados del infinito' (cité para mis adentros). Él y yo habíamos acabado hablando del escritor gales Arthur Machen (uno de sus favoritos) y de la literatura de horror o terror que éste había cultivado para deleite de Borges y de no muchos más, aunque recuerdo que él no sabía quién era Borges. Y de pronto me había ilustrado el horror mediante una hipótesis que involucraba a su perro de tres patas y cara despierta con la florista de las botas altas. 'Los horrores dependen en buena medida de la asociación de ideas', había dicho. 'De la conjunción de ideas. De la capacidad para unirlas.' Se expresaba con frases cortas y sin apenas recurrir a las conjunciones, haciendo pausas mínimas pero muy profundas, marcadas, como si contuviera el aliento mientras duraban. Como si también cojeara un poco del habla. 'Usted puede no asociar nunca dos ideas de modo que le muestren su horror, el horror de cada una de ellas, y así no conocerlo en toda su vida. Pero también puede vivir instalado en él si tiene la mala suerte de asociar continuamente las ideas justas. Por ejemplo, esa chica que vende flores enfrente de su casa', había dicho señalando hacia la ventana con el índice muy estirado, uno de esos dedos que aun limpios parecen impregnados siempre de lo que acostumbran tocar, por mucho que se los laven sus dueños: los he visto en carboneros y en carniceros y en pintores de brocha gorda y hasta en fruteros (en carboneros durante mi infancia); en los suyos permanecía el polvo de libros que se pega tanto, por eso yo usaba guantes cuando rebuscaba en las librerías de viejo o de lance, y en cambio se me iba adhiriendo la tiza de cuando daba clases. 'No hay nada terrible en ella, por sí sola no puede infundir horror. Al contrario. Resulta muy atractiva. Es simpática y amable. Acarició al perro. Le he comprado estos claveles.' Se los sacó del bolsillo de la gabardina, al que se los había echado con total descuido, como si fueran lápices o un pañuelo. Eran dos tan sólo, estaban medio espachurrados. 'Pero esa chica puede infundir horror. La idea de esa chica asociada a otra idea puede infundir horror. ¿No lo cree? Aún no sabemos cuál es la idea que falta, la Mea adecuada para infundírnoslo. Su pareja espantosa. Pero es seguro que existe. La habrá. Es cuestión de que aparezca. También puede no aparecer jamás. Podría ser, quién sabe, mi perro.' Lo señaló con su índice en vertical hacia abajo, el terrier se había echado a sus pies, no llovía aquel día, no había peligro de que manchara el salón, no merecía el destierro de la cocina, en la planta baja (su índice polvoriento invisiblemente). 'La chica y mi perro', repitió, y volvió a señalar hacia la ventana primero (como si la florista fuera un fantasma y tuviera su rostro pegado al cristal, era la ventana del segundo piso, tenía tres aquella casa piramidal, yo dormía en el más alto y trabajaba en aquel salón) y hacia el perro luego, el dedo siempre muy recto y rígido. 'La chica con su larga melena castaña y sus botas altas y sus largas piernas compactas y mi perro sin su pata izquierda.' Recuerdo que entonces le tocó el muñón con afecto o más bien con tiento como si aún pudiera dañarlo, se había adormilado un poco el animal. 'Que el perro venga conmigo es normal. Es necesario. Es raro si se quiere. Quiero decir los dos juntos. Pero no hay horror en ello. Que el perro fuera con ella sería más contencioso. Sería quizá horroroso. El perro essin pata. Nadie más que yo lo recuerda cuando tuvo cuatro. Mi memoria personal no cuenta. No es nada frente a los ojos de los demás. Frente a los ojos de ella. A los de usted. A los de los demás perros. Ahora es como si mi perro hubiera sido sin pata siempre. De haber sido de ella, no la habría perdido seguramente en una riña estúpida después de un partido.' Marriott me había contado ya la historia, yo le había preguntado: unos hinchas borrachos del Oxford United, la estación de Didcot una noche tarde, el hombre cojo bastoneado y sujeto por varios de ellos, el perro aún no cojo colocado sobre la vía para que lo reventara un tren que no paraba. Lo habían soltado, se habían apartado con miedo en el último instante, él se había volteado, había tenido suerte dentro de todo ('No sabe cómo sangraba'). 'Eso es un accidente. Gajes del oficio de perro de un hombre cojo. Pero con ella tal vez la habría perdido por otra causa. El perro es sin pata. Con más motivo. Con más gravedad. No por un accidente. Es difícil imaginar a esa chica en una pelea. Quizá la habría perdido por sucausa.' La expresión en inglés fue 'because of her', sin confusión posible respecto al 'su'de la joven. 'Quizá, para que este perro hubiera perdido la pata perteneciendo a esa chica, tendría que habérsela amputado ella. ¿Cómo si no puede perder la pata un perro bien protegido, cuidado y querido por una chica tan atractiva y simpática que vende flores? Esa idea es horrible. Es horrible la idea de esa chica cortándole la pata a mi perro con sus propias manos; viéndolo con sus propios ojos; asistiendo a ello.' Aquellas últimas frases de Alan Marriott habían sonado levemente indignadas; indignadas con la florista. Se había interrumpido entonces, como si se hubiera sugestionado en exceso con su truculenta hipótesis y hubiera divisado en efecto a una pareja espantosa. 'Con los ojos de la mente', como sila hubiera visto con ellos, cité para mis adentros, a través de mi ventana. Pareció haberse turbado, haberse asustado a sí mismo. 'Dejémoslo', dijo. Y aunque yo le insistí —'No, continúe, está usted a punto de inventar una historia'—, no estuvo dispuesto a seguir pensando en aquello, o figurándoselo: 'No. Dejémoslo. No es buen ejemplo', había respondido terminante. 'Como usted quiera', le había contestado yo, y así habíamos pasado a otra cosa. No habría habido forma de convencerlo para que prolongara su fabulación, eso lo supe al instante, una vez que se había alarmado por causa de ella. Quizá se había horrorizado por ella. Debía de haberse espantado, con su propia mente. Un perro y una joven con botas altas. Aquella noche de lluvia era en realidad la primera vez que había visto esa conjunción con mis ojos, esa imagen; pero mi memoria la tenía ya registrada o siniestramente asociada desde hacía muchos años, en aquel mismo país que no era el mío, cuando aún no estaba casado ni tenía ningún hijo. (Este tiempo mío se iba pareciendo a aquel otro: no había ahora mujer ni hijos, pero contaba con ellos y les mandaba dinero y también los añoraba a diario, en algún u otro momento de cada día.) La florista Jane solía llevar las botas por encima de sus jeans, casi a lo mosquetero. La mujer oculta por el paraguas vestía falda, le había vislumbrado un muslo. Sin duda por ese precedente invisible, por aquella figuración transmitida en su día por el bibliófilo que cojeaba, me había aliviado tanto que el pointer blanco nocturno conservara sus cuatro patas, se las había contado una por una pese a habérselas visto naturalmente también de un solo golpe. Pero había querido cerciorarme (esos casos de superstición refleja, me daba ahora cuenta) de que él y su ama no formaban una posible pareja espantosa que ya había sido imaginada por alguien.

Era eso lo que yo hacía por una paga, en el edificio sin nombre. Sin cesar llevaba a cabo asociaciones, más que interpretaciones o desciframientos o análisis, o éstos sólo venían luego, como débil consecuencia. Sin utilizar tal vez la palabra, Wheeler me lo había anunciado aquel domingo de Oxford, en su jardín o durante el almuerzo: No hay ni jamás hubo dos personas iguales, sabemos eso; pero tampoco hay nadie que no esté emparentado en algún aspecto con alguien que atravesó ya el mundo, que no tenga con algún otro lo que Wheeler llamó afinidades. Nadie hay sin ningún vínculo ni lo hubo nunca, sin un nexo de destino o carácter que son el mismo concepto (parafraseó Wheeler abiertamente), salvo quizá los primeros hombres, si es que los hubo en verdad anteriores a otros y no fue que surgieron muchos en muchos sitios, simultáneamente. Uno ve a dos personas totalmente distintas y además las ve separadas por siglos de su propia vida, hasta el punto de tener a la primera olvidada desde hacía esos siglos cuando la segunda se le aparece, como guardaba yo anestesiada la imagen de aquella pareja de espanto discernida por Alan Marriott. Son personas distintas en edad, en sexo, en educación, en creencias, en mentalidad, en temperamento, en afectos; pueden hablar diferentes lenguas, provenir de países entre sí muy distantes, tener biografías opuestas y no compartir una sola experiencia, ni una hora paralela de sus respectivos y desproporcionados pasados, ni una sola equiparable. Uno conoce a una joven muy joven, con su ambición tan intacta que aún no puede ni saberse si la tiene o carece de ella, recuerdo yo al escuchar a Wheeler. Su timidez la hace hermética, tanto que no está uno seguro de que esa misma timidez no sea fingimiento sólo, una máscara huraña. Es la hija de un matrimonio español amigo al que va a visitarse, los padres la obligan a saludar, a estar presente un rato al menos, a cenar con el invitado y con ellos. La joven no quiere ser conocida ni tan siquiera vista, está allí a disgusto, simulando indiferencia y desinterés por el mundo, esperando a que sea el mundo, al que siente en deuda, quien se interese por ella y la corteje y la busque y aun le ofrezca desagravio, pero experimentando un fastidio enorme si el amigo de sus padres (que para ella no es parte del mundo: por asimilación lo ha excluido) le muestra una curiosidad insistente, la observa por simpatía, por halagarla la sonsaca. Es una esfinge vagamente ofendida, o quizá es temerosa, o vulnerable e interrogativa, o engañosa, una impostora. Imposible adivinarla, desea que le hagan caso y a la vez lo ve como intromisión, no soporta ese caso si viene de quien no cuenta, de aquel a quien no toca hacérselo, según su percepción y criterio. No es, no puede ser antipática o no llega a tanto, no lo es nunca del todo quien se ruboriza en su linda cara, pero no hay forma de imaginar qué se esconde tras el yelmo de su juventud extrema, como si llevara la celada baja y asomaran de sus ojos nada más que unas pestañas. Lo inmaduro y lo no acabado, eso es lo más insondable, como los cuatro trazos de un dibujo incompleto y abandonado muy pronto, que ni siquiera permiten cábalas sobre la figura a que aspiraban, o iban encaminados. Y sin embargo acaba por aparecer algo, casi siempre, dice Wheeler. Rara es la persona ante la que uno se queda en tinieblas definitivamente, rara es la vez en que alguna figura no surge al cabo del tiempo de nuestra persistencia, aunque sea borrosa o muy tenue, a menudo muy distinta de la que podía esperarse, con frecuencia remota, deslindada o impropia de esos trazos primeros, incongruente muchas veces. Se va acostumbrando uno a la oscuridad de cada rostro o persona o pasado o historia o vida, empieza a distinguir tras escrutar sin rendición las sombras, la penumbra se abre paso y entonces ya capta uno algo, ya discierne: remite el desaliento entonces o bien nos invade y envuelve, según ansiáramos ver o no ver nada, según en quién descubramos qué rasgos o afinidades, o son tan sólo huellas y reminiscencias nuestras. Quien está dispuesto a ver, al final ve casi siempre, no digamos quien está empeñado, o quien hace su profesión de ello, como tú y como yo, tú crees no haber empezado pero has empezado hace mucho, te falta ser retribuido y ahora lo serás, muy pronto; pero es así como ya vives. Somos tan pocos los que tenemos valor y paciencia para seguir mirando que nos pagan bien por eso ('Vamos, corre, date prisa, sigue pensando y sigue mirando más allá de lo necesario, también cuando sientas que ya no hay más, nada más que pensar, todo pensado, ni que mirar, todo mirado'), para ahondar en lo que se aparece liso y opaco y negro como un campo de sable heráldico, una tiniebla compacta. Pero uno percibe de pronto un gesto, una entonación, un destello, un titubeo, una risa, un tic, un ojo oblicuo, puede ser cualquier cosa y además muy nimia. Algo oye o ve, lo que sea, ve eso en la joven hija del matrimonio amigo, algo que reconoce y asocia, que oyó o vio antes en alguien, pienso mientras Wheeler se explica. Ve en la chica la misma expresión envanecida y cruel, acomplejada, idéntica, que vio tantas veces en un hombre mayor, casi viejo, un editor de revistas con el que trabajó demasiado tiempo, una sola jornada ya habría sido con él más de la cuenta. Nada tienen que ver en principio, nadie los habría relacionado, un desatino. No hay parecido, ni desde luego parentesco. Aquel hombre tenía el pelo canoso y como cardado, el de la joven es una deslumbrante melena castaño intenso; a él se le iba cayendo la carne, la cara se le desplomaba visiblemente un poco más cada día, la de ella es tan exultante y firme que a su lado los padres parecen planos (y uno mismo, supone, pero uno no se contempla), como si sólo tuviera ella en la habitación volumen, o sólo ella estuviera en relieve; los ojos de él eran chicos y desleales, ávidos y dañinos pese a las sonrisas que frecuentaban sus dientes separados y cómo sin limar o pulir (o con el esmalte ido, su efecto era de sierras sucias minúsculas), con la esperanza de hacer cordial el conjunto (y engañaba a muchos, durante un tiempo hasta a mí mismo, o fue más bien que aparté la vista de lo que veía, es eso lo que hace el mundo constantemente, y uno no puede desgajarse del mundo siempre), y los ojos de ella son grandes y huidizos y graves y parecen no codiciar nada, sus labios no conceden sonrisas a quienes no las merecen desde su tacaño punto de vista, y no le importa mostrarse hosca (aún no le interesa engatusar a nadie), y su dentadura entrevista es una bendición radiante. No, nada tienen que ver, aquel trapacero dueño y editor de revistas, aquel hombre mayor jactancioso y jamás conmiserativo, tan inseguro de sus consecuciones y tan conocedor de sus hurtos monetarios e intelectuales que necesitaba aplastar si podía a aquellos de quienes sisaba; no, nada los une, a él y a esta chica para la que uno diría que el telón ni se ha alzado, que aún es entera potencialidad y enigma, un lienzo ya aderezado sobre el que sólo han caído unas pinceladas de prueba, unas pruebas de colores. Y sin embargo. Al cabo del rato, quizá a los postres, al cabo del tiempo de nuestra persistencia, uno ve con nitidez y amargura desinteresada ese fogonazo, ese gesto o misma mirada del hombre al que no se parece y al que no conoce (luego toda mimesis descartada). No es, no puede ser una superposición de rostros, tan distintos, tan opuestos, eso sería una aberración visual, un dislate del ojo. No, es una asociación, un reconocimiento, una afinidad captada. (Una pareja espantosa.) Es el mismo gesto de irritación o la misma expresión de exigencia, motivados sin duda por diferentes causas o tras trayectorias tan divergentes que la de él ya es declinante y la de ella apenas arranca. O quizá en ambos casos no hay causa y las trayectorias poco cuentan, no son expresión ni gesto que vengan del revés o la suerte, ni que traigan los acontecimientos. Estaban en el empresario ya asentados, moradores perpetuos de su enrojecida tez alcohólica salpicada de venillas rotas, mientras que son en la joven una momentánea tentación tan sólo, una bruma si se quiere, algo tal vez reversible y hoy por hoy sin importancia. Y sin embargo uno ya sabe, tras haber notado ese vínculo. Sabe cómo es ella en un aspecto, y que en ése tan crucial no habrá enmienda: mal lo tendrán quienes la contraríen, pero no mejor quienes la complazcan ('Hay personas que simplemente resultan ser imposibles, y lo único sabio es apartarse de ellas y mantenerlas lejos, y no existir para ellas'). Ese gesto, esa expresión indican algo advertido desde el primer momento y que ha sido mencionado antes, sólo que sin relacionarlo aún con aquel ladronzuelo viejo de la soberbia inmensa, sin haberme percatado de que la joven compartía con él ese rasgo, o lo reproduce (se lo calca sin conocerlo, idéntico). Ambos sienten, quizá juzgan, que el mundo vive en deuda con ellos; cuanto les llega de bueno les es tan sólo debido, qué menos; desconocen el contento y la gratitud por tanto; jamás tienen en cuenta los favores que se les dispensan ni la clemencia con que son tratados; ven aquéllos como pleitesía, ésta como debilidad y miedo de quien tuvo la vara en la mano y se abstuvo de apalearlos. Son gente intratable, que jamás aprende ni escarmienta. Se sienten acreedores del mundo siempre, aunque lleven la vida entera agraviándolo y despojándolo, a través de incontables vástagos suyos que se les han puesto a tiro. Y si por edad la chica no había podido abatir aún a muchos, no me cupo duda de que se resarciría pronto del tiempo intolerable de espera a que el perezoso crecimiento físico somete a los caracteres resueltos con celeridad y gran adelanto. Es entonces, al reconocer esa expresión envanecida y cruel, acomplejada —presagio de cólera siempre—, es al ver ese nexo nefasto cuando uno deja de mostrar curiosidad hacia la joven, de observarla por simpatía, de halagarla con sus cautivadoras preguntas de adulto. Y ella, que soportaba mal eso y desdeñaba las atenciones por venir de quien venían —un amigo de los padres, tan pesado, alguien antiguo—, soporta todavía menos la suspensión de sus deferencias. Por eso se termina ya el postre a toda prisa, se levanta de la mesa, se marcha sin despedirse. Ha padecido, ha acumulado, ha coleccionado otra ofensa.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю