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Fiebre Y Lanza
  • Текст добавлен: 17 сентября 2016, 19:10

Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



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Wheeler escudriñó la brasa de su cigarro acercándosela mucho al ojo, más brillaba su metal que la brasa; la espabiló soplándola, poco le tiraba ya el puro o así lo fingía; y, sin mirarme de frente, aparentando una indiferencia que sin duda no sentía, me instó a seguir. Pero aunque me guardase los ojos yo vi sus cejas muy blancas y lisas fruncirse de complacencia, y en la voz le noté una excitación contenida y zozobra, las del que pone a otro a prueba y va previendo durante el transcurso que éste puede salir airoso (pero todavía aguarda con los dedos cruzados, sin atreverse a cantar victoria).

–De veras —dijo, sin llegar a ser interrogativo—. Como viejas llamas, ¿eh? Y ella vino hasta aquí velis nolis, tú crees. —Le gustaban de veras los latinajos—. Anda, sigue contándome qué más has visto.

–No sé decirle mucho más, Peter, no he hablado gran cosa con ninguno de los dos, y ha sido por separado con cada uno, con ella tres palabras de trámite y con él unos minutos, no los he visto juntos. ¿Por qué me pregunta tanto? Yo tengo algunas preguntas a mi vez que hacerle sobre ese individuo, todavía no me ha explicado por qué me habló de él tanto rato el otro día al teléfono. ¿Sabe que me ha ofrecido trabajo si me canso de la BBC? Ni siquiera sé a qué se dedica. Me ha sugerido que lo hablara con usted, no es por nada. Que se lo consultara. Usted sabrá. Usted dirá cuando le parezca, Peter. Es un hombre simpático, a primera vista. Y con capacidad de —dudé: no era seducción, no era intimidación, no era proselitismo, aunque también pudiera ponerlas todas en funcionamiento– dominio, ¿no? ¿Qué es lo suyo, cuál es su campo?

–De Tupra hablaremos mañana en el desayuno. Y posiblemente de lo del trabajo. —Wheeler no llegó a ser autoritario, pero aquel era un tono que mal admitía objeción o protesta—. Cuéntame más de Beryl ahora, de ella con Tupra. Adelante, vamos. —E insistió en la idea en que debía centrarme—: Viejas llamas, vaya... – 'Old flames, well well...'Seguíamos en el inglés y me apuntaba la senda, como si me estuviera alentando ('caliente caliente') en medio de una adivinanza—. Representantes de sus tiempos pasados, dices. De sus respectivos tiempos.

Ahora estaba completamente seguro de que Wheeler me estaba sometiendo a una prueba, pero no tenía idea del porqué ni de en qué consistía, tampoco de si querría yo superarla, fuera cual fuese. Ante esa sensación de examen uno desea instintivamente aprobarlo, por el desafío, y más aún si el que nos sondea y juzga es alguien a quien admiramos. Pero me provocaba recelo estar a ciegas. Aquello tenía que ver con Tupra, y con Beryl, era evidente, y probablemente con el ofrecimiento informal o hipotético de trabajo que aquél me había hecho al despedirse, lo había tomado por amabilidad más que nada, o por ganas postreras de darse importancia, aunque no le cuadraban a Tupra esas vanaglorias, no parecía necesitarlas, más propias de un De la Garza. En boca del agregado Rafita habrían sido sin duda palabras vacuas, qué gran melón, un fantasmón, un vaina. Y no me explicaba mucho los entresijos y meandros de Wheeler, salvo si eran para su divertimiento y mi intriga, a mí podía hablarme con confianza. Entendí que iba a hacerlo a la mañana siguiente durante el desayuno, cada cosa a su elegido o adjudicado tiempo, él decidía sobre el tiempo de su vejez, desmenuzado y menguante, aunque cuál no lo es, esto último. De modo que lo complací, me dejé arrastrar, pese a que en verdad no podía añadir mucho más: inventé un poco, elaboré y adorné lo expuesto, me espacié, acaso inventé demasiado. Advertí que los calcetines o medias de sport de Wheeler (inicialmente le habrían llegado hasta debajo de la rodilla, como los que yo uso) se le habían escurrido algo más, desde mi posición ya veía asomarle una estrecha franja de piel tostada, su color y su tez tenían más de australes que de ingleses, ahora que lo pensaba. Había agarrado su bastón con los dos puños por encima, como si fuera definitivamente una lanza, había apoyado en el cenicero el puro poco humeante, de no haber sido por su expresión de agrado habría dicho que estaba en ascuas, ascuas de categoría menor, eso es cierto, que nunca lo habrían abrasado mucho.

–Sí, bueno, no sé, me ha parecido que andaba cada uno demasiado a su aire, para haberse estrenado recientemente. No me habría llamado la atención si hubieran sido un matrimonio fogueado, de esos con la emoción tan raída que en el fondo ya están caducados, excepto cuando los cónyuges se quedan a solas sin nada con que entretenerse, y aun así. Bien, a usted no le dio tiempo a vivir nada parecido, con su matrimonio tan breve y lejano, pero lo habrá observado: hay un momento lamentable o de duelo tácito en casi todos ellos, en que basta con que haya una tercera persona presente, sea quien sea y aunque sea un taxista con la espalda vuelta, para que a la mujer o al marido no le haga ya el otro el menor caso. La fiesta ya no está nunca en ellos, la de él en ella o la de ella en él o la de ninguno en ninguno, depende de quién se desinterese antes o de que sea simultáneo el hartazgo, casi siempre acaba por envolver y afectar a ambos si es que siguen juntos, y entonces no padece demasiado ninguno o sólo por efecto de su decepción y su desistimiento, pero durante los periodos descompensados eso entristece al uno e irrita al otro indeciblemente. El entristecido no sabe qué hacer ni cómo comportarse, prueba lo uno y lo otro y sus respectivos contrarios, se devana los sesos para interesar de nuevo o hacerse perdonar aunque ignore cuál es su falta, y nada sirve porque ya está condenado, no sirve ser encantador ni antipático, suave ni arisco, complaciente ni crítico, amoroso ni beligerante, atento ni romo, adulador ni intimidatorio, comprensivo ni impermeable, todo es perplejidad y tiempo perdido. Y el irritado se da cuenta a veces de su parcialidad e injusticia, pero no puede evitarlas, se siente irascible y todo lo del otro lo saca de quicio, y es la prueba máxima, en la vida personal y diaria, de que nada es nunca objetivo y todo puede ser tergiversado y distorsionado, de que ningún mérito ni valor lo son en sí mismos sin un reconocimiento ajeno que las más de las veces es puramente arbitrario, de que los hechos y las actitudes dependen siempre de la intención que se les atribuya y la interpretación que quiera dárseles, y sin esa interpretación no son nada, no existen, son neutros o pueden sin más ser negados. Las mayores evidencias son negadas, lo que acaba de ocurrir y dos han visto puede ser negado al instante por uno de ellos, se niega lo que uno ha dicho u oído ahora mismo, no ayer ni hace tiempo, tan sólo un minuto antes. Es como si nada contara, nada se acumulara ni tuviera peso y a la vez fuera hundiendo, todo indiferente, sin cómputo, sin memoria, aire, pero aire sucio, y para ambos resulta desesperante, de manera distinta para cada uno y con más intensidad para el entristecido. Hasta que todo se rompe. O bien no, y entonces se estira, y se asimila interiormente, y en lo exterior se calma y languidece, o se guarda también y se pudre sin hacer ruido y oculto, como lo que se entierra. Y aunque todo esté caduco, los dos permanecen juntos, como me ha parecido que seguían juntos Tupra y Beryl, más o menos.

Desde luego Wheeler no quería perderlos de vista, y yo había regresado por fin a ellos tras mi digresión tan larga, que aún pensaba continuar sin embargo. Pero en vez de aprovechar mi retorno pareció olvidarse momentáneamente de la pareja e interesarse por mi perorata, pese a que corría así el riesgo de que yo me apartara del objetivo de nuevo. Fue la curiosidad, seguramente, porque no pudo evitar preguntarme:

–¿Fue eso lo que te pasó con Luisa? ¿Sólo que vosotros no estirasteis, ni seguisteis juntos? —Me miró un segundo con aquella compasión suya que corregía o rebajaba pronto. No es que la perdiera ni la desestimara ni la retirara, en modo alguno, tan sólo la matizaba tras el brote primero, que era muy sincero y espontáneo. Pero nunca podía durarle en ese estadio de inocencia, o de elementalidad, habría sido tal vez su palabra, de haber sido él quien se describiera.

–No, no dejé, o no dejamos que eso llegara. Fue otra cosa, quizá más simple, sin duda más rápida. Menos pegajosa. Quizá más limpia.

–Algún día tienes que hablarme un poco más de eso. Si tú quieres, claro, y si sabes hacerlo, a veces resulta imposible explicar lo más decisivo, lo que más nos ha afectado, y guardar silencio es lo único que nos salva en lo malo, porque las explicaciones suenan casi siempre algo tontas respecto al daño que uno hace o le han hecho. No suelen estar a la altura del mal padecido o causado, y no se aguantan, ¿verdad? Yo no lo entiendo, lo vuestro, aunque entiendo que yo no entienda. Los dos me gustabais mucho. Bueno, es absurdo que lo diga en pasado: los dos me gustáis mucho. Supongo que es debido a que como matrimonio parecéis ser pasado, por el momento. Porque nunca se sabe, ¿no?, con los vínculos, da lo mismo de qué clase. Vínculos. —Se paró un instante, como sopesando esa palabra, o rememorando alguno concreto suyo—. Lo que he querido decir es que me gustabais juntos, y a uno suelen parecerle mejor las personas por separado, cada una por su cuenta, sin adherencias conyugales ni familiares. Aunque ahora que lo pienso, no sé si a Luisa la he visto sin ti, si la he visto nunca sola, ¿tú te acuerdas? Tengo idea de que sí, pero no acabo de estar seguro.

–Creo que no, Peter, creo que no la ha visto sin mi compañía. Sí han hablado por teléfono, desde luego. —Debí de sonar reacio a esta derivación última y para mí inesperada. Pero no se me escapó que si Wheeler y Luisa no se habían visto sin mí (tampoco tenía la certeza absoluta, me rondaba algún recuerdo inasible y vago), lo que él había venido a afirmar era que me prefería con ella que solo, como me había conocido. La inferencia no me ofendió: no me cabía duda de que ella me mejoraba, me hacía más alegre y ligero, no tan cavilador, mucho menos peligroso, mucho menos enturbiado. 'My dear, my dear', pensé, y lo pensé en inglés porque era la lengua que estaba hablando y además hay cosas que avergüenzan menos en una que no es la propia, incluso si sólo son para el pensamiento. 'Si se me diera el olvido', pensé ahora ya en español. 'Si me lo dieras tú, tu olvido.'

Pero antes de volver a los Tupra —o a Tupra y Beryl, mejor dicho—, Peter añadió todavía algo de su cosecha al rodeo, él lo habría llamado sin duda excursus:

–No sé si te das cuenta —dijo mientras reavivaba la brasa de su cigarro con una nueva cerilla, luego lo dijo envuelto en una humareda ferroviaria– de que todo eso que has descrito en lo conyugal, en lo privado, se da también en casi cualquier otro ámbito, en lo laboral, en lo público, en lo político. La negación de todo, de quién eres y de quién has sido, de lo que haces y lo que has hecho, de lo que pretendes y pretendiste, de tus motivos y tus intenciones, de tus profesiones de fe, tus ideas, tus mayores lealtades, tus causas... Todo puede ser deformado, torcido, anulado, borrado, si uno ha sido ya sentenciado sabiéndolo o sin saberlo, y si uno ni siquiera lo sabe entonces está inerme, perdido. Es lo que sucede en las persecuciones, en las purgas, en las peores intrigas, en las conspiraciones, tú no sabes lo espantoso que es eso cuando quien decide negarte tiene poder e influjo, o cuando son muchos puestos de acuerdo, o puede no hacer falta siquiera el acuerdo, basta con una insidia que prenda y contagie, es como un incendio, y convenza a otros, es una epidemia. Tú no sabes lo peligrosa que es la gente persuasiva, nunca te enfrentes a quienes lo sean a menos que estés dispuesto a volverte más ruin que ellos y creas que tu imaginación, no, tu capacidad de fabulación es superior a la suya, y que tu brote de cólera se esparcirá más rápido y en la dirección correcta. Has de tener presente que la mayoría de la gente es tonta. Tonta y frívola y crédula, no sabes hasta qué punto, una permanente hoja en blanco sin la menor huella ni resistencia, por mucho que te parezca saberlo no puedes saberlo bien, hasta qué punto, tú no has vivido guerras, espero que no te toquen. El persuasor cuenta con ello, cuenta incluso más de la cuenta y sin embargo no se equivoca nunca, cuenta hasta la exageración y hasta el último extremo y eso le confiere una audacia casi sin límites. Pero si es bueno, nunca yerra. —Se calló un momento, dejó que se aplacara el humo que parecía salirle ahora de su pelo pastelero blanco, entonces me miró muy fijo, con una mezcla de curiosidad y confirmación, cómo si me viera por primera vez y al mismo tiempo me reconociera (quizá como sujeto de la última frase que había dicho), o me comparara con alguien o consigo mismo, o me bendijera acaso—. Pero tú también tienes eso, tú eres persuasivo. Es mejor no enfrentarse contigo. —Volvía a tirar bien el puro, observó con satisfacción su enrojecida brasa y aún la sopló por gusto, por verla más ruborizarse—. Hoy no se emplea mucho, ¿verdad?, la expresión 'caer en desgracia'. Caer en desgracia. Es interesante, es extraño que esté un poco en desuso, cuando lo que designa, y mejor que ninguna otra, sucede sin tregua, incesantemente y en todas partes y quizá más que nunca, aunque con mayor disimulo o con menos ruido que en el pasado, y a menudo supone la destrucción del que cae, que es ya literalmente un caído, cómo decir, es ya una baja, una no-persona, un árbol talado. Yo lo he visto mucho, es más, he participado en ello unas cuantas veces, quiero decir que he contribuido a que más de uno cayera en desgracia, y aun en odiosa desgracia de la que jamás se sale. Y hasta lo he propiciado yo, eso. Y determinado. O bien he ayudado a que se cumpliera la desgracia que otros dictaron. A que se llevara a cabo.

–¿Aquí, en la Universidad?

–No. Bueno, sí, pero no sólo. También en frentes en los que esa caída era más grave, y traía más consecuencias que no ser invitado a cenas —dijo 'high tables', las 'cenas alzadas' o de gala en los colleges, había yo sufrido en su día bastantes– o convertirse en objeto de murmuraciones y críticas o padecer un vacío social o académico o verse desprestigiado profesionalmente. Pero de esto hablaremos asimismo mañana, tal vez, un poco, lo justo. O tal vez no, no lo hablemos, no sé, se verá. Se verá mañana.

No sé cómo lo miré, sé que no le gustó mi mirada. Pero no tanto por lo que expresara —quizá sorpresa, curiosidad, leve incredulidad, leve recelo, no creo que en ningún caso reprobación o censura, hacia él me era imposible tener esos sentimientos intuitivamente– cuanto por el mero hecho de que la hubiera. Era como si le hiciera dudar de su anterior confirmación o comparación o reconocimiento, cuando ya era tarde o no tocaba.

–¿Usted ha esparcido brotes de cojera? —Esa fue la pregunta que acompañó a mi mirada.

Apoyó la punta del bastón en el suelo, se agarró a la barandilla, el puro y el mango en la misma mano, iba a levantarse pero no lo hizo. Se quedó así, con los dos brazos en alto, como si estuviera colgado de ambos apoyos o en un gesto reminiscente del que sirve para proclamar la inocencia o anunciar que se va desarmado: 'A mí que me registren'. O 'Yo no he sido'.

–Eres demasiado listo, Jacobo, para que ni por asomo piense que has podido entender esa expresión en otro sentido que en el debidamente metafórico. Claro que los he esparcido. —Y tras la enrevesada pulla jamesiana y la subsiguiente afirmación desafiante vino rápido el rebajamiento de ésta, o su merma, o un amago de explicación nebulosa y parcial, como si Wheeler tampoco quisiera que mi visión de él se enturbiara o se estropeara por un malentendido o por una metáfora antipática. No sé cómo pudo ocurrírsele que fuera a tomarlo por un desalmado—. De eso hace mucho tiempo —dijo—. Nunca te olvides de que yo nací en 1913. Antes, figúrate, de que empezara la Gran Guerra. No parece posible, ¿verdad?, que siga todavía vivo. A mí mismo no me lo parece, algunas tardes. En una vida como la mía da tiempo a demasiadas cosas. Bueno, no da tiempo a nada y a la vez sí da: a demasiadas cosas. Mi memoria está tan llena que a veces no lo soporto. Quisiera perderla más, quisiera vaciarla un poco. O no, eso no es cierto, prefiero que aún no me falle. Lo que quisiera es que no se me hubiera llenado tanto. De joven, ya sabes, uno tiene prisa y teme no vivir lo suficiente, no, disfrutar de experiencias lo bastante variadas y ricas, uno se impacienta y acelera los acontecimientos, si puede, y se carga de ellos, hace acopio, la urgencia del joven por sumar cicatrices y forjarse un pasado, esa urgencia es bien extraña. Nadie debería tener ese miedo, los viejos deberíamos enseñárselo a la gente, aunque no sé cómo, hoy no los escucha nadie. Porque al final de cualquier vida más o menos larga, por monótona que haya sido, y anodina, y gris, y sin vuelcos, habrá siempre demasiados recuerdos y demasiadas contradicciones, demasiadas renuncias y omisiones y cambios, mucha marcha atrás, mucho arriar banderas, y también demasiadas deslealtades, eso es seguro. Y no es fácil ordenar todo eso, ni siquiera para contárselo a uno mismo. Demasiada acumulación. Demasiado material brumoso y amontonado y a la vez muy disperso, demasiado para un relato, aun para uno solamente pensado. Y no hablemos de las infinitas cosas que caen bajo el punto ciego del ojo, cada vida está llena de episodios literalmente invisibles, uno ignora lo que pasó porque simplemente no lo vio, no hubo posibilidad de verlo, buena parte de lo que nos afecta y nos determina está tapado, cómo decir, no se ofreció a la visión, se sustrajo, no hubo ángulo. La vida no es contable, y resulta extraordinario que los hombres lleven todos los siglos de que tenemos conocimiento dedicados a ello, empeñados en contar lo que no se puede, sea en forma de mito, de poema épico, de crónica, anales, actas, leyenda o cantar de gesta, romances de ciego o corridos, de evangelio, santoral, historia, biografía, novela o elogio fúnebre, de película, de confesiones, memorias, de reportaje, da lo mismo. Es una empresa condenada, fallida, y que quizá nos haga menos favor que daño. A veces pienso que más valdría abandonar la costumbre y dejar que las cosas sólo pasen. Y luego ya se estén quietas. —Se detuvo, como si se diera cuenta de que se alejaba ya mucho de su conversación proyectada. Pero no habría perdido de vista a Tupra y a Beryl, eso sin duda, él podía permitirse excursos de excursos de excursos y regresar al cabo donde quería. Volvió a ser desafiante y a amortiguar el desafío en seguida—: Claro que los he esparcido, brotes de cólera, y de malaria, y peste. Te recuerdo que aquí tuvimos una guerra larga contra Alemania hace muchos menos años de los que yo he cumplido, ya era un adulto entonces. Y que antes también pasé por la vuestra. También era un adulto entonces, echa cuentas.

Las eché mentalmente en un instante. "Wheeler celebraba su cumpleaños el 24 de octubre, y así aún no había alcanzado los veintitrés de edad en julio del 36, al estallar la Guerra, y en abril del 39, a su término, tenía veinticinco años. También esto era una revelación, jamás me había contado nada. 'Antes también pasé por la vuestra', había dicho, luego había tomado parte, había combatido o tal vez espiado o hecho propaganda tan sólo, o quizá había sido corresponsal, o enfermero de la Cruz Roja, había conducido ambulancias. No podía dar crédito. No al hecho, sino a no haberlo sabido hasta aquella noche, tras muchos años de conocernos.

–Nunca me había dicho que estuviera en la Guerra de España, Peter, cómo es posible. – 'The Spanish War', dije, obedeciendo en exceso a la lengua en que hablaba, pues así se la llama coloquialmente en inglés casi siempre—. Nunca me lo había mencionado. —En verdad no daba crédito—. Cómo se explica. Ni me lo había dado a entender siquiera.

–No. Creo que no lo he hecho —me confirmó Wheeler con seriedad, como si tampoco ahora tuviera la menor intención de añadir nada más. Y a continuación resplandeció su rostro con una sonrisa de indisimulado deleite que lo hizo aparecer más juvenil todavía, le encantaba intrigarme para dejarme luego ignorante, supongo que lo hacía con todo el mundo si la ocasión se le presentaba, en eso era también como Toby Rylands, quien a menudo sugería hechos deplorables de su pasado, actividades semiclandestinas remotas, frecuentaciones inesperadas o en principio impropias de un catedrático, sin abordar del todo ningún relato. Insinuaba y callaba, encendía la imaginación pero no la atizaba ni alimentaba, y si empezaba con alguna historia parecía que fuera su memoria tan sólo, y no su voluntad —su memoria en voz alta, articulada—, la que lo llevara a ello, y entonces reaccionaba y se frenaba en seguida, y así no llegaba nunca a contar nada completo de sus posibles días inclementes o aventureros, sólo permitía vislumbres. Pertenecían a la misma escuela y a la misma época ya pretérita, él y Wheeler, no era de extrañar su amistad tan larga, cuánto debía de echarlo de menos, el vivo al muerto, inmensamente—. Pero tampoco te lo he ocultado —añadió Wheeler con su gran sonrisa, al tiempo que espachurraba por fin el puro verticalmente contra el cenicero, con fuerza y de un solo golpe, como si fuera un bicho indeseable. Había acabado por fumárselo íntegramente—. Si alguna vez me hubieras preguntado al respecto... —Y, aún más divertido, se hizo a sí mismo el regalo de dedicarme un reproche—: Nunca has mostrado el menor interés por saberlo. Ninguna curiosidad has tenido, por mis andanzas peninsulares.

Cuando lo veía jugar solía seguirle el juego, del mismo modo que procuraba prolongarle la complacencia si lo veía complacido. Así que le dije lo que él quería que le dijera, pese a saber ya su respuesta o precisamente para que pudiera dármela:

–Pues le pregunto ahora, Peter, y con vehemencia. Le aseguro que nada en el mundo podrá jamás interesarme tanto. Venga, cuénteme sin demora esas desconocidas andanzas suyas de la Guerra Peninsular Segunda.

–No exageres, por desgracia no tuvimos tanta participación como en la Primera. —No hace falta decir que había captado la broma, así conocen en Inglaterra lo que para nosotros es la Guerra de la Independencia, contra la ocupación napoleónica: The Peninsular War, ellos han escrito un montón de libros sobre esa campaña, a diferencia de nosotros, la consideran suya. Es significativo cómo varían los nombres según el punto de vista, empezando por el de las contiendas. La que se conoce en todas partes como Primera Guerra Mundial o Guerra del 14 o incluso Gran Guerra, es oficialmente para los italianos La Guerra del Quindici-Diciotto, porque no fue hasta 1915 cuando ellos entraron en liza—. Ahora es demasiado tarde —Wheeler no se apartó de su chinchosidad prevista—, y mañana no nos dará tiempo, tenemos asuntos que despachar, varias causas. Deberías haber aprovechado otras ocasiones pasadas, ¿ves? Las cosas hay que pensarlas a tiempo, o anticiparlas. —Seguía sonriendo. Tomó impulso y se levantó, apoyándose a la vez en el bastón y en el pasamano. En verdad estaba fuerte para su edad, se alzó sin casi trabajo ni pena, y al hacerlo así, con celeridad, los calcetines o medias de sport le sucumbieron por fin del todo, vi cómo le resbalaban ambos sincrónicamente hasta los tobillos. Ya los dos de pie (también yo me levanté de mi escalera de mano, no iba a permanecer sentado, una educación ya pretérita también, la mía), se reclinó sobre la barandilla y blandió el bastón con la mano izquierda, la punta hacia arriba, como si fuera un látigo más que una lanza, me recordó a un domador de pronto—. Pero antes de despedirnos —añadió—, una cosa respecto a Tupra y Beryl: entiendo por tus comentarios, deduzco —cada palabra la pronunciaba ahora lentamente, tal vez las estaba eligiendo con gran cuidado, o más probablemente las disfrutaba, todas y cada una, con burlón cinismo—, que por lo visto no llegué a decirte que Tupra no venía finalmente con su nueva novia como me anunció en principio, sino con su ex-mujer, Beryl. Beryl es su ex-mujer más reciente, no lo sabías, ¿verdad? No llegué a comunicarte el cambio, ¿verdad? Bueno, es obvio.

Ahora sonreí yo también o incluso reí seguramente, encendí otro cigarrillo, más humo, acompaña y acoge el humo, debo reconocer que la desfachatez en alto grado me hace a veces bastante gracia. Claro que depende de en quién la vea, en las cosas menores hay que saber ser injusto.

–Vamos, Peter, sabe perfectamente que no me lo dijo, y a santo de qué iba a comunicarme semejante cambio, que en modo alguno era de mi incumbencia, ahora empiezo a pensar que sí lo era, por algún motivo que conocerá usted pero yo ignoro. Usted mencionó por teléfono a su nueva novia, de manera muy casual eso fue todo. Dígame qué se trae entre manos, me parece que aquí hay poco casual, ¿no es cierto? ¿Algún juego, alguna prueba, un acertijo, una apuesta? —Y entonces caí en la cuenta de un detalle mínimo: por eso Wheeler, siempre tan formal en las presentaciones, se había permitido omitir el apellido de Beryl al hacer las nuestras. No resultaba del todo impropio si era el mismo que el de su, acompañante y así podía sobreentenderse. 'Mr. Tupra, cuya amistad se remonta en el tiempo aún más lejos. Ella es Beryl', había dicho, y era posible entender 'Beryl Tupra' si ese era todavía su nombre, si no lo había sustituido al casarse con otro, por ejemplo. De haberse tratado de la nueva novia, Peter se habría encargado de averiguarlo completo para presentarla debidamente. No era nada imitativo de las innovaciones ñoñas, de hecho lo había oído despotricar contra la actual costumbre, propia de adolescentes pero implantada entre muchos adultos bobos, de privar de sus apellidos en sociedad a las personas, en primera instancia, el equivalente del generalizado tuteo en mi lengua.

Pero por supuesto no contestó a mi pregunta. Era ya tarde, él tenía su calendario hecho, o había dispuesto su horario para aquel fin de semana, iba a lo que quería cuando quería.

–Es interesante, es notable que sin saberlo hayas detectado la índole de la relación entre ellos, y sin haberlos visto juntos más que a distancia —dijo, y se llevó el bastón al hombro, ahora como el fusil de un soldado en un desfile o de guardia, el mango como culata, fue un gesto meditativo—. Tupra tiene serias dudas en estos momentos, según me ha contado. Se separaron por fin hace un año, tras algún que otro estrépito y largo languidecimiento, luego solicitaron el divorcio de mutuo acuerdo, hará unos seis meses. Ahora están a punto de obtenerlo ya en firme, técnicamente no son todavía ex-cónyuges, me parece. Y como ocurre a menudo ante las inminencias, uno de ellos, Beryl, ha propuesto volver, paralizar todo el proceso e intentarlo de nuevo. Pese a la nueva novia (tampoco será crucial, Tupra les da el relevo demasiado rápido últimamente, a sus novias), a él le han entrado dudas. Va teniendo su edad, se ha casado ya dos veces y Beryl le importó mucho, lo bastante para añorar esa importancia, quiero decir dársela, aun cuando ya no la tenga, creo yo, realmente. Por un lado le tienta el regreso, pero no se fía. Sabe que ella no está rutilante en ningún aspecto, ni sentimental ni económico, pese a que no saldrá malparada de este divorcio, él apenas ha puesto pegas a sus peticiones. Pero Beryl está acostumbrada a mayor holgura, o digamos a los imprevistos, a las gratas sorpresas frecuentes en la profesión de Tupra, a los extras, y en especie. Y desde luego a no estar sola. Él teme, él sospecha que quiera volver más que nada por eso, por aprensión e impaciencia, no por verdadera añoranza, ni por obstinado afecto, ni por haber recapacitado (dejemos al amor tranquilo), sino porque no ha mejorado su situación en este año, probablemente en contra de lo que preveía. Ni siquiera se ha rehecho, como se dice, parece, y tampoco es ya tan muchacha y así ya no sabe esperar, ni confiar, le ha entrado prisa y se le ha olvidado, sabes que las mujeres dejan de ser jóvenes en cuanto creen no serlo, no es tanto la edad cuanto su creencia lo que de veras las envejece al principio, son ellas mismas quienes se dan de baja. Así que Tupra la pone a prueba estos días, le ha entreabierto la puerta, no la rechaza, la trae, la lleva, la mide, vuelven a salir de vez en cuando. Quiere ver. Pero Tupra teme que Beryl esté fingiendo. Ganando tan sólo tiempo y un respaldo pasajero a la espera del sustituto bueno que todavía no ha aparecido: el que se encapriche o la quiera y además a ella le valga.

La profesión de Tupra. No se me escapó, una vez más. Pero lo dejé de lado y no pude evitar ser áspero. Todo aquello no casaba con alguien como el señor Tupra, es decir, con alguien como el individuo que creía haber entrevisto. Todo era posible, no obstante. Es bien sabido que los que más pueden elegir, mal eligen casi siempre.

–Debe de estar muy colado —dije—, debe de estar más que tuerto si tan sólo lo teme. Salta a la vista que ella está más atenta a cualquier otro futuro posible que a ningún presente junto a ese hombre. Claro que no soy quién para asegurar nada, pero no sé, era como si de vez en cuando ella se acordara del papel reconquistador que según usted le ha anunciado al marido, y entonces se esmerara un rato, o más bien se aplicara rutinariamente a agradarle y hasta a halagarlo, supongo. Pero ni siquiera parece capaz de hacer que le dure el recordatorio., o ese impulso, será demasiado artificial, sólo inventado, no debe de existir ni en espectro, y en fin, ya sabe, lo más arduo de las ficciones no es crearlas sino que duren, porque tienden a caerse solas. Un esfuerzo sobrehumano, sostenerlas en el aire. —Me detuve, quizá me había aventurado en exceso, busqué un apoyo sólido, prosaico—. Mire, hasta De la Garza lo notó, que ella no le hacía ni puto caso, así de claro lo vio y lo expresó, no se anduvo con matices. Y no creo que se equivocara, se fijó bien en Beryl porque le pareció pistonuda, eso dijo. Téngalo en cuenta. O quizá fue de la Deana viuda de quien lo dijo, pero da lo mismo: no le quitó apenas ojo, sobre todo de cintura para abajo y muslo adentro.


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