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Fiebre Y Lanza
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Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



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Me pregunto si el enigmático y desmenuzado tiempo de la vejez consistirá en eso, en andar —quienes en él desembocan, y le pertenecen– tan paradójicamente sobrados de ese tiempo menguante como para dedicar no poco a la confección o composición de escogidos momentos; o, como si dijéramos, para conducir sus numerosos tiempos vacíos o muertos hacia unas cuantas escenas prefiguradas y deliberados diálogos, su parte ya memorizada antes: como si el tiempo de los ancianos —a la vez corto y pausado, reducido y abundante, el tiempo del anciano astuto– se cuidaran éstos de planearlo y encauzarlo y dirigirlo lo más posible, y no lo aceptaran ya más —suficiente, basta: no más dolor ni más fiebre; ni palabra ni lanza ni siquiera sueño– como consecuencia del azar y lo inesperado y ajeno, sino que trataran de convertirlo en obra de su maquinación y su dramaturgia y el cálculo. O, lo que viene a ser lo mismo, como si se cuidaran de anticiparlo y configurarlo y elaborar su contenido al máximo; y así quisieran dictarlo, el único modo seguro de aprovechar de veras el que todavía les resta, que parece marchar muy lento pero tan sólo se les va escurriendo como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa. Y la nieve siempre para.

Tuve sin duda esa sensación en lo referente a Tupra, de que Wheeler quería que lo conociera o lo viera, porque podía haberse limitado a convocarme por teléfono y decirme: 'Van a venir algunos amigos y conocidos a una cena fría, de aquí a dos sábados; vente tú también, estás muy solo ahí en Londres'. Él no sabía si yo estaba poco o muy solo o en exceso acompañado, pero solía atribuir a los demás su propia situación, sus carencias y aun sus dejaciones, un ardid, si se adelantaba era difícil que nadie se las señalara a él o las volviera en su contra, habría parecido falta de originalidad por parte del interlocutor, e infantilismo. Pero aunque más o menos dijo eso, se quedó remoloneando un segundo al teléfono cuando yo ya había accedido de grado y había tomado nota de la fecha y hora, y añadió con vacilación fingida (pero sin disimular que la fingía): 'Bueno, ya verás, vendrá este individuo, Bertram Tupra, un antiguo discípulo de Toby'. ( 'Fellow'fue la palabra empleada, menos despectiva quizá que 'individuo': hablábamos en inglés o español indistintamente, o a veces cada uno en su lengua.) Y antes de que yo pudiera hacerme eco alguno del inverosímil nombre, él se anticipó a deletrear el apellido y a conceder: 'Sí, ya sé, suena a nombre inventado y bien pudiera serlo, más probable que lo falso fuera Bertram y no Tupra, semejante apellido tiene que ser auténtico, ruso o checo de origen, no sé, o finlandés acaso, o tal vez eso sea sólo porque suena un poco como "tundra", ¿no?... En cualquier caso, resulta manifiesto que no es inglés sino demasiado francamente extranjero y quién sabe si armenio o turco, así que el hombre debió de juzgar prudente compensarlo con un primer nombre digno de nuestros teatros, ya sabes, Cyril, Basil, Reginald, Eustace, Bertram, están en todas las comedias rancias. Quizá se lo cambió por eso, no habría podido circular por aquí sin levantar suspicacias llamándose, qué sé yo, Vladimir Tupra, o Vaslav Tupra, o Pirkka Tupra, imagínate qué desgracia hasta hace pocos años, no habría hecho carrera más que en el ballet o en el circo, supongo, desde luego imposible en lo suyo...' Wheeler rió brevemente con escarnio, como si por un instante se le hubiera representado Tupra, cuya imagen él conocía, disfrazado con prietas calzas y picudo o rajado escote, brincando por un escenario con robustísimos muslos y pantorrillas venosas a punto de reventarle; o con malla y encogida capita fosforescente de trapecista. Y aún hizo una pausa antes de arrancar de nuevo, como si esperara una apoyatura mía o dudara si explicar o no qué era 'lo suyo'. No dije nada y entonces él permaneció en la duda, noté que no atendía del todo a lo que fue añadiendo, me pareció que hacía tiempo hasta decidirse e improvisaba: 'Me pregunto si no se inspiraría en ese librero legendario cerca de Covent Garden, Bertram Rota, conoces la tienda, creo que su nombre completo era Cyril Bertram Rota, hasta ahora no había caído en la cuenta de lo excéntrico de su apellido, para tener un local en Long Acre o por ahí, seguramente español de origen, ¿no? ¿Conoces a algún Rota en España, aparte del venal tribunal eclesiástico? Claro que Bertram sí podría ser su verdadero nombre, me refiero a Tupra, y que fuera a su padre, si fue éste quien inmigró desde la tundra o la estepa, a quien se le ocurriera britanizar al hijo en su nacimiento para paliar el efecto bárbaro, casi acusatorio de Tupra, en España tendría que haber renunciado, ¿no?, habría sido objeto de bromas crueles con la palabra "estupro". Pero estas cosas tontas funcionan, mira el caso de Rota, no había caído hasta ahora, tras tantos años de minar mi fortuna comprándole por catálogo sus costosos libros; he de preguntarle a su hijo Anthony, creo que todavía vive...' Wheeler se detuvo otra vez, según hablaba iba sopesando, quería y no quería contarme o anunciarme o consultarme algo. 'Y además', continuó en seguida, 'Bertram le permitirá, a Tupra, ser llamado Bertie en confianza, lo cual lo hará sentirse salido directamente de una obra de Wodehouse cuando esté entre amigos o con su novia, ella también vendrá, por cierto, una nueva novia que tiene y que ha insistido en presentarnos, a buen seguro lo enorgullecerá más su físico que su muy esperable sabiduría...' Hizo una última pausa, pero yo no estaba comunicativo o no tenía qué intercalar, así que recurrió a una digresión más para concluir con garbo, me resultó más intrigante que las anteriores: 'Desde luego él habla inglés como un nativo, sur de Londres semieducado, diría. Y bien pensado, quizá él sea más inglés que yo, al fin y al cabo nací en Nueva Zelanda y no vine aquí hasta los dieciséis años, y con el apellido también cambiado, claro que por motivos distintos, nada que ver con la eufonía patriótica ni con las estepas. Pero bueno, todo esto ya lo sabes y no viene a cuento, te estoy entreteniendo demasiado rato. Cuento contigo, así pues, para ese sábado'. Y se despidió con su mejor tono de afecto, que hacía imperceptible su nunca descartable guasa: 'Aguardaré tu llegada con la mayor impaciencia. Estás muy solo ahí en Londres. No te me rajes'. Esta última frase me la dijo en mi lengua.

Así era y es Sir Peter Wheeler, ese falso anciano, quiero decir que tras su venerable y amansado aspecto se esconden con frecuencia maquinaciones enérgicas, casi acrobáticas, y tras sus abstraídas divagaciones una mente observadora, analítica, anticipadora, interpretativa; y que sin cesar juzga. Por espacio de varios minutos interminables había dirigido mi atención hacia aquel Bertram Tupra, en quien me vería obligado a fijarme durante la cena fría, ese había sido sin duda el principal propósito, que en él me fijara. Pero a la postre no había explicado por qué, ni en realidad había soltado una sola palabra descriptiva ni informativa acerca del individuo en cuestión o fellow, sólo que había sido discípulo de Toby Rylands y que tenía una nueva novia, el resto disquisiciones y conjeturas ociosas sobre su absurdo nombre. Ni siquiera se había decidido, tras sus vacilaciones no expresas, a especificar qué era 'lo suyo', aquello en lo que nunca habría prosperado de haberse llamado Pavel o Mikka o Jukka. Y al final incluso me había desviado el interés posible, aludiendo por vez primera ante mí a sus raíces neozelandesas, a su nada temprana incorporación a Inglaterra y a su apellido cambiado o apócrifo, pero impidiéndome, al mismo tiempo, preguntarle nada al respecto, al añadir en seguida 'Pero todo esto ya lo sabes y no viene a cuento', cuando lo cierto era que todo eso yo lo había ignorado hasta aquel instante.

'Otro paralelismo más con Toby, entonces', pensé tras haber colgado, 'de quien se rumoreaba que era sudafricano de origen, como se rumoreaban tantas otras leyendas; una razón más para que se hicieran amigos cuando eran jóvenes, británicos forasteros o de ciudadanía tan sólo, ingleses postizos ambos.' Rylands nunca me había aclarado ninguno de aquellos rumores ni yo lo había sondeado apenas respecto a ellos, le gustaba poco rememorar su pasado en voz alta, eso se decía y así fue conmigo; y no me pareció respetuoso indagar por mi cuenta después de su muerte, era como contravenir sus deseos cuando él ya no podía mantenerlos ni revocarlos ('Extraño no seguir deseando los deseos', cité de memoria para mis adentros, 'extraño tener que desprenderse aun del propio nombre'). Dudé si marcar el número de Wheeler inmediatamente, para que me ampliara aquellos datos nuevos acerca del suyo, de su pasado, y me explicara por qué demonios había discurseado sobre Tupra tanto rato, hasta llegar a impacientarme. Porque justo antes de su llamada yo había estado probando con el número de Madrid que aún estaba a mi nombre pero no era ya más el mío sino el de Luisa y los niños, y comunicaba con tanta insistencia que quería volver a intentarlo cuanto antes, aunque sólo fuera para calibrar la duración del no lograrlo. Por eso no llamé a Wheeler en el acto, nada más colgarle, tenía prisa por seguir marcando aquel número mío perdido o del que había de desprenderme, y al que antes yo contestaba cuando estaba en casa, con frecuencia. Ahora no lo contestaba nunca porque ya no estaba en casa ni podía regresar a dormir en ella, y estaba en otro país, y aunque no muy solo como me creía "Wheeler, a veces sí un poco, o acaso es que toleraba mal no estar siempre acompañado y no estar siempre aturdido y entonces me pesaba el tiempo o yo obstaculizaba su paso, quizá por eso no me fue difícil escuchar a Wheeler con atención primero, en su casa, y aceptar luego la proposición de Tupra, que si algo me brindaba era compañía incesante, aunque en ocasiones sólo auditiva y visiva, y también raciones de aturdimiento.

Ese teléfono de Luisa en Madrid seguía comunicando, no había avería según me dijeron en Averías, y ambos nos negábamos a llevar portátiles, un instrumento de acecho. Tal vez estaba enganchada a Internet, le había encarecido que contratara una segunda línea para no bloquear el teléfono pero no acababa de hacerlo aunque yo le hubiera ofrecido costeársela, sólo usaba la red de tarde en tarde, era cierto, luego resultaba improbable que fuera eso, tanto tiempo comunicando en noche de jueves, era uno de los días en principio acordados para que yo hablara con el niño y la niña antes de que se acostaran, se estaba haciendo demasiado tarde, una hora más en España, allí las diez pasadas y aquí las nueve pasadas, habrían cenado los tres con la televisión puesta o con algún vídeo, no era fácil que el niño y la niña coincidieran en sus preferencias, demasiada edad los separaba, por suerte el niño era paciente y protector con ella y a menudo cedía, yo empezaba a temer por él, era protector hasta con su madre y no sabía si hasta conmigo mismo, ahora que me veía lejos y desterrado, huérfano según su criterio o su entendimiento, sufren mucho en la vida quienes hacen de escudo, y los vigilantes, con su oído y su ojo siempre despiertos. Se habrían acostado ya aunque aún tendrían la luz encendida durante unos minutos, los que les concedíamos Luisa y yo de propina o prórroga para que también leyeran algo —un tebeo, unas líneas, un cuento– mientras los cazaba el sueño, es desdichado conocer las costumbres exactas de una casa de la que de pronto se falta y a la que no se vuelve más que de visita y con aviso previo y como un pariente cercano y de tarde en tarde, uno queda fijado en la tela de araña del escenario y el ritmo que construyó y lo albergaban y que parecían imposibles sin su contribución y sin su existencia, largo prisionero de lo presenciado y llevado a cabo tantas veces, y es incapaz de imaginar que se vayan produciendo cambios, aunque tenga conciencia de que no los impide nada y bien puede haberlos y aun procurárselos, y aprenda a sospecharlos abstractamente, cuáles podrían ser esos cambios que se darán en su ausencia y a sus espaldas, uno deja de asistir, ya no es partícipe ni siquiera testigo, y es como si hubiera sido expulsado del tiempo que avanza, convertido para uno ese tiempo en pintura helada o en memoria helada, desde la adversa distancia.

Y cree uno estúpidamente que se le guardarán raras ausencias, no en lo esencial pero sí en lo simbólico, como si no fuera infinitamente más fácil arrasar con los símbolos que con los hechos pasados y acaecidos, y éstos se suprimen o borran sin excesivo esfuerzo, basta con estar resuelto y sujetar las remembranzas. No cree uno que Luisa no vaya a tener un nuevo amor o un amante dentro de poco tiempo, no cree uno que no lo esté ya esperando sin saber que lo espera, o incluso buscándolo con el cuello erguido y la mirada alerta sin saber que busca, ni que no le haga ilusión pasiva la aparición previsible de quien aún carece de rostro y nombre y por tanto los encierra todos, los posibles y los imposibles, los soportables y los nauseabundos. Y sin embargo sí cree uno incongruentemente que a ese amor nuevo o amante no lo llevará Luisa con los niños a casa, ni a nuestra cama que ya es sólo suya, y que lo verá casi a escondidas como si el respeto hacia mi recuerdo aún reciente se lo impusiera o se lo implorara —un susurro, una fiebre, un rasguño—, como si ella fuera una viuda y yo fuera un muerto merecedor de duelo al que no se puede sustituir tan pronto, todavía no, amor mío, espera, espera, no es aún tu hora y no me la arruines, dame tiempo y dáselo a él, a este muerto, su tiempo que ya no avanza, dáselo para difuminarse, deja que se convierta en fantasma antes de ocupar tú su sitio y ahuyentar su carne, déjalo convertirse en nada y aguarda a que no quede olor en las sábanas ni en mi cuerpo, deja que lo que fue no haya sido. Cree uno que Luisa no admitirá así como así a ese hombre a nuestras costumbres y a nuestro retrato, que no permitirá que sea él de repente quien la ayude a preparar la cena —deja, ya haré yo las tortillas– y quien se siente junto a ella y los niños a ver un vídeo —nadie en contra de Tom y Jerry—, ni que sea él quien se asome de puntillas luego —estás rendida, ya voy yo, no te muevas– a apagar las luces de los dos cuartos, tras comprobar que mis niños se han dormido con un Tintín en las manos que se deslizó sin sobresalto hasta el suelo o con un muñeco sobre la almohada al que asfixiará el diminuto abrazo de los sueños simples.

Pero uno debe hacerse a la idea de que no hay ningún duelo ni tal respeto por nuestro recuerdo ni por lo que decidimos ahora erigir en símbolos tardíamente, entre otras razones porque Luisa no es viuda ni nos hemos muerto ni yo me he muerto, sino que no estuvimos lo bastante atentos y nada nos es debido, y sobre todo porque el tiempo de ella que envuelve y arrebata a los niños es ya muy otro que el nuestro, el suyo avanza sin incorporarnos y yo no sé bien qué hacer con el mío, que avanza igualmente sin incorporarme o al que aún no he sabido subirme, quizá ya nunca me ponga al día y siga sólo siempre la estela de ese tiempo mío. Pronto habrá un individuo a su lado encargándose de las tortillas y haciendo méritos cotidianos ante ella y ante los niños, disimulará su fastidio durante meses por no disponer para él solo de ella y a cualquier hora, se hará el paciente y el comprensivo y el solidario, y con medias palabras y preguntas solícitas y sonrisas de lástima retrospectiva cavará mi tumba aún más hondo, en la que ya estoy sepultado. Eso es lo previsible, pero quién sabe... Tal vez sea un sujeto desenfadado y risueño que la saque de juerga todas las noches y no quiera ni oír hablar de los niños ni pisar nuestra casa más allá de la entrada, ya vestido de farra y tamborileando en el quicio con mucho apremio; que la obligue a alejarse de ellos y a descuidarlos y la exponga a riesgos y la arrastre a excesos alegres semejantes a los que yo me permito aquí, no pocas veces... O también puede ser un tipo despótico y envenenado, que la sojuzgue y la aísle y le deslice poco a poco sus exigencias y sus prohibiciones, disfrazadas de enamoramiento y flaqueza y celos y de lisonja y ruegos, un hombre torcido que acaso una noche de lluvia y encierro cierre sus manos grandes sobre su cuello mientras los niños —mis niños– miran desde una esquina aplastándose contra la pared como si quisieran que cediera ésta y desapareciera, y con ella la mala visión, y el impedido llanto que ansía brotar pero no alcanza, el mal sueño, y el ruido prolongado y raro que su madre hace al morirse. Pero no, esto no ha de ocurrir, esto no ocurre, no tendré esa suerte y no tendré esa desgracia (suerte en el imaginario y en la realidad desgracia)... Quién sabe quién nos sustituye, sólo sabemos que se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño, en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en la dominación, y en el odio que también acaba por cansarse de nosotros; en las casas en que habitamos y en las ciudades que nos consienten, en los teléfonos que nos persuaden o nos escuchan pacientes con la risa al oído o con un murmullo de asentimiento, en el juego y en el negocio, en las tiendas y en los despachos, en el paisaje infantil que creíamos sólo nuestro y en las agotadas calles de tanto ver marchitarse, en los restaurantes y en los paseos y en nuestras butacas y en nuestras sábanas, hasta que no queda olor en ellas ni ningún vestigio y se rasgan para hacer tiras o paños, y en nuestros besos se nos sustituye y se cierran al besar los ojos, en los recuerdos y en los pensamientos y en las ensoñaciones y en todas partes, sólo soy como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para...

Miro por la ventana de mi apartamento amueblado ingenuamente por alguna mujer inglesa a la que nunca he visto, mientras cuelgo y descuelgo y marco y de nuevo cuelgo, miro la noche perezosa de Londres a través de la Square o plaza que se va despoblando de los seres activos y de los decididos pasos para que la vayan tomando durante un rato —un interregno– los inactivos con su paso errático que los conduce ahora hasta las papeleras y cubos en los que hunden sus cenicientos brazos rebuscando tesoros invisibles para nosotros o el fortuito salario de su jornada sobrevivida, cuando aún no es noche cerrada pero desde luego tampoco es día, o cuando todavía es hoy para los que regresan a casa o se visten de farra para abandonarla, pero ya es ayer para quienes van y vienen sin orientarse nunca. Alzo la vista para buscar y seguir mirando el mundo orientado y vivo al que me figuro que aún pertenezco, que se va guareciendo de la ceniza crepuscular del aire en sus interiores iluminados, para alejarme y no asimilarme al desorientado mundo de esos fantasmas que se sumergen hasta confundirse con los desperdicios; alzo la vista por encima del tráfico que ya se apacigua y de los mendigos sombra y de los rezagados —cinco o seis pisadas a la carrera y el salto al autobús de dos pisos sin puertas que casi arranca, los tacones de las mujeres rascan, corren serio peligro—; miro por encima y a través de los árboles y de la estatua hasta el otro extremo, donde están el elegante hotel y las oficinas enormes y las habitadas casas que albergan familias o no siempre familias, no siempre lo que yo era y a veces sí lo que soy ahora —'Seré más el que soy: seré más yo ahora', me digo; 'I'll be more myself', cito para mis adentros: al estar y ser yo solo—; veo en ocasiones a quienes son mis iguales en un aspecto, personas que no viven con nadie y reciben a lo sumo visitas, y puede que se quede alguna a pasar una noche con ellas, como también sucede en mi apartamento, si es que en mí se repara desde algún observatorio.

Hay un hombre que vive enfrente, más allá de los árboles cuyas copas coronan el centro de esta plaza y exactamente a mi altura, un tercer piso, las casas inglesas no tienen persianas o raramente, si acaso visillos o contraventanas que no suelen cerrarse hasta que el sueño inicia sus cacerías atolondradas, y a este hombre lo veo bailando frecuentemente, alguna vez acompañado pero casi siempre él a solas con gran entusiasmo, recorriendo en sus danzas o más bien bailoteos el alargado salón entero, ocupa cuatro ventanales. No es un profesional que ensaye, en modo alguno, eso es seguro: suele estar vestido de calle, incluso a veces con corbata y todo, como si acabara de entrar por la puerta tras la jornada y su impaciencia le consintiera sólo desprenderse de la chaqueta y arremangarse (pero la norma es que vista jerseys elegantes o polos de manga larga o nikis de manga corta), y sus pasos de baile son espontáneos, improvisados, no carentes de armonía y gracia pero yo diría que sin mucha medida ni compás ni estudio, los que cada vez le inspira la música que yo no oigo y que acaso oiga él exclusivamente, con los prismáticos de las carreras me ha parecido ver —eso creo: me los llevo a los ojos de cuando en cuando, también en casa– que se ajusta a los oídos algún auricular o artilugio, sin duda algo inalámbrico o no podría brincar y moverse tan libremente. Eso explicaría que algunas noches dé comienzo a sus sesiones cuando ya es muy tarde, sobre todo para Inglaterra, donde ningún vecindario le toleraría música a gran volumen pasadas las once, ni siquiera una hora antes, no sé cómo hará para amortiguar el ruido de sus pies danzantes. Quizá busca llamar al sueño cuando empieza tan tarde: cansarse, enajenarse, aturdirse, distraer los afanes de la conciencia. Es un individuo de unos treinta y cinco años, delgado, de facciones huesudas —mandíbula y nariz y frente– pero constitución atlética, espaldas bastante anchas, vientre plano y agilidad notable, parece todo natural y no producto de ningún gimnasio. Luce un bigote poblado pero cuidado, como de boxeador pionero pero sin ondulaciones decimonónicas, recto, y se peina hacia atrás con raya en medio, como si llevara coleta pero no se la he visto, cualquier día se la deja. Es extraño verlo moverse a diferentes ritmos sin escuchar yo nunca la música que lo conduce, me entretengo en adivinarla, en ponérsela mentalmente para —cómo decir– evitarle el ridículo de bailar en silencio, ante mí en silencio, la visión resulta incomprensible, incongruente, casi demente si uno no suple con su memoria musical —o incluso saca el disco intuido y lo pone, si lo tiene a mano– lo que domina o guía al individuo y jamás se oye, a veces pienso 'Puede que esté bailando al son del "Hucklebuck" de Chubby Checker a juzgar por el desenfreno del torso, o algo de Elvis Presley, "Burning Love" por ejemplo, con ese cabeceo velocísimo y como de pelele y esos pasos tan cortos, o esto ha de ser menos antiguo, Lynyrd Skynyrd acaso, esa canción famosa no sé qué de Alabama, eleva mucho los muslos como la actriz Nicole Kidman cuando la bailó en una película, inesperadamente; y ahora tal vez sea un calypso, reconozco en sus caderas un vaivén absurdamente antillano o vete a saber, y además ha cogido maracas, más vale que aparte la vista o que le haga sonar de inmediato en mi tocadiscos "I Learn a Merengue, Mama" o "Barrel of Rum", qué loco este tipo, qué feliz se lo ve, qué desentendido de cuanto nos gasta y consume, entregado a sus bailes que no son para nadie, se sorprendería si supiera que yo lo observo a ratos cuando estoy a la espera u ocioso, y puede que no sea el único desde mi edificio, resulta divertido e incluso da alegría mirarlo, y también tiene misterio, no logro figurarme quién es ni a qué se dedica, se sustrae —y no es eso frecuente– a mis facultades interpretativas o deductivas, que aciertan o yerran pero en todo caso nunca se inhiben, sino que se ponen al instante en marcha para componer un retrato improvisado y mínimo, un estereotipo, un fogonazo, una suposición plausible, un esbozo o retazo de vida por imaginarios y elementales o arbitrarios que sean, es mi mente detectivesca y alerta, mi mente imbécil que me criticaba y reprochaba Clare Bayes en este mismo país hace ya muchos años, antes de que conociera a Luisa, y que hube de sofocar con Luisa para no irritarla y no darle miedo, el miedo supersticioso que más daño hace, y aun así sirvió de poco, nada sirve contra lo que ya se sabe y más se teme (quizá porque se lo atrae con fatalismo entonces, y se lo procura porque si no es un chasco), y uno suele saber cómo acaban las cosas, cómo evolucionan y qué nos aguarda, hacia dónde se encaminan y cuál ha de ser su término; todo está ahí a la vista, en realidad todo es visible desde muy pronto en las relaciones como en los relatos honrados, basta con atreverse a mirarlo, un solo instante encierra el germen de muchos años venideros y casi de nuestra historia entera —un solo instante cargado o grave—, y si queremos la vemos y la recorremos ya, a grandes rasgos, no son tantas las variaciones posibles, los indicios rara vez engañan si sabemos discernir los significativos, si se está —pero es tan difícil y catastrófico– dispuesto a ello; uno ve un día un gesto inconfundible, asiste a una reacción inequívoca, oye un tono de voz que dice mucho y más anuncia aunque también oiga uno la lengua morderse —demasiado tarde—; siente en la nuca el carácter o la propensión de una mirada cuando ésta se sabe invisible y resguardada y a salvo, tantas son involuntarias; nota la melosidad o la impaciencia, percibe las intenciones ocultas que no están ocultas jamás del todo, o las inconscientes antes de que se vuelvan conciencia en quien deberá abrigarlas, a veces prevé uno a alguien antes de que ese alguien se prevea a sí mismo ni se conozca ni se intuya siquiera, y adivina la traición aún no fraguada y el desdén aún no sentido; y el empacho que uno causa, el cansancio que provoca o la aversión que ya inspira, o bien lo contrario que no es mejor siempre: la incondicionalidad que se nos tiene, la demasiada expectativa, la entrega, el afán de agradar del otro y de sernos vital para suplantarnos luego y ser así quien nosotros somos; y el ansia de posesión, la ilusión que uno crea, la determinación de alguien de estar o permanecer a su lado, o de conquistarlo, y la lealtad irracional, desvariada; nota cuándo hay entusiasmo y cuándo es sólo lisonja y cuándo es mezcla (porque nada es puro), sabe quién no es trigo limpio y quién ambicioso y quién no tiene escrúpulos y quién pasará por encima de su cadáver después de aplastarlo y quién es un alma cándida, y sabe qué será de estas últimas cuando se las encuentra, el destino que les espera si no se enmiendan y vician y también si lo hacen: sabe si serán víctimas suyas. Ve quién abandonará a quién algún día cuando le presentan a un matrimonio o pareja, y lo ve en el acto, nada más saludarlos, o a los postres ya lo entiende. También percibe cuándo algo se tuerce y se echa a perder, o da un gran vuelco y las tornas cambian, cuándo se fastidia todo, en qué momento uno deja de querer como antes o dejan de quererlo a uno, quién se acostará con nosotros, quién no, y cuándo un amigo descubre su propia envidia, o más bien decide rendirse a ella y dejar que ahora sola lo conduzca y guíe; cuándo empieza a rezumar o se carga de resentimiento; sabemos qué es lo que exaspera o revienta en nosotros y qué nos condena, qué convino decir y no dijimos o qué callar y no callamos, qué hace que de pronto un día se nos mire con otros ojos —turbios o malos ojos: es ya inquina—; cuándo decepcionamos o cuándo irrita que aún no lo hagamos y no ofrezcamos el pretexto ansiado, para ser despedidos; qué detalle no se soporta y señala la hora de que nos volvamos insoportables ya para siempre; y también sabemos quién va a amarnos, hasta la muerte y más allá y a nuestro pesar a veces, más allá de la muerte suya o de la mía o de ambas... contra nuestra voluntad a veces... Pero nadie quiere ver nada y así nadie ve casi nunca lo que está delante, lo que nos aguarda o depararemos tarde o temprano, nadie deja de entablar conversación o amistad con quien sólo nos traerá arrepentimiento y discordia y veneno y lamentaciones, o con aquel a quien nosotros traeremos eso, por mucho que lo vislumbremos en el primer instante, o por manifiesto que se nos haga. Intentamos que las cosas sean distintas de lo que son y de cómo aparecen, nos empeñamos insensatamente en que nos guste quien nos gusta poco desde el principio, y en poder fiarnos de quien nos inspira desconfianza aguda, es como si a menudo fuéramos en contra de nuestro conocimiento, porque así lo sentimos muchas veces, como conocimiento más que como intuición o impresión o corazonada, nada tiene que ver todo esto con las premoniciones, no hay nada sobrenatural ni misterioso en ello, lo misterioso es que no atendamos. Y la explicación ha de ser simple, de algo tan compartido por tantos: es sólo que sabemos, y lo detestamos; que no toleramos ver; que odiamos el conocimiento, y la certidumbre, y el convencimiento; y nadie quiere convertirse en su propio dolor y su fiebre...'

En algunas ocasiones, ya he dicho —sólo en un par por entonces, que yo hubiera visto—, ese hombre al que no interpreto o no reduzco, sobre el que no consigo formarme idea clara ni vaga, bailó acompañado en contra de su costumbre, y fue con dos mujeres distintas, una blanca y otra negra o mulata (no lo supe bien, las luces bajas); pero también entonces pareció más atento a sí mismo y a su disfrute que a sus parejas, aunque a buen seguro lo complacía contar con ellas para variar el cuadro y poder cruzárselas y agarrarse o rozarse a lo largo del salón bien despejado, toda una zona o franja longitudinal sin muebles, es decir sin obstáculos, como si la tuviera libre a propósito para facilitarse los correteos. La blanca llevaba pantalones, fue una lástima; la negra, en cambio, falda que volaba y subía, y a veces no bajaba del todo luego, se quedaba enganchada en las medias unos instantes (bueno, medias enteras o como se llamen, que llegan a la cintura) hasta que un nuevo quiebro o una manotada distraída de ella zafaban la tela y la devolvían a las leyes de la gravedad censoras. Me gustó verle los muslos y fugazmente las nalgas, por eso me abstuve de usar los prismáticos, en principio espiar no es mi estilo, al menos no con intenciones y ahí las habría habido. La mujer blanca se fue tras la sesión danzante, la vi salir por el portal de la casa del hombre y montarse en su bicicleta (quizá los pantalones por eso, aunque tampoco hay que buscarles causa); la negra o mulata se quedó a dormir, eso creo; pararon tras bastante fiesta, y se apagaron las luces luego, y no la vi marcharse durante largo rato, era ya tarde y aún se había hecho más tarde cuando decidí acostarme para olvidarme de ella. Aquí en casa también se ha quedado alguna mujer, de vez en cuando, sobre todo en los iniciales meses de asentamiento y reconocimiento y tanteo: una ha vuelto, otra quiso volver y yo no estuve de acuerdo, la tercera ni se lo planteó, se desentendió ya del lance antes de que concluyera —sí, habían sido tres hasta aquel momento—, nada sé de ella o sabía entonces desde que desayunó en mi cocina, menos azorada que maquinal y rauda, como si estar allí tan de mañana no fuera con ella, una coincidencia de alojamiento, estaba prometida al hijo de un tipo importante con el que la chiflaba anunciar su inminente boda y la espantaba casarse con tanta inminencia, y que tal vez andaba llamándola ya desde la noche anterior o desde muy temprano, marcando y colgando y descolgando y marcando, aquel novio nervioso sin recibir respuesta o las del contestador y el buzón tan sólo, eso es inaguantable, llamar y llamar en vano, yo ya no aguantaba seguir probando con Luisa, qué haría, acaso habría descolgado porque tenía visita, quizá iba a quedarse alguien esa noche con ella, y la única forma de asegurarse de que mi lejana voz no interrumpiría o descentraría nada —se habría dado cuenta de que era jueves de pronto, decidida sobre la marcha la dilación de la visita: la lanza, la fiebre, mi dolor, el sueño, lo sustancial o insignificante– era acostar a los niños un poco antes de lo acostumbrado y dejar la noche entera el teléfono fuera de sitio, siempre se podría pretextar mañana un descuido.


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