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Fiebre Y Lanza
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Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



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'Peter, ¿se siente usted mal, le pasa algo?' Negó con la cabeza y siguió señalando con expresión de alarma hacia la orilla del apacible Cherwell, no necesité esta vez de aproximaciones: 'The cartoon?', fue mi pregunta, y asintió en seguida pese a que creo que me equivoqué de término, era la viñeta auténtica lo que lo preocupaba, se había dado cuenta del riesgo sólo al abrir los ojos tras su susto o su recuerdo relámpago, no antes; así que corrí de nuevo, salté, caí, la alcancé, la atrapé con dos dedos intacta al borde de la corriente mansa, debí de parecer un jugador de cricketde los que vuelan y se arrojan al prado, ese juego tan inglés que no comprendo, o bien un portero de fútbol en su estirada, ese otro juego ya no tan inglés que comprendo perfectamente. El aire se había calmado, recogí dos o tres papeles más del suelo, estaban todos a salvo, ninguno se había perdido, ni mojado, sólo se habían arrugado unos cuantos. 'Tenga, Peter, creo que están todos, no se han estropeado apenas, me parece', le dije mientras alisaba algunos. Pero a Wheeler no le salían aún las palabras, y me señaló con su dedo repetidamente como a un heredero o destinatario, entendí que esas viñetas eran para mí, me las daba. Abrió su carpeta y en ella fui echándolas, menos la de Fraser, la que no era reproducción sino original recorte, porque él alzó el índice deteniéndome cuando iba a depositarla junto a las otras, y acto seguido se tocó con el pulgar el pecho. 'Esa no, esa es para mí', dijo aquel gesto. '¿Esta se la guarda usted?', quise ayudarlo. Asintió, la puse aparte. Era extraño que se quedara de repente sin habla, justo cuando estaba hablando de los pocos o muchos —según se mire– que eran así, sin habla. La noche anterior, cuando se le había atascado el vocablo 'cojín', había explicado luego, al recuperar la voz o la soltura: 'Me sucede de tarde en tarde. Es sólo un instante, como si la voluntad se me retirase'. Y era entonces cuando había utilizado aquel cultismo infrecuente, no tanto en inglés como en mi lengua: 'Es como un anuncio, o una presciencia...', sin llegar a completar la frase, ni siquiera cuando yo le había insistido poco después para que lo hiciera; a eso me había contestado: 'No preguntes lo que ya sabes, Jacobo, no es tu estilo'. Presciencia era el conocimiento de las cosas futuras, o el saber previo de los acontecimientos a ciencia cierta. No sé si eso existe, pero a veces también se nombra lo que no existe, y entonces nace la incertidumbre. Ahora no me cabía duda respecto al final de su frase, me lo había preguntado o lo había intuido la víspera, hoy tenía la respuesta segura aunque él no me la hubiera dado: 'Es como un anuncio, o una presciencia de lo que es estar muerto'. Y acaso podría haber añadido: 'Es no hablar, aunque se quiera. Sólo que además ya no se quiere, la voluntad se ha retirado. No hay querer ni no querer, ambos se han ido'. Miré hacia la casa, la señora Berry había abierto una ventana de la planta baja y nos hacía señas con el brazo en alto. Quizá se había asomado nada más oír el estrépito de la hostigadora hélice y había asistido a mis carreras y zambullidas sin que nos diéramos cuenta. Elevé la voz, para preguntarle: '¿Hora de almorzar?', y acompañé mi grito de un gesto de la mano a la altura de la boca más bien absurdo, como de quien enrolla en el tenedor spaghetti. No creo que me oyera, pero me entendió. Con la mano negó y luego la colocó un momento en posición de espera, como diciéndome 'No, aún no', y a continuación señaló hacia Peter con ademán de inquietud, o de duda, '¿Él está bien?', era la traducción de aquello. Afirmé con la cabeza varias veces, tranquilizándola. Ella levantó las dos manos al tiempo, como ante un atraco, 'Ah bueno', y cerró ya la ventana y desapareció hacia dentro. Entonces Wheeler recobró la palabra:

'Sí, ésta me la guardo, te daré una copia si la quieres', dijo refiriéndose al dibujo de Fraser. 'Las demás puedes quedártelas, las tengo repetidas, o reproducidas mejor en libros; algún otro original también conservo. Este de la araña gamada me gusta especialmente. Qué demonio de helicóptero', añadió sin pausa y con fastidio, 'qué se le habrá perdido por aquí, esto es zona de conocimiento. Espero que no venga más a despeinarnos, ¿no tendrás un peine a mano? Los latinos soléis llevarlos.' El pelo de Wheeler se veía, en efecto, como la espuma rabiosa en la cresta de una ola, y el mío me lo notaba como si me lo hubieran convertido en nudos. '¿Qué quería Mrs. Berry?', esto también lo enlazó sin pausa. Volvió a llamarla como en sociedad. Se estaba recomponiendo y debía ayudarse a ello; o era la fuerza de la costumbre del disimulo. '¿Nos llamaba ya para el almuerzo?' Miró el reloj sin detenerse a mirarlo, trataba de salir de su sobresalto sin comentarios míos, aunque bien sabía que yo no iba a soltarlo sin hacer una tentativa al menos.

'No, todavía no está listo. Supongo que la asustó el ruido, no sabría lo que era', contesté, y añadí a mi vez sin pausa: 'Se le ha atragantado la voz de nuevo, Peter. Anoche me dijo que le ocurría sólo de tarde en tarde. Pero ya van dos veceseste fin de semana'.

'Bah', respondió huidizo, 'ha sido casualidad, mala suerte, ese maldito helicóptero. Son atronadores, ese sonaba casi como un viejo Sikorsky H-5, su solo ruido provocaba el pánico. Y también es que hablo mucho, contigo hablo demasiado y me acabo resintiendo, no tengo ya tanta costumbre. Tú me dejas y me dejas, pones cara de interesado y yo te lo agradezco mucho, pero deberías cortarme más, obligarme a ir más al grano. Estoy un poco solo aquí en Oxford, me imagino, últimamente, y con Mrs. Berry está todo hablado, lo que puede hablarse con ella, claro, o lo que ella quiere que hablemos. No te creas que me viene a visitar tanta gente. Muchos han muerto, otros se fueron a América nada más jubilarse y viven allí como parásitos, yo no quise eso, se limitan a esperar tomando el sol lo más que pueden, se consienten bermudas, se aficionan por televisión a ese fútbol de allí con mucho postizo y casco, se preocupan por sus intestinos y se alimentan sólo de brécoles, merodean por la biblioteca y el campus que les hayan tocado en suerte, dejan que sus departamentos los exhiban de tarde en tarde como prestigiosas momias ultramarinas o como ajados trofeos de unos difusos tiempos heroicos que nadie sabe allí en qué consistieron. En suma, como antigüedades, es de lo más deprimente. Sí me gusta hablar contigo. Los ingleses rehúyen cuanto no sea anécdota, dato, hecho y apostilla o glosa irónica; la especulación les desagrada, el razonamiento les es superfluo: lo que a mí más me divierte. Sí, me gusta mucho hablar contigo. Deberías venir más a menudo: aparte de todo, estás muy solo ahí en Londres. Aunque quizá lo estés pronto bastante menos. Aún he de proponerte algo, y pedirte el favor de que lo aceptes sin darle demasiadas vueltas ni hacerme muchas preguntas. Tampoco vas a perder un tiempo que ya das por perdido, el de las convalecencias sentimentales se llena con lo que sea, el contenido es lo de menos, con lo que esté más a mano y más ayude a empujarlo, se tiene poca exigencia, ¿no es cierto? Luego no se recuerdan apenas, esos periodos, ni lo que se hizo en ellos, como si hubiera estado permitido todo, uno se justifica mucho por la desorientación y el sufrimiento; es como si no hubieran existido y en su lugar hubiera un blanco. También un vacío de responsabilidades, "¿Sabe? Yo no era yo entonces". Oh sí, el padecimiento ha sido siempre nuestra mejor coartada, la que mejor finge exculparnos de cualquier acto. Quiero decir a los hombres, la mejor coartada del género humano, de los individuos y de las naciones.'

Todo esto lo dijo como si nada, pero no pude evitar sentir una pizca de emoción y otra de orgullo, al fin y al cabo yo pensaba que lo distraía y le era simpático y tal vez lo halagaba a ratos, que me toleraba sin esforzarse, pero nunca más que eso. Él tenía mucho que contar y que argumentar siempre, aunque hiciera lo primero con cuentagotas tan sólo; su conversación me enseñaba, me instruía y me deslizaba ideas o me las renovaba, por no decir que me cautivaba. Yo no le ofrecía gran cosa a cambio, creo, más que nada compañía y oídos atentos, mi cara de interés no era fingida. Rylands me lo había dejado en herencia y además resultaba ser su hermano. Quizá Peter me miraba con ojos benévolos y afectuosos por verme a su vez, en parte, como una herencia de Toby, aunque yo no pudiera convertirme en figura sustitutoria de éste, como sí lo era "Wheeler para mí de Rylands. Me faltaba edad, pasado común, agudeza, conocimiento, misterio. Me azoré levemente, no supe qué contestar, así que saqué del bolsillo interior de mi chaqueta el latino peine que me había solicitado.

'Tenga, Peter', dije. 'Un pequeño peine.' Lo miró un segundo con desconcierto, se le habría olvidado ya que lo necesitaba. Luego lo cogió con tiento, lo escudriñó al trasluz (estaba limpio) y se recompuso el cabello lo mejor que supo, no es muy fácil sin espejo y con pequeño peine. La corona le quedó apañada, no así los lados, el aeronáutico viento se los había echado hacia adelante y le invadían rebeldemente las sienes, dándole un aire aún más romano. 'Si me permite', dije. Me entregó sin recelo el peine, con tres o cuatro movimientos rápidos se los amansé del todo, los laterales. Confié en que la señora Berry no nos estuviera observando, me habría tomado por un peluquero loco frustrado.

'Más vale que te des también tú un repaso', dijo Wheeler mirándome a la cabeza críticamente o casi con grima, como si me hubiera puesto un loro en ella. 'Y no sé cómo lo has conseguido, pero te has manchado todo de hierba. Ni siquiera te has dado cuenta', y me señaló la pechera de mi camisa clara, dejando ver que no asociaba mis dos o tres tiznes verdes con mi salvamento de sus viñetas. Entre la noche de fiesta y estudio y copitas, el poco sueño, el afeitado rápido y los avatares al fresco, debía de parecer un pordiosero en las últimas o un hampón caído en desgracia y venido a menos que nada. La chaqueta y los pantalones se me habían arrugado al rodar por el césped. 'Hay que ver', añadió Wheeler, 'igual que un crío.' Sin duda me tomaba el pelo, eso también lo animaba. Pasé dos dedos por el pequeño peine (un gesto mecánico) y luego me desenredé el cabello, adivinando. Cuando terminé se lo sometí a consulta:

'¿Está bien así?', y le mostré teatralmente mis dos perfiles.

'Puede pasar', dijo tras echarme una condescendiente ojeada, como un superior que inspeccionara con prisa el casco de su soldado. Y a continuación volvió a donde estaba justo antes del ataque aéreo, él nunca perdía el hilo a menos que así lo quisiera. Pese a los muchos rodeos, meandros, desvíos, sus trayectos los concluía. '¿Qué pasó con esa campaña?', preguntó retóricamente. 'Fracasó en conjunto, como estaba mandado. A eso nació condenada, irremisiblemente. Bueno, sirvió de algo, sí, claro, de no poco seguramente: la gente tomó conciencia del peligro que se corría por hablar de más, a la mayoría ni se le había ocurrido. Surtió efecto sin duda en muchas tropas y lo principal era eso, al ser ellas las más informadas y las más expuestas a sufrir las consecuencias de los descuidos y excesos verbales. Y por supuesto los mandos, políticos y militares, se anduvieron con gran cuidado. Se incrementó la costumbre de comunicarse en clave, o mediante meros dobles sentidos y transposiciones semánticas, con sinécdoques y metalepsis improvisadas y de andar por casa, y eso ya fue cosa espontánea de la población entera, cada uno dentro de sus ocurrencias y posibilidades. Se creó, se implantó la sugestión de que cualquiera podía estar escuchando con intención enemiga. Sí, puede decirse (y eso ya fue insólito y admirable en sí mismo) que se adquirió plena y colectiva conciencia, por transitoria que fuese, de lo que ilustra la viñeta del marinero y la chica y la posterior secuencia: de que nuestras palabras, una vez soltadas, ya no tienen control posible. Es lo que más deja de pertenecemos, mucho más que nuestros actos, que, por así decir, en nosotros se quedan, buenos o malos, sin que otro pueda apropiárselos más que en los casos flagrantes de usurpación o impostura, que siempre cabe denunciar, abortar, desfacer o desenmascarar, aunque sea tardíamente.' Wheeler dijo 'desfacer' en mi lengua, desde luego, y si no en qué otra. También había dicho en ella 'como estaba mandado' y 'de andar por casa', le gustaba "hacer gala de su español coloquial y de su español libresco, como de su portugués y su francés, supongo, esos tres idiomas los conocía a fondo y tal vez otros, por lo menos tenía nociones de hindi, alemán y ruso, que yo supiera. 'Nada se entrega tanto ni tan cabalmente como las palabras. Uno las pronuncia y al instante se desprende de ellas y las deja en posesión, o mejor dicho en usufructo, de quien se las ha escuchado. Ese puede suscribirlas, para empezar, lo cual ya no es grato porque en cierto sentido se las adueña; o rebatirlas, que no lo es tampoco; pero sobre todo puede transmitirlas a su vez ilimitadamente, citando la fuente o haciéndolas suyas según le convenga, según su decencia o según quiera perdemos y delatarnos, depende de las circunstancias; y no sólo eso, también puede adornarlas, mejorarlas o empeorarlas, tergiversarlas, sesgarlas, sacarlas de contexto, cambiarlas de tono, desplazarles el énfasis y así darles un sentido distinto y hasta fácilmente contrario del que tuvieron en nuestros labios, o cuando las concebimos. Y por supuesto repetirlas con absoluta exactitud, verbatim. Eso era lo más temido durante la Guerra, por eso muchos procuraron hablar sólo con medias palabras, de forma metafórica o nebulosa, con voluntarias imprecisiones o en lenguajes secretos directamente. Muchos aprendieron a decir sin decir, y se acostumbraron a ello.'

'Algo así pasó durante la dictadura de Franco en España, para sortear a la censura', dije yo; Wheeler me había invitado a interrumpirlo con más frecuencia: 'mucha gente pasó a hablar y a escribir de manera simbólica, alusiva, parabólica o abstracta. Había que hacerse entender dentro del oscurecimiento deliberado de lo que se decía. Un sinsentido: camuflarse, velarse, y aun así, sin embargo, pretender el reconocimiento y que fueran captados los mensajes más difusos, crípticos y confusos. La gente no tiene paciencia para las labores de desciframiento. Duró demasiados años, llegó a dar la impresión de no ser transitorio, sino definitivo. Hubo quien ya no pudo desacostumbrarse luego, y fue entonces cuando se quedó callado.'

Wheeler me escuchó, y pensé que si me hacía caso podría desviarse de su trayecto de nuevo. Pero ahora parecía resuelto a seguir con él, bien que a su medido paso:

'Muchos aprendieron a decir sin decir, repitió esa frase; 'pero a lo que no aprendió casi nadie fue a no decir, a callarse, que era lo que se pedía y lo conveniente. Era normal, es natural: ese es un aprendizaje imposible para el común o grueso de los mortales, no te quepa duda, es demasiado exigirles, ir contra su propia esencia, por eso la campaña estaba abocada al más que parcial fracaso. Fue como si se dijera a la gente: "Bien, no sólo tienen ustedes que soportar la escasez de todo y la penuria y el racionamiento, y padecer los bombardeos de la aviación enemiga sin saber a quiénes tocará no despertar ya mañana ni esta noche quizá siquiera con el aullido de las sirenas, y ver sus casas incendiadas o reducidas a escombros en un instante tras los relámpagos y el estruendo, y sepultarse durante horas en los refugios profundos para no abrasarse en sus calles que aún parecen las de siempre, y sufrir la pérdida de sus maridos e hijos y en todo caso su ausencia y la zozobra mortificante respecto a sus diarias supervivencia o muerte, y subirse a aviones para que los ametrallen según batallan con el aire y hagan ferocidades por derribarlos, y hundirse en submarinos y en destructores y en acorazados bajo las aguas lejanas y llameantes, y asfixiarse o arder en el interior de un tanque, y lanzarse en paracaídas sobre territorio ocupado y recibir el fuego de las baterías o la persecución de los perros luego si llegan a poner pie salvo en tierra, y estallar en pedazos si tienen la mala pero posible suerte de ser alcanzados por un obús o una granada, y afrontar tortura y verdugo si visten por su misión de civiles y los capturan en país prohibido, y combatir cuerpo a cuerpo en el frente con la bayoneta calada, en los campos, en los bosques, en las selvas, en las marismas, en los hielos y en los desiertos, y volarle la cabeza rápido al muchacho que asoma con el casco y el uniforme odiados, e ignorar cada día y la noche si perderán esta guerra y al final habrá sólo servido para que sean cadáveres no recordados o prisioneros perpetuos o esclavos de sus vencedores, y pasar frío y hambre y sed y calor extremos y ahogo y sobre todo miedo, todos miedo y mucho miedo, un continuo pavor al que acabarán por acostumbrarse aunque lleven así ya varios años y nunca llegue ese acostumbramiento..." Sí', añadió Peter tras frenarse en seco y hacer una mínima pausa y luego tomar mucho aliento, 'fue como si se dijera a la gente: "Pues además de todo esto, deben ustedes callarse. Ya no hablen, ya no cuenten, no bromeen, no pregunten ni todavía menos respondan, no a su mujer, no al marido, no a sus hijos, no a su padre ni en modo alguno a su madre, no al hermano ni al mejor amigo. Y a su amor..., a su amor no le susurren ni tan siquiera al oído, no le expliquen con verdades ni con dulzuras ni con mentiras, no le digan adiós, y no le den ni el consuelo de la voz y el verbo, no le dejen en recuerdo ni el rumor de las últimas promesas falsas que siempre hacemos al despedirnos".' Wheeler se detuvo y se quedó repentinamente abstraído, se daba con los nudillos en la barbilla, unos golpecitos suaves, como si estuviera rememorando, pensé, como si a él le hubiera tocado vivir eso, retirarle a su amor las principales palabras, las que desean oírse y las que quieren decirse, las que luego se olvidan tan fácilmente o se confunden con otras o se repiten a otros con idéntica ligereza y la misma alegría, pero que en cada último instante parecen tan necesarias, aunque sean exageradas dulzuras y por lo tanto algo insinceras, es lo de menos eso, en cada instante último. 'Eso vino a ser, o anduvo cerca. No expuesto tan crudamente, no así planteado. Pero así fue entendido por muchos, así lo entendieron y lo asumieron los más pesimistas y desmoralizados, los muy asustados y los muy abatidos y los ya derrotados, y en tiempo de guerra esos suman la mayoría. En el de las guerras indecisas, claro, las que temen perderse a cada minuto con fundamento y siempre penden de un hilo, un día tras otro y una noche tras otra a lo largo de años eternos, las que son de veras a vida o muerte, a exterminio absoluto o a maltrecha y manchada supervivencia. Entre ellas no se cuentan, seguro, todas éstas más recientes, la de Afganistán ni la de Kosovo ni la del Golfo, ni la de las Islas Falkland, vaya broma. O Malvinas, como quieras, tendrías que haber visto cuan patéticamente se encendió aquí la gente, quiero decir ante sus televisores, para mí fue muy penoso. En estas guerras de ahora abundan los eufóricos, que asisten complacidos a ellas desde sus sillones en casa. Eufóricamente, sí. Los muy imbéciles. Y criminales. No sé. Pero entonces era demasiado pedir, ¿no te parece? Que la gente lo aguantara todo y además guardara silencio sobre aquello que la atormentaba sin una sola hora de tregua. Ya callaban bastante los incontables muertos.'

'¿Lo hizo usted mismo, guardar silencio?', le pregunté. '¿Le hizo mella la campaña?'

'Claro. A mí y a la mayor parte. En teoría, no creas, fueron muchísimos los que siguieron sus recomendaciones al pie de la letra. Y no sólo en la teoría, sino en la memoria colectiva. Yo digo que fracasó en conjunto y que así había de ser, pero si preguntas a otra gente que vivió esa época, o a quienes la han oído contar de primera mano, o si consultas las referencias a la careless talken algunos libros, sean de historia, de sociología o de la mezcla de ambas que ahora llaman con ínfulas microhistoria, te encontrarás con que la versión establecida, y aun los recuerdos personales sinceros de todo aquello, coinciden en afirmar y creer que esa campaña constituyó un gran éxito. Y no es que mientan a conciencia y de común acuerdo ni que se equivoquen en masa, sino que el efecto real de algo así no es apenas verificable ni mensurable (¿cómo saber cuántas catástrofes desencadenó la imprudencia o cuántas evitó el sigilo?), y cuando las guerras acaban ganándose (no digamos si con todo en contra), se hace fácil, casi inevitable, pensar retrospectivamente que cuantos esfuerzos se llevaron a cabo fueron abnegados y vitales y heroicos, y que todos y cada uno contribuimos a la victoria. Ya que tan mal lo pasamos y nos devoró tanto la incertidumbre, contémonos al menos el cuento que más nos alivie el luto y nos compense de los sufrimientos. Oh sí, ya lo creo, hubo millones de bienintencionados británicos que se tomaron muy en serio las advertencias y las consignas, y que creyeron aplicárselas escrupulosamente en la práctica: así lo creyeron en sus conciencias, y algunos en verdad las cumplieron, sobre todo las tropas y los políticos y los funcionarios y los diplomáticos, ya te he dicho. Y desde luego yo mismo, pero sin mérito: ten en cuenta que entre 1942 y 1946 sólo permanecí en Inglaterra durante temporadas nunca muy largas, cuando venía de permiso o con alguna encomienda específica que no solía demorárseme, mi principal lugar estaba lejos, mi puesto demasiado variable. Como has leído en el Who’s Who, anduve por los sitios más diversos en esos años, y en funciones que ya llevaban aparejados o incorporados el secreto, la discreción, la cautela, el fingimiento, el engaño, la traición si se terciaba (obligadamente), y por supuesto el silencio. Yo jugaba con ventaja, a mí no me costaba nada observar este último a rajatabla. Es más, quizá por estar tan alerta siempre, allí donde me destinaran, se me hacía más perceptible lo que le pasaba en general a la gente, aquí en casa, en la retaguardia. La campaña fue también una tentación tremenda, cómo decir, para la población entera: tan descomunal como inadvertida, tan irresistible como inconsciente, tan imprevista como sibilina.'

'¿A qué se refiere, Peter? No entiendo.'

'Los ciudadanos, Jacobo, los de cualquier nación, la mayoría inmensa, normalmente no tienen nada que contar de verdadero valor para nadie. Si uno se para a pensar por la noche en lo que le han dicho o contado a lo largo del día las muchas o pocas personas con las que haya hablado (y su grado de cultura y saber es indiferente), verá que rara es la fecha en la que haya oído algo de verdadero valor o interés o discernimiento, dejando de lado los detalles y cuestiones meramente prácticos e incluyendo por supuesto, en cambio, cuanto le haya llegado desde un periódico, la televisión o la radio (otra cosa es si ha leído uno de un libro, y también depende). Casi todo lo que decimos y comunicamos todos es filfa, es relleno, es superfluo, es vulgar, aburrido, intercambiable y trillado, por mucho que sea "nuestro" y que la gente, como se repite ahora con cursilería extrema, "sienta la necesidad de expresarse". Nada habría variado apenas de no haberse expresado los millones de opiniones, sentimientos, ideas, hechos y noticias que en el mundo se expresan y relatan a diario.' (Huelga señalar que Wheeler recurrió a mi lengua para esa palabra, 'cursilería', que no tiene equivalente exacto en ninguna otra.) '"Hablando se entiende la gente", decís en español a menudo. "Hablar es bueno", suele afirmarse, en diferentes situaciones y contextos. Sólo faltaba que los psicólogos y similares metieran esa noción absurda en la cabeza de los parlantes para que éstos dieran rienda aún más suelta a lo que siempre fue su natural tendencia. Hablar no es en sí bueno ni malo, y en cuanto a entenderse haciéndolo, bueno, en tanta medida es fuente de conflictos y malentendidos como de armonía y entendimiento, de injusticias como de reparaciones, de guerras como de armisticios, de crímenes y traiciones como de lealtades y amores, de condenas como de salvaciones, de ofensas y furias como desconsuelos y apaciguamientos. Hablar es en todo caso el mayor malgasto de la población entera, sin distinción de edad, sexo, clase, riqueza ni conocimientos, el desperdicio por antonomasia. Casi nadie dispone de nada para decir que sus posibles oyentes considerasen en verdad apreciable, digno de atender, o no digamos de ser comprado, ¿quién paga por lo que es gratis siempre salvo en contadísimas excepciones, y aun a veces es obligado? Y sin embargo, extrañamente, con todo, la mayoría se empeña en hablar sin parar, y además a diario. Es asombroso, Jacobo, si se molesta uno en pensarlo: los hombres y las mujeres explican y cuentan sin cuento y también se explican hasta la saciedad así mismos, buscando a quien los escuche o imponiendo sus discursos si pueden, el padre a los hijos, el maestro a los discípulos, el párroco a sus feligreses, el marido a la mujer y la mujer al marido, el comandante a sus tropas y el jefe a sus subalternos, el político a sus partidarios y aun a la nación congregada, las televisiones a sus espectadores, los escritores a sus lectores y hasta los cantantes a sus adolescentes, que encima les corean sus estribillos, para mayor tributo. También los pacientes a sus psiquiatras, sólo que aquí la índole de la relación es reveladora, se trata de una transacción muy clara: cobra quien escucha, paga quien habla. Desembolsa quien raja, se retrata quien larga.' (Y estos cuatro últimos verbos fueron españoles de nuevo. Pensé en una amiga mía de Madrid, la Doctora García Mallo, psicoanalista muy sabia: le recomendaría aumentarse los honorarios sin la menor mala conciencia.) 'Esa es una relación ejemplar, sería la apropiada en el fondo, para todas las ocasiones. Pues que escuchen de buen grado nunca hay muchos, no sobran, más que nada porque son infinitos más los que aspiran a la trinchera contraria, esto es, a decir ellos y a ser oídos por tanto. En realidad, si te fijas, hay una permanente y universal disputa por hacerse con la palabra: en cualquier lugar concurrido, privado o público, hay decenas si no centenares de voces incontenibles pugnando por prevalecer o por abrirse paso, y el desideratumde cada una de ellas sería elevarse por encima de las demás y acallarlas: ya lo intentan, en la medida de lo tolerable. Da lo mismo que sea una calle que un mercado que el Parlamento, la única diferencia es que en el último se establecen turnos y se conmina a quienes aguardan a fingir que atienden; da lo mismo que sea un pubque un té en casa aristocrática, sólo varían la intensidad y el tempo, en la segunda se va poco a poco, se disimula un rato hasta adquirir confianza para explayarse como en la taberna, aunque con el diapasón más bajo. Y bastan cuatro personas en torno a una mesa para que al menos dos rivalicen por llevar la voz cantante. Yo hice bien en ser profesor: durante muchos años gocé sin lucha del enorme privilegio de no verme interrumpido por nadie, o no sin mi consentimiento previo. Y aún gozo de él en mis libros y artículos. No otro es el espejismo de cuantos escribimos, creer que se abren nuestros volúmenes y que se recorren de cabo a rabo, contenido el aliento y con poca pausa. Lo es y lo ha sido de todos, no lo dudes, yo lo sé por experiencia ajena y también por propia, y a ti te falta esta última que yo sepa, no te imaginas lo bien que has hecho en no dejarte tentar por la escritura. Esa es la idea ilusoria de esos novelistas que lanzan sus varios e inmensos tomos llenos de aventuras y reflexiones desmesuradas, como vuestro Cervantes, Balzac, Tolstoy, Proust, o aquel pesado cuádruple de Alejandríaque tanto estuvo de moda o nuestro Tolkien de Oxford (él sí era sudafricano de nacimiento, ¿sabes?), cuántas veces me lo crucé en Merton College o lo vi tomándose algo en The Eagle & Childcon Clive Lewis al caer la tarde sin que ninguno sospecháramos lo que iba a ocurrir con sus tres entregas tan excéntricas por entonces, él aún menos que nosotros, sus muy escépticos colegas; y la de esos poetas torrenciales que tanto meten y concentran en cada una de sus engañosas líneas que se aparecen tan cortas, como Rilke y Eliot, o antes Whitman y Milton y antes vuestro gran Manrique; y la de esos dramaturgos que pretenden, tener a los espectadores sentados durante cuatro o más horas, como el propio Shakespeare en Hamlety en Enrique IV: claro que en su tiempo muchos estaban de pie y entraban y salían del teatro como si nada y cuantas veces se les antojara; también la de esos cronistas y diaristas y memorialistas como Saint-Simon, Casanova, vuestro Inca Garcilaso, vuestro Bernal Díaz o nuestro ilustre Pepys, que no se hartan nunca de entintar hojas como maniáticos; y la de esos ensayistas como el incomparable Montaigne o como yo mismo (salvando todas las insalvables distancias, te lo suplico), que nos figuramos ingenuamente, mientras redactamos, que alguien tendrá la milagrosa paciencia de tragarse cuanto queramos soltarle sobre Henrique el Navegante, imagínate qué locura, mi último libro sobre él tiene cerca de quinientas páginas, una descortesía, un abuso. ¿Lo has leído ya, por cierto?'

'Todavía no, Peter, le ruego que me disculpe, lo siento en el alma. Me cuesta mucho concentrarme en la lectura últimamente', le contesté, y no le mentía. 'Pero cuando me ponga, descuide, me lo leeré de la cruz a la fecha, conteniendo todo el rato el aliento y sin apenas pausa, estoy seguro de ello', añadí sonriéndole y en tono de leve y afectuosa chanza, y él sonrió un poco también con la mirada rápida, sus ojos eran más jóvenes que su figura en conjunto. Y a continuación le pregunté: '¿Cuál fue esa tentación? La que la campaña contra la careless talktrajo consigo. Me hablaba de eso, ¿no?, o iba a hacerlo'.

'Ah sí. Así me gusta, que sigas mis instrucciones y me ates corto.' Y esa respuesta suya encerraba también algo de guasa. 'Nadie se dio cuenta al principio, pero la tentación era muy simple, y nada sorprendente en el fondo: verás, a esa población que no tiene mucho imprescindible ni codiciable que contar normalmente, se le comunicó de pronto que su lengua, sus charlas y su natural verborrea podían constituir un peligro, y se la instó a llevar cuidado con lo que hablara y a mirar dónde, cuándo y ante quiénes lo hacía; se la advirtió de que casi cualquiera podía ser un espía nazi o un sobornado al acecho de sus palabras, como se ilustra en la viñeta de las dos amas de casa que viajan en metro o en la de los jugadores de dardos. Y esto vino a ser, date cuenta, como si a los ciudadanos se les dijera: "En la mayoría de los casos ustedes no saben cuáles, pero de sus labios pueden salir cosas importantes, cruciales, que por consiguiente mejor sería que no fueran proferidas nunca, en ninguna circunstancia. Ustedes ignoran qué, pero entre la mucha morralla que sueltan sus bocas a diario, algo puede haber de valor, y de valor inmenso para el enemigo. En contra de lo habitual, esto es, del general desinterés de los más por lo que ustedes insisten en contar y explicarles, es probable que ahora haya entre nosotros oídos interesadísimos en prestarles toda la atención del mundo, y aun en sonsacarlos. Mejor dicho, los hay seguro: son muchos los paracaidistas alemanes que han ido cayendo sobre suelo británico en estos últimos tiempos, y están todos bien preparados, entrenados especialmente para engañarnos, saben nuestra lengua como si fueran nativos de Manchester, de Cardiff o de Edimburgo, y conocen nuestras costumbres porque no pocos vivieron ya aquí en el pasado o son medio ingleses, por parte de padre o madre, aunque hoy hayan optado por la peor de sus dos sangres. Aterrizan o desembarcan faltos de escrúpulos y provistos de armas, y de documentos falsos de imitación perfecta, y si no se los procuran rápido sus cómplices aquí en las Islas, muchos de ellos compatriotas cabales nuestros, tan británicos como nuestros abuelos, y también estos traidores están pendientes de sus palabras, a ver qué pescan y transmiten a sus jefes de carnicería, a ver si algo se nos escapa. Así que ándense todos con ojo: de su cháchara irresponsable o de su leal silencio pueden depender los destinos de nuestra aviación, nuestra flota, nuestras tropas de tierra, nuestros prisioneros y nuestros espías. Tal vez no en su mano, pero sí en su lengua, esté la suerte de esta guerra que ya nos ha costado tanta sangre, denuedo, lágrimas y sudores".' (Wheeler citó en el debido orden, sin olvidar el 'toil'que se omite siempre.) '"Y sería imperdonable que acabáramos perdiéndola por un desliz suyo, por una evitable imprudencia, porque uno cualquiera de nosotros fuera incapaz de morderse y sujetar su lengua". Así se veían las cosas, el país plagado de agentes nazis con el oído aguzado, dedicados a la escucha furtiva' (y aquí Wheeler empleó un verbo inglés difícilmente traducible, 'to eavesdrop'), 'no sólo en Londres y en las ciudades grandes sino en las pequeñas y en las aldeas y desde luego en las costas y hasta en los campos. Los pocos alemanes y austriacos antinazis que se habían exiliado aquí ya años antes, tras la subida al poder de Hitler, no lo pasaron muy bien, supe de Wittgenstein, por ejemplo, que llevaba en Cambridge media vida, o conocí al gran actor Anton Walbrook y al escritor Pressburger y a aquellos magníficos eruditos del Arte del Instituto Warburg, a Wind, a Wittkower, a Gombrich, a Saxl, y también a Pevsner, y algunos de sus vecinos de siempre comenzaron de pronto a recelar de ellos, los pobres, eran ciudadanos británicos y los más interesados de todos, probablemente, en la derrota del nazismo. Fue en esa época cuando se instauró aquí por primera vez un documento oficial de identidad, en contra de nuestra tradición y nuestra preferencia, para dificultarles las cosas un poco más a los alemanes que se nos infiltraban. Pero la gente lo perdía, desacostumbrada a llevarlo, y tanta aversión se le tuvo que el carnet en cuestión se suprimió más tarde, hacia 1951 o 52, para aplacar el descontento que su obligatoriedad provocaba. Me ha dicho Tupra que se habla ahora, en las alturas, de implantar algo parecido de nuevo junto con sus demás medidas inquisitoriales, esos mediocres que nos gobiernan con espíritu tan totalitario y a los que la matanza de las Torres Gemelas está dando poco menos que carta blanca. Espero que no se salgan con la suya. Por mucho que se empeñen, tampoco ahora estamos en verdadera guerra, no en una de incertidumbre y dolor constantes. Y aunque no seamos ya muchos los vivos que participamos activamente en la Segunda Mundial, para nosotros es una ofensa y una burla grave lo que en nombre de la seguridad, oh prehistórico pretexto, se proponen hacer e imponer estos tontos a la vez pusilánimes y autoritarios. No luchamos contra quienes querían controlar todos y cada uno de los aspectos de la vida de los individuos para que ahora vengan nuestros nietos a dar taimado pero cabal cumplimiento a las fantasías chifladas de los enemigos que ya vencimos. No sé, en fin, sea como sea yo no lo veré mucho tiempo, de todas formas, por suerte.' Y Wheeler volvió a mirar hacia la hierba mientras murmuraba estas expresiones superfluas, o quizá fue hacia las varias colillas que yo había ido arrojando al suelo y aplastando con mi zapato. Esta vez recuperó el trazo solo, en seguida: '¿Cuál fue el resultado de decirles todo aquello a los ciudadanos de entonces? Se encontraron en una situación extraña, tal vez hasta paradójica: podían poseer información valiosa, pero la mayoría ignoraba si así era en efecto y también cuál diablos era, en caso afirmativo; asimismo ignoraban para quién de su entorno podía serlo, para qué allegados o conocidos o si para alguno, lo cual traía como consecuencia que nunca pudieran descartar a nadie como potencial peligro; sabían, por último, que si se daban esos dos factores o elementos, por lo demás incomprobables siempre —esto es, su inconsciente posesión de una información valiosa y la vecindad de un enemigo encubierto que se la arrancase o por casualidad se la oyese—' (y aquí apareció otro verbo de la misma gama sin exacto equivalente en mi lengua, 'to overhear'), 'la conjunción podía tener una trascendencia enorme y ser causa de calamidades. La idea de que lo que uno diga, hable, comente, mencione o cuente pueda tener importancia y hacer daño y ser codiciado por otros, aunque sea por el Demonio con sus innumerables huestes, resulta irresistible para la mayoría; y así se juntaron y convivieron en la mayoría las dos tendencias enfrentadas, contradictorias, adversas: una, a callarlo todo siempre, hasta lo más anodino e inocuo, para ahuyentar cualquier amenaza y también toda sensación de culpa, o de haber podido incurrir en alguna espeluznante falta; otra, a contarlo y hablarlo todo ante todos y en todas partes (cuanto cada uno supiera o hubiera oído, las más de las veces bisutería, insignificancias, nada), para así probar la aventura o su espectro y experimentar el riesgo, y también el escalofrío desconocido y nuevo de la importancia propia. De qué sirve tener algo valioso si no se pasea y se exhibe y aun se restriega a los otros, de qué algo codiciable si no se palpa la codicia ajena o se siente su posibilidad al menos y el peligro de que se lo arrebaten, de qué un secreto si alguna vez no se cuenta y se lo traiciona. Sólo así puede calibrarse la verdadera medida de su horribilidad y su prestigio. Antes o después uno se cansa de pensar siempre a solas: "Ay si ellos supieran, ah si él se enterara, oh si ella tuviera conocimiento de lo que yo me guardo". Y antes o después llega el momento de sacarlo fuera, de desprenderse, entregarlo, aunque sea una sola vez y a una sola persona, antes o después nos pasa a todos. Pero como los ciudadanos no sabían diferenciar (con excepciones) qué era oro y qué baratijas, muchos lo ponían todo sobre el mostrador o la mesa con un placentero estremecimiento, ilusionados, atraídos por la perspectiva de que delante hubiera algún espía maligno, y cruzando a la vez los dedos y rogando al cielo por qué no lo hubiera, ni tampoco nadie que se lo transmitiera, quiero decir su atolondrado o confuso cuento. Y nada tan emocionante como que algún compatriota más responsable y entero les chistara entonces y les reprochara su ligereza, porque eso era señal casi inequívoca, para el hablador, de que se había adentrado en el territorio prohibido de lo grave y con significación y peso, que nunca antes habría hollado. Esa excitación temerosa, la de aventurarse a un perjuicio exponiendo a él de paso a la nación entera, la ilustra la viñeta del señor que telefonea desde una cabina asediada por pequeños Führers, y también el tercer recuadro, más que el segundo, de la que se inicia con el marinero y su novia, ahí las tienes. En su mayoría las personas, inteligentes o bobas, respetuosas o desconsideradas, vitriólicas o bondadosas, se parecen mucho, bastante o algo a esa joven del pelo castaño recogido en alto: por lo general escuchan con asombro y con gozo, aunque sea terrible lo que se les comunica, porque sobre ello se impone (y es por eso por lo que se dignan prestar atención, breve y ocasionalmente, porque se imaginan ya contándolo) el anticipado placer de dar ellas a su vez la noticia, así sea repugnante, espantosa, o suponga un disgusto enorme, y de suscitar en otros la misma reacción que se provoca ahora en ellas. En el fondo sólo nos interesa e importa lo que compartimos, lo que traspasamos y transmitimos. Queremos sentirnos parte de una cadena siempre, cómo decir, víctimas y agentes de un inagotable contagio. Y es ese el mayor contagio y el que está al alcance de todo el mundo, el que nos traen las palabras, el de esta plaga del hablar que también a mí me aqueja, ya ves lo que me sucede, cómo me embalo en cuanto me soltáis el cable. Por eso cuánto más mérito tienen los que alguna vez se negaron a seguir esa predominante inclinación nuestra. Y aún cuánto más mérito aquellos a los que se interrogó brutalmente y sin embargo nada dijeron, no soltaron prenda. Aunque la vida lesfuera en ello, y la perdieran.'


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