Текст книги "Fiebre Y Lanza"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Cuando tuvo lugar el golpe de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela, no pude por menos de preguntarme si algo habríamos tenido que ver indirectamente en ello; primero en su aparente éxito inicial, luego en su grotesco fracaso (poca determinación, pareció haber habido); y en su caos, en todo caso. En la televisión estuve atento por si salía en alguna imagen el General Ponderosa o como se llamara de veras, pero nunca lo vi, quizá no había tomado parte. Quizá el golpe se había ido al traste porque Tupra había desaconsejado cualquier financiación y respaldo, quién sabía. Con él no fui capaz de guardar total silencio:
–¿Ha visto lo de Venezuela? —le pregunté una mañana, nada más entrar en su despacho.
–Sí, lo he visto —me contestó, con el mismo tono con que en su día le había confirmado al militar civil venezolano que él no tenía nuestro teléfono, aunque nosotros sí el suyo. Era su tono conclusivo, o acaso habría que decir concluyente. Y al notar que yo dudaba si insistir o no, añadió—: ¿Algo más, Jack?
–Nada más, Mr. Tupra.
No, no solían comunicarme mis aciertos ni mis desaciertos.
'Quizá sea aventurado, pero...' 'Me puedo equivocar, no obstante...' Son ese 'pero' y ese 'no obstante' las rendijas que acaban por abrir de par en par todas las puertas, y al poco las propias fórmulas verbales delatan nuestro envalentonamiento: 'Me jugaría el cuello a que ese individuo se pasaría de bando al menor contratiempo, y volvería a cambiarse cuantas veces le hicieran falta, su mayor problema sería que no lo admitieran en ninguno de ellos, por pusilánime manifiesto', dice uno de un rostro funcionarial —pulcra calva, sucias gafas– que nunca había visto hasta media hora antes y que ahora uno observa por la falsa ventana o falso espejo ovalado con una disposición del ánimo que es mezcla de superioridad e indefensión (la indefensión de creer que va a intentarse engañarlo siempre, la superioridad de mirar oculto, de verlo todo sin arriesgar los ojos).
'Esa tía está loca por que le hagan caso, sería capaz de inventarse las fantasías más descabelladas para llamar la atención, y además necesita presumir ante cuanto se mueva y en cualquier circunstancia, no sólo ante quienes valdría la pena y podrían beneficiarla, sino delante de su peluquero, de su frutero y hasta del gato. Ni siquiera sabe dosificar sus afanes ni seleccionar a su público: ya no distingue, de poco puede servirle a nadie', dice Tupra de una actriz famosa —hermosa melena pero mentón muy tenso, pétreo; hechizada por el engreimiento– al observarla en un vídeo, y sabemos todos que lleva razón, que ha acertado como casi siempre, aunque no haya un solo elemento de juicio —cómo decir– descriptible para sustentar sus asertos.
'Ese tipo tiene principios y no es sobornable, pondría la mano en el fuego. O mejor dicho: ni siquiera son principios, sino que aspira a tan poco y tanto lo desdeña todo, que ni el halago ni la recompensa lo llevarían a sostener posturas que no lo convencieran o por lo menos lo divirtieran. A este sólo se le podría entrar con la amenaza, porque miedo sí puede tenerlo, miedo físico me refiero, no ha recibido una bofetada en su vida, o digamos desde que salió del colegio. Se vendría abajo al más mínimo daño. Oh sí, lo desconcertaría tanto. Se desarmaría al primer rasguño, al primer pinchazo. Serviría en algunos casos, siempre que se le evitara correr esa clase de riesgos', dice Rendel de un novelista juvenilmente cincuentón, agradable —agudos rasgos de duende, voz pausada, leve acento de Hampshire según Mulryan, gafas redondas, nada hueca su habla—, al escuchar y ver una entrevista grabada con él desde demasiado cerca, casi sólo primeros planos, no hemos visto ni una vez sus manos; y nos parece que Rendel está en lo cierto, que el novelista es hombre valeroso en su actitud y con las palabras, pero que se acobardaría ante la menor violencia porque no puede ni imaginársela en su realidad cotidiana: es capaz de hablar de ella, pero sólo porque la ve abstracta. No tendría manos, como en la cinta, ni para defenderse.
'Con este sujeto ni cruzaría la calle, podría empujarme bajo las ruedas de un coche si lo pillara irritado, en un rapto. Es un intempestivo y un impaciente, no se entiende que pueda mandar sobre nadie desde un despacho, ni que haya montado ningún negocio, menos todavía próspero, así que qué decir de su imperio. Su sino natural habría sido atracar a viandantes al anochecer o pegar palizas exageradas, un matón a sueldo pasado de revoluciones. Es un manojo de nervios, no sabe esperar, no escucha, lo que le cuentan jamás le interesa, no sabe estar ni cinco minutos a solas, pero no es que quiera compañía, sino espectadores. Debe de ser un colérico de mucho cuidado, se le ha de ir fácil la mano, y la voz no digamos, se pasará el día y la noche chillando a sus empleados, a sus hijos, a sus dos ex-mujeres y a sus seis amantes (o quizá son siete, hay dudas). Es un misterio que sea empresario o jefe de nada, excepto de un tugurio del Soho al borde del cierre diario. Lo único que se me ocurre para explicarlo es que infunda grandes pánicos y que su hiperactividad sea de tal calibre que por fuerza le salgan bien algunos de sus incontables proyectos y cambalaches: probablemente, y por puro azar, los de mayor provecho. También puede que tenga olfato, pero no casa mucho con sus aceleraciones: eso precisa de persistencia y calma, y este tipo desconoce el sentido de esas dos palabras: abandona al instante lo que se le resiste o le cuesta, es su manera de ganar tiempo. No sé qué diablos podría hacer en política, si se va a meter, como se asegura. Aparte de barbaridades y abusos, claro. Me refiero ante el electorado, insultaría a sus posibles votantes en cuanto recibiera su primer reproche, al menor descuido los machacaría a insultos', dice Mulryan de un multimillonario al que se ve sonriente en casi todas las tomas en diferentes actos, deportivos, benéficos, monárquicos, a punto de montar en globo, en las carreras de Ascot y en el derbyde Epsom con los respectivos aditamentos indumentarios grotescos, en la firma de un acuerdo con una compañía discográfica, o con otra cinematográfico-ferial norteamericana, en la Universidad de Oxford en exótica ceremonia de coloridas togas (quizá celebrada ad hoc, nunca vi allí nada semejante), estrechando la mano del Primer Ministro y la de varios secundarios y la de algún cónyuge ennoblecido por su conyugalidad justamente, en estrenos, inauguraciones, conciertos, bailes, en vagas aristocracias, apadrinando talentos de todas las artes vistosas, las que permiten público, performancesy aplausos; y aunque sonriente y satisfecho siempre en el televisivo reportaje o retrato —grandes entradas que sin embargo no le alargan la frente, la cual se aparece horizontal, apaisada; unos dientes invasivos y muy recios, equinos prácticamente; un anómalo bronceado; una tentación de rizos sobrevolando su nuca y hasta una pizca más abajo como vestigio plebeyo; una ropa adecuada a cada ocasión pero que se diría invariablemente usurpada o aún alquilada; un cuerpo aprisionado y robustecido y furioso, como a disgusto consigo mismo—, todos creemos que no anda errado Mulryan, y no nos cuesta figurarnos al acaudalado soltando sopapos entre su séquito (y desde luego berridos a sus subalternos) en cuanto tuviera constancia de que no le rodaba ya ninguna cámara.
'Esa mujer sabe muchas cosas o las ha visto y ha decidido no contarlas, estoy segura. Su problema, o aún es más, su tormento es que lo tiene presente todo el rato, las cosas graves que presenció o de las que está enterada y su voto particular de callarlas. No es que tomara la resolución un día y eso la apaciguara luego, aunque la decisión le costara sangre. No es que a partir de entonces haya podido vivir con la aceptable tranquilidad de saber al menos lo que quiere, o más bien no quiere que pase; que haya sido capaz de arrinconar en su mente esos hechos o conocimientos, de amortiguarlos, de darles paulatinamente la consistencia y la configuración de sueños, que es lo que permite a muchos convivir con el recuerdo de atrocidades y desengaños: dudar que hayan existido, a ratos; nublarlos, envolverlos en la humareda de los años posteriores acumulados, y así mejor postergarlos. Por el contrario, esa mujer piensa sin cesar en ello y muy vivamente, no sólo en lo sucedido o averiguado, sino en que debe o quiere guardar silencio. No es que desdecirse la tiente (sería sólo para sus adentros, nada más que ante sí misma); no es que sienta su decisión tomada como provisional permanentemente, no es que estudie volverse atrás y se pase las noches en vela, reconsiderándola. Yo diría que es irrevocable, tanto como la que más, o aún más que la que más, si se me apura, porque no obedece a un compromiso. Pero es como si la hubiera tomado ayer mismo, ayer siempre. Como si estuviera bajo el turbador efecto de algo eternamente reciente y que no se gasta, cuando lo más probable es que hoy todo sea remoto, tanto lo acaecido como su voluntad primera de que no trascendiera nunca, o no por su causa. No me estoy refiriendo a hechos relativos a su profesión, que también los habrá igualmente a salvo, sino a su vida personal: hechos que la afectaron y cada día la afectan, o la hieren y la infectan y todas las noches le producen fiebre cuando se dispone a acostarse. "No será por mí, por mí no se sabrá nada de esto", debe de pensar continuamente, como si esas experiencias antiguas las tuviera bajo la piel, palpitándole. Como si todavía fueran el núcleo de su existencia y lo que mayor atención requiere, serán lo primero que al despertar le acuda, lo último de que se despida al dormirse. Nada hay de obsesión, sin embargo, no conviene confundirse, su cotidianidad es ligera y enérgica; y es clara, no se resiente. Se trata de algo distinto: es lealtad a su historia. Esta mujer sería a muchos de gran servicio, es perfecta para guardar secretos y por tanto también para administrarlos o distribuirlos, en eso es del todo fiable, precisamente porque permanece alerta y nada deja para ella de estar vivo y ser presente. Aunque el secreto guardado se le aleje en el tiempo, no se le difumina, y lo mismo sería con los transmitidos. Ni un solo perfil se le pierde. Nunca se olvidaría de quién sabe qué y quién no sabe, una vez hecho el reparto. Y estoy segura de que se acuerda de todas las caras y nombres que han desfilado ante su estrado', dice la joven Pérez Nuix de una juez de edad madura y rostro plácido y alegre, que los dos observamos juntos desde la garita mientras Tupra y Mulryan le hacen preguntas respetuosas y sinuosas, a las damas les ofrecen té siempre si es por la tarde y si en efecto son damas por su posición o su porte, a los caballeros no salvo si son peces gordos o pueden ser muy influyentes en alguna cuestión concreta, a lo sumo un cigarrillo (pero nunca de los faraónicos), y excepcionalmente vermut o cerveza si es la hora del aperitivo y la cosa se está alargando (hay una mini nevera camuflada entre los estantes); y pese a esa actitud serena y a esa expresión jovial de la magistrada —la sonrisa acogedora; la piel muy blanca pero saludable; los ojos veloces y vivos aun siendo de un azul tan claro; las ojeras bien asentadas, tan hondas y favorecedoras que se le debieron de originar ya de niña; la risa desprendida y pronta, con un elemento de educación en ella que no impide su espontaneidad, sí en cambio toda adulación, no hay ni sombra; la conciencia divertida de que de Tupra emana cierto deseo hacia ella, pese a la edad ya no propicia (deseo teórico acaso, o retrospectivo, o imaginativo), porque él percibe a la joven que fue, o aún la huele, y eso es a su vez percibido por la que dejó de serlo, y le hace gracia y la rejuvenece—, al escuchar a la joven Nuix me parece plausible cuanto ella advierte y me describe, porque veo en esa juez, en efecto, algo semejante a la excitación o vitalidad que trae conocer un secreto de significancia y haberse jurado no compartirlo.
Claro que la joven Nuix no habla así mientras los dos miramos y tomamos algunas notas en el compartimento, no tan seguido ni tan preciso (yo lo ordeno y lo conformo ahora, como hacemos todos cuando referimos algo, y además lo complemento con el posterior informe de ella, escrito), sino que me va haciendo comentarios sueltos a través de la mesa, a nosotros no nos ven ni nos oyen, aunque sepan bien dónde estamos, aquí destacados por el propio Tupra. Y al oírla me acuerdo —en cada ocasión me acuerdo, no sólo cuando interpreta a esa juez, la juez Walton– de las palabras que atribuyó Wheeler a Tupra aquel domingo: 'Dice que será con el tiempo la mejor del grupo, si se las apaña para retenerla lo suficiente', y cada vez me pregunto si no lo es ya, quien más afina y la más dotada, quien más arriesga y quien ve más profundo de nosotros cinco, la joven Pérez Nuix, de padre español y madre inglesa, criada en Londres pero tan familiarizada como yo mismo con el país paterno (no en balde lleva pasando en él veintitantos veranos sin falta), totalmente bilingüe a diferencia de mí, en quien prevalece la lengua con la que me inicié en el habla, del mismo modo que Jacques será para mí siempre elnombre, por ser al que atendí en el principio, y por el que fui llamado por quien más llamaba. También su sonrisa es acogedora y su risa desprendida y pronta las de esa joven, y también son sus ojos muy veloces y vivos, con mayor fundamento puesto que son castaños y no estarán aún muy cargados de pegajosas visiones que no se marchan. Tendrá veinticinco años, o quizá dos más o uno menos, y cuando nuestras miradas se encuentran, a través de la mesa o en cualquier otra circunstancia, noto que se me empiezan a desvaír Luisa y mis hijos, mientras que el resto del tiempo se me aparecen demasiado nítidos aunque estén tan lejanos, y eso que las caras de los niños son tan cambiantes que nunca tienen una sola y fija imagen; me doy cuenta de que va aposentándose, o predominando, la de las fotos más recientes que me traje a Inglaterra, las llevo en la cartera como cualquier buen o mal padre, y además las miro. También advierto que la joven Nuix no me descarta pese a la diferencia de edades; o habría que decirlo en condicional: me ronda la idea de que algún vínculo sexual ha establecido o estableció con Tupra, aunque nada me lo indique inequívocamente y ellos se traten con deferencia y humor, y con una especie de recíproco paternalismo, tal vez sea eso el mayor indicio. (Pero la idea me ronda, y sé que con Tupra no se compite.) Que no me descarta o descartaría o no me habría descartado es algo que veo en sus ojos, como lo he visto en los de otras mujeres desde hace unos años sin equivocarme —de joven se es más miope y más astigmático y más présbita, todo ello al mismo tiempo—, y lo respiro y escucho en el breve acopio de energía que suele hacer, por timidez o por el rubor que la acecha, antes de dirigírseme para conversar un rato, es decir, más allá del saludo o de la pregunta o respuesta aisladas, como si tomara impulso o carrerilla, o como si la primera frase (que no es corta nunca, es curioso) se la construyera mentalmente entera, la estructurara y la memorizara completa antes de pronunciarla. Eso lo hace con frecuencia uno al hablar en lengua extranjera, pero esa joven y yo, cuando a solas o en los apartes, acudimos al español, que también es propio de ella.
Y no me cupo duda una mañana en que no la acechó el rubor cuando más debiera haberla asaltado. Me habían entregado ya llaves del edificio sin nombre, y creyendo ser el primero en llegar a él esa mañana, al piso que ocupábamos nosotros (un insomnio matutino me había impelido a salir, para empezar la jornada de veras y rematar allí un informe), y creyendo por tanto abrirlo (estaban echados los cerrojos nocturnos), me extrañó oír ruido y un tarareo suave en uno de los despachos, cuya puerta abrí no con violencia pero sí con brío, de una ráfaga, en la difusa idea de desconcertar al posible intruso, al madrugador espía o al subrepticio burglar, y así obtener ventaja si debía hacerle frente, por tarareador que fuera y tranquilo que pareciese por tanto. Y entonces la vi, a la joven Nuix de pie ante la mesa, de cintura para arriba desnuda y con una toalla en la mano que justo en aquel momento se pasaba por una axila, alzado el brazo. Debajo llevaba una falda estrecha, su falda del día anterior, me fijo a diario en su vestimenta. Tanto me sorprendió la visión (y a la vez no tanto o quizá nada: sabía que era voz de mujer, la que tarareaba) que no hice lo que me tocaba haber hecho, mascullar una apresurada disculpa y volver a cerrar la puerta, quedándome fuera naturalmente. Fueron sólo unos segundos, pero esos segundos los dejé correr (uno, dos, tres, cuatro; y cinco) mirándola, creo, con expresión entre interrogativa y de aprecio y de falso azoramiento (luego estúpida, decididamente), antes de decir 'Buenos días' en un tono del todo neutro, esto es, como si ella hubiera estado tan vestida como yo o casi, yo tenía aún puesta la gabardina. En cierto sentido, supongo, hice hipócritamente como si nada, y como si no viera; pero a ello me ayudó también —quiero pensarlo– que la joven Nuix hiciera otro tanto, como si nada. Durante aquellos segundos en que sostuve la puerta abierta antes de retirarme, no sólo ella no se tapó, asustada o pudorosa o al menos sobresaltada (lo habría tenido fácil, con la toalla), sino que se quedó quieta, como la imagen congelada de un vídeo, exactamente en la misma postura que al irrumpir yo en el despacho, mirándome con expresión interrogativa pero nada estúpida, ni falsa ni verdaderamente azorada. Lo único que hizo, así pues, fue cesar en su tarareo y en su movimiento: se estaba secando, frotando, y dejó de hacerlo, la toalla se le quedó detenida a la altura del costado. Y en esa postura no sólo no cubría su desnudez (no lo hizo, ni como acto reflejo), sino que al mantener el brazo en alto me permitió contemplar su axila, y cuando una mujer desnuda permite ver eso, y descubre una o ambas, es como si ofreciera un suplemento de desnudez con ello. Era una axila desde luego limpia y tersa y recién lavada según deduje, y por supuesto afeitada, sin el matojo de espanto que algunas mujeres se empeñan en conservar hoy en día como extraña señal de protesta contra el gusto tradicional de los hombres, o de la mayoría. 'Buenos días', dijo asimismo en tono neutro. Fueron sólo unos segundos (cinco, seis, siete, ocho; y nueve), pero la calma y la naturalidad con que nos comportamos durante su transcurso me hicieron acordarme de aquella ocasión en que mi mujer Luisa, poco después del nacimiento del niño, se quedó parada a medio desvestirse (descubierto el torso, los pechos crecidos por su maternidad, iba a acostarse) y me contestó a unas preguntas absurdas que yo le hice sobre nuestro recién nacido ('¿Crees que este niño vivirá siempre con nosotros, mientras sea niño o muy joven?'). Estaba desnudándose, en una mano tenía aún las medias que acababa de quitarse, en la otra el camisón que iba a ponerse ('Claro, qué bobadas son esas, ¿con quién si no?'; y había añadido: 'Si no nos pasa nada'), mientras que la joven Nuix tenía en una mano la toalla con la que no pensaba cubrirse ni se cubrió, y la otra libre y en alto, como una estatua de la Antigüedad. Estaban medio desnudas ambas ('¿Qué quieres decir?', le había preguntado yo a Luisa entonces), y nada tenía que ver la desnudez de la una con la de la otra (quiero decir para mí, porque sí guardaban semejanza de hecho, objetivamente): la de mi mujer me era conocida y aun consuetudinaria, no es que me dejara indiferente por eso ni mucho menos, y de ahí que me fijara en sus pechos crecidos Incluso en aquel instante volandero y doméstico; pero era normal que siguiéramos hablando como si nada, que no interrumpiéramos la conversación por ello ('Nada malo, quiero decir', había respondido ella); la de mi joven compañera de trabajo era en cambio nueva, inesperada, inédita, en modo alguno anticipada y hasta inmerecida y furtiva desde mi punto de vista, producto de un malentendido o de una imprudencia, y por tanto me la miré de otra manera, sin descaro ni lascivia pero con una atención a la vez descubridora y memorizadora, con los ojos aparentemente velados de nuestra época que siempre estuvieron vigentes en Inglaterra, donde nos encontrábamos y donde ese mirar que no mira o ese no mirar que mira se desarrolla y se perfecciona, y del que allí vi escapar o librarse casi tan sólo a Tupra; y ella me dejó mirar así no mirando, no trató de impedirlo, pero tampoco había descaro ni exhibicionismo en sus ojos ni en su actitud, y cuando añadió algo más, una explicación que yo no esperaba ni hacía falta, y que pese a ser la primera frase que me dirigía en el día no pareció esta vez compuesta con antelación en su mente ('He dormido aquí, bueno, dormir más bien poco, me he pasado la noche enganchada con un informe endiablado'), su voz y su tono no sonaron muy distintos de los de una conyugalidad que bien conozco. Así que una vez transcurridos los demás segundos (nueve, diez, once y doce: 'Ya, no te preocupes, yo es que me he venido temprano a ver si termino uno mío', dije a mi vez, no tanto por explicarme cuanto a modo de disculpa tardía e implícita), cerré la puerta por fin, de un solo movimiento resuelto, casi raudo (el pomo no había llegado a soltarlo), y me retiré a mi despacho, que estaba contiguo y que compartía con Rendel, ella compartía con Mulryan el suyo. Pertenecía a otra generación, la joven Nuix, me dije; me dije que sin duda se pasaría los veranos con el torso al aire en las playas o piscinas de España, que estaría acostumbrada a ser vista así y admirada, su pudor atenuado. También pensé que éramos compatriotas y que eso en el extranjero equivale casi a un parentesco: crea complicidades y solidaridades insólitas y da pie a confianzas sin base, así como a amistades y amores que serían inimaginables, casi aberrantes, en el común país de origen (una amistad con De la Garza, Rafita el capullo enorme). Pero ella era más inglesa que española, seguramente, no debía olvidarme de eso. Y sé muy bien, en todo caso, que cuando una mujer ni siquiera hace ademán de cubrirse al instante la desnudez sorprendida, sólo sea instintivamente (salvo que se trate de bailarinas de strip-teasey similares, con alguna he andado), es porque no descarta a quien la sorprendió y la contempla, y eso todavía rige para todas las generaciones vivas, o por lo menos para las adultas. No es que la mujer se sienta atraída por ese alguien o lo desee por fuerza, lejos de mi creencia semejantes presunciones cándidas. Es tan sólo que no lo descarta, o no lo excluye, no enteramente, y es muy probable que sea sólo entonces cuando ella lo averigüe o se dé cuenta, en el momento de verse vista por ese alguien y decidir para él no taparse, o tal vez no haya ni decisión por medio. El brazo alzado de la joven Nuix no me pareció a la postre como el de una estatua, o no en el recuerdo: más bien lo vi como si estuviera colgado de la barra de un autobús, o su mano asida al asidero en alto de un vagón de metro. Allí seguía aún agarrado, el brazo al aire, cuando cerré la puerta y dejé de verlo, al igual que la lisa axila que realzaba el resto. Debió de bajarlo inmediatamente. Duró todo doce segundos. Los conté no en el acto, sino también después, en el recuerdo.
No sabía bien por entonces qué se quería decir con aquella expresión frecuente, tanto en los informes escritos como en los orales y hasta en los comentarios improvisados y en apariencia intrascendentes que se intercambiaban durante el estudio de fotos o vídeos o de personas de carne y hueso que Tupra hubiera invitado, o muchas veces convocado, u ordenado venir incluso, se me ocurría. Si trabajábamos por encargo de otros, si no teníamos intereses propios y sólo dábamos nuestro parecer, y opinábamos y dictaminábamos, era de suponer que los observados que podían 'servir' o 'no servir', ser 'de gran' o 'de ningún servicio' (yo mismo empleé esas expresiones pronto, y me acostumbré al concepto sin acabar de entenderlo, tantas cosas suple la práctica, o de tantas prescinde el atolondrado hábito), lo serían en cada caso para los encomendadores de las respectivas tareas, en relación con sus necesidades concretas y sus particulares indagaciones o cuitas, que debían de ser más variadas de lo que me figuré en un principio, cuando Wheeler me habló del pasado o prehistoria del grupo, como él lo llamaba por no llamarlo, falto de verdadero nombre ('Nada te dirán de esto los libros', me había advertido; 'no busques en ellos, sólo perderás la paciencia y el tiempo').
La procedencia u origen de cada encargo, eso yo solía ignorarlo, rara vez se aludía a ello, yo tendía a pensar que todos o la gran mayoría venían de instancias oficiales, estatales, gubernamentales, administrativas británicas, o, en algunas ocasiones (según las nacionalidades remotas o reiteradas de los sujetos de estudio), de sus equivalentes en países amigos o interesada y coyunturalmente aliados: era sorprendente el alto número de australianos, neozelandeses, canadienses, egipcios, saudíes y norteamericanos que desfilaban por nuestras pantallas, sobre todo de los últimos. Tampoco me explicaba mucho por qué se sometía a vigilancia y juicio a algunos de aquellos sujetos (pues era esa la sensación predominante: de que los vigilábamos y juzgábamos), menos aún cuando no se nos interrogaba luego respecto a ningún terreno o cuestión o rasgo determinados. Aquella juez Walton, por ejemplo. Ni Tupra ni Mulryan ni Rendel me preguntaron nada específico acerca de ella después de mi centinela (tal vez sí a la joven Nuix, que había captado tanto de su carácter), y me resultaba difícil imaginar qué diablos interesaba ver, interpretar, descifrar, desentrañar o desenmascarar de una mujer tan cabal, inteligente y sólida como parecía ser ella. Otras veces sí, la misma índole de las preguntas me daba idea de por dónde iban los tiros, de lo que preocupaba a Tupra, a Mulryan, a Rendel, a Nuix, o más probablemente a las instancias superiores o inferiores —a los clientes– que los contrataban y se valían de ellos, esto es, de nosotros y de nuestro supuesto don, o de nuestras habilidades presuntas, o quizá era tan sólo de nuestro atrevimiento, que iba a más, siempre a más, siempre en aumento.
A medida que transcurrían las semanas y los meses luego, yo iba ampliando el espectro de mis contestaciones, así como el desparpajo:
–¿Te parece que esta mujer está siendo infiel, aunque jure lo contrario, y pruebas no haya? —me preguntaba Mulryan de una señora bien vestida y de nariz algo curvada que se lo negaba en su salón al marido, los dos sentados en un sofá delante de la televisión encendida y tomados sin duda por una cámara oculta, quizá instalada en el aparato por el mismísimo esposo (un tipo de cara ancha y propenso a sonreír, aun sin venir a cuento, no venía entonces), quien habría recurrido a nuestro consejo, acaso, por sentirse incapaz de distinguir ya los tonos sinceros de los engañosos en ella, la costumbre y la convivencia tienden a nivelar a veces, se establecen un cierto desmayo o una cierta atonía en los diálogos y en las respuestas, y llega un día en que lo importante y lo insignificante, lo verdadero y lo falso, reciben la misma escasa dosis de énfasis.
–Sí, yo creo que sí lo es —respondía yo—. Su negación ha sido demasiado desahogada, demasiado elocuente, casi sarcástica. La pregunta de él no la ha sorprendido de veras, pese a los aspavientos. Y tampoco la ha ofendido. Ella se la esperaba para cualquier día desde hacía tiempo, y por tanto tenía su reacción lista, casi memorizadas las palabras que iba a emplear, y ensayados el tono y el gesto con que iba a soltárselas. Si no ante el espejo, al menos sí mentalmente. Su imaginación estaba imbuida de todo ello con anterioridad, sólo ha debido activarlo. Casi ansiaba que llegara el desagradable momento.
–Lo crees. Lo crees. ¿Sólo eso, Jack? ¿O estás seguro? —me insistía Mulryan, haciendo caso omiso de lo que todos sabemos: que nadie puede estar seguro de nada, a no ser que haya hecho o haya tomado parte o haya sido testigo (y ni así, tantas veces: la mancha de sangre).
–Estoy seguro en la medida en que mi seguridad proviene de lo que veo y percibo, de lo que me ofreces —decía yo enrevesadamente, en una tentativa última por guardarme un poco las espaldas y no zambullirme del todo en las osadías—. Ella ha dicho, por ejemplo, que las sospechas de él le parecían 'histéricamente divertidas'. No habría utilizado ese adverbio de no tenerlo ya pensado, elegido, previsto. Tampoco si en verdad se lo parecieran, divertidas. De haber sido así, no habría empleado ninguno, o a lo sumo uno más corriente, como 'tremendamente', menos subrayador, con menos carga burlesca. Y de ser falsa la acusación, no la habría calificado de 'estimulante' o 'regocijante' – 'exhilarating', había dicho—, ni se habría rebajado tanto con el argumento de que ya le gustaría a ella, 'pobre de mí', despertar deseos en otros hombres. Pocas mujeres creen firme y sinceramente que no puedan despertarlos, sean cuales sean su edad y su físico. Me refiero a las adineradas, y esta señora parece serlo bastante. Pueden fingir que lo creen, pueden lamentarse de puertas afuera para que las contradigan y reafirmen, pueden preguntárselo y hasta pueden dudarlo en algunos instantes de abatimiento o después de un rechazo. Rara vez más que eso. Pronto se recuperan de esa clase de abatimientos. Pronto achacan el rechazo a un corazón ya ocupado, suele serles una explicación decorosa, aceptable. – 'Nor Hell a fury, like a woman scor'd' cité para mis adentros: 'Ni hay en el Infierno furia, como el despecho de una mujer'. Y pensé: 'No es para tanto'—. Y si por fin un día lo creen, no van contándolo. A su pareja menos que a nadie.
–Pero él la ha creído —me objetaba o señalaba Mulryan.
–Pues habrá que sacarlo de su credulidad —contestaba yo más aplomado—. Siempre le quedará el recurso de desatender a nuestro veredicto, de mandarlo a la mierda, si es que va a él destinado, si es él quien nos ha hecho el encargo. —Ya por entonces sabía que allí no se cuidaba el vocabulario en exceso, durante las sesiones—. Ella le es infiel sin embargo, me juego el cuello. —Siempre acababa uno por arriesgar al máximo. Quizá era el orgullo desafiado, quizá que iba viendo cada vez más claro, según uno hablaba; o se convencía. Qué peligroso es decir. No es sólo que otros ya no puedan evitar tenerlo en cuenta, lo que uno ha dicho. Es que también uno mismo se ve obligado a contar con ello, una vez que ha flotado en el aire y no sólo en su pensamiento, donde todo es aún descartable. Una vez que ha sido oído y ha pasado a formar parte del saber de esos otros, los cuales pueden ahora hacer uso de ello, y hasta apropiárselo, y hasta volverlo en contra nuestra.