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Fiebre Y Lanza
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Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



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'Es rápido y no es difícil', pensé. 'Ya lo creo, lo sé bien, siempre hubo unos cuantos acostumbrados a eso. En la sien, en el oído, en la nuca, un chorro de sangre, pero luego se limpia.' Traduje con tanta expresividad como me fue posible, Tupra y Mulryan no me miraban a mí mientras lo hacía, sino a él, al venezolano, eso siempre me llamó la atención en ellos, porque el instinto de todo el mundo lo lleva a dirigir la vista hacia el que emite el sonido, el que habla, aunque esté sólo traduciendo, aunque sea sólo quien reproduce y repite y no quien dice, y ellos se fijaban en cambio, invariablemente, en el responsable original o último de las palabras, aunque permaneciera callado por fuerza durante la transmisión de éstas. Más de una vez observé que eso ponía nerviosos a los interrogados, los cuales sí me miraban a mí pese a entenderme sólo por deducción entonces (para ellos la deducción muy fácil).

El paisano o militar postizo no fue excepción en el nerviosismo (para mí fue de hecho el primero), pero quizá lo alteró, más que los cuatro ojos en él posados mientras yo lo emulaba, la inmediata contestación de Tupra, que dijo:

–Pero ustedes ya se dan cuenta de que si le meten a él un tiro también tendrán que metérselos a bastantes compatriotas, con odio y sin él, en caliente y en frío, en combates y quién sabe si en ejecuciones, también rápidas pero más difíciles. Y eso no iba a caerle bien a nadie, y menos que a nadie a la gente de fuera, verdad, incluidos nosotros. Con semejante riesgo de carnicería, y sin la certeza de que al final sirviera, mi opinión es que no debe intentarse. Y me temo que habré de desaconsejar por ahora cualquier financiación y respaldo.

El venezolano frunció mucho las cejas veloces, aspiró hondo y lento y se le infló aún más el pecho como el de un batracio, hizo amago de desanudarse la corbata (no ya aflojársela), ocultó sus botas verdes bajo la butaca como quien las aparta y salva del mordisco de un bicho, o, más simbólicamente, como quien emprende una retirada instintiva vencido por el desconcierto. Pensé que podía estar pensando: 'A qué me están jugando estos hijos de la Gran Bretaña. Ni lo uno ni lo otro, pues qué querrán que les conteste, hijastros de la Grandísima'.

–Pero ustedes qué quieren —dijo al cabo de unos segundos, como quien se cansa de adivinar y ya abandona, ni siquiera llegó a ser interrogativo el tono.

Fue todavía Tupra quien le respondió:

–Que nos diga la verdad, nada más. Sin interpretarnos. Sin intentar complacernos.

La reacción del militar fue instantánea, la traduje con precisión, aunque no era del todo fácil:

–La verdad, la verdad. La verdad es lo que sucede, la verdad es cuando pasa, cómo quieren que se la diga ahora. Antes de suceder no se conoce.

Tupra pareció algo sorprendido y algo divertido por aquella respuesta entre filosófica y ramplona, o meramente confusa. Pero no varió su exigencia. Eso sí, sonrió, y no se privó de su apostilla:

–Y ni siquiera después, tantas veces. Y a veces ni siquiera pasa. No sucede, la verdad. Aun así es lo que queremos, ya ve: se le pide un imposible, según usted. Y si ahora mismo no está en condiciones de satisfacerlo, si quiere consultar con sus camaradas y ver si el tal imposible se le va haciendo algo posible —se detuvo—, no faltaría más. Entiendo que aún permanecerá unos días en Londres. Antes de su marcha lo llamaremos, por si lo ha conseguido: la hazaña, la imposibilidad. Tenemos su número. Si eres tan amable, Mulryan, puedes acompañar al señor. —A continuación se dirigió a mí, sin cambiar de tono y sin apenas pausa—: Mr. Deza, le importaría quedarse un momento, por favor.

El falso o verdadero militar se levantó, se alisó la corbata, la chaqueta, los pantalones, hizo un gesto innecesario de remeterse la camisa en éstos, cogió del suelo una cartera que había depositado junto a su butaca y que no había llegado a subir ni a abrir. Estrechó la mano de Tupra y la mía de manera distraída, cavilatoria, ausente (una mano mullida, algo floja, quizá sólo por la cavilación). Dijo:

–Me parece que yo no tengo su número, el de ustedes.

–No, creo que no —fue la contestación de Tupra—. Adiós.

–¿Señor? —murmuró Mulryan antes de desaparecer, mientras desde fuera cerraba con ambas manos las dos hojas de la puerta de aquel despacho nada burocrático, recordaba más bien a los de los donsde Oxford que yo había conocido, al del propio Wheeler, al de Cromer-Blake, al de Clare Bayes, lleno de estanterías rebosantes de libros, con un globo terráqueo que en verdad parecía antiguo, dominaban por todas partes la madera y el papel, no vi materiales innobles ni tampoco metal, no vi ficheros, ni ordenador. Mulryan lo murmuró como si preguntara, a la manera de un mayordomo, '¿Nada más, señor?', pero hizo más bien el efecto de que se cuadraba (taconazo no hubo, eso no). Saltaba a la vista que le tenía devoción, a su superior.

Y fue entonces, cuando ya estuvimos a solas, Tupra tras su amplia mesa y yo sentado enfrente de él, cuando por primera vez requirió de mí algo parecido a lo que después fue mi principal tarea durante el tiempo que permanecí a su servicio, y también algo relacionado con lo que me había medio explicado Wheeler aquel domingo de Oxford, por la mañana y durante el almuerzo. Tupra se frotó con una sola mano sus mejillas de color cebada, siempre tan afeitadas y oliendo siempre a bálsamo after-shavecomo si éste se le quedara impregnado o él renovara continuamente a escondidas su aplicación, sonrió de nuevo, sacó un cigarrillo que se colgó de los amenazantes labios (parecían siempre en trance de ir a absorber), por el momento no lo encendió, yo tampoco me atreví con el mío.

–Dígame qué le ha parecido. —E hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta de doble hoja—. Qué ha sacado usted en limpio. —Y como yo vacilara (no estaba seguro de a qué se refería, no me había preguntado nada tras los chilenos y los mexicanos), añadió—: Diga lo que sea, lo que se le ocurra, hable. —Por lo general soportaba muy bien el silencio, excepto cuando era del todo ajeno a su voluntad y su decisión; entonces su vehemencia o su tensión permanentes parecían exigirle llenar todo el tiempo de contenidos palpables, reconocibles o computables. Era distinto si el silencio venía de él.

–Bueno —contesté—, yo no sé lo que quiere exactamente de ustedes ese señor venezolano. Respaldo y financiación, entiendo. Supongo que se está preparando, o barajando la posibilidad de un golpe de Estado contra el Presidente Hugo Chávez, eso he sacado más o menos en limpio. Ese señor iba de paisano, pero por su aspecto y por lo que decía podría ser un militar. O bueno, imagino que se ha presentado ante ustedes como militar.

–Qué más. Eso lo habría deducido también cualquier otro, Mr. Deza, en su lugar, en su función.

–¿Qué más de qué, Mr. Tupra?

–¿Qué lo induce a pensar que era militar? ¿Ha visto alguna vez a un militar venezolano?

–No. En fin, en televisión, como cualquiera. El propio Chávez es militar, se hace llamar Comandante, ¿no?, o Subteniente, no sé, Paracaidista en Jefe, tal vez. Pero no estoy seguro de que ese caballero lo fuera, claro está, militar. Digo que ante ustedes probablemente se habrá presentado como tal. Me lo imagino.

–Luego iremos con eso. ¿Qué efecto le produce la trama, la amenaza de un golpe contra un gobernante elegido en votación popular, y además por aclamación?

–Muy malo, el peor. Recuerde que mi país padeció cuarenta años por un golpe así. Tres de guerra romántica tal vez (vista con ojos ingleses), pero luego treinta y siete de abatimiento y opresión. Pero dejando la teoría de lado, es decir, los principios, en este caso concreto me traería más bien sin cuidado. Chávez intentó dar un golpe en su día, si no recuerdo mal. Conspiró y se sublevó con sus unidades contra un Gobierno elegido, y de civiles. Aunque fuera corrupto y ladrón, cuál no lo es hoy, manejan todos demasiado dinero y son como empresas, y los empresarios quieren sus beneficios. Así que no podría quejarse si lo desalojaran. Otra cosa son los venezolanos. Ellos sí. Pero parece que ya se quejan bastantes, de quien eligieron por aclamación. Ser elegido no vacuna contra ser también un dictador.

–Lo veo enterado.

–Leo los periódicos, veo la televisión. No más que eso.

–Dígame más. Dígame si el venezolano decía la verdad.

–¿Respecto a qué?

–En general. Por ejemplo, respecto a si tocarían al Comandante o no, en caso de necesidad.

–Dijo dos cosas distintas respecto a eso.

Tupra pareció impacientarse un poco, pero muy poco. Me daba la impresión de estar a gusto, de que le agradaba el diálogo y mi rapidez, una vez vencida mi vacilación inicial yuna vez estimulado por su preguntar, Tupra era un gran preguntador jamás olvidaba nada de lo ya contestado y así era capaz de volver sobre ello cuando menos lo esperaba el interrogado y cuando éste sí se había olvidado, olvidamos lo que decimos mucho más que lo que escuchamos, lo que escribimos mucho más que lo que leemos, lo que enviamos mucho más que lo que nos alcanza, por eso no contamos apenas con las ofensas que infligimos y sí en cambio con las que sufrimos, y por eso casi todo el mundo le tiene alguna guardada a alguien.

–Eso ya lo sé, Mr. Deza. Le pregunto si alguna de las dos era verdad. En su opinión. Por favor.

Aquel 'por favor' me sonó inquietante. Más adelante comprobé que solía recurrir a esas fórmulas, 'tiene la bondad', 'se lo ruego', antes de irritarse del todo. En esta ocasión lo intuí tan sólo, de modo que me apresuré a responder, sin pensármelo mucho entonces ni haberlo pensado nada con anterioridad.

–En mi opinión, una no lo era en absoluto. La otra sí, pero en un contexto que tampoco era verdad.

–Explíqueme eso, haga el favor. —Seguía sin encender su cigarrillo colgante, estaría todo mojado pese a ser con filtro, conocía la extravagante marca, Rameses II, cigarrillos egipcios de tabaco turco, un poco picantes, el faraónico paquete rojo parecía sobre la mesa un dibujo de Tintín, hoy en día salían muy caros, los compraría en Davidoff o en Marcovitch o en Smith & Sons (si aún existían las últimas dos), no me sonaba habérselos visto en casa de Wheeler, quizá los fumaba tan sólo en privado. Tampoco yo le daba fósforo al mío más vulgar, que sin embargo estaba seco, no son húmedos mis labios.

No hice otra cosa que improvisar, es lo cierto. No tenía nada que perder. Ni que ganar, había sido llamado como traductor y ya había cumplido con mi función. Seguir allí era una deferencia por mi parte, aunque Tupra no me hiciera sentirlo así, si acaso al contrario, era uno de esos raros individuos que piden un préstamo y consiguen que sea quien se lo concede el que se sienta deudor.

–No me pareció verdad en absoluto que estuvieran dispuestos a pasar por las armas a su Paracaidista Máximo, ni aunque dependiera de ello el éxito o fracaso de la operación. Sí tomé por cierto, en consecuencia, que no fueran a hacerle el menor daño físico en ningún caso, así se les torcieran las cosas por no quitarlo de en medio.

–¿Y cuál sería el contexto no verdadero de esa verdad?

–Bueno, ya le digo que no sé cómo se ha presentado ante ustedes ese señor, ni qué es lo que quiere sacarles...

–A mí nada, a nosotros nada, no tenemos nada que dar —me interrumpió Tupra—. A nosotros nos lo envían sólo para que dictaminemos, es decir, opinemos, sobre su grado de convencimiento y su veracidad. Por eso me interesa conocer su juicio, ustedes hablan la misma lengua, ¿o no es la misma ya? En algunas películas americanas yo no me entero ni de la mitad de los diálogos, pronto tendrán que subtitularlas para su exhibición aquí, no sé si pasa lo mismo con el español de allí. En fin, hay matices de vocabulario, expresiones que yo no puedo distinguir ni apreciar en traducción. Otro tipo de matices en cambio sí, precisamente gracias a no entender lo que alguien dice mientras lo está diciendo, eso puede ser muy útil. La letra, vea, distrae a veces, y oír sólo la melodía, la música, con frecuencia es fundamental. Ahora dígame lo que piensa.

Para entonces ya estaba armado de atrevimiento y despreocupación, así que me animé a improvisar más. Pero ya no pude aguantar y encendí el cigarrillo, no sin embargo el mío, sino un valioso Rameses II que le pedí permiso para coger (me lo dio desde luego, y sin poner mala cara, cada uno de aquellos podía costar media libra o por ahí).

–Mi impresión es que tal vez ni siquiera se esté planeando en serio ese golpe de Estado. O que si en verdad se prepara, ese hombre no tomará parte en él o apenas tendrá qué decir. Imagino que habrán comprobado su identidad. Si es un militar exiliado o apartado del cuerpo o ya retirado, un opositor con contactos en el país pero que actúa desde el exterior, lo más probable es que esté dedicado a recaudar fondos a partir de la nada, o de muy vagos propósitos y muy tenue información. Y que sean sus propios bolsillos el destino final de lo que logre recolectar, no se suelen pedir ni rendir muchas cuentas sobre los gastos de lo clandestino abortado. Si por el contrario es un militar en activo, y tiene mando y está en el país, y aquí se nos presenta como un traidor a su jefe por el bien de la patria y muy a su pesar, entonces no sería imposible que lo enviara el Comandante en persona, para sondear, para anticiparse, para indagar, para prevenirse, y, si se terciara la cosa, para recaudar asimismo fondos del extranjero que seguramente acabarían en los bolsillos del propio Chávez, la jugada no estaría mal. Pienso que también puede no ser ni lo uno ni lo otro, es decir, que no sea ni haya sido nunca militar. En cualquier caso, no creo que esté detrás de nada serio, de nada que llegue a tener lugar. Como él mismo dijo, la verdad es cuando pasa, una ruda forma de expresarlo. Pues yo diría que la suya, esa suya, no va a suceder jamás, con o sin respaldo, con o sin financiación, de dentro, de fuera o interplanetaria. —Me había dejado llevar por el atrevimiento, me frené. Me pregunté si Tupra no iba a soltar prenda, ni siquiera respecto al título con que se hubiera presentado el venezolano ante él (yo había dicho 'se nos presenta' a conciencia, por ver de incluirme ya). 'Si no lo hace', pensé, 'será de esos individuos a los que no es posible enredar, y que sólo dicen lo que en verdad quieren decir o saben que no importa nada dejar saber'—. Bueno, todo esto son especulaciones, claro está —añadí—. Impresiones, intuiciones. Usted me ha preguntado mi impresión. Ahora sí encendió su precioso y ensalivado Rameses II, él también. No debió de soportar verme a mí disfrutar del mío, que además era suyo, media libra convertida en humo por boca ajena y continental. Tosió un poco tras la primera calada, picor egipcio, quizá fumaba dos o tres al día nada más y nunca se acostumbraba a él.

–Sí, ya sé que usted no puede saber —dijo—. No crea. Tampoco yo, o no mucho más. Por qué piensa eso, dígame.

Seguí improvisando, o eso creí.

–Bueno, el hombre daba sin duda el tipo de militar sudamericano, me temo que no se diferencian mucho de los españoles de hace veinte o veinticinco años, lucían todos bigote y no sonreían jamás. Su aspecto desde luego pedía uniforme, y gorra, y condecoraciones sobre la pechera como si fueran cananas, en sobreabundancia. Pero algunos detalles no me casaban. Me han hecho pensar que no era un militar disfrazado de civil, como me pareció al principio, sino un paisano disfrazado de militar disfrazado de civil, no sé si me sigue lo que quiero decir. Son detalles insignificantes —me disculpé—. Y no es que yo haya tenido mucho trato con militares, no soy ningún experto. —Me interrumpí, se me estaba disipando la momentánea osadía.

–Eso no importa. Sí le sigo. Dígame qué detalles.

–Bueno, son mínimos, la verdad. Verá, ha empleado algunas palabras impropias, cómo decir. O bien los soldados ya no son lo que eran y se han contagiado de las pedanterías ridículas de los políticos y los locutores de televisión, o este individuo no era militar; o bien sí lo fue, pero hace ya tiempo que no está en activo. Después, le salió demasiado espontáneamente un gesto de ir a remeterse la camisa, como de alguien acostumbrado a la indumentaria civil. Ya, es una tontería, y los militares van a veces con corbata y traje, o en camisa si hace calor y en Venezuela hace calor. Pero pensé que él no lo era o bien que llevaba ya tiempo de baja y sin ponerse una guerrera, apartado del cuerpo, no sé. Ni siquiera una guayabera o un liki-liki o como lo llamen allí, todas esas prendas van por fuera. También lo vi excesivamente preocupado por la raya del pantalón, y por su planchado en general, pero en fin, en todas partes hay oficiales muy atildados y presumidos.

–No se figura hasta qué punto —dijo Tupra—. Liki-liki —repitió. Pero no preguntó—. Continúe.

–Y bueno, quizá haya usted reparado en sus botas. Botas cortas. Se las podría ver negras a distancia o con mala luz, pero eran de color verde botella y como de piel de cocodrilo, o tal vez de caimán. Yo no me imagino a un militar de jerarquía así calzado, ni en sus días de absoluto asueto y de juerga mayor. Parecían más propias de un narcotraficante o de un ranchero en la ciudad, qué sé yo. —Me sentí como un Sherlock menor, o más bien como un Holmes impostor. Y entonces eché mi silla un poco hacia atrás, en la repentina esperanza de poder verle a Tupra los pies. No me había fijado en cómo calzaba, y de pronto se me ocurrió que lo mismo gastaba parecidas botas también y yo estaba patinando con gravedad. Un inglés: era improbable, pero nunca se sabe, y él tenía apellido raro. Y llevaba chaleco siempre, mal indicio era ese. De cualquier forma no hubo suerte, no hubo distancia, la mesa me impedía divisar sus pies. Maticé, pero si su calzado era excéntrico debió de resultar peor—: Claro que en un lugar en el que el Comandante en Jefe aparece públicamente disfrazado de bandera nacional y tocado con una boina de color rojo burdel, como lo vi hace poco en televisión, no es descartable que sus generales y coroneles lleven botas de esas, o zuecos, o zapatillas de ballet, cualquier cosa en estos tiempos histriónicos y con semejante modelo para imitar.

–¿Zuecos? —preguntó Tupra, tal vez más por diversión que por no haberme entendido. 'Sabots? ', dijo, era el término que había empleado yo: gracias a mis antiguas clases de traducción en Oxford y a mis ocasionales prácticas para negreros, conozco las palabras más absurdas en inglés.

–Sí, ya sabe. Esos zapatos de madera, con la punta acebollada. Las enfermeras los llevan, y los flamencos, claro, por lo menos en sus cuadros. Creo que también las geishas, con calcetines, ¿no?

Tupra rió brevemente, y también yo. Quizá se figuró durante un instante con zuecos al señor venezolano que acababa de salir. O acaso al mismísimo Chávez, con macizos zuecos y calcetines blancos. En primera instancia y en una fiesta resultaba un hombre simpático. También lo era en segunda y en su despacho, aunque allí dejaba entender que nunca podía perderse del todo la seriedad del trabajo, tampoco vivir instalado tan sólo en ella.

–¿Ha dicho disfrazado de bandera? Envuelto en la bandera, ¿no habrá querido usted decir? —añadió.

–No —respondí—. El estampado de la camisa o de la guerrera, no recuerdo, era la bandera misma, con estrellas y todo, se lo aseguro.

–¿Estrellas? No recuerdo ahora mismo la bandera de Venezuela. ¿Estrellas? —No parecía haberse sentido aludido por lo del calzado, lo cual me alivió.

–Es a franjas, no sé bien. Una roja, amarilla, me suena, quizá una azul. Y unas estrellas apiñadas en algún lugar. El Presidente iba ataviado de estrellas, de eso estoy seguro, a franjas anchas, una guerrera o una camisa a franjas horizontales con esos colores u otros así. Y estrellas, ya ve. A lo mejor era un liki-liki, vestimenta de gala, creo que es, no sé si en Venezuela también, en Colombia sí.

–Estrellas. De veras. – 'Indeed', fue lo que dijo, sin interrogación. Volvió a reír brevemente, y yo también. La risa une a los hombres desinteresadamente entre sí, y entre sí a las mujeres, y lo que establece entre mujeres y hombres puede ser un vínculo aún más fuerte y más tensado, una unión más profunda, compleja, y más peligrosa por más duradera o con mayor aspiración de durabilidad. Lo duradero desinteresado acaba por enrarecerse, a veces por volverse feo y difícil de tolerar, alguien tiene que estar en deuda a la larga y sólo así marchan las cosas, uno u otro un poco más, y la entrega y la abnegación y el mérito pueden ser un camino seguro para hacerse con el puesto del acreedor. Así me he reído yo con Luisa en oportunidades sin fin, breve e inesperadamente, viendo la gracia los dos en lo mismo sin acuerdo previo, los dos brevemente a la vez. También con otras mujeres, la primera mi hermana; y unas pocas más. La calidad de esa risa, su espontaneidad (su simultaneidad con la mía tal vez), me han hecho saber y aproximarme o bien descartar al instante, y a algunas mujeres las he visto ahí en su totalidad antes de conocerlas, sin apenas hablar, sin ser yo mirado o sin apenas mirar. Una leve dilación, en cambio, o la sospecha de mimetismo, de complaciente respuesta a mi estímulo o mi indicación, la percepción de una risa educada u ofrecida para halagar, la que no es del todo desinteresada y está azuzada por la voluntad, la que no tanto ríe cuanto quiere reír o se presta o ansía o aun condesciende a reír, de esa me he apartado muy pronto o le he asignado un lugar secundario, sólo de acompañamiento, o hasta de cortejo en épocas mías de debilidad. Mientras que a esa otra risa, a la de Luisa, la que se adelanta casi, a la de mi hermana, la que nos envuelve, a la de la joven Pérez Nuix, la que se confunde con la propia nuestra y nada tiene de deliberación y sí de olvido de nosotros dos (sí en cambio todo de desprendimiento y gratuidad y de nivelación), a esa he solido darle un lugar principal que luego ha resultado ser duradero o no, peligroso a veces, y a la larga (cuando ha habido larga) difícil de tolerar sin que apareciera o mediara una pequeña deuda simbólica o real. Pero se soportan aún menos la ausencia o la disminución de esa risa, y eso a su vez lo trae siempre, lo uno o lo otro, el día en que toca endeudarse un poco más, uno de los dos un poco más. Hacía tiempo que Luisa me la había retirado o me la racionaba, la suya, no podía creer que la hubiera perdido en toda ocasión, se la brindaría a otros, cuando alguien nos la retira es señal de que no hay más que hacer. Esa risa desarma. Desarma con las mujeres, y de modo distinto con los hombres también. He deseado a mujeres por su risa tan sólo, intensamente, ellas lo han solido ver. Y a veces he sabido quién era alguien sólo por escuchársela o por no escuchársela nunca, la risa inesperada y breve, y hasta lo que iba a pasar o a haber entre ese alguien y yo, si amistad o conflicto o aborrecimiento o nada, no me he equivocado mucho, ha podido tardar pero ha acabado por ocurrir, y además se está siempre a tiempo mientras no se muera o no nos muramos ese alguien ni yo. Esa era la risa de Tupra y también era la mía, y así hube de preguntarme durante un instante si en el futuro quedaría desarmado él o lo quedaría yo, o tal vez los dos—. Liki-liki —repitió. Imposible no repetir tal palabra, es irresistible—. Bueno, no se pueden juzgar los usos de ningún lugar desde fuera, ¿verdad? —añadió, con desganada o poco seria seriedad.

–Verdad. Verdad —contesté yo, a sabiendas de que esa frase no lo era (quiero decir verdad) para ninguno de los dos.

–¿Algo más? —preguntó. No había soltado prenda, no ya sobre la identidad (no lo esperaba), sino sobre la supuesta condición o cargo del venezolano al que había servido doblemente de intérprete. Hice una tentativa:

–¿Podría darle un nombre a ese señor? Más que nada por si tuviéramos que referirnos a él otra vez.

Tupra no vaciló. Como si ya hubiera tenido preparada una respuesta a mi probatura, más que a mi curiosidad:

–No me parece probable. Para usted, Mr. Deza, se llamará Bonanza —dijo con aún más irónica seriedad.

–¿Bonanza? —Debió de notar mi estupefacción, no pude evitar pronunciar la zcomo en mi país, o en parte de él y desde luego en Madrid. A sus oídos ingleses sonaría como 'Bonantha', algo así, como Deza sonaría 'Daetha', algo así.

–Sí, ¿no es ese un nombre español? Como Ponderosa también, ¿no? —dijo—. Pues Bonanza para usted y para mí. ¿Nada más que haya podido observar?

–Sólo confirmarle esta impresión, Mr. Tupra: el General Bonanza nunca atentaría contra la vida de Chávez, o Mr. Bonanza, sea quien sea en realidad. De eso puede estar seguro, tanto si es bueno para los intereses de ustedes como si no. Lo admira demasiado, incluso si es su enemigo, y yo creo que no lo es.

Tupra cogió su llamativo paquete rojo con faraones y dioses y me ofreció un segundo Rameses II, un gesto poco común en las islas, gran dispendio a no dudar, brizna turca, picor egipcio, se lo cogí. Pero era para el camino, no para continuar, porque a la vez que me lo brindaba se puso en pie y bordeó la mesa para acompañarme hasta la salida, señaló la puerta con un ligero ademán. Aproveché para mirar entonces sus zapatos de refilón, eran sobrios, de cordones, marrones, no había cuidado. Él lo advirtió, lo advertía casi todo, sin cesar.

–¿Pasa algo con mis zapatos? —me preguntó.

–No, no, son muy bonitos. Y están muy limpios. Espléndidos, envidiables —le contesté. Contrastaban con los míos negros, de cordones también. En Londres no conseguía disciplinarme para cepillarlos a diario, esa es la verdad. Hay cosas para las que se vuelve perezoso uno, cuando no está en casa y vive en el extranjero. Pero yo sí estaba en casa, o al menos no había otra por el momento, lo olvidaba demasiado a menudo, la fuerza de mi costumbre se empeñaba en sentir lo imposible a veces, que aún podía regresar.

–Le diré dónde encontrarlos, otro día. —Iba a abrirme la puerta, aún no lo hizo, se quedó unos segundos con las manos apoyadas sobre los respectivos pomos de las dos hojas. Torció la cabeza, me miró de lado pero sin llegar a verme, no podía, yo estaba justo detrás de él. Era la primera vez en todo aquel rato que sus ojos activos, acogedores, burlones aun sin querer, no se encontraban con los míos. Sólo veía sus pestañas largas, de perfil. La envidia de las damas, más aún de perfil—. Antes dijo usted 'dejando los principios de lado', si no recuerdo mal. O 'dejando la teoría de lado', ¿puede ser?

–Sí, creo que dije algo así.

–Me preguntaba. —Seguía con las manos sobre los pomos—. Déjeme preguntarle: ¿hasta qué punto es usted capaz de dejar los principios de lado? Quiero decir, ¿Hasta qué punto suele usted? Prescindir de eso, de la teoría, ¿verdad? Todos lo hacemos de vez en cuando, o no podríamos vivir: por conveniencia, por temor, por necesidad. Por sacrificio, por generosidad. Por amor, por odio. ¿En qué medida suele usted? —repitió—. Entiéndame.

Fue entonces cuando comprobé que no sólo lo advertía casi todo sin cesar, sino que lo registraba y guardaba también. La palabra 'sacrificio' no me gustó, me causó un efecto parecido a aquella expresión suya en casa de Wheeler, 'rindiendo a mi país servicio'. Además había añadido: 'uno debe procurar eso si puede, ¿no?' Si bien lo había rebajado en seguida: 'aunque sea lateral el servicio y uno vaya antes que nada tras el beneficio propio'. También yo registraba y guardaba, más de lo que es normal.

–Según para qué —respondí, y a continuación utilicé un plural ( 'them') porque era por los principios tan sólo por lo que me preguntaba, eso entendí—. Puedo dejarlos bastante de lado, para opinar en una conversación. Algo menos, para juzgar. Para juzgar a amigos, mucho más, soy parcial. Para obrar, mucho menos, creo yo.

–Mr. Deza, gracias por su cooperación. Estaremos en contacto con usted, espero que sí. —Me lo dijo en tono apreciativo, o con leve afectuosidad. Ahora sí abrió la puerta, las dos hojas a la vez. Volví a verle los ojos, más azules que grises a la luz de la mañana, pálidos siempre, divertidos en apariencia ante cualquier diálogo o situación, atentos, succionadores siempre, era como si honraran lo que estuvieran mirando, o no hacía falta que miraran siquiera: lo que entrara en su campo visual—. Pero aquí no tenemos intereses, lo entenderá, por favor —añadió sin transición, aunque ahora se refiriera a algo no inmediatamente anterior. La mayoría de la gente no habría ya vuelto a ello, no habría recuperado aquel comentario mío tan marginal ('tanto si es bueno para sus intereses como si no'), es increíble lo rápidamente que las palabras, pronunciadas o escritas, livianas o graves, todas, insignificantes o con significación, se extravían y se tornan lejanas y quedan atrás. Por eso hay que repetir, eterna y disparatadamente hay que repetir: desde el primer vocablo, desde el primer balbuceo humano y aun desde el primer dedo índice que señaló sin decir. Una y otra y otra vez, e inútilmente una vez más. A nosotros no se nos extraviaban con tantísima facilidad, a él y a mí, sin duda una anomalía, una maldición—. Nos limitamos a dar nuestro parecer, y sólo cuando se nos solicita, claro está. Como usted tan amablemente acaba de hacer, al pedírselo yo. —Y rió brevemente otra vez, dientes pequeños con luminosidad. Me sonó a risa educada o quizá impaciente, así que la mía no lo acompañó, aquella vez.

Nunca supe a las claras si había acertado en algo, con el Coronel Bonanza de Caracas o bien del exilio y de fuera, no se me comunicaban los resultados, y aún menos a las claras: no me atañían a mí, y puede que tampoco a nadie. A veces no debía ni de haberlos, y los dictámenes o informes serían meramente archivados, por si acaso. Y si había que tomar decisiones respecto a algo (el respaldo y la financiación de un golpe, por ejemplo), es probable que las tomaran los responsables diversos —quienes hubieran hecho en cada caso el encargo, o hubieran solicitado los pareceres nuestros– sin posibles constatación ni certeza y sólo por su cuenta y riesgo, es decir, fiándose o no fiándose, apostando a favor o en contra de lo que Tupra y los suyos hubieran visto y opinado, o quizá recomendado.

En un primer momento, sin embargo, supuse cándidamente que en algo habría acertado, porque no pasaron muchos días tras aquella mañana de interpretar doblemente, la lengua y las intenciones —inexacto lo segundo, pero digámoslo así en principio—, sin que se me propusiera abandonar ya mi puesto de la BBC Radio y trabajar en exclusiva para Tupra (o eminentemente), junto a él y su devoto Mulryan, la joven Pérez Nuix y los otros, con horarios muy flexibles en teoría y bastante mayor ganancia, ninguna queja en ese aspecto, al contrario, podía enviar más dinero a casa. Fue inevitable la sensación de haber aprobado un examen, y de que se me incorporaba a lo que quisiera que fuese aquello, entonces no me pregunté mucho al respecto ni tampoco más tarde ni tampoco ahora, porque aquello fue quizá siempre impreciso (y la indefinición era su esencia), y porque algo me había advertido Sir Peter Wheeler, o suficientemente: 'De esto no te hablarán los libros, ninguno de ellos, ni los más antiguos ni los más modernos, ni los más exhaustivos que se publican ahora, Knightley, Cecil, Dorril, Davies, no sé, Stafford, Miller, Bennett, tantos, ni crípticamente los que en su día fueron más crípticos, Rowan, Denham, y lo siguen siendo. No busques en ellos. Casi ni alusiones encontrarás. Sólo perderás la paciencia y el tiempo'. A lo largo de aquel domingo de Oxford no puedo decir que me hablara siempre con medias palabras, pero quizá sí con tres cuartos, a lo sumo con tres cuartos, nunca con las completas palabras. Puede que él tampoco las conociera o tuviera enteras, puede que no las tuviera nadie, ni siquiera Tupra, ni Rylands cuando vivía. Puede que no las hubiera.


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