355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Javier Marias » Fiebre Y Lanza » Текст книги (страница 15)
Fiebre Y Lanza
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 19:10

Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



сообщить о нарушении

Текущая страница: 15 (всего у книги 22 страниц)

La mirada de Wheeler se había adensado e iluminado mientras hablaba, sus ojos me parecieron gotas de moscatel ahora. No era sólo que le gustara perorar, como a cualquier antiguo conferenciante o docente. Era también que la índole de aquellas reflexiones suyas lo encendía por dentro y un poco por fuera, como si la cabeza ardiente de una cerilla le chisporroteara en cada pupila. Él mismo se dio cuenta, cuando se detuvo, de que estaba agitado, y por eso no tuve reparo en enfriarlo con mi respuesta, o en decepcionarlo, la expresión inquieta de la señora Berry —entre los dos escindida– me recordó que mucha excitación dialéctica lo perjudicaba.

–Usted me perdonará, Peter, pero lamento confesarle que no entiendo del todo lo que me está diciendo —le contesté, aprovechando su pausa (que en principio quizá era sólo para tomar aliento)—. No he descansado mucho y debo de estar muy torpe, pero la verdad es que no sé bien de qué me habla.

–Dame un cigarrillo —dijo. No solía fumarlos. Le alcancé mi paquete. Cogió uno, se lo alumbré, lo sostuvo entre los dedos con poca maña, dio dos caladas y en seguida lo vi apaciguarse, para eso sirve el tabaco a veces, digan los médicos lo que quieran—. Ya sé, ya sé. Parece que divago, pero no estoy divagando, no en realidad, Jacobo. He estado hablándote de lo que estamos hablando, no me retires la atención, no te equivoques. No he olvidado lo que me has preguntado. Qué he querido decir, y a qué se refería Toby cuando me avisó de que tú podías ser como nosotros, es eso, ¿no?

–Eso es, exacto. ¿Y qué fue lo que quiso decir? Aún no me lo ha explicado.

–Sí te lo estoy explicando. Pero espera. —La ceniza empezó ya a crecerle. Le arrimé el cenicero, pero aún no hizo caso—. Aunque estuvimos separados durante bastantes años y sin saber uno del otro, conocía bien a Toby, y en algunas cuestiones me fiaba mucho de su criterio (no en todas, desde luego, poca confianza tenía en sus juicios literarios). Pero lo conocía más o menos, tanto al niño que ya estaba también en el mundo cuando mandaron a nuestros mayores al matadero en Gallípoli con los australianos..., todos como cochinos, algunos con sus bayonetas tan sólo, sin balas..., cuanto al jubilado colega universitario y vecino del río de sus últimos años; vecinos cuando yo venía, claro. Cuando coincidíamos. —Hizo un breve inciso rememorativo e histórico, tal vez el que había aplazado para acabar su anterior frase; hizo, así, otra pausa—: ('Anzac', los llamaron, no sé si lo sabes: un acrónimo de Australian and New Zealand Army Corps; y los Anzacs, así en plural, fue el nombre hoy glorioso de aquellos inútiles sacrificados nuestros, los de Chunuk Bair, los de Suvla... Tantos ha habido en mi tiempo, y tantos por eso, por no ver lo que estaba a la vista y no saber lo que era sabido, tantos en el transcurso de una sola vida. La mía es larga, de acuerdo, pero es sólo una. Da miedo pensar en los sacrificados que ha habido y que seguirá habiendo por eso, por no atreverse y no querer... Cuánto desperdicio.) Llevamos vidas sorprendentemente paralelas, Toby y yo, para habernos despedido el uno del otro en la preadolescencia, y haberse él mudado de país y de continente. Quiero decir en nuestras carreras, en lo accesorio, fue gracioso que obtuviéramos sendas cátedras en la misma Universidad inglesa (y no cualquiera) al cabo del tiempo. No fue tan casual, en cambio, que ambos formáramos parte del grupo, yo lo recluté a él, supongo. La historia de nuestros apellidos es trivial, te lo he advertido, no gran misterio. Nuestros padres se divorciaron cuando teníamos unos ocho y nueve años respectivamente, hacia 1922 o por ahí, él un año menor, ya te he dicho. Nos quedamos con mi madre, entre otras razones porque nuestro padre corrió a apartarse, yo creo que no quiso ver cómo mi madre iba a acercarse a otro hombre más pronto o más tarde, él estaba seguro (aunque eso lo creo ahora; bueno, y desde hace tiempo). Se trasladó a Sudáfrica, y pareció no echarnos demasiado en falta. Tanto lo pareció, y durante años eternos, que lo tomé por indudable y cierto, y el rencor se me hizo fácil. Nuestro abuelo materno, nuestro abuelo Wheeler, decidió hacerse cargo de sus dos nietos, económicamente hablando. Y como sólo tenía esos, apellidados Rylands como era lógico, mi madre, nada experta sin duda en la psicología de los preadolescentes, cambió su nombre y el nuestro, es decir, recuperó el suyo de soltera y también nos lo colocó a nosotros: una forma de perpetuar al abuelo, imagino, nominalmente; quién sabe si él no la impuso. La cosa se hizo oficial a todos los efectos en 1929, mediante escritura legal – 'by deed poll', fue la expresión inglesa, la había visto en el Who's Who—, pero ya veníamos utilizando ese apellido Wheeler desde poco después del divorcio. Así estábamos inscritos en el colegio, y así se nos conocía ya en Christchurch, donde nacimos. La medida de la pobre Rita, mi madre, fue una probable muestra de gratitud o una compensación al abuelo, su padre, y una más probable y pueril represalia contra el nuestro, su ex-marido Hugh. Casi de un día a otro pasamos de sentirnos Peter y Toby Rylands a ser los hermanos Wheeler, sin padre y sin patronímico sensu stricto. Pero así como yo no protesté por ello (luego me he dado cuenta de la turbación, de los desarreglos, cómo decir: de que el rótulo de una identidad no se cambia impunemente), Toby se rebeló desde el primer momento. Seguía contestando 'Toby Rylands' cuando le preguntaban su nombre y así seguía firmando en el colegio, hasta en los exámenes. Y al cabo de dos o tres años de forcejeos y de infelicidad evidente, no sé, a los once, expresó su estridente deseo no sólo de conservar su apellido de siempre, sino de irse a vivir con su padre. Le tuvo más afecto que yo, más admiración, más camaradería y más dependencia; era más sentimental, a la media o a la larga no debió de tolerar perdernos a mí y a mi madre, aunque jamás me lo dijo, en efecto era orgulloso; pero a su padre lo echó más de menos, inmensamente; y el rencor que yo desarrollé en contra de él, a Toby fue creciéndole contra nuestra madre. Por asimilación o por intuición, también contra nuestro abuelo Wheeler, al que nunca consiguió no ver como a un suplantador o rival de su padre, quizá el abuelo no era tan paternal con su hija. Y yo no me salvé tampoco, ningún Wheeler. El disgusto y la hostilidad de Toby se hicieron tan insoportables, para él y para nosotros, que al final mí madre accedió a su traslado, en el caso de que nuestro padre estuviera dispuesto a llevárselo y cargar con él, lo cual parecía improbable. Que mi padre lo aceptara contra todo pronóstico (o contra el mío, un desideratummás que otra cosa, he comprendido más tarde) contribuyó no poco a que quisiera eliminarlo a él de mi conciencia enteramente, como si nunca hubiera existido, y asimismo, por asimilación y por despecho, a que casi lograra suprimir a mi hermano de mis recuerdos, que lo había preferido a él y se había marchado. Bueno, ya sabes, nos ocurre siempre, en la edad adulta y aun en la vejez, te lo aseguro: pero en la infancia es aún más acusada la sensación de abandono y desdicha y de traición: es eso: de deserción sufrida) para el que permanece quieto, allí donde estaba, mientras otros se largan y desaparecen. También cuando los otros se mueren, la impresión no es muy distinta, para mí al menos, algo de rencor guardo a mis muertos. Él se fue a Sudáfrica y yo me quedé en Nueva Zelanda. No es que aquello fuera mejor, Sudáfrica, ninguna razón objetiva para creerlo, pero para mí se convirtió entonces en un lugar infinitamente más atractivo, y pronto empecé a impacientarme, a desear que me llegara la edad universitaria que me haría salir del país, tal vez, en mi percepción, ensombrecido y menguado por las ausencias, y venir aquí. Lo hice por fin a los dieciséis años, metido en un barco tan lento que pareció no ir a arribar a destino, llamándome ya Wheeler oficialmente. Yo no lo recuerdo ni tampoco lo creo cierto, porque alguna clase de posterior agravio he sentido respecto a mi cambio de nombre, el cambio defactomás que el de iure, pero decía mi madre que la escritura legal se tramitó por mi conveniencia, si es que no por complacerme. Es verdad que en los años veinte y aun en los treinta todo era más fácil y natural, y en muchos aspectos se era más libre que ahora: ni el Estado ni la justicia regulaban ni intervenían tanto, dejaban respirar y moverse, eso está hoy acabado, nuestra obsesión tutelar no existía, ni se habría consentido. Así que es posible que al cabo del tiempo mi nombre hubiera sido Wheeler de todas formas y a cualquier efecto sin necesidad de papeleos, sancionado por el uso y por la costumbre, del mismo modo que Toby pudo irse con su padre tras el mero acuerdo de los progenitores y el visto bueno de mi madre, sin que ninguna autoridad ni juez, que yo sepa, se entrometieran en cuestión tan privada. Fuera como fuese, fue entonces cuando pasé a llamarme Wheeler tambiénlegalmente, y de muy buen grado. No hace falta decir que la escritura me afectó a mí nada más, y no a Toby (sólo habría faltado), de quien hacía ya cuatro años que apenas sabía. No mantuvo contacto directo, o bueno, ni él ni yo lo procuramos. De tarde en tarde tenía alguna vaga noticia suya a través de mi madre, a quien a su vez llegaban sobre todo, me temo, a través de nuestro padre. Y él tendría algunas mías por el mismo conducto a la inversa. Vagas, siempre vagas. Así que yo nací 'Peter Rylands' y lo fui hasta los nueve o diez años, si es que no hasta los dieciséis in partibus. Pero no te creas, él también fue 'Toby Wheeler' durante un periodo, bien que a su pesar, desde luego: no sabes cómo se mortificaba con eso en nuestro colegio de Christchurch, por ejemplo cuando pasaban lista. No suele ocurrir con el que al nacer le dan a uno, pero de Toby puede decirse en justicia que, además de recibirlo, conquistó o se ganó su nombre. —Wheeler cambió de expresión un instante, y ya supuse, al ver la nueva, que ahora venía alguna observación irónica o humorística—. Y eso que con el de pila nunca estuvo muy conforme, el mismo que el de nuestro abuelo Wheeler, le tocó a él, mala suerte. De haber sido ese el sometido a cambio, lo habría aceptado con gusto, estoy seguro. Y a lo mejor habríamos seguido juntos entonces, quién sabe. Decía que le recordaba al pesadísimo caballero de Noche de Reyes, Sir Toby Belch —en realidad dijo 'Twelfth Night', no iba a llamar él de otro modo a esa obra de Shakespeare—, sabes lo que significa 'belch', ¿verdad? Luego, ya de adulto, se reconcilió con el nombre un poco, cuando leyó Tristram Shandy, gracias al personaje del Tío Toby. —Y Wheeler pareció dar por terminadas aquí sus explicaciones sobre Wheeler y Rylands, porque añadió a manera de cierre—: Ya ves. Te lo he dicho. Una historia trivial. Un divorcio. El apego a un nombre. A una madre. A un padre. Una segregación. La aversión a otro nombre. A una madre. Y a un abuelo. A un padre. —Estaba mezclando las dos subjetividades, la suya y la de su hermano—. No gran misterio. —Tuve entonces la impresión, por la lentitud con que las fue soltando, de que esperaba una refutación mía a esas palabras, ahora que me había relatado la historia; pero si fue así, no la obtuvo. Él debía saber que no era trivial en modo alguno (aquella separación de los bandos tan drástica; Rylands diciéndome en su día 'cuando salí de África por primera vez', como si allí hubiera nacido y negando sin más, por tanto, sus diez u once iniciales años en Nueva Zelanda, en otro continente aunque fueran islas), y que en ella sí había misterio, por mucha naturalidad que hubiera puesto al contarla. Y la debía de haber contado tan sólo en parte: no había contado el misterio mismo, sino la parte que lo bordeaba, o que como una flecha lo señalaba.

–¿Y luego? —Le pregunté– ¿Cuándo volvieron a encontrarse?

–Ya en Inglaterra, mucho más tarde. Para entonces yo era ya Wheeler de veras y él era Rylands. Creo que ya era el que soy, si soy el que creo ser. Yo lo busqué, no nos encontramos. No exactamente. Pero esa es otra historia.

–Seguro que lo es —respondí, acaso un poco impacientado sin querer estarlo: el escaso sueño me pasaba factura en algunos momentos, y lo que a uno lo atañe tiene mala espera, aunque sea sólo un comentario—. E imagino que en algún punto de ella se esconderá la respuesta a mí ya vieja y por usted provocada pregunta: en qué podía ser yo como ustedes dos, según Toby. No irá a decirme que era por mi variable nombre de pila, ya sabe: usted y otros me llaman Jacobo, pero Luisa y muchos más me dicen Jaime, y hasta los hay que me conocen por Diego o Yago. Por no hablar de Jack, aquí en Inglaterra. No es nada infrecuente.

Wheeler notó mi leve impaciencia, esas cosas no se le escapaban. Vi que lo divertía, en absoluto lo azoraba, ni lo apremiaba.

–Yo lo llamo Jack, por ejemplo —dijo tímidamente la señora Berry—. Espero que eso no lo incomode..., Jack. —Y esta vez dudó al pronunciar el nombre.

–En modo alguno, Mrs. Berry.

–¿Y por cuál te conoces tú a ti mismo? —aprovechó Wheeler para preguntarme.

No lo tuve que pensar ni un segundo.

–Por Jacques. Es así como me lo aprendí, y lo hice mío de niño. Aunque así no me haya llamado casi más que mi madre. Ni siquiera me lo concede mi padre.

–Ahí lo tienes —dijo Wheeler en tono absurdamente demostrativo. 'There you are', fue su expresión, que no se me ocurre traducir aquí de otra forma—. Pero no, Toby no se refería a eso, ni yo tampoco —añadió en seguida—. Él me había hablado bastante de ti, antes de que tú y yo nos conociéramos. De hecho, en parte, llegamos a conocernos por eso, él despertó mi curiosidad. Que tú podías ser como nosotros acaso... Eso me lo había adelantado, y me lo confirmó después en alguna ocasión en que surgió hablar del viejo grupo. Pero claro, tú ya no vivías aquí por entonces, ni podía pensarse que fueras a regresar algún día para quedarte. Descuida, no quiero decir que ahora te vayas a quedar para siempre, estoy seguro de que volverás a Madrid más pronto o más tarde, los españoles no aguantáis alejados de vuestro país demasiado tiempo; aunque seas madrileño, sois los menos añorantes. Pero has regresado para quedarte indefinidamente en principio, valga la contradicción relativa, y eso ya es mucho regreso. Así que lo que Toby opinaba adquiere de pronto póstumamente, cómo decirlo, un suplemento de interés práctico. Sobre todo porque yo también lo opino (al fin y al cabo él ya no tiene influencia, ni ya pueden apretarlo), tras haberte frecuentado bastante desde su muerte. Intermitentemente, desde luego, pero van siendo muchos años. En sus juicios literarios no confiaba gran cosa, ya te he dicho. Pero sí en cambio en los personales, en sus juicios sobre las personas, en su interpretación y anticipación, las veía, o como decís vosotros, las calaba. —Y estas últimas dos palabras las dijo en mi lengua—. En eso rara vez se equivocaba, era poco menos que infalible. Casi tanto como yo —Rió un segundo estudiadamente, para anular o rebajar la inmodestia—. Posiblemente más que nuestro amigo Tupra, que es muy bueno, o que esa chica que tiene tan competente, supongo, a vosotros os ha tocado una época que no pone tanto a prueba: también española, esa chica, o sólo a medias, me ha hablado varias veces de ella pero nunca consigo recordar su nombre, dice que será con el tiempo la mejor del grupo, si se las apaña para retenerla lo suficiente, esa es una de las dificultades, la mayoría se cansa y lo deja pronto. Toby era casi tan infalible como tú debes de serlo, en tu época de menor exigencia. Bueno, según él. Él creía que lo serías más que él mismo, que podrías superarlo en cuanto tomarás conciencia primero, y te desprendieras luego de ella, o te la aplazaras al menos, como hicimos los que la teníamos, los que la tenemos, conciencia. Indefinidamente en principio, valga también esa contradicción relativa para el aplazamiento de las conciencias. Pero la verdad, no sé yo si llegarías a tanto.

–¿De qué grupo habla, Peter? Lo ha mencionado ya varias veces. —Intenté cambiar de pregunta. Pero ya no sentía impaciencia, había sido refleja, un instante. Y si a él le había entrado antes prisa, era seguro que se había debido sólo a mi tardanza en bajar despierto, con la que no había contado, los incumplimientos de sus horarios y planes mentales lo alteraban y fastidiaban. Pero ahora que me tenía delante, disfrutaba intrigándome, y con mi expectativa: no iba a arruinar su representación prevista, quizá soñada, acelerándola. Como era de esperar, no me contestó a la pregunta nueva, sino por fin a la antigua. Claro que con medias palabras tan sólo, o a lo sumo con tres cuartos. Enteras, ya lo he dicho, no debía de conocerlas. No debían de existir siquiera.

–Toby me dijo que siempre admiraba, a la vez que temía, el don especial que tenías para captar los rasgos característicos y aun esenciales, tanto exteriores como interiores, de tus amigos y conocidos, a menudo inadvertidos, ignorados por ellos mismos. O incluso de gente que sólo habías visto de refilón o de paso, en una asamblea o en una high table, o con la que te habías cruzado en un par de ocasiones por los pasillos o las escaleras de la Tayloriana sin intercambiar palabra. Creo que además le escribiste una vez, al poco de irte, unas breves semblanzas de algunos colegas nuestros, para su diversión, ¿no es cierto?

Aquello me sonó vagamente. Hacía tanto tiempo que se me había borrado cualquier vestigio. Uno olvida mucho más lo que escribe que lo que lee, si le va dirigido; lo que envía que lo que recibe, lo que dice que lo que escucha, cuando agravia que cuando es ofendido. Y aunque uno crea que no, va borrando más de prisa lo habido con los que ya están muertos. Unas pequeñas viñetas, tal vez, unas pocas líneas, sí, sobre mis colegas de la época en Oxford, los de la SubFacultad de Español, que Rylands, Professorde Literatura Inglesa recién retirado entonces, conocía bien, aunque no tanto como el propio Wheeler, jefe directo de la mayoría de ellos durante años y hasta su jubilación, sobre todo de los que ya eran veteranos en aquel tiempo. Me dio repentina vergüenza retrospectiva, iba haciendo memoria difusa: quizá habían sido unas semblanzas festivas, afectuosas pero una pizca maliciosas o irónicas. Por eso debí de negarlo, en primera instancia.

–No recuerdo yo eso —dije—. No, no creo haberle escrito ninguna semblanza de nadie. Puede que de viva voz, eso puede. Hablábamos mucho de todo, de todos.

–¿Me pasa la carpeta, por favor, Estelle?

–le pidió Wheeler a la señora Berry, y ésta sacó una y se la alcanzó al instante, como si fuera el instrumental de un médico que su enfermera le tiene listo. Debía de haberla guardado todo aquel rato sobre su regazo, como un tesoro. Wheeler se la echó bajo el brazo o más bien bajo la axila. Se levantó a continuación y me dijo—: Salgamos al jardín un poco, caminemos por el césped. Me conviene el ejercicio y Mrs. Berry necesitará libre la mesa si queremos almorzar más tarde. No hace mucho frío ahora, pero mejor que te abrigues, ese río es traicionero, cala los huesos sin que se dé uno cuenta.

–Y con sus ojos mineralizados de nuevo, añadió serio y con calma (o fue con tiento más bien, como si me sujetara con sus palabras pero no quisiera ahuyentarme)—: Escucha, Jacobo: según Toby, tú tenías el raro don de ver en las personas lo que ni siquiera ellas son capaces de ver en sí mismas, o no suelen. O, si lo ven o vislumbran, acto seguido rehúsan verlo: se dejan tuertas por el fogonazo y luego se miran ya sólo con el ojo ciego. Ese es un don hoy rarísimo, cada vez más infrecuente, el de ver a la gente a través de ella misma y directamente, sin mediaciones ni escrúpulos, sin buena voluntad ni tampoco mala, sin esforzarse, cómo decir, sin predisposiciones y sin hacer dengues. Es en eso en lo que tú podías ser como nosotros, Jacobo, según Toby, y yo estoy ahora de acuerdo. Los dos veíamos así, nosotros, sin mediaciones ni escrúpulos, sin buena voluntad ni mala. Veíamos. Con ello prestamos servicio. Y yo sigo todavía viendo.

Una noche en Londres creí haberme asustado a mí mismo, tras antes haber creído que me venían siguiendo, y tal vez amenazando. Puede haber sido la lluvia, pensé al creer lo primero, que hace sonar los pasos sobre el pavimento como si echaran chispas o sacaran brillo, el cepillado raudo de los limpiabotas antiguos; o el roce de mi gabardina contra el pantalón al andar ligero (el roce de los faldones sueltos, danzantes, desabrochada la gabardina, que golpeaban también las ráfagas); o la sombra de mi propio paraguas abierto, que sentía todo el rato como una inquietud demorada a mi espalda, lo sostenía algo inclinado, de hecho recostado en el hombro como se llevan un fusil o una lanza cuando se desfila; o acaso el chirriar muy leve de sus esforzadas varillas, de tan sacudidas. Tenía la sensación incesante de que me seguían de cerca, en algunos momentos oía como veloces pisadas breves de perro, que parecen siempre caminar sobre brasas y tender hacia el aire, tan poco apoyan en el suelo sus dieciocho invisibles dedos, uno diría que están a punto de saltar o elevarse, permanentemente. Tis tis tis, ese era el ruido que me acompañaba, era eso lo que iba oyendo y lo que me hacía volverme cada pocos pasos, un rápido giro del cuello sin detenerme ni aminorar la marcha, por culpa del viento el paraguas cumplía con su función sólo a medias, caminaba con celeridad estable, tenía prisa por llegar a casa, regresaba de una jornada demasiado larga en el edificio sin nombre y era tarde para Londres aunque no para Madrid, en absoluto (pero yo en Madrid ya nunca estaba); no había almorzado más que unos sandwiches, hacía muchas horas y muchísimos más rostros, alguno observado desde el compartimento de tren inmóvil o garita enmaderada, pero la mayoría en vídeo, y sus voces oídas o más bien atendidas, sus tonos sinceros o presuntuosos, apocados o falsos, taimados o fanfarrones, dubitativos o desahogados. El esfuerzo de captación, de afinación a que se me iba obligando no era menor, y tenía la impresión de que podría ir siempre en aumento: cuanto más se satisfacen las expectativas, más éstas se agrandan y mayores sutilezas y precisiones se exigen. Y si ya desde pronto (quizá desde el mismísimo Cabo Bonanza) había fabulado a partir de mis intuiciones, ahora el grado de irresponsabilidad y ficción a que me forzaban o inducían Tupra, Mulryan, Rendel y Pérez Nuix me creaba tensión, casi angustia en algunos ratos, por lo general antes o después, y no durante mis tareas de invención, llamadas interpretaciones o llamadas informes. Me daba cuenta de que iba perdiendo más escrúpulos cada día, o, como había dicho Sir Peter Wheeler, de que iba aplazando mi conciencia y desdibujándola, aplazándola indefinidamente; y de que me estaba aventurando sin su acompañamiento, cada vez más lejos y con menor reserva.

Pensé que no era extraño que me asustara a mí mismo, una noche de lluvia con las calles casi vacías de transeúntes y sin un taxi libre, a lo que ya había renunciado; que tuviera los nervios de punta y cualquier cosa me sobresaltara, mis sonoros zapatos mojados, el azote anárquico de mis faldones, la cúpula batida de mi paraguas que el asfalto me devolvía flotante en los tramos más iluminados, al pasar junto a los monumentos desde el anochecer ya melancólicos que van salpicando las muchas plazas, el metálico cantar de grillos producido por mi balanceo y el racheado viento nocturno, acaso las reales pisadas ingrávidas de algún perro extraviado que yo no veía, pero que en efecto me venía siguiendo por pura eliminación de candidatos —hubo manzanas enteras en las que no me crucé con nadie—, y tal vez por disimulo, antes de que lo cazaran al divisárselo solitario. Tis tis tis. Notaba todos mis olores pasados por agua: a seda húmeda y a cuerpo húmedo y a lana húmeda, y quizá también sudaba, sin que quedara ya rastro de mi colonia de la mañana. Tis tis tis, volvía la cabeza y no había nada ni nadie, sólo la inquietud en mi nuca y la sensación de amenaza —o era nada más de vigilancia– acompañando a todos mis pasos rítmicos y constantes —uno, dos, tres y cuatro—, como si avanzara en una interminable marcha con mi paraguas-fusil o mi paraguas-lanza, aunque fuera su verdadera función la de endeble y holgado yelmo o la de escudo inestable en brazo que se estremece y baila. 'Yo soy mi propio dolor y mi fiebre', pensaba mientras creí asustarme, 'yo mismo debo de serlo.'

No, no era raro. Quien se pasa los días dictaminando, pronosticando y aun diagnosticando —no hablemos por ahora de vaticinios—, opinando a menudo sin fundamento, empeñándose en haber visto aunque haya visto poco o nada —si es que no fingiéndolo—, aguzando el oído a la búsqueda de extraños énfasis o vacilaciones, de atropellamientos y temblores del habla, atendiendo a la elección de palabras cuando los observados disponen de vocabulario para elegir entre varias (y eso no es lo frecuente, algunos ni siquiera encuentran la única que es posible y entonces hay que guiarlos y sugerírsela, y se hace fácil manipularlos), aguzando el ojo para detectar las voluntariosas miradas opacas y los parpadeos exagerados, el retroceso de un labio al preparar su mentira o la vibración de mandíbula del ambicioso descabellado, escrutando los rostros hasta no verlos ya más como rostros vivos y en movimiento, observándolos como a pinturas, o como a dormidos o muertos, o como al pasado; quien tiene por quehacer no fiarse acaba por percibirlo todo a esa luz suspicaz, recelosa, interpretativa, inconforme con las apariencias y con lo evidente y llano; o mejor dicho: inconforme con lo que hay. Y entonces se olvida fácilmente de que lo que hay en la superficie o en primera instancia puede serlo todo a veces, sin vuelta de hoja y sin doblez ni secreto, al haber quien no esconde por ignorar cómo hacerlo, o hasta las mismas noción y práctica del ocultamiento.

Llevaba ya meses desempeñando mi tarea casi a diario, rara era la jornada en que me dispensaban absolutamente de acudir al edificio sin nombre, aunque fuera sólo un rato para informar de lo analizado y captado, o de lo decidido antes en casa. Había recorrido un buen trecho en el proceso típico de los atrevimientos (si es que no fue más bien envalentonamiento). Uno empieza por decir 'No lo sé' con frecuencia, 'Lo ignoro'; o por matizar y precaverse al máximo: 'Podría ser', 'Apostaría a que...', 'No estoy seguro, pero...', 'Lo veo posible', 'Tal vez sí', 'Quizá no', 'Es improbable', 'Acaso', 'Puede', 'No sé si es ir demasiado lejos, pero...', 'Esto es mucho suponer, sin embargo...', 'Perhaps', 'It might well be', el arcaico 'Methinks', el americano 'I dare say', hay todas las coloraciones en ambos idiomas. Sí, uno evita en su lengua las afirmaciones y ahuyenta de su cabeza las certidumbres, sabedor de que traen las otras las unas tanto como las unas las otras, hay casi simultaneidad, no hay apenas diferencia, es excesivo cómo se contaminan, el pensamiento y el habla. Eso es al principio. Pero pronto se va animando: se siente felicitado o reconvenido por una mirada oblicua o por un comentario suelto, sin aparente destinatario y pronunciado en tono neutro pero que uno entiende que lo alude, sabe aplicárselo. Nota que el 'No sé' no gusta mucho, que la inhibición no es apreciada, que se viven como decepción las ambigüedades y caen los miramientos en saco roto; que no cuenta ni se recoge lo demasiado inseguro y cauto, lo dudoso no convence ni de la duda misma, las reservas son casi un chasco; que el 'Quizá' y el 'Tal vez' son tolerados por el bien de la empresa o del grupo, que no quiere suicidarse pese a su tanta audacia, pero jamás suscitan entusiasmo ni apasionamiento, ni aprobación siquiera, se encajan como medrosidad o mansedumbre. Y a medida que uno se va atreviendo, las preguntas se le multiplican y se le atribuyen más facultades, la perspectiva de lo cognoscible está siempre en un tris de perderse, y uno se encuentra un día con que de él se espera que vea lo indiscernible y esté enterado de lo inverificable, que conteste no ya a lo probable e incluso a lo sólo posible, sino a lo incógnito e insondable. Lo más llamativo de la cuestión, lo peligroso, es que uno mismo se va sintiendo capaz de verlo y de sondearlo, de enterarse y de conocerlo, y por tanto de aventurarlo. La osadía no se está quieta nunca, mengua o crece, se dispara o se encoge, se sustrae o avasalla, y si acaso desaparece tras algún revés enorme. Pero si la hay se mueve, no es nunca estable ni se da por contenta, es todo menos estacionaria. Y su propensión primera es al ilimitado aumento, mientras no se la cercene o frene en seco, brutalmente, o se la obligue a retroceder con método. En su periodo expansivo las percepciones se alteran mucho o se embriagan, y la arbitrariedad, por ejemplo, deja de parecérselo a uno, que cree basar sus dictámenes y sus visiones en criterios sólidos por subjetivos que sean (un mal menor, qué remedio); y llega un momento en que poco importa la capacidad de acierto, sobre todo porque en mi actividad éste era rara vez comprobable, o si lo era no solían comunicármelo, eso es lo cierto. De mi permanencia allí, de la solicitación de mis prestaciones —digamos burocrática y ridículamente—, de mi no despido, infería que mi porcentaje era bueno, pero también me preguntaba de vez en cuando si tal cosa era averiguable, y si en el caso de serlo se molestaba en averiguarla nadie. Yo soltaba mis opiniones y veredictos y mis prejuicios y juicios: se leían o se escuchaban; se me hacían preguntas concretas: las respondía, ampliando así o acotando, detallando, puntualizando o sintetizando, yendo por fuerza siempre demasiado lejos. Luego no sabía qué se hacía con todo aquello, si tenía consecuencias, si era útil y con efectos prácticos o nada más carne de archivo, si de hecho favorecía o perjudicaba a alguien; no solía haber más, no se me informaba con posterioridad apenas, todo quedaba —para mí al menos– en aquel primer acto dominado por mis discursos y un breve interrogatorio o diálogo; y que a mis ojos no hubiera segundo ni tercero ni cuarto hacía que pareciera todo en conjunto (en la cotidianidad, lo que más cuenta) un juego sin gran trascendencia, o hipotéticas apuestas, sesiones de ejercicios en fabulación y en perspicacia. Y así, durante mucho tiempo, nunca tuve la sensación ni la idea de poder estar dañando a nadie.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю