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Fiebre Y Lanza
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Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



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La incorporación no fue de golpe, quiero decir que una vez acordada mi contratación se me fueron encargando o pidiendo tareas sueltas, cada vez más, gradualmente pero a un ritmo siempre creciente y vivo, y al cabo de un mes, acaso menos, mi colaboración sí fue ya plena, o así llegué yo a sentirla. Las modalidades de esas tareas variaban, su esencia en cambio poco o nada, consistía en escuchar y fijarme e interpretar y contar, en descifrar conductas, aptitudes, caracteres y escrúpulos, desapegos y convicciones, el egoísmo, ambiciones, incondicionalidades, flaquezas, fuerzas, veracidades y repugnancias; indecisiones. Interpretaba —en tres palabras– historias, personas, vidas. Historias por suceder, frecuentemente. Personas que se desconocían, y que no podrían haber aventurado sobre sí mismas ni una décima parte de lo que yo les veía, o se me instaba a verles y a expresar, era el trabajo. Vidas que aún podían malograrse jóvenes y no durar ni para llamarse tales, vidas incógnitas y por ser vividas. A veces se me pedía que estuviera presente y ayudara a hacer preguntas, las que se me ocurrieran, en entrevistas o encuentros (o eran interrogatorios modosos, sin intimidaciones), aunque no hubiera por medio dificultades de comprensión, ningún idioma que traducir, todo en inglés y entre británicos. Otras sí se me utilizaba como intérprete de la lengua, la española y aun la italiana, pero en el amplio conjunto de charlas y supervisiones (la callada actividad así llamada), pronto esas veces pasaron a ser las menos, y en todo caso nunca me limitaba ya sólo a trasladar palabras, se me requería mi punto de vista al término, casi mi pronóstico en ocasiones, cómo decir, una apuesta. En otras oportunidades se me prefería como presencia ausente, y asistía a las conversaciones de Tupra o de Mulryan o de la joven Nuix o de Rendel con sus visitantes desde una especie de cabina contigua al despacho del primero, que permitía ver y oír lo que ocurría allí sin ser visto, igual que en las comisarías. Lo que en el estudio de Tupra era un espejo oval y apaisado, en aquel cuarto se correspondía con un ventanal de idénticos tamaño y forma: cristal transparente desde un lado, desde el otro uno azogado que no invitaba a la menor sospecha en medio de tantos libros, y en lo que más que una oficina parecía un club o salón privado. Era aquel escondite una modalidad antigua y casera de las invisibles guaridas desde las que las víctimas de un atraco o los testigos de un crimen identifican a los sospechosos en fila, o desde las que los superiores controlan ocultos los interrogatorios de los detenidos, y que no se suelten las manos mucho en las bofetadas o toallazos mojados de los policías. Debía de ser una cabina pionera, quién sabía si adecuada o hecha en los años cuarenta o hasta en los treinta: parecía haberse concebido como imitación reducida de un compartimento de tren de esas épocas o aun de anteriores, toda en madera, con dos estrechos bancos corridos frente a frente, perpendiculares a la ventana ovalada, y entre los dos una mesita fija para tomar apuntes o apoyar los codos. Así que uno supervisaba forzosamente en posición algo oblicua o ladeada, con la inevitable sensación de estar mirando por la ventanilla de un vagón de ferrocarril mientras viajaba, o más bien mientras permanecía parado en una estación todo el tiempo, una extraña estación-estudio, tan acogedora como jamás las hubo, el paisaje un interior y siempre el mismo, en él sólo cambiaban los personajes, los visitantes y los anfitriones, en limitada variedad estos últimos, que solían ser dos o a lo sumo tres, Tupra y Mulryan, o ellos dos más yo mismo (como había ocurrido con el Comandante Bonanza), o Tupra con la joven Nuix y con Rendel si había que hablar alemán o ruso u holandés o ucraniano (se decía que Rendel era austríaco de origen, y que su apellido había sido inicialmente Rendl o Randl o Redl o Reinl o incluso Handl, se lo habría britanizado a medias, Randall o Rendell o Rendall o Randell habrían sido más verosímiles, no así Haendel), o Mulryan y yo y algún otro menos asiduo, o la joven Nuix, Tupra y yo... Él y Mulryan (o más bien uno de los dos) nunca faltaban. Y dado que a mí me tocaba ocupar la garita a veces, hube de suponer que cuando estaba del otro lado, en la estación-estudio, uno de los ausentes se apostaría allí y nos vigilaría, aunque total certeza no tuviera al principio; y hube de imaginar que en aquella primera ocasión con el Capitán Bonanza, Rendel o la joven Nuix (y pensé: 'Ojalá fuera ella') habrían estado en el vagón-reservado, fijándose en el Teniente pero también en mí casi seguro, y que después habrían dado su objetivo informe sobre mi persona además de sobre el Sargento (se me iba degradando en la memoria, aquel hombre), siempre más objetivo y desapasionado y fiable el informe de quien resulta invisible y no está y mira a sus anchas impunemente, siempre más que el de quien a su vez es mirado por sus interlocutores e interviene y habla, y nunca puede demorarse mucho en su observación callada sin crear grandes tensiones, una situación violenta.

Ese es el éxito de la televisión sin duda, porque en ella se ve y se mira a la gente como jamás puede hacerse en la realidad a menos que se oculte uno, y aun así en la realidad no se dispone más que de un solo ángulo y una sola distancia, o de dos si se usan prismáticos, yo a veces me los echo al bolsillo al salir de casa, y en casa los tengo a mano. Mientras que en una pantalla se ofrece la oportunidad de espiar sin cuidado y ver más y saber más por tanto, porque uno no está pendiente de las miradas devueltas ni se expone a su vez a ser juzgado, ni ha de repartir su concentración o atención entre un diálogo en el que participa (o su simulacro) y el frío estudio de un rostro, de unos gestos, de las inflexiones de voz, de unos poros, de los tics y los titubeos, las pausas y las bocas secas, la febrilidad, falsedades. E inevitablemente uno juzga, emite en seguida algún juicio de la clase que sea (o no lo emite y es para sus adentros), apenas tarda uno segundos y sin poder remediarlo, aunque sea rudimentario y adopte la forma menos elaborada de todas, que es el gusto o el desagrado (los cuales sin embargo ya son juicios o su anticipación posible, lo que suele antecederlos, aunque mucha gente no dé nunca el paso ni cruce la raya, y así nunca salga de sus simples e inexplicables atracción o rechazo: para ellos inexplicables, al jamás dar ese paso y detenerse en lo epidérmico siempre). Y uno se sorprende diciéndose, casi sin querer, a solas ante la pantalla: 'Me cae bien', 'A este tío no lo aguanto', 'Me la comería a besos', 'Me cae como un tiro', 'A ese lo que me pidiera', 'La abofetearía por esa cara', 'Un engreído', 'Está mintiendo', 'Su compasión es falsa', 'Qué mal le va a ir en la vida', 'Menudo capullo', 'Es un ángel', 'Es un creído, un soberbio', 'No soporto a estos dos cursis', 'Pobre, pobre', 'Lo fusilaría sin pestañear, en el acto', 'Me da lástima', 'Me revienta', 'Finge', 'Qué ingenuidad', 'Vaya jeta', 'Qué mujer inteligente', 'Qué asco me da', 'Me hace gracia'. El registro es infinito, cabe todo. Y el veredicto instantáneo es certero, o así se siente cuando llega (en el segundo instante ya no tanto). Se tiene una convicción, sin pasar por un solo argumento. Sin que razón alguna la sostenga.

Por eso también se me entregaban vídeos.

A veces los veía allí mismo, en el edificio sin nombre y nada más que con número, sin letreros ni rótulos ni función aparente, a solas o acompañado por la joven Nuix o por Mulryan o Rendel; y a veces me los llevaba a casa, para mirarlos con más detención y mejor desentrañarlos y presentar luego mi informe.

En aquellos vídeos había de todo, material muy heterogéneo, con frecuencia mezclado, casi apelotonado en algunas cintas, en otras agrupado y distribuido con mayor criterio y aun con tendencia a la monografía: fragmentos de programas o de informativos que se habían emitido públicamente, grabados de la televisión, cortados y montados más tarde (o bien programas enteros que debía tragarme, recientes o antiguos y hasta de gente ya muerta, como Lady Diana Spencer con su pésimo inglés lleno de faltas y el escritor Graham Greene con su inglés excelente); intervenciones parlamentarias, discursos o ruedas de prensa de políticos destacados u oscuros, británicos y extranjeros, de diplomáticos también; interrogatorios de reos en dependencias policiales y sus posteriores deposiciones ante el tribunal de turno, así como las sentencias o amonestaciones de empelucados jueces, bastantes vídeos de severos jueces, no sé por qué; entrevistas con celebridades que no siempre parecían hechas por periodistas ni destinadas a la exhibición, algunas tenían todo el aire de conversaciones informales o más o menos privadas, quizá con curiosos o con admiradores fingidos (recuerdo haber visto una inefable con el cantante Elton John sumamente alegre, otra muy simpática con el actor Sean Connery, el auténtico James Bond que pateó Rosa Klebb en Desde Rusia con amor, mortales pinchos, y otra asimismo graciosa con el ex-futbolista bebedor George Best; una espeluznante con el empresario Murdoch y una bastante pomposa y cómica con Lord Archer, el ex-político —condenado ya entonces por mentir en algo, he olvidado qué cosa– y novelista de voluntariosa acción); otras veces me sonaban las caras, pero no eran lo bastante famosas para que yo las identificase, acaso glorias en exceso locales (no siempre aparecía un carrito con el nombre de quien hablara, podía no haber la menor indicación y sólo unas letras y números para cada rostro señalado como de interés o sujeto a interpretación —A2, BH13, Gm9 y así—, a los que poder hacer referencia en mis informes luego); y había también entrevistas o escenas con personas anónimas en circunstancias variadas, filmadas a menudo, yo creo, sin su conocimiento ni por tanto su consentimiento: alguien que solicitaba empleo o se ofrecía para lo que fuese, los había muy desesperados; un funcionario granítico (ojos en blanco) escuchando a un ciudadano con cuitas, probablemente en su oficina municipal o ministerial; una pareja discutiendo en una habitación de hotel; un individuo pidiendo un desventajoso crédito en una entidad bancaria; cuatro hinchas del Chelsea en un pub, preparándose para machacar al Liverpool a base de ingerido alcohol y vociferado ardor; un almuerzo de negocios a cargo de alguna empresa, con una veintena de comensales (por fortuna no íntegro, sólo highlightsy un discurso final); un dondando una pestífera clase; ocasionalmente una conferencia (por desdicha no íntegra, vi una muy interesante de un profesor de Cambridge, sobre la literatura que nunca existió); el sermón de un obispo anglicano que parecía algo beodo (íntegro el sermón, esto sí); prelimsorales a estudiantes que aspiraban a entrar en tal o cual Universidad; un médico diagnosticando con suficiencia, detalle y verbosidad; muchachas contestando preguntas raras durante sesiones de casting, quién sabía si para un anuncio o una bajeza mayor, demasiado monosilábico todo para ver de averiguar. A veces aparecían vídeos indudablemente caseros o muy personales, más misteriosos en consecuencia (no podía evitar preguntarme cómo habían llegado a nosotros y así hasta mis ojos, a menos que entre nuestros clientes pudiera haber particulares también): la patriarcal felicitación navideña de algún ausente que se creía añorado y por tanto en falta; el mensaje de un hombre rico (era de suponer que póstumo o destinado a serlo) explicando a sus herederos y desheredados el porqué de su testamento arbitrario, caprichoso, decepcionante, injusto con deliberación; la declaración de amor de un enfermo de timidez confeso (pero más bien presunto), que aseguraba no ser capaz de soportar 'en vivo' el 'No' de la destinataria que decía esperar sin remedio y a la vez no esperaba en modo alguno, cuan seguro se lo veía al hablar. Eso en lo que respectaba al material británico, que por supuesto era el grueso. Tuve conciencia de la cantidad de ocasiones y sitios en que la gente es grabada y filmada o puede serlo: para empezar, en casi todas las situaciones en que nos sometemos a una prueba o examen, por así decir, y en que solicitamos algo, sea trabajo, un préstamo, una oportunidad, un favor, una subvención, una recomendación, una coartada. Y desde luego clemencia. Vi que cada vez que pedimos estamos expuestos, vendidos, a merced casi absoluta del que concede o niega. Y hoy se nos registra, se nos inmortaliza a menudo en el momento de la mayor humildad, o si se prefiere en el de la humillación. Pero también en cualquier lugar público o semipúblico, lo más llamativo y escandaloso eran las habitaciones de hotel, uno ya cuenta en principio con que tomarán su imagen en un banco, un comercio, una gasolinera, un casino, un recinto deportivo, un aparcamiento, un edificio gubernamental.

Rara vez se me advertía con antelación en qué debía fijarme, qué rasgos de carácter, o qué grado de sinceridad, o qué intenciones concretas de cada señalada persona o rostro debía procurar descifrar, quiero decir cuando me llevaba tarea a casa. Al día siguiente, o unos pocos más tarde, dedicaba a ello una sesión con Mulryan o Tupra o con ambos, y me preguntaban entonces lo que fuera de su interés, a veces una sola y mínima cosa y a veces muy por extenso, según, refiriéndose a los personajes de aquellos vídeos por sus respectivos nombres si éstos figuraban en las películas o eran inconfundibles de tan conocidos, o bien, si no, por sus asignadas letras y números: '¿Le parece que Mr. Stewart está defraudando otra vez al fisco, pese a sus palabras de contrición? Fue descubierto hace cinco años, se llegó a un acuerdo, pagó por encima del máximo para ahorrarse problemas, ¿podría él pensar que está libre de sospechas por ello?' '¿Cree que FH6 tenía el propósito de devolver el crédito en el momento de pedírselo a Barclays? ¿O no tenía ya la menor intención? Le fue concedido, ha de saber, y hace tres meses que no hay rastro de él'. Yo contestaba lo que creyera o pudiera y se pasaba al siguiente, esto en los casos más breves, prácticos y prosaicos. La mayoría, sin embargo, no eran nada de esto, sino evasivos y de complejo aspecto, con facilidad vagarosos e incluso etéreos, arriesgados siempre de responder, más parecidos a los que Wheeler había dilucidado en sus tiempos y había anunciado para los míos también, o más bien había dado a entender que me llegarían, aunque ahora no hubiera guerra; que vendrían a mi discernimiento antes o después. Y para esa mayoría se necesitaba en efecto lo que él había llamado distraídamente, como para restar solemnidad a aquellas dos expresiones sólo contradictorias en primera instancia o ni siquiera en esa, 'el valor para ver' y 'la irresponsabilidad de ver'. Yo sentí mucho más lo segundo durante bastante tiempo, hasta que un día me acostumbré, y al acostumbrarme me despreocupé. Y entonces... Ah sí, entonces, es cierto, la gran irresponsabilidad.

Ese proceso de acostumbramiento, con todo, lo había iniciado ya Wheeler aquel domingo oxoniense en que también me habló de mí. O quizá Toby Rylands, que le había hablado a su vez a Wheeler con anterioridad de mí, y me había apuntado como a su semejante, hecho de la misma pasta con que se había moldeado a ellos dos. Pero no, Rylands no fue, porque lo que cambia las cosas no es lo que se diga de uno sin uno saberlo —no lo que las varía en nuestro interior—sino lo que alguien con autoridad o tan sólo insistencia nos dice a la cara sobre nosotros mismos, lo que descubre y explica y nos induce a creer. Es el peligro que acecha a todo artista o político, o a todo individuo que reciba opiniones e interpretaciones acerca de su actividad. A un director de cine, a un escritor, a un músico empieza a llamárselos genios, lumbreras, reinventores, gigantes, y no es difícil que acaben por admitirlo todo como posibilidad. Se hacen entonces conscientes de su valía, y les entra el miedo a defraudar, o —lo que es más ridículo e insensato, pero no otra es la formulación– a no estar a la altura de sí mismos, es decir, de quienes resulta que fueron —ahora les cuentan, se dan cuenta ahora– en su tan elevada obra anterior. 'Así que no fue producto de la casualidad, ni de mi intuición, ni siquiera de mi libertad', pueden pensar, 'sino que había coherencia y propósito en cuanto yo iba haciendo, qué honor enterarme pero también qué maldición. Porque ahora no me queda sino atenerme a ello y alcanzar cada vez ese condenado nivel para no desmerecer de mí mismo, qué desastre, qué enorme esfuerzo, y cuánta desolación para mi quehacer.' Y eso mismo puede ocurrirle a cualquiera, aunque no sean públicos su trabajo ni su personalidad, basta con que oiga una explicación plausible de sus inclinaciones o su proceder, una incantatoria descripción de sus actos o un análisis de su carácter, una valoración de su método —saber que eso existe, o se le atribuye—, para que cualquiera pierda su bendito rumbo mudable, imprevisible, incierto, y con ello su libertad. Tendemos a pensar que hay un orden oculto que desconocemos y también una trama de la que quisiéramos formar parte consciente, y si de ella vislumbramos un solo episodio que nos da cabida o así lo parece, si percibimos que nos incorpora a su débil rueda un instante, entonces es fácil que ya no sepamos volver a vernos desgajados de esa trama entrevista, parcial, intuida —una figuración—, ya nunca más. Nada peor que buscar el sentido o creer que lo hay. O sí lo habría, aún peor: creer que el sentido de algo, aunque sea del detalle más nimio, dependerá de nosotros o de nuestras acciones, de nuestro propósito o nuestra función, creer que hay voluntad, que hay destino, e incluso una trabajosa combinación de ambos. Creer que no nos debemos enteramente al más errático y desmemoriado, divagatorio y descabezado azar, y que algo consecuente se puede esperar de nosotros en virtud de lo que ya dimos o hicimos, ayer o anteayer. Creer que puede haber en nosotros coherencia y deliberación, como cree el artista que las hay en su obra o el poderoso en sus decisiones, pero sólo una vez que alguien los ha convencido de que sí las hay.

Wheeler había empezado por el principio al fin, si es que hay principio de algo alguna vez. Como quiera que sea, aquella mañana de domingo en que amanecí más tarde de lo que habría querido y desde luego de lo que esperaba él, ya no se permitió más preámbulos ni aplazamientos ni circunloquios, en la medida en que le era posible renunciar del todo a esos rasgos tan estables de su pensamiento y su conversación. Ya tenía misterio y limitación suficientes, supongo, con las incompletas palabras de que disponía para contarme lo que me iba a contar. En cuanto me vio descender por la escalera, mal afeitado y con cara de sueño (sólo un repaso rápido de la maquinilla para aparecer presentable, o no patibulario al menos), me instó a tomar asiento enfrente de él y a la derecha de la señora Berry, que ocupaba una cabecera de la mesa en la que ya habían acabado los dos de desayunar. Aguardó a que ella me sirviera amablemente café, pero no a que yo lo bebiera ni me despejara un poco más. Sobre la mitad de la mesa libre de mantel y de platos y tazas y mermeladas y frutas había, abierto, un volumen alto y grueso, siempre libros por doquier. Bastó que lo mirara yo de reojo (la atracción por la letra impresa) para que Peter me dijera en tono apremiante, probablemente debido a aquel retraso con el que no había contado en mi despertar:

–Cógelo, anda. Es para que lo veas tú. Atraje hacia mí el volumen, pero antes de leer una línea lo entrecerré —dedo en medio– para echarle una ojeada al lomo y saber qué libro era aquel.

–¿El Who's Who? —Fue una pregunta retórica, porque era sin lugar a dudas el Who's Who, con sus tapas de color rojo intenso, la guía de nombres más o menos ilustres, la edición de aquel año en el Reino Unido.

–Sí, el Who's Who, Jacobo. Seguro que nunca se te ha ocurrido buscarme en él. Mi nombre está ahí en esa página, donde está abierto. Lee lo que pone, anda, haz el favor.

Miré, busqué, había unos cuantos Wheeler, Sir Mark y Sir Mervyn, un tal Muir Wheeler y el Honorable Sir Patrick y el Reverendísimo Philip Welsford Richmond Wheeler, y allí estaba él, entre estos dos últimos: 'Wheeler, Prof. Sir Peter', a lo que seguía un paréntesis que no entendí a la primera, decía: '(Edward Lionel Wheeler)'. Pero sólo tardé dos segundos en recordar que Peter solía firmar sus escritos como 'P E Wheeler', y que la E era de Edward, luego el paréntesis se limitaba a consignar el nombre en su integridad oficial.

–¿Lionel? —pregunté. Fue de nuevo una interrogación retórica, aunque no tanto. Me sorprendió ese tercer nombre de pila, que siempre me pareció de actor, por Lionel Barrymore a buen seguro, y por Lionel Atwill que fue el archienemigo Profesor Moriarty contra el gran Basil Rathbone como Sherlock Holmes, y por Lionel Stander que fue perseguido en América por el Senador McCarthy y hubo de exiliarse a Inglaterra para poder trabajar (convertirse en postizo inglés). Y luego estaba Lionel Johnson, pero éste era un poeta amigo de Wilde y Yeats y del que descendía John Gawsworth, según contaba él (John Gawsworth, el pseudónimo literario de quien fue en la vida Terence Ian Fytton Armstrong, aquel escritor recóndito, mendigo y rey, que me había obsesionado un poco durante mi tiempo de enseñante en Oxford, tantos años atrás: claro que su fantasiosa ascendencia también incluía a nobles jacobitas, esto es, Estuardos, y al dramaturgo Ben Jonson contemporáneo de Shakespeare, y a la supuesta 'Dama Oscura' o 'Dark Lady'de los sonetos de éste, Mary Fitton la cortesana)—. ¿Lionel? —repetí con ligerísima guasa que Wheeler notó.

–Sí, Lionel. Nunca lo uso, ¿qué pasa con eso? No te entretengas con tonterías, no es eso lo que interesa, lo que quiero que veas. Continúa, vamos.

Volví a la nota biográfica, pero al instante hube de pararme y alzar la vista otra vez, tras leer los datos relativos a su nacimiento, que así decían: 'Nacido el 24 de octubre de 1913, en Christchurch, Nueva Zelanda. Hijo mayor de Hugh Bernard Rylands y de la difunta Rita Muriel, de soltera Wheeler' – 'née' ponía, a la francesa en inglés—. 'Adoptó el apellido Wheeler mediante escritura legal en 1929.'

–¿Rylands? —Esta vez ya no hubo nada de retórico en la pregunta, sólo espontánea y sincera estupefacción—. ¿Rylands? —repetí. Debieron de mostrar desconfianza mis ojos, y quizá algo de reconvención—. No es, no será, ¿verdad? No puede ser una coincidencia.

La mirada que me devolvió Wheeler reflejó una mezcla de impaciencia y paciencia, o de contrariedad y paternalismo, como si ya tuviera previsto que yo iba a detenerme en aquello, en el inesperado apellido de su padre Rylands, y aceptara o comprendiera mi reacción, pero esa cuestión lo aburriera, o la viera como un engorroso trámite antes de centrarse en la que entonces deseaba abordar. A juzgar por su expresión, perfectamente me podía haber dicho: 'Tampoco es eso lo que interesa, lo que quiero que veas, Jacobo. Sigue'. Y más o menos llegó a decírmelo, pero no de inmediato, me tuvo algo de consideración; no sin antes hacer una tentativa leve de ponerse a salvo de mis reproches:

–Oh vamos. No vas a decirme ahora que no lo sabías.

–Peter. —Mi tono fue de advertencia seria y aun de clara reconvención, como el que empleaba con mis hijos a veces cuando insistían en hacerse los despistados para así no obedecer.

–Bueno, bueno, creía que estabas enterado, habría jurado que sí. De hecho: me extraña enormemente que no.

–Por favor, Peter: nadie está enterado, no en Oxford. O si lo están se lo callan, se lo callaron con insólita discreción. ¿Cree que de haberlo sabido no me lo habrían contado Aidan Kavanagh o Cromer-Blake, Dewar o Rook o Carr, Crowther-Hunt, la propia Clare Bayes? —Eran antiguos amigos o tan sólo colegas de mi tiempo en la ciudad, algunos menos chismosos que otros. Clare Bayes había sido mi amante también, hacía mucho que no la veía ni sabía de ella, ni de su niño Eric que ya no sería niño, ya no más, habría terminado de crecer. Tal vez ya no me gustaría, mi remota amante, si la viera. Ni yo a ella tampoco, tal vez. Mejor no verse, mejor así—. ¿Usted lo sabía, Mrs. Berry?

La señora Berry se sobresaltó un poco, pero en seguida no dudó en responder:

–Sí, estaba al tanto. Pero tenga en cuenta que yo he estado al servicio de los dos hermanos, Jack. Y luego, yo no suelo contar. —Ella, como todos los ingleses que tenían dificultades para pronunciar el nombre de Jacques y desconocían el español para convertírmelo en Jaime o en Jacobo o en Diego, me llamaba así (una aproximación fonética), por ese diminutivo de John o Juan, que no de James. Cuando se dejaron de sus 'Mr. Deza' (muy pronto fue), Tupra y Mulryan me llamaron Jack también. Rendel no, él nunca se permitía confianzas con nadie, no al menos en el edificio sin nombre ni aparente función. Y la joven Nuix, al igual que Luisa, se inclinó por Jaime, o a veces por el apellido tan sólo, Deza a secas, igual que Luisa también.

–Hermanos —murmuré, y en esta ocasión logré no convertir en pregunta la repetición—. Hermanos, ¿eh? Usted sabe bien que yo no sabía nada, Peter. Ni siquiera sabía que fuera neozelandés de origen, me lo mencionó por primera vez en la vida hace sólo unos días, por teléfono. —Según hablaba me fue viniendo memoria rauda de Rylands, los recuerdos se convocan a veces con temible rapidez—. Y entonces Toby —dije acordándome—: de él se rumoreaba que había nacido en Sudáfrica, y lo tomé por cierto cuando en una ocasión le oí decir de pasada que hasta los dieciséis años no había salido de ese continente, de África. La misma edad con la que llegó usted aquí, también eso me lo mencionó de pasada por primera vez en esa conversación telefónica de hace nada. Ahora no me dirá que eran gemelos, ¿verdad?

Wheeler volvió a mirarme sin hablar, sus ojos dijeron que no estaba por la labor de escuchar reproches ni cuasi ironías, no aquella mañana, tenía otras cosas en el pensamiento, o en el repertorio programado para aquella función.

–Bueno, si en efecto no sabías... Supongo que tú nunca me habrás preguntado, entonces —contestó—. No es que yo lo haya ocultado. Tal vez Toby, él podía referirlo, tal vez él sí te ocultó. Yo no. Tampoco veo por qué debería haber estado obligado a contarte. —Esta frase la dijo en el mismo tono casi exculpatorio de sí, sin alteración; pero yo la aislé, la reconocí: era una frase para pararme los pies—. No éramos gemelos. Yo era casi un año mayor. Ahora ya lo soy bastantes más.

Conocía a Wheeler cuando algo lo incomodaba o se ponía evasivo, insistirle era perder el tiempo, irritarlo acaso, él siempre decidía lo que se hablaba.

–Como quiera, Peter. Si tiene la bondad de explicármelo, soy todo oídos, curiosidad e interés. Supongo que es esto lo que quería que viera en el Who's Who, confío en que me dirá por qué. Por qué ahora, quiero decir.

–Ah no, en absoluto —respondió—. Te aseguro que de esto te creía enterado, de otro modo no me habría arriesgado a que nos encalláramos aquí. No. De lo que quiero hablarte es de otro asunto, aunque indirectamente tenga que ver con Toby, algo tenga que ver. Anoche te aplacé alguno, ¿no es verdad?, para hoy. Anda, sigue leyendo, no has acabado, haz el favor. —Y con un índice imperativo que se movió de arriba abajo como si fuera autónomo y lo dirigiera su gravedad (casi a plomo lo dejó caer), tocó el grueso volumen que tenía abierto ante mí.

–Peter, no puede dejarme ahora así —me atreví a protestar.

–Ya saldrá eso luego, Jacobo, descuida, no te quedarás sin saber. Pero la historia es trivial, te decepcionará. Anda, sigue ya. Y léeme en voz alta, por favor. Tampoco quiero que sigas hasta el final, qué aburrimiento. Y así te diré dónde parar.

Volví a la nota biográfica, al siguiente apartado, que era el de 'Education' o 'Estudios'. Y leí en voz alta y en inglés, pero saltándome las abreviaturas y siglas incomprensibles para mí:

'Cheltenham College; Queen's College, Oxford; Lecturer of St John's College, 1937-53, and Queen's College, 1938-45. Enlisted, 1940'. —Y aquí no pude evitar detenerme, tan pronto, aunque él no me hubiera indicado aún que lo hiciera. Levanté la vista—. Se alistó en el 40, no sabía —dije—. Y veo que no aparece por ningún lado el año 36. ¿Fue entonces quizá cuando estuvo en España? Muchos británicos que fueron allí se marcharon a principios o mediados del 37, espantados, o heridos, no duraron, el propio George Orwell entre ellos. —Entonces me acordé de que también había buscado por si acaso, sin éxito, el apellido Rylands en los índices onomásticos de los volúmenes consultados durante la noche, luego tampoco había sido su posible primer o verdadero nombre, Peter Rylands, el que Wheeler había llevado en la Guerra de mi país. O quizá sí, pero nada destacado había hecho en ella para merecer posteriores menciones en los libros de Historia, y sólo por diversión me había permitido imaginar que sí.

Wheeler pareció leerme los pensamientos, además de oír mi extemporánea pregunta.

–Muchos no se marcharon nunca, allí continúan espantados y heridos. Malheridos hasta morir —contestó—. Pero dejemos ahora la Guerra de España, por mucho que anoche te empaparas de ella, te lo suplico. Casi nadie utilizaba su nombre allí, y tampoco tantos durante la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera Orwell se llamaba George Orwell, como recordarás. —No lo recordaba, y como él notara mi desmemoria, añadió—: ¿No? Su verdadero nombre era Blair, Eric Blair, yo lo conocí levemente, durante la Guerra estuvo en la Sección India de la BBC. Eric Arthur Blair. Había nacido en Bengala, y había vivido en Birmania en su juventud, conocía el Oriente bien. Era diez años mayor que yo. Ahora yo lo soy infinitamente más. Murió joven, eso lo sabes, ni a los cincuenta llegó. —'Otro más', pensé, 'otro británico forastero o postizo inglés'—. Está bien, vamos, continúa leyendo o no hablaremos nunca de lo que hay que hablar.

–Discúlpeme, Peter. —Y lei—: 'Commissioned Intelligence Corps, December 1940; Temporary Lieutenant-Colonel, 1945; specially employed in Caribbean, West Africa and South East Asia, 1942-46. Fellow of Queens College, 1946-53...'


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