Текст книги "Fiebre Y Lanza"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Pero aplacé estos pensamientos para más tarde, y tan sólo ladeé la cabeza y alcé las cejas en respuesta, como concediendo o diciendo: 'Tú verás, qué quieres que yo te diga' y dejando caer el asunto, sobre el que él no insistió, y aprovechó mi inhibición, en cambio, para comunicarme que también sabía un huevo —a título de aficionado, puntualizó, ya no como experto– de literatura fantástica universal, incluida la medieval (eso dijo, dijo 'un huevo' e 'incluida la medieval'). Por su tono fue manifiesto que le parecía chic lo fantástico. Pensé que llegaría algún día a Ministro de Cultura, o por lo menos a Secretario de Estado del ramo según la expresión de antaño, aunque nunca he sabido del todo lo que significaba 'ramo' en esa acepción burocrática y no floral.
Aquellos segundos de tirantez político literaria no fueron impedimento, ya he dicho, para que el agregado se me adhiriera o me rondara con poca pausa después de concluido nuestro inicial encuentro y pese a apartarme sin disimulo de él varias veces y ponerme a departir con otros en el inglés más oscuro, afectado y para él disuasorio de que fui capaz. Y así, por ejemplo, el escaso rato en que hablé a solas con Tupra estuvo viciado por sus incongruentes entrometimientos ocasionales en español. No fue sino hasta bastante tarde, los dos tomando café de pie junto a los sofás que en aquel momento ocupaban Wheeler y la novia Beryl y la rebosante viuda del Deán de York y dos o tres más, el trasiego y el intercambio de posiciones son constantes en estas cenas nómadas informales frías.
La verdad era que Wheeler no había hecho nada por reunimos, a Tupra y a mí, y yo había llegado a pensar que su perorata telefónica sobre el individuo o fellowo más bien sobre su apellido y su nombre había sido algo casual y sin segundas intenciones, por mucho que me costara imaginar a Peter ciñéndose en ningún aspecto a las aburridas y planas intenciones primeras, no digamos a la absoluta ausencia de ellas. Había estado equitativamente atento a casi todos sus convidados, asistido por la señora Berry (más compuesta que de costumbre), el ama de llaves que había heredado de Toby Rylands a la muerte de éste hacía ya años, y por tres camareros contratados para la velada junto con las viandas y cuyo turno acababa a las doce en punto, según me había comentado con leve preocupación (confiaba en que para entonces no le remolonearan muchos invitados por allí). Él y yo no habíamos coincidido apenas, a sabiendas ambos de que al día siguiente dispondríamos de nuestro tiempo: yo me quedaría a dormir esa noche en su casa, como hacía a veces, para así pasar con él la mañana y compartir el almuerzo dominical. A distancia no lo había visto muy pendiente de nadie en particular, como buen anfitrión, ni tampoco propiciar acercamientos concretos, no al menos en lo que respectaba a mí, pues no podía creer que me hubiera echado encima a De la Garza a propósito, quien me había amargado el alma y entorpecido cualquier diálogo con sus tentativas de cháchara y sus apostillas nunca relacionadas con lo que se estuviera tratando; y aunque entendía la lengua inglesa mejor que la hablaba, las muchas copas con que fue distrayendo sus soliloquios involuntarios —quería participar, no estaba conforme con ser su único oyente– deterioraron velozmente sus facultades intelectivas (es un decir) y envilecieron la índole de sus observaciones.
Mientras hablé brevemente con Beryl, por ejemplo, aún bastante al principio (sus frases muy desganadas y de compromiso, no debí de parecerle acomodado), merodeó a nuestro alrededor sin descanso y soltó inconveniencias acerca de ella que por suerte nadie entendió más que yo ('Joder joder, ¿has visto qué patas más largas esta tía? Para lanzarse como en un tobogán por ellas. ¿Cómo lo ves, cómo lo ves? ¿Crees que se la podríamos levantar al zíngaro ese con el que ha venido? No le hace ni puto caso, pero el tipo no le quita ojo y lo mismo es de los que te raja, por muy británico que sea'). Y cuando sostuve una soporífera conversación sobre terrorismo con un historiador irlandés llamado Fahy, su mujer y un alcalde laborista de no sé qué desdichada población del Oxfordshire, el agregado, al oír salir con nitidez de mis labios algunos topónimos vascos, trató de meter baza folklórica ('Oye, diles que San Sebastián es una ciudad que la hicimos los madrileños, cojones, que íbamos a veranear allí y se la empaquetamos a los del lugar con lazo y todo, si no de qué iba a ser tan bonita; díselo, anda, que mucha Universidad estos fulanos pero luego no saben una mierda. Para entonces ya había mezclado jerez con whisky con tres clases de vino). Y aún más que la novia Beryl le gustó la derramada viuda del Deán de York, pues mientras charlé unos minutos con ella, De la Garza me repetía: 'Joder joder, esta tía está pistonuda, joder qué sabrosa', aparentemente sin habla para desglosar el conjunto, analizar en detalle, añadir matices ni añadir nada más (ahora ya había sumado el oporto). Su excitación era tan pueril como el término 'pistonuda', más propia de alguien que poco ha ligado en la vida que de un rijoso natural y ducho. Pensé que a De la Garza le quedaban por conocer muchas noches en las que sucumbiría a mujeres que su avidez y el alcohol le harían juzgar deseables, para llevarse a la mañana siguiente las manos a la cabeza al descubrir que se había metido en la cama con descomedidas parientes de Oliver Hardy o con casquivanas émulas de Bela Lugosi. No era el caso de la Deana viuda, con su rostro ruboroso y plácido y su expandido tórax realzado por un collar enorme de lo que me parecieron jacintos de Ceilán o zircones imitando gajos de naranja en la forma, pero podía haber sido la madre (aunque madre joven) de su malhablado admirador bisoño.
Tupra, con su café en la mano, me había preguntado cuál era mi campo, siguiendo al pie de la letra la norma oxoniense según la cual es descontado que en esa ciudad todo el mundo tiene un campo específico de enseñanza o investigación, o aun tan sólo de jactancia.
–Nunca he sido muy constante en mis intereses profesionales —le contesté—, y en la Universidad sólo he estado de manera intermitente, casi por casualidad. Hace ya muchos años enseñé aquí durante un par de cursos, literatura española contemporánea y traducción, de esa época conozco a Sir Peter, aunque lo traté poco entonces y mucho más al profesor Toby Rylands, con quien tengo entendido que estudió usted. —Podía haberme detenido ahí, era suficiente como primera respuesta, e incluso le había dado pie a continuar sin esfuerzo la charla al mencionar a Toby, a quien bien podía haber empezado a evocar, yo lo habría secundado con gran placer. Pero Tupra dejó transcurrir un segundo o dos, nada, sin volver a hablar, probablemente lo habría hecho al tercero o al cuarto o al quinto (uno, dos, tres y cuatro; y cinco), pero no estaba seguro, era de esos raros hombres que saben aguantar el silencio, que pueden callar, callar, pero no para poner nervioso al interlocutor, sino para darle confianza y hacerle ver que se está dispuesto a oír más, si uno quiere decir más. Con esa actitud receptiva y sus ojos cortés o afectuosamente burlones invitaba a contar. Fue eso, o quizá también que quise ganarme con mis explicaciones superfluas un mayor derecho a preguntarle después a él cuál era su campo, es decir, qué era 'lo suyo' según la expresión de Wheeler, ya era hora de que me enterase, y era extraño que la noción de 'derecho' me hubiera cruzado la mente en relación con algo tan inocuo y normal, todo el mundo pregunta a los otros qué hacen en la vida, casi en primer lugar. O acaso es que con Tupra se sentía uno exigido aunque él no abriera la boca, como si fuera siempre nuestro tácito acreedor. Así que añadí—: Luego estuve en los Estados Unidos, pero apenas si proseguí con la docencia al volver a mi país, me he dedicado a actividades diversas, permanecí algún tiempo en una revista muy influyente, he traducido, he montado un par de negocios, tuve también una diminuta editorial propia, luego me cansé y la vendí.
–Con provecho, espero —me interrumpió sonriendo.
–Con gran e inmerecido provecho, a decir verdad. —Y sonreí a mi vez—. Ahora estoy trabajando para la BBC Radio en Londres, la programación en español, ya sabe, o bueno, también en inglés, claro está, cuando abordan temas de España o hispanoamericanos. Un poco aburrido y monótono, los asuntos nuestros que interesan en Inglaterra no son muchos ni muy variados, terrorismo y turismo, una mortal combinación. —Mi lengua me había pedido decir 'aburrido y monótono, es siempre sota, caballo y rey', pero no estaba seguro de cuál era el equivalente de esa locución en inglés, ni siquiera de que lo hubiera, 'King, Queen, Knave'era otra cosa, y durante un instante comprendí a De la Garza con su añoranza de la propia lengua y su resistencia a la ajena, a veces nos sobreviene y nos fatigan éstas, aunque estemos acostumbrados a ellas y no nos causen dificultad, y a veces la añoranza es de las lenguas ajenas que conocemos y ya no podemos casi nunca usar. Sota, caballo y rey. Fue literalmente un instante, porque me irritó oírle de pronto una de sus absurdas y extemporáneas frases dirigidas a mí, perteneciente a saber a qué argumento arbitrario que sólo seguía él:
–Las mujeres son todas putas, y las más guapas las españolas —llegó hasta mis oídos. Para entonces ya lo había inundado el oporto sin duda, pues lo había visto hacer dos o tres brindis muy seguidos con Lord Rymer (copita y adentro, copita y adentro) durante unos minutos en que éste lo reclamó como compañero de toña y lo entretuvo para mi respiro. Lord Rymer, lo recordé en el acto, era conocido desde antiguo en Oxford por un malévolo apodo, the Flask, que, con inexactitud semántica pero por proximidad fonética así como de intención, yo me inclinaría a traducir sin más complicaciones como la Frasca.
–Entiendo —dijo Tupra con simpatía tras el sobresalto. Por fortuna sólo conocía unas pocas palabras de castellano, según supe más tarde, si bien figuraban entre ellas, como habría sido de temer y supe asimismo más tarde, 'mujeres', 'putas', 'españolas' y 'guapas', el bruto de De la Garza no había tenido ni la decencia de mostrarse oscuro en su vocabulario en aquella intervención—. En estos momentos cualquier otro trabajo le resultaría más atractivo, ¿no es así? Aunque objetivamente la BBC no esté mal, desde luego, se lo repetirá usted a menudo. Pero si a uno le gusta la diversidad y además está saturado antes de tiempo, qué diablos le importa la objetividad, ¿no es cierto? —La voz de Tupra era grave por lo regular y levemente afligida (aquí mi lengua me habría pedido una palabra del idioma que estaba hablando, 'ailing' tal vez), y tenía como una tonalidad de cuerda, quiero decir que parecía surgir del paso de un arco sobre unas cuerdas o deberse o responder a eso, si una viola de gamba o un violonchelo pudieran emitir sentido (pero quizá he dicho mal y era más bien aflictiva y 'ailing' ya. no valdría: no era suyo, sino de quien la oía, el sentimiento suave, casi grato, debilitador de aflicción)—. Dígame, Mr. Deza, ¿cuántas lenguas habla o entiende usted? Ha sido traductor, me ha dicho. Quiero decir aparte de las evidentes, su inglés es magnífico, de no haber sabido su nacionalidad nunca habría pensado que fuera español. Canadiense, quizá.
–Gracias, lo tomo por un cumplido.
–Oh, debe hacerlo, era la intención, créame. Y a todos los efectos, además. El acento canadiense culto es el más parecido al nuestro, sobre todo el de la Columbia Británica, como se puede inferir del nombre. Dígame qué lenguas maneja. —Tupra no se dejaba distraer por los vaivenes de las conversaciones que las hacen erráticas e indefinidas hasta que el cansancio o la hora les ponen término, volvía siempre donde quería estar.
Se había bebido su café de un trago (boca grande, boca grande) y había depositado acto seguido, con verdadera urgencia, el platillo con la tacita vacía sobre la mesa baja que servía a los sofás, como si lo impacientara o quemara lo ya utilizado y sin más función. Al inclinarse para dejarlos había echado una ojeada rápida a su novia Beryl, cuya estrechísima falda cubría apenas sus piernas que no estaban cruzadas (de ahí posiblemente el vistazo), luego desde una altura inferior a la nuestra tal vez se le viera, cómo decir, el piquito de las bragas si las llevaba, reparé en De la Garza sentado en un poufal nivel adecuado, improbable que fuera casualidad tan sólo. Beryl conversaba y reía con un joven muy gordo y apoltronado que me habían presentado como 'juez Hood' y del que nada sabía excepto que presumiblemente era juez pese a su gordura y su juventud, y seguía sin prestar mucha atención a Tupra, como si fuera un marido gastado que ya nunca representa la diversión ni la fiesta y sólo es parte de la casa, no tanto como un mueble pero acaso sí como un retrato, que aunque se suelen pasar por alto poseen mirada siempre, y asisten a nuestros quehaceres. Tupra intercambió también una con Wheeler, que encendía insistentemente un cigarro ya más que encendido (aquello era una fogata) sin hablar con nadie mientras se aplicaba a ello con una cerilla de fuste muy largo, la eclesial viuda de York parecía soñolienta y menos henchida a su lado, no debía de trasnochar casi nunca o el vino la disminuía. No percibí gesto o señal entre Wheeler y Tupra, pero los ojos de aquél se permitieron un instante de elevación y fijeza, a través de las llamaradas y el humo, que me pareció de sobreentendimiento y recomendación, como si con la forzada ausencia de pestañeo le aconsejara: 'Está bien, pero no te demores más', y el mensaje se refiriera a mí. De la misma forma que Peter me había singularizado a Tupra, algo le había contado a él sobre mí, ignoraba qué y para qué. Pero lo cierto era que Tupra había dicho 'y si además uno está saturado antes de tiempo', y yo no le había mencionado el tiempo que llevaba en la BBC y en Inglaterra de vuelta —cómo era posible que estuviera de vuelta, mi estancia pertenecía al pasado remoto que no se recrea, o ya le había pertenecido y de ahí no se regresa—, tenía que saberlo por Wheeler, eran sólo tres meses. Sí, hacía sólo tres meses yo estaba aún en Madrid y tenía normal acceso a mi casa o a nuestra casa, pues todavía vivía y dormía en ella aunque el alejamiento de Luisa hubiera ya comenzado y avanzado con espantosa velocidad, un avance perturbador y desconcertante y diario —o iba aquello por horas—, es increíble la rapidez con que lo que es y ha perseverado deja de ser de golpe y se anula, una vez que se atraviesa la última raya alumbrada y se inicia el proceso del ensombrecimiento y la difuminación. Se pierde la confianza con quien compartió con uno años de narración continua, esa persona ya no le cuenta ni le pregunta ni le responde apenas y uno mismo no se atreve a preguntar ni a contar, poco a poco se va callando y llega un día en que ya no habla nada, procura no ser notado o hacerse inmaterial en la casa común desde que se sabe o se acuerda que pronto dejará de serlo y también quién habrá de irse, tiene la sensación de estar allí de prestado hasta que encuentre otro sitio donde refugiarse, como un huésped impertinente que ve y oye lo que no le toca, salidas y entradas sin su anterior comentario ni su posterior relato, conversaciones telefónicas que le son enigmáticas y no descifra, y que no son distintas posiblemente de las que poco antes ni siquiera escuchaba ni registraba, ni desde luego las retenía como las retiene ahora todas, porque entonces no estaba alerta ni se preguntaba por ellas ni creía que le concernieran ni tabulaba con su amenaza. Sabe de sobra que las de ahora no le conciernen y sin embargo se sobresalta cada vez que oye marcar un número o sonar el timbre. Pero calla y atiende con temor y calla, y alcanza el momento en que su única correa de transmisión o asidero son los niños, a los que cuenta a menudo cosas sólo para que las oiga ella desde el otro cuarto o le acaben llegando y para hacer algún mérito que ya no será percibido nunca como tal mérito igual que las emociones están descartadas, y además no hay niño en el mundo que sea fiable como emisario. Y el día que por fin se larga siente un poco de alivio además de la pena o la desesperación —o es vergüenza—, pero ese poco alivio mezclado ni siquiera le dura, desaparece en seguida al darse cuenta de que el suyo en verdad no existe comparado con el que siente el otro, quien se queda y no se mueve y respira hondo al ver cómo uno se aleja y pierde. Todo es ridículo y subjetivo hasta extremos insoportables, porque todo encierra su contrario: las mismas personas en el mismo sitio se aman y no se aguantan, lo que era afianzada costumbre se vuelve paulatinamente o de pronto —tanto da, eso es lo de menos– inaceptable e improcedente, quien inauguró una casa encuentra prohibida la entrada en ella, el tacto, el roce tan descontado que casi no era conciencia se convierte en osadía u ofensa y es como si hubiera que pedir permiso para tocarse uno mismo, lo que gustaba y hacía gracia se detesta y estomaga y se maldice y revienta, las palabras ayer ansiadas envenenarían el aire y provocarían hoy náuseas, no quieren oírse bajo ningún concepto, y las dichas un millar de veces se intenta que ya no cuenten (borrar, suprimir, cancelar, y haber callado ya antes, esa es la aspiración del mundo); y también es a la inversa: aquel de quien se hizo escarnio es ahora tomado en serio, y quien repugnaba es llamado: 'Ven, ven', se dice, 'estaba tan equivocada antes'. 'Ocupa este lugar a mi lado, no había sabido verte.' Por eso hay que pedir el aplazamiento siempre: 'Mátame mañana, déjame vivir esta noche', cité para mis adentros. Mañana puedes quererme viva, aunque sea media hora, y no estaré para complacerte y tu querer no será nada. Nada es o nada es nada, las mismas cosas y los mismos hechos y los mismos seres, son ellos y también su reverso, hoy y ayer, mañana, luego, y antiguamente. Y en medio no hay más que tiempo que se afana por deslumbrarnos, lo único que se propone y busca y así no somos de fiar las personas que por él aún transitamos, tontas e insustanciales e inacabadas todas, tonto yo, yo insustancial, yo inacabado, tampoco de mí debe nadie fiarse... Claro que estaba saturado mucho antes de tiempo, lo estaba ya al empezar y no me interesó jamás aquel empleo de la BBC Radio, había sido tan sólo la mejor y más razonable manera de dejar de ser impertinente y fantasmagórico y tan callado, de salir de allí y así perderme.
–A traducir sólo me he atrevido del inglés, y no lo hice durante mucho tiempo. Hablo y entiendo sin dificultades el francés y el italiano, pero no los domino como para acometer en mi lengua textos suyos literarios. Tengo suficiente comprensión del catalán, pero no se me ocurriría tratar de hablarlo.
–¿Catalán? —Era como si Tupra lo hubiera oído por primera vez.
–Sí, es lo que se habla en Cataluña, tanto o más, bastante más hoy en día que el español, que el castellano, como lo llamamos a menudo en la Península. Cataluña, Barcelona, la Costa Brava, ya sabe. —Pero como Tupra no reaccionara en seguida (quizá estaba haciendo memoria), añadí orientativamente—: ¿Dalí? ¿Miró? Pintores.
–Dile la Caballé, soprano —intervino De la Garza casi desde mi cogote—, seguro que a este zángano le va la ópera. —Entendía sin duda mejor que hablaba, y lo atraían como un imán los nombres españoles cuando los captaba. Se había levantado del poufy volvía a atosigarme (Beryl había cruzado ahora las piernas, no es por nada). Supuse que habría querido llamar a Tupra de nuevo 'zíngaro' (por los rizos, imaginaba, y los caracolillos) y que por efecto de los abusivos brindis le había salido otra palabra con z y esdrújula.
–¿Gaudí? Arquitecto —propuse yo, no me daba la gana de hacerle caso, habría sido como admitirlo al diálogo.
–No, sí, claro, George Orwell y todo eso —dijo Tupra entonces, situándose por fin—. Disculpe, me estaba acordando... Tengo muy olvidadas mis lecturas sobre la Guerra Civil de ustedes, son lecturas de juventud, ya sabe, se lee sobre esa guerra romántica a los diecinueve o veinte años, quizá por los muchachos idealistas británicos que fueron a morir en ella voluntariamente, algunos eran poetas, uno se siente identificado con facilidad a esas edades. En fin, no sé ahora, hablo de mi época, aunque yo diría que sigue siendo lo mismo, para los jóvenes inquietos, claro: todavía leen a Emily Bronté y a Salinger, Diez días que conmovieron el mundoy sobre la Guerra Civil de ustedes, esas cosas no han cambiado tanto. Recuerdo que la historia de Nin me impresionó siempre mucho, qué acusación tan demente, la que se le hizo de espionaje. Y la farsa de los brigadistas alemanes haciéndose pasar por nazis que iban a liberarlo, eso demuestra que hasta lo más descabellado e inverosímil tiene su tiempo para ser creído. A veces dura días tan sólo, ese tiempo, pero a veces dura ya siempre. La verdad es que todo tiende a ser creído, en primera instancia. Es muy raro, pero así sucede.
–¿Nin, el dirigente trotskista? —le pregunté sorprendido. No me casaba que Tupra desconociera a Dalí y Miró, a la Caballé y a Gaudí (o eso había deducido de su silencio), y estuviera tan familiarizado en cambio con Andrés Nin el calumniado, más que yo a buen seguro. Quizá no sabía de arte ni le iba la ópera, pero su campo era la política, o la historia.
–Quién si no. Aunque con Trotsky acabó rompiendo.
–Bueno, hubo un músico Nin, y luego está esa escritora malísima —apunté yo, pero me detuve. Lecturas de juventud, había dicho. Algo para mí tan real y aún tan cercano era en otro país no muy distante como Cumbres borrascosasdesde hacía años: es decir, como ficción, y además ficción romántica, que leían los universitarios más hoscos o airados para sentirse en sus ensoñaciones perdedores y puros y tal vez heroicos. Seguramente es el destino de todo horror y de toda guerra, pensé, acabar embellecidos y abstractos por la repetición del relato y alimentar fantasías juveniles o adultas al cabo del tiempo, más rápidamente si la guerra es extranjera, quizá la nuestra ya sea para muchos de fuera tan literaria y remota como la Revolución Francesa y las campañas napoleónicas, o quién sabe si como el sitio de Numancia y aun el de Troya. Y sin embargo mi padre había estado a punto de morir en ella con el uniforme de la República en nuestra ciudad asediada, y había sufrido a su término simulacro de proceso y prisión franquistas, y a un tío mío lo habían matado en Madrid a los diecisiete años y a sangre fría los del otro bando —el bando partido en tantos, lleno así de calumnias y purgas—, los milicianos sin control ni uniforme que daban el paseo a cualquiera, lo habían matado por nada a la edad en que casi sólo se fantasea y no hay más que ensueños, y su hermana mayor, mi madre, había buscado su cadáver por esa misma ciudad sitiada sin encontrarlo, sólo la burocrática y minúscula foto de ese cadáver, yo la he visto y yo ahora la guardo. Quizá también en mi país todo aquello se iba haciendo ficticio y no me había dado cuenta, todo es cada vez más veloz, menos duradero, y se da de baja y se archiva más pronto, y nuestro pasado se hace cada vez más denso y amontonado y nutrido porque se decreta —y aun llega a creerse– que el ayer es ya caduco y el anteayer sólo historia, e inmemorial lo de hace un año. (Lo de hace tres meses también, acaso.) Pensé que era el momento de averiguar por fin qué era 'lo suyo', había contraído suficientes méritos, si es que los necesitaba. No lo creía con mi pensamiento, pero tenía la sensación de que así era—. Dígame, Mr. Tupra, ¿cuál es su campo, si es que puedo preguntarlo? No resultará ser historia de mi país, supongo. —Me percaté de que aún estaba solicitando venia para hacer la pregunta más barata e impune de nuestras sociedades.
–Oh no, desde luego, puede apostar sin miedo —contestó riendo con ganas, en verdad cordialmente, sus dientes eran pequeños pero muy luminosos, le bailaban sus pestañas largas. La suya era una cara que se le iba haciendo más simpática a uno tras cada minuto de acostumbrarse a ella, con él la objetividad no duraría nada, y el recelo se disipaba. Uno percibía en seguida la generosidad del interés mostrado, como si en cada momento le importara sólo quien tuviera delante y a nuestra espalda se apagaran las luces del mundo y éste se convirtiera en un mero fondo de cuadro al servicio de nuestro realce. Sabía fijar a su vez la atención de sus interlocutores, la mención de Andrés Nin había bastado en mi caso para intrigarme, no ya respecto a sus saberes, sino que me habían venido deseos de abalanzarme sobre el Homenaje a Cataluñade Orwell o el compendio de Hugh Thomas y refrescar la historia del calumniado, de la que apenas recordaba nada. Y también notaba uno en Tupra aquella extraña tensión o vehemencia aplazada, pero la tomaba al principio por un efecto de su actitud alerta. Iba bien vestido sin exagerar ninguna nota, telas y colores discretos (de extraordinaria calidad siempre el paño, finas corbatas y el alfiler jamás ausente), su vanidad delatada sólo —o era un resto de mal gusto pretérito– por sus sempiternos chalecos bajo la chaqueta, tampoco le faltó esa prenda en la cena fría de Wheeler—. No, mis actividades han sido asimismo diversas, como las suyas, pero negociar ha sido siempre mi habilidad mejor, en diferentes campos y circunstancias. Incluso rindiendo a mi país servicio, uno debe procurar eso si puede, ¿no?, aunque sea lateral el servicio y se vaya antes que nada tras el beneficio propio.
Se había salido por la tangente, todo aquello era muy vago, ni siquiera había dicho qué había estudiado en Oxford, si bien Toby Rylands, maestro suyo, había sido catedrático de Literatura Inglesa. Eso no significaba nada, sin embargo. En esa Universidad poco importa lo que se aprenda, lo que cuenta es haber asistido a ella y haberse sometido a su método y a su espíritu, y ninguna enseñanza, por excéntrica u ornamental que sea, impide luego a sus doctores o licenciados dedicarse a lo que prefieran, a lo más opuesto: puede uno pasarse años analizando a Cervantes y acabar en las finanzas, o rastreando a los antiguos persas para convertir eso a la postre en el extravagante preámbulo a una carrera política o diplomática, seguramente era esta última la de Tupra, pensé de nuevo, y ahora ya no sólo por mi intuición ni por su aspecto, sino por aquel verbo, 'negociar', y aquella expresión, 'rindiendo a mi país servicio'. Tuvo suerte —es un decir– de que en inglés no exista un vocablo equivalente al de 'patria' en mi lengua, tan inequívoco (o sólo los hay muy rebuscados, retóricos): el que había empleado, 'country', hace sus veces según el contexto, pero tiene menos emotividad y pompa y debe traducirse por 'país' casi siempre. De otro modo se me habría ocurrido acaso —esto es, si hubiera dicho en castellano 'patria', algo imposible; y aun así cruzó de la ocurrencia su sombra, sin llegar a perfilarse– que su espíritu podía ser fascista en el sentido analógico, pese a la aparente solidaridad o simpatía con que se había referido al sino de Nin el ex-secretario de Trotsky, pues en ese sentido coloquial o analógico la palabra es compatible con todas las ideologías, nada tiene que ver con ellas o no por fuerza, por eso se ha hecho hoy tan imprecisa, yo he conocido a adalides oficiales de la antigua izquierda, la que pareció indiscutible, con un espíritu intrínsecamente fascista (y con un estilo, si escribían). En la idea expresada de rendir servicio había visto un asomo de coquetería y otro asomo de jactancia. La coquetería de quien disfruta apareciéndose como misterioso, la jactancia de quien se ve o se concibe a sí mismo concediendo favores siempre, aunque sean a la patria. Un tercer británico forastero, tal vez, un tercer inglés postizo, pensé, como Toby según los rumores y como Peter de manera confesa desde hacía unas semanas, aún no había tenido oportunidad de preguntarle al respecto. Postizo al menos por el apellido, aquel raro Tupra en efecto, quizá no por nacimiento en su caso, los recién llegados y los de sospechoso nombre son los más patriotas en todas partes, los más dispuestos a prestar servicios, nobles o viles, limpios o sucios, sienten agradecimiento y se ofrecen, o es su forma de creerse imprescindibles para el país que un día condescendió con ellos y todavía ahora los consiente, nada más que los consiente aun si cambiaron de nombre, como el pobre anatolio Hohanness que pasó a ser Joe Arness en América, o el riquísimo austríaco Battenberg que se convirtió en Mountbatten para su existencia inglesa. Extraño que Tupra hubiera conservado el suyo, quizá le parecía un exceso o demasiado riesgo, y 'extraño tener que desprenderse aun del propio nombre'.
–Óyeme tú, Deza —oí la voz de De la Garza de nuevo a mi lado, no le cansaban sus rondas—, si sigues dándole bola al gitano éste, todas las tías se nos van a ir de rositas. Al paso que vamos, a la Patalarga nos la acaba levantando ese gordo, mira cómo se la camela el fanegas. Como una fiera.
Ni siquiera Wheeler le habría entendido esta vez una palabra, con todo su impecable español libresco. Era cierto que el joven juez Hood cuchicheaba al oído de Beryl y le arrancaba ahora carcajadas como recompensas, el labio superior de la negligente novia llevaba un rato desaparecido; en el sofá se rozaban irremisiblemente, el juez muy ensanchado y flotante. No le contesté al agregado, no todavía, como si no existiera, parecía haber olvidado con quién había venido la Patalarga. Pero en cambio Tupra aludió a él ahora, lo habría estado observando de refilón, como yo, o lo adivinaba pese a no conocer nuestra lengua y aún menos su jerga, siempre un poco artificial o voluntarista su jerga, sonaba a impostación, a remedo. Se le estaba ablandando y arrugando el pelo, nadie salió nunca incólume en Oxford de unos brindis con la Frasca.
–Será mejor que haga caso a su compatriota o amigo —me dijo Tupra en tono de paternalista guasa—, se está poniendo nervioso con las mujeres y su inglés no lo ayuda en la empresa. Debería usted echarle una mano. No creo que logre nada con Mrs. Wadman, la Deana viuda —empleó un término legal o irónico, 'dowager', para decir aquí 'viuda'—, antes le dediqué unos cumplidos que no sólo la han embellecido para toda la velada, sino que la han hecho sentirse, como diría, inaccesible, no creo que esta noche se considere digna de ningún vivo, ¿no la ve, tan por encima de las pasiones terrenas, tan hermosa en su septiembre, tan plácida hacia el otoño ignorado? Más le valdría probar con Beryl, aunque está muy distraída y nos tendremos que marchar ya pronto, hemos de conducir hasta Londres. O con Harriet Buckley, es Doctora en Medicina y creo que se ha divorciado hace unos días, su nuevo estado podría alentarla en sus investigaciones.