Текст книги "Fiebre Y Lanza"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Oí el piano desde la casa, música de fondo para el río y los árboles, para el jardín y la voz de Wheeler. Una sonata de Mozart tal vez, o podía ser de un Bach, Johann Christian, maestro suyo y pobre genial hijo del genio, había vivido en Inglaterra muy largo tiempo y allí se lo conoce de hecho como 'el Bach de Londres' y se lo interpreta a menudo y se lo recuerda, un alemán inglés como los del Instituto Warburg y aquel admirable actor vienes que se había llamado primero Adolf Wohlbrück y que también se desprendió del nombre, y como el Comodoro Mountbatten que fue Battenberg en su origen, británicos postizos todos, ni Tolkien se libraba de eso. (Y como mi compañero Réndel, también era él un inglés austriaco.) La señora Berry habría acabado con sus quehaceres todos y se entretenía hasta ver la hora de avisarnos para el almuerzo. Tocaba ella y tocaba Wheeler; ella con energía, a él rara vez lo había visto u oído hacerlo, recordaba una ocasión en que quiso que conociera un himno titulado Lillabulleroo Lilliburleroo algo así españolizante, el piano no estaba en el salón sino en el piso de arriba, en un cuarto por lo demás vacío, nada podía hacerse en él excepto sentarse ante el instrumento. Pudo ser la música alegre, por el contraste, o sus lamentosas frases directamente, pero Wheeler pareció muy fatigado de pronto, se llevó una mano a la frente y dejó caer ésta con todo su peso, fiándolo al codo apoyado sobre la mesita cubierta por su lona de faldones sobrantes. 'Así llevamos los siglos', pensé mientras aguardaba a que prosiguiese o bien pusiera fin a la charla, temí que pudiera decidir esto último, había adquirido demasiada conciencia de sus parrafadas, y le vi cerrar los ojos como si le escocieran, aunque sus dedos sobre la frente medio se los ocultaban. 'Así llevamos los siglos y así nada cede ni se acaba nunca, todo se contagia, nada nos suelta. Y ese todo se va escurriendo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, sólo que es nieve que viaja en el tiempo y más allá de nosotros, y que quizá nunca se para.'
'Andreu Nin la perdió, por ejemplo', dije por fin, todavía flotaban en mi cabeza los improvisados estudios de mi noche tan estirada. 'Andrés Nin', insistí al notar el desconcierto de Wheeler, lo noté pese a que no cambió aún de postura, continuaba inmóvil y como desfallecido. 'El no habló, no contestó, no dio nombres ni dijo nada. Nin, mientras lo torturaban. Le costó la vida, aunque seguramente habrían acabado quitándosela de todas formas.' Pero Wheeler seguía sin comprender, o no quería ya más bifurcaciones:
'¿Eh?', acertó a proferir, y vi que abría los ojos, un brillo de estupefacción, como si me juzgara trastornado, esto a qué viene. Su mente estaba demasiado lejos de Madrid y Barcelona en la primavera del 37, era posible que lo que hubiera vivido en España, lo que quisiera que fuese, se le hubiera quedado en poco tras lo que le vino luego, desde el verano tardío del 39 hasta la primavera del 45, o podía ser que hasta más tarde en su caso. Así que probé entonces a volver al país que pisábamos, a Oxford, a Londres (a veces se me olvidaba que tenía ochenta y muchos años; o más bien lo olvidaba continuamente, y era sólo a veces cuando lo recordaba):
'Entonces fue contraproducente, la campaña', dije.
Se destapó el rostro con gesto lento y se lo vi fresco de nuevo, era admirable cómo se recobraba y recomponía tras sus momentos bajos o de cansancio o de obstrucción del habla, solía ser el interés —su maquinadora cabeza, o el afán de decir u oír algo, todavía algo– lo que lo reavivaba. O el humor también, una ironía, un donaire, una gracia.
'No exactamente', me contestó con los ojos un poco guiñados, como si el escozor le perdurara. 'Sería mucho simplificar, además de injusto, afirmar eso. Porque lo que no hubo apenas fue malicia en la gente, no fue eso, ni siquiera en los más indiscretos y jactanciosos, en los más botarates.' Y esta última palabra le salió en español, a veces se le notaba que llevaba tiempo sin pisar mi país, ese es un término que aquí ya no se oye, como otros del mismo estilo, por razones obvias: cuando en una sociedad predominan los mentecatos, los majaderos, los botarates y los mamarrachos, pierde sentido que nadie llame así a nadie. 'Y también los hubo que se convirtieron en tumbas. Andantes, ahora no me refiero a los muertos: personas escrupulosas, voluntariosas, con un sentido fuerte del deber, muy tenaces, que se sellaron los labios sin vacilar, aunque nadie fuera a enterarse de su actitud obediente ni a felicitarlas por ello. Fueron muchísimos pero quizá no tantísimos, era una consigna muy difícil de cumplir, casi descabellada, "No habléis, ni un murmullo, un susurro, nada, porque os pueden leer los labios, así que olvidad la lengua".' ('Calla, y entonces sálvate', cruzó eso por mi pensamiento, y también, un segundo, si habría hablado o callado mi tío Alfonso, no lo sabríamos nunca.) 'Si digo que la campaña fracasó en conjunto no es porque la gente no estuviera dispuesta a seguirla, lo estuvo en su mayor parte; y sirvió, sirvió para que se adquiriera una general conciencia de que no estábamos solos sino tan acompañados como los actores en el teatro; y de que fuera de los focos, en penumbra, sombra o tiniebla, teníamos un nutrido, atentísimo y memorioso público, por invisible o irreconocible y disperso que fuera, compuesto por espías, escuchas furtivos' (aquí el vocablo fue de mala traducción de nuevo, 'eavesdroppers'), 'quintacolumnistas, confidentes y descifradores profesionales; de que cada palabra que nos captaran podía ser mortal para nuestra causa, lo mismo que resultaban vitales las que nosotros robáramos al enemigo. Pero a la vez esa campaña —y de ahí su fracaso obligado pese a sus indiscutibles beneficios y logros– incrementó, inevitable e increíblemente, el número de incontinentes verbales, de grandísimos bocazas. Y así como muchos que hasta entonces habían hablado con naturalidad y despreocupación aprendieron a pensárselo dos veces como recomendaba una de las viñetas, también muchos que hasta entonces habían permanecido callados o por lo menos lacónicos, inhibidos o taciturnos, no por gusto ni por prudencia sino en la idea de que cuanto ellos pudieran contar y decir resultaría indiferente, indigno de interesar a nadie y de nula consecuencia, ahora no se vieron capaces de resistir a la tentación de sentirse peligrosos y censurables, una amenaza, merecedores de atención por ello y en cierto modo protagonistas cada uno en su ámbito, aunque las más de las veces ese protagonismo fuera sólo algo loco, irreal, ilusorio, ficticio, desiderativo. Pero se pusieron a hablar como cotorras, eso es lo cierto en todo caso; a darse importancia y a hacerse los enterados, y el que se finge esto último también acaba por procurar estarlo, en la medida de sus posibilidades, un espía más, gratuito y añadido. Y tanto si lo consigue como si no, lo que también es cierto es que todo el mundo sabe algo siempre, incluso cuando no sabe que sabe ni en verdad se imagina que en efecto sepa algo. Pero hasta el hombre más huidizo y solitario que en toda su jornada sólo gruñe a su casera si es que se cruza con ella, y hasta la mujer más atolondrada u obtusa y con menos capacidad intelectiva, y hasta el niño menos curioso o sociable y más ensimismado del reino, todos siempre saben algo, porque las palabras, el voraz contagio, se esparcen sin necesidad de ayuda y venciendo cualquier obstáculo, y se extienden y penetran más, mucho más, indeciblemente más de lo que puede nunca figurarse uno solo, es decir, nadie. Y bastan un oído detectivesco y sagaz y una mente asociativa y dañina para distinguir y aprovechar ese algo, y para exprimirlo. De eso sí que estaban al tanto los responsables de la campaña, de que todos sabemos de algunos efectos y de algunas causas, aunque sean inconexos. ¿Qué información valiosa, insisto, podían tener en principio las dos señoras del metro o ese hombre tan llano y común, con gorra, que dice "Lo que yo sé... para míme lo guardo"? Y sin embargo también se dirigieron a ellos, a sus iguales, también trataron de convencerlos de que olvidaran su lengua. Tarea vana la de abarcar a todos, ¿no te parece? Y siempre un esfuerzo más bien baldío, porque ningún resultado parcial va a compensarlo.'
Wheeler se detuvo y señaló mi paquete de cigarrillos, solicitándome uno. Se lo alcancé, se lo ofrecí, se lo encendí en seguida. Dio unas caladas y miró con extrañeza la brasa temiendo que no hubiera prendido, desacostumbrado sin duda a humos tan flojos e insípidos como los que yo suelo llevar encima.
'¿Y qué tuvo que ver usted en todo eso?', me atreví a preguntarle.
'Nada. En eso nada o fui uno más, privilegiado. Ya te he dicho que anduve por lugares menos castigados que Londres, para mi mala conciencia, durante buena parte de aquellos años. Pero sí en lo que eso trajo pronto, indirectamente: la formación de aquel grupo. Cuando la gente del MI6 y del MI5 se percató de lo que sucedía con demasiada frecuencia, de lo que hoy llamaríamos aquel efecto colateral de la iniciativa, y contrario a ella, a alguien se le ocurrió sacarle partido al menos, o volverlo un poco en favor nuestro, ponerlo un poco a nuestro servicio. Quien quiera que fuese —Menzies, Vivian, Hollis o el mismísimo Churchill, qué más da—, vio que con sólo escuchar debidamente y dejar hablar a la gente deseosa de hablar y de ser escuchada (y aun ni eso era necesario a veces), y observarla con sagacidad, capacidad deductiva, atrevimiento interpretativo y talento asociativo, esto es, con cuanto se les suponía y aun concedía a los alemanes expertos que se nos infiltraban y a los ocultos pronazis que estaban ya en nuestro suelo desde el principio, podía conocerse el fondo o la base de las personas, casi lo esencial de ellas; saberse para qué valían y para qué no y hasta dónde era posible fiarse, cuáles eran sus características y cualidades, sus defectos y limitaciones, si su espíritu era resistente o frágil, corrompible o insobornable, acobardado o intrépido, traicionero o leal, impermeable o sensible al halago, egoísta o desprendido, arrogante o servil, hipócrita o franco, resuelto o dubitativo, pendenciero o manso, cruel o piadoso, todo, cualquier cosa, todo. También podía saberse de antemano quién sería capaz de matar a sangre fría y quién de dejarse matar si se hacía preciso o se le ordenaba, aunque esto último es siempre lo más difícil de asegurar en todos; quién se echaría atrás y quién daría cualquier paso adelante, hasta el más demente; quién delataría, quién respaldaría, quién enmudecería, quién se enamoraría, quién envidiaría o sentiría celos, quién nos abandonaría a la intemperie o nos cubriría siempre. Quién podría vendernos; y quién caro y quién barato. Puede que las personas que hablaban rara vez contaran nada muy grave ni interesante, pero acababan por decirlo casi todo sobre ellas mismas, hasta cuando fingían. Eso fue lo que comprobaron. Eso es lo que sigue ocurriendo hoy en día, y es eso lo que sabemos.'
'Pero las personas no son de una pieza', dije yo. 'Dependen de las circunstancias, de lo que les toque, y además van cambiando, se estropean o mejoran o se confirman. Mi padre suele decir que, de no haber habido una guerra como la que tuvimos, la mayoría de los individuos que cometieron vilezas durante su transcurso, o a su conclusión y más tarde, habrían tenido seguramente una vida decorosa, o al menos sin grandes manchas; y nunca habrían averiguado de lo que eran capaces, para su suerte y la de sus víctimas. Mi padre fue una de éstas, usted lo sabe.'
'Sí, las personas no son de una pieza, Jacobo, y tu padre está en lo cierto. Y nadie es para siempre así o de esta manera, quién no ha visto asomar de pronto en alguien querido un alarmante e inesperado rasgo (y entonces se le hunde a uno el mundo); siempre hay que estar alerta y nunca dar por definitivo nada; o no todo, mejor dicho, porque algunas cosas sí son sin vuelta. Y sin embargo, sin embargo: también es cierto que desde el principio vemos, en otros y en nosotros mismos, mucho más de lo que nos reconocemos. Ya te he dicho que el mayor problema es que no solemos querer ver, no nos atrevemos. Casi nadie se atreve a mirar de veras, y menos aún a confesarse o contarse lo que ve de veras, porque a menudo no es grato lo que se contempla o vislumbra con esa mirada que no se engaña, con la más profunda que no se conforma nunca con atravesar todas las capas, sino que después de la última todavía insiste. Es así generalmente, tanto en lo que se refiere a los otros como a uno mismo, y la mayoría necesita engañarse y ser un poco optimista para seguir viviendo con algo de confianza y calma, yo no sólo lo comprendo sino que a lo largo de mis numerosos días he echado eso muchísimo en falta, el sosiego y la confianza: es desagradable y áspero, vivir sabiendo y no esperando. Pero mira: lo que se planteó o se propuso ese grupo fue justamente averiguar de qué serían capaces los individuos con independencia de sus circunstancias y conocer hoy sus rostros mañana, por así decir: saber ya desde ahora cómo serían en el mañana esos rostros; y averiguar, por citar tus palabras o las de tu padre, si una vida decorosa lo habría sido de todas formas o lo era sólo de prestado, es decir, porque no se había presentado ninguna oportunidad de ensuciarla, ninguna amenaza seria de imborrable mancha.' ('No le he preguntado aún por la mancha', me acordé de pronto, 'la de anoche que limpié en la escalera, en lo alto'; pero en seguida pensé que tampoco era aquel el momento, ni la veía ya tan clara en mi mente.) 'Eso puede saberse, porque los hombres llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento. Puede saberse. Con equivocaciones, claro, pero con muchos aciertos. En todo caso se trabaja sobre una base, aunque el principal punto de apoyo consista siempre en una apuesta.' ('Tiene razón en eso', pensé: 'yo creo saber quiénes vendrían a fusilarme si un día estallara otra Guerra Civil en España, cruzo los dedos y toco madera y toco hierro; o a pegarme un tiro en la sien sin preámbulos, como a mi tío Alfonso. Demasiados amigos han desbaratado la confianza que puse en ellos, y el que es desleal con uno nunca le perdona a uno el haberle fallado; y cuanto mayor la traición, mayor es en mi país la ofensa del traicionado y siente el traidor mayor agravio. En cuanto a los enemigos, es quizá lo único en lo que allí jamás se ha sido pobre, y a casi ninguno nos faltan'.) 'Lo que resultó inesperadamente difícil fue encontrar a quienes supieran ver, interpretar, aplicar esa mirada con desapasionamiento y serenidad suficientes, sin dar palos de ciego ni tampoco de tuerto.' (Wheeler iba recurriendo a expresiones y palabras en castellano con cada vez más frecuencia, sin duda le gustaba hacer visitas relámpago a esa lengua, no tenía ya tanta oportunidad de hablarla.) 'Ya entonces era un don raro, y pronto se vio que las personas así escaseaban mucho más de lo que pudo preverse en el primer instante, cuando se improvisó el grupo o se creó con prisa y a salto de mata; su misión inicial y urgente (derivó o se amplió más tarde) era descubrir en plena guerra no ya a espías y confidentes de ellos y también a posibles nuestros (quiero decir a mujeres y hombres que nos pudieran valer para eso), sino además a las presas fáciles o propiciatorias de aquéllos, los charlatanes que no resistían las tentaciones y cuya predisposición al diálogo era imprudente siempre; y eso tanto en nuestro territorio como en cualquier otra retaguardia y en los lugares neutrales, en todas partes había espías y confidentes y pardillos y bocazas, hasta en Kingston, te lo aseguro, me refiero a Kingston, Jamaica, no a estos de por aquí cerca, sobre el Hull y sobre el Támesis. Y en La Habana también, por supuesto.' ('Así que en el Caribe fueron Cuba y Jamaica', me detuve a pensar un instante sin poder evitar registrar el dato con conciencia plena. 'Qué le mandarían hacer a Peter en esos sitios'.) 'En aquel tiempo demasiados británicos habían desarrollado un espíritu inquisitorial o una mentalidad paranoide o ambas cosas, y en su suspicacia estaban dispuestos a denunciar a todo bicho viviente y a avistar a nazis hasta en el espejo justo antes de reconocerse a sí mismos, así que no servían. Luego estaba la gran y distraída masa, la que suele ver poco y no observa nada y distingue todavía menos, la que parece llevar permanentemente orejeras prietas en los oídos y sobre los ojos venda, o antifaz de ranuras mal descosidas y estrechas, en el mejor de los casos. Luego estaban los alocados y frívolos y entusiastas, que con tal de sentirse partícipes de algo útil e importante (no con mala voluntad algunos, pobres), no tenían el menor empacho en soltar el primer disparate que se les pasara por la cabeza, para ellos dictaminar era como arrojar unos dados, todas sus consideraciones sin validez y sin fundamento. Por último estaban los muchos que, al igual que hoy sucede, tenían verdadera aversión, más aún, pánico a la arbitrariedad y a la posible injusticia de sus pareceres: los que preferían no pronunciarse nunca, agarrotados por la responsabilidad y por su invencible temor al yerro, esos que se preguntaban angustiados ante cada rostro: "¿Y si este hombre al que yo encuentro de fiar y honrado resulta ser un agente enemigo y por mi torpeza mueren compatriotas míos, muero yo mismo?" "¿Y si esta mujer que yo veo tan sospechosa y turbia es del todo inofensiva y la conduzco a su perdición con mi precipitado juicio?" No eran capaces ni de orientarnos. Así que parece tonto, pero en seguida se comprobó que no había mucho donde elegir, con un mínimo de confianza. Hubo que peinar el reino a toda velocidad para reclutar a unos cuantos, no más de veinte o veinticinco aquí, en Inglaterra, más unos pocos dispersos allí donde nos encontráramos, y cuando veníamos nos incorporábamos. La mayoría provino de los propios Servicios Secretos, del Ejército, algunos del antiguo OIC, nunca lo has oído', Wheeler cazó al vuelo mi expresión de ignorancia, 'el Operational Intelligence Centre de la Marina, eran pocos pero muy buenos, quizá los mejores; y por descontado de nuestras Universidades: siempre echando mano de los estudiosos, de los sedentes, para los desempeños difíciles y delicados. Es inimaginable lo que nos deben desde la Guerra, cuando empezaron ya en serio a utilizarnos, y a Blunt tendrían que haberle respetado su inmunidad y su pacto hasta el día de su muerte y hasta el del Juicio' ('Morimos en tal lugar', pensé; o cité para mis adentros), 'aunque sólo hubiera sido en agradecimiento y como deferencia al gremio. Claro que todos hubimos de habituarnos, y mejorar, pulirnos, adecuar nuestra mirada y afinar nuestra escucha, sólo la ejercitación agudiza cualquier sentido, y también cualquier don, eso es lo mismo. Nunca tuvimos nombre, nunca nos llamamos nada, ni durante la Guerra ni tampoco luego. Sólo de lo que no lo tiene se puede negar con verosimilitud la existencia, u ocultarla; por eso no encontrarás nada en los libros, ni en los más documentados, a lo sumo indicios, conjeturas, intuiciones, algún caso aislado, cabos sueltos. Más valía así: acabamos por hacer informes hasta de la fiabilidad de los jefes, de Guy Liddell, de Sir David Petrie, aun del mismísimo Sir Stewart Menzies y creo que alguien le confeccionó uno a Churchill, no del todo limpio, a partir de los noticiarios. En cierto sentido nos pusimos por encima de ellos, fue un gran proceso de atrevimiento. Claro está que no se enteraron de nuestro exceso, fue semiclandestino. Por eso me parece un error grave de Tupra esa tendencia suya a hablar en privado (espero que sea sólo entre nosotros, pero eso ya es un riesgo) de "intérpretes de personas" o de "traductores de vidas" o de "anticipadores de historias" y cosas por el estilo; con cierta petulancia además, dado que él está al frente y va incluido. Los apelativos, los motes, los apodos, los alias, los eufemismos hacen fortuna y se quedan sin que se dé uno cuenta, acaba uno refiriéndose a las cosas o a las personas siempre de la misma forma, y eso se convierte con facilidad en un nombre. Y luego ya no hay quien lo quite, ni quien lo olvide.' ('Y sin embargo nos desprendemos tantos aun del propio nombre'.)
Wheeler se calló entonces y miró el reloj, sí se fijó ahora en las manecillas; después volvió la vista hacia la casa, el piano de la señora Berry nos hacía aún el acompañamiento.
'¿Quiere que vaya a ver cómo está lo del almuerzo, Peter?', me ofrecí. '¿Vamos quizá con retraso? Es culpa mía.'
'No, la pieza ya está terminando, le falta sólo un minuettomuy breve. Ella nos avisará a menos cinco, ahora son menos doce. La conozco yo, esa pieza.'
Estuve tentado de preguntarle cuál era, pero prefería que me contestara a otra cosa, las oportunidades se disuelven luego:
'¿Debo entender, Peter, que lo que usted llama el grupo sigue en activo, y que es Mr. Tupra quien lo lleva ahora?'
'Hablaremos más de eso en seguida, quiero que me hagas un favor al respecto. También será para ti buena cosa, yo creo, y ya me he permitido llamarlo, a Tupra, esta mañana, cuando tú aún dormías, para confirmarle tu descontada sagacidad en la prueba, me refiero a lo de él y Beryl. Pero sí, supongo que así puede decirse, aunque todo está tan cambiado que casi nada me es reconocible. Hoy se hace difícil asegurar que nada sea lo mismo que en aquel tiempo, o que lo sea nadie, para el caso. Esas funciones o actividades sin nombre han evolucionado mucho, en la medida de mi conocimiento, ha ido habiendo otras necesidades. Me figuro que se habrán degradado, igual que todo: es sólo una suposición realista, no lo digo con ánimo de criticar ni de culpar a nadie. Pero es que no sé. Mírame a mí: ¿soy yo el mismo de entonces? ¿Puedo yo ser, por ejemplo, el que estuvo casado con una chica muy joven que se quedó para siempre en eso y que no me ha acompañado un solo día en mi largo envejecimiento? ¿No resulta esa posibilidad, esa idea, esa verdad asumida, no resulta incongruente en exceso, por ejemplo con el que después he sido? ¿O con los actos que cometí más tarde, cuando ella ya no era testigo? ¿Por ejemplo con mi actual aspecto? Una chica muy joven, date cuenta, ¿y cómo puedo yo ser el mismo?'
Wheeler volvió a llevarse una mano a la frente, pero esta vez no fue por un súbito agotamiento ni por un susto, su gesto fue reflexivo, como si lo hubieran dejado intrigado sus propias interrogaciones. Y entonces yo intenté que me contestara a otra pregunta, aunque quizá era absurdo hacérsela en aquel instante, a falta de tan pocos minutos para el almuerzo con la señora Berry. Si bien probablemente no le habría importado nada responderme en presencia de ella, que conocería ya la historia, de haber optado por responderme.
'¿Cómo murió su mujer, Peter? Nunca lo he sabido. Nunca se lo he preguntado. Nunca me lo ha contado.'
Wheeler se destapó la frente y me miró encendido, no de sorpresa ni enfado, sino con el ojo alerta.
'Por qué me lo preguntas ahora', dijo. 'Bueno', contesté sonriendo, 'tal vez para que no me reproche un día, como hizo anoche cuando al cabo de los siglos me enteré de su paso por nuestra Guerra, no haber mostrado curiosidad por ello ni habérselo preguntado nunca. Así que ahora lo hago.'
Wheeler reprimió una sonrisa suya, borró esa tentación en el acto. Se llevó la mano a la barbilla y musitó como solía hacerlo Toby Rylands:
'Hmm', ese era el sonido. 'Hmm', ese era el sonido de Oxford. Luego habló: '¿No será que andas preocupado por Luisa, y te has puesto en lo peor de repente, y te has visto reflejado en mí? ¿Es eso? ¿No estarás temiendo ir a quedarte viudo, antes que divorciado? Ten cuidado con las aprensiones. La lejanía convoca a muchos fantasmas. La soledad también. Y todavía a más la ignorancia'.
Aquello me desconcertó un poco, podía ser una argucia de Wheeler para esquivar la cuestión, un veloz giro. Pero yo no iba a soltarlo. Con todo, me quedé pensando un momento. Él había acertado en parte sin proponérselo, y no vi inconveniente en que lo supiera, lo alegraban sus perspicacias:
'Sí, estoy un poco preocupado. Y también por los niños, en consecuencia. Desde que estoy aquí no sé demasiado de ellos, y de Luisa todavía menos. Hay una especie de opacidad, aunque vayamos hablando con relativa frecuencia. No sé a quién ve, a quién no ve, quién entra, quién sale, es un proceso de desconocimiento, de ella y de su mundo sustituido, o quizá es aún cambiante. La verdad es que ya no sé bien lo que sucede en mi casa, ya no tengo imágenes. Es como si las antiguas de siempre hubieran perdido luz, y cada día más se me oscurecieran. Pero no se lo he preguntado por eso, Peter, sino porque usted la ha mencionado. A Valerie.' Y me atreví a pronunciar aquel nombre, tan privado que nunca lo había oído hasta aquella mañana. Tuve una sensación de abuso en los labios. 'De qué murió, dígame.'
Entonces Wheeler no jugó más. Le vi tensar las mandíbulas, noté cómo apretaba las muelas, encajaba unas en otras, como quien hace acopio de aplomo para que la voz no se le quiebre cuando vuelva a decir algo.
'Eso...', dijo. 'Déjame que te lo cuente otro día, si te parece. Si no tienes inconveniente.' Parecía estar pidiendo un favor, le costó cada palabra.
No iba a insistir. Se me ocurrió silbar lo que acababa de escuchar al piano, un pasaje pegadizo, por ver de disipar la niebla que de golpe lo había envuelto. Pero aún tenía que contestarle, callar aquí no era respuesta.
'Como usted quiera', dije. 'Cuéntemelo cuando usted quiera, o si no quiere no me lo cuente'.
Y a continuación inicié ya mi silbido. Yo sé que silbar es contagioso, y también resultó serlo entonces: Wheeler unió el suyo en seguida al mío, sin querer seguramente; pero no en balde se conocía de memoria la pieza, lo más probable era que también él la tocase. Se interrumpió sin embargo un segundo, en seco, para añadir algo:
'En realidad no debería uno contar nunca nada.'
Eso fue lo que dijo Wheeler ya de pie, nada más levantarse, y yo lo imité en el acto. Me cogió del codo, se sujetó a mí para recuperar firmeza. La señora Berry nos hacía señas desde la ventana. La música había parado, y ya sólo se oyeron nuestros silbidos, flojos y desacompasados, mientras dábamos la espalda al río y caminábamos hacia la casa.
Seguía lloviendo y aún no me cansaba de verlo desde mi ventana a la Square o plaza, era una lluvia aposentada, cómoda, tan sostenida y fuerte que parecía iluminar ella sola la noche con sus hileras continuas como varas flexibles metálicas o como lanzas interminables, era como si excluyera para siempre el raso y descartara todo otro tiempo futuro en el cielo y no permitiera ni concebir su ausencia, al igual que la paz cuando había paz y la guerra cuando era guerra lo único que existía. Mi bailarín de enfrente aún había ejecutado con su pareja unas estúpidas country square dancesde anodinas figuras y medidos pasos tras su ametrallamiento de pies gaélicos, y los dos se habían calado sombreros vaqueros para aquel fin de fiesta decepcionante, los muy locos o los muy contentos. Ahora acababan de apagar las luces, la mujer mulata se quedaría a dormir, con aquella lluvia, pero antes de poder pensar un rato con simpatía en ella tenía que comprobarlo, así que durante unos minutos miré hacia abajo y más allá de los árboles y de la estatua, vigilé la plaza por si acaso ella salía y se iba, en contra de lo probable. Y fue entonces cuando vi venir hacia mi portal a las dos figuras, a la mujer y al perro, ella con su paraguas cubriéndola y el animal dando bandazos —tis tis tis– desprotegido. Al acercarse a la fachada salieron de mi campo visual casi del todo, mi perspectiva era demasiado a plomo cuando se detuvieron ante la puerta, sólo se me aparecía un fragmento de la cúpula del paraguas abierto. Sonó el timbre, era el de abajo. Todavía miré fuera inútilmente un segundo con la ventana alzada, asomándome, inclinándome (me mojé nuca y espalda), antes de dirigirme a contestar a la entrada: todo excepto el trozo de tela curvo seguía fuera de mi visión en picado. Descolgué el telefonillo. '¿Sí?', dije en inglés, fue una traducción literal de mi lengua en la que estaba pensando, y fue en ella en la que me hablaron: 'Jaime, soy yo', dijo la voz femenina. 'Por favor, ¿puedes abrirme? Ya sé que es algo tarde, pero tendría que hablar contigo. Será breve, un momentito.'
Sólo hacen eso al llamar, por teléfono o a la puerta, sólo dicen 'Soy yo' y omiten avanzar su nombre quienes jamás se acuerdan de que 'yo' no es nunca nadie, y también quienes están seguros de ocupar mucho o bastante los pensamientos de la persona que buscan. O bien quienes no tienen duda de que van a ser reconocidos sin necesidad de más —quién si no—, desde la primera palabra y el primer instante. Y tenía razón la mujer del perro si creía esto último, aunque fuera inconscientemente y sin haberse parado a pensarlo. Porque en efecto yo reconocí su voz, y desde arriba le abrí la puerta sin preguntarme, para que entrara de noche en mi casa, y subiera a hablarme.
Julio de 2002(Fin del Primer Volumen de Tu rostro mañana)
Table of Contents
FIEBRE Y LANZA
I.– Fiebre
II Lanza