Текст книги "Fiebre Y Lanza"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Otras veces es lo contrario, por suerte: lo que uno ve, o identifica, asocia, es algo tan añorado y querido que al instante se tranquiliza, me cuenta Wheeler. Oye un timbre de voz y una dicción familiares en la mujer con quien habla, acaban de presentársela. Escucha su risa fácil con un agrado nostálgico, o es más, una emoción lejana. Recuerda, escucha, recuérdala: oh sí, cómo no, ya lo creo, conozco esa predisposición a la fiesta, la jovialidad que contagia, la pronta disipación de las nieblas, la llamada a la diversión, el espíritu que se aburre de la tristeza propia y hace cuanto está en su mano por aligerar y abreviar las dosis que la vida le impone como a cualquier otro, a ella también, no es que se libre. Pero tampoco se ofrece ni se doblega inerme, y en cuanto ve que sobrevive a esa carga, se endereza un poco y trata de sacudírsela, lo más lejos posible de su frágil espalda. No para suprimir la pena, como si no la hubiera, no es que se desentienda o se zafe, no es que olvide irresponsablemente; pero sabe que esa tristeza sólo podrá vigilarla si la mantiene en perspectiva, a distancia, y así quizá también entenderla. Y en esa mujer de edad mediana uno percibe la afinidad inconfundible con una joven que lo fue para siempre, con su propia esposa —Valerie, Val, casi no le queda más que el recuerdo del nombre, pero ahora vuelven a aparecérsele vestigios vivos o animados de ella, en otra voz y en otro rostro—, que murió temprano y no pudo ni soñar siquiera en alcanzar esos años, ni desde luego alumbrar a un hijo ni fantasear con él posiblemente, demasiado joven su muerte para imaginarse madre, casi sin tiempo para imaginarse casada con Peter Wheeler, o con Peter Rylands, para imaginarse casada además de estarlo. Tenía la mirada ensoñada y diáfana, y muy alegres los labios, irónicos afectuosamente. Bromeaba mucho, no dejó atrás los usos de sus juveniles años, nunca estuvo en condición de hacerlo. Una vez me dijo por qué me quería, con esos labios: 'Porque me gusta verte leer el periódico mientras desayuno, más que nada por eso. Veo en tu cara cómo ha amanecido el mundo y cómo amaneces tú cada mañana, que eres en mi vida el representante principal del mundo. El más visible con diferencia'. Esas palabras regresan inesperadamente, al oír el timbre y la dicción idénticos, y al ver la sonrisa tan comparable. Y entonces uno sabe en seguida que de esta mujer madura que acaban de presentarle bien puede fiarse, absolutamente. Sabe que no le hará mal, o al menos no sin avisarle.
'Fue muy útil esta capacidad o don durante la Guerra, es algo inapreciable en tiempo de guerra, por eso se organizó y canalizó en la época, y se rastreó a conciencia, pronto se comprobó que había pocos que lo tuvieran, ese don, esa facultad, y aún menos quizá por entonces, la guerra deforma la visión hasta extremos inconcebibles, la mitad de la gente ve fantasmas y brujas por todas partes y en la otra mitad se agudiza la habitual tendencia a no ver nada, y también a procurar no verlo. Pero fue la Guerra la que nos trajo, sólo se nos ocurren las cosa cuando nos son necesarias, hasta las más simples', había murmurado Wheeler en el jardín, mientras paseábamos con lentitud junto al río, a la espera del almuerzo. 'La lástima fue que no surgiera la idea unos pocos meses antes, quién sabe si Val, si mi mujer, si Valerie, no habría muerto en ese caso. Pero por desgracia ya había muerto cuando la idea le vino no sé si a Menzies o a Ve-Ve Vivian, o si a Cowgill o a Hollis o incluso a Philby (a Jack Curry no creo, a él lo descarto), todos querían ser los más inventivos, siempre se ha presumido de eso en el MI5 y en el MI6, se miraban de reojo, acababan espiándose también unos a otros, seguirá sucediendo, eso es seguro. Lo más probable es que se le ocurriera al mismísimo Churchill, era el más listo y el más atrevido, el que menos temía el ridículo. Tanto da. Esas cosas, esas paternidades no hay quien las sepa, y a nadie le importan más que a los candidatos a haber alumbrado el desvío de la muerte polvorienta en ayeres nuestros ya lejanos', varió Wheeler con humor amargo la cita célebre de Shakespeare, 'cada uno cuenta su historia y a ninguno se le da crédito ni se le hace maldito caso. Como quiera que fuese, todo partió de la campaña contra la careless talk, ¿has oído hablar de eso?' Me sonaba la expresión, 'charla despreocupada' literalmente, o 'negligente', o 'descuidada', o 'conversación imprudente', difícil una traducción satisfactoria y exacta, lo relacioné con lo que en español conocemos como 'hablar a la ligera', aunque no sea tampoco eso, ni 'cotilleo' ni 'chismorreo' ni 'habladurías'. Negué con la cabeza: no sabía, en todo caso, de ninguna campaña contra lo así llamado. Por entonces también ignoraba qué nombres eran esos que Wheeler había manejado con tanta soltura, a excepción de Churchill, claro está, y del famoso agente doble Kim Philby (aquel otro inglés forastero o postizo, nacido en la India e hijo de un explorador y orientalista a su vez nativo de Ceilán y convertido al Islam a los cuarenta y tantos años), que además había estado en España durante nuestra Guerra como corresponsal del Timesjunto al bando insurrecto, pero según parece con la encomienda (soviética, no británica) de aprovecharse de su cercanía para asesinar a Franco (la incumplió, desde luego, hasta en el grado de intento: debieron castigarlo por eso). Sólo más adelante supe que todos habían sido funcionarios o espías con responsabilidades muy altas, como también tardé en saber, por ejemplo (no voy a presumir de conocimientos infusos), que aquel primer apellido dicho por Wheeler, Menzies, era ese y que así se escribía, porque él lo pronunció extrañamente como 'Mingiss'. '¿No? Hmm', prosiguió Wheeler a la vez que abría su carpeta y rebuscaba un poco en ella. 'Se llevó a cabo durante la Guerra, se empapeló el país entero con carteles, avisos, ejemplos ilustrativos, anuncios en radio y prensa, con las viñetas de Eric Fraser y de muchos otros, Eric Kennington, Wilkinson, Beggarstaff (aquí tengo algunas, verás), cuando todos nos sugestionamos y nos convencimos de que Inglaterra, y Escocia y Gales, estaban plagadas de espías nazis, muchos de ellos tan británicos como el que más de nacimiento y educación y aficiones, gente comprada o fanática y hechizada, gente traidora, gente enferma e infectada. Se desconfiaba de cualquiera, sobre todo una vez que se inició la campaña, con desiguales resultados prácticos (combatía algo invencible) pero considerable eficacia anímica o psíquica: se recelaba del vecino, del pariente, del profesor, del colega, del tendero, del médico, de la mujer, del marido, muchos aprovecharon las sospechas tan fáciles, tan extendidas, tan comprensibles en aquel clima, para perder de vista al aborrecido cónyuge. Aunque no pudiera demostrarse que uno estaba conviviendo con un agente alemán encubierto o infiltrado, la sola e insuperable duda parecía suficiente obstáculo para hacer imposible la permanencia al lado del supuesto monstruo detectado, o lo que es lo mismo, suficiente motivo para divorciarse. ¿Cómo podía compartirse almohada, noche tras noche, con alguien de quien se desconfiaba tan gravísimamente, con alguien tan temible que no vacilaría en matarnos si se sentía descubierto o amenazado? Ésa era la idea del espía enemigo, fuera joven o viejo, mujer u hombre, británico o extranjero, la de individuos despiadados, sin escrúpulo ni límite algunos, siempre dispuestos a infligir el mayor daño posible indirecto o directo, en la retaguardia o en el frente, en la moral colectiva o en los materiales bélicos, a la población civil o a las tropas, lo mismo daba. No era errónea la idea, por cierto. La gente exageraba sus miedos con vistas a no creérselos en el fondo, a concluir a la postre que nada podía ser tan maligno como se lo imaginaba, es algo que hacemos todos, pensar lo peor a propósito pero sin aparente conciencia, de forma paranoica, descabellada, figurarnos lo más truculento para así acabar descartándolo en nuestro fuero interno: al término del proceso, de ese atroz viaje mental, llamémoslo, nos decimos invariablemente: bah, no será tanto. Lo gracioso o lo tétrico es que la verdad sí suele serlo: será tanto o todavía más. Según mi experiencia, según mis conocimientos, la realidad coincide a menudo con lo mas cruel de lo presentido y aun lo deja corto en ocasiones, es decir, coincide precisamente con lo que fue rechazado en el apogeo o culminación del miedo, con lo que al final fue tomado por pesadillas excesivas, locas, de la aprensión y la fantasía. Claro que los numerosos agentes nazis en suelo británico mataban a quien hiciera falta o les supusiera el más mínimo riesgo, lo mismo que los nuestros en el continente ocupado, los del SOE principalmente, pero no sólo ellos. En tiempo de paz es del todo imposible hacerse a la idea o entender qué es una guerra, de hecho ésta es inconcebible, y ni siquiera son recordables las ya vividas, las que ya se dieron y además aquí mismo, en las que uno incluso tomó o tuvo parte; del mismo modo que en el tiempo de guerra es la paz lo que no resulta recordable, ni concebible. La gente no es consciente de hasta qué punto lo uno niega lo otro, lo suprime, lo repele, lo excluye de nuestra memoria y lo ahuyenta de nuestra imaginación y nuestro pensamiento (como el dolor y el placer cuando no están presentes), o a lo sumo lo convierte en ficticio, uno tiene la sensación de que nunca ha conocido ni experimentado de veras lo que en cada tiempo está ausente; y eso ausente, si lo hubo antes, no funciona igual, no se asemeja al pasado, o al resto de lo que ya es pretérito, sino a las novelas y a las películas. Se nos vuelve irreal, es un invento. Y en lo que respecta a la guerra, nos parece increíble tantísimo desperdicio.' Estuve tentado de preguntarle a Wheeler si él también había matado, en el MI6 (saco de carne, mancha de sangre), quizá en el Caribe, o en el África Occidental, o en el Sudeste Asiático; o en España antes. Pero no dio tiempo a que la tentación cuajara, porque apenas si hizo pausa antes de añadir: 'Nos cuesta indeciblemente darle crédito luego, en cuanto la guerra se acaba; nada más encontrarnos con la derrota o con la victoria, sobre todo con una victoria. Son como compartimentos estancos, el estado de paz, el estado de guerra. Cuánto desperdicio'. Y en seguida regresó a lo previo: 'Mira esto, ¿nunca lo habías visto reproducido?' Wheeler sacó de su carpeta un recorte de periódico amarillento con una viñeta en la que lo primero que saltaba a la vista era una gran cruz gamada en el centro, peluda como una araña, y la tela que ésta había tejido, la cual envolvía o más bien atrapaba unas cuantas escenas. 'Información al enemigo', rezaban las letras grandes, un título presumiblemente, a juzgar por las pequeñas al pie, que más o menos decían: 'Esta obra de G R Rainier, que ilustra cómo las charlas imprudentes' (dejemos 'careless talk'aquí en eso), 'por muy inocentes que puedan parecer en el momento, podrían ver juntadas y encajadas sus piezas por el enemigo y así traicionar secretos vitales, se emitirá de nuevo esta noche a las diez en punto'. Cuatro eran las escenas: tres tipos charlan en un pubmientras juegan a los dardos, el más rezagado sería el espía, por el aparente monóculo, la nariz curvada, el ahuecado pelo de artista y la relamida barba; un soldado conversa en un tren con una dama rubia, ella sería sin duda la espía, no sólo por exclusión, sino también por elegancia; hablan dos parejas en una calle, una de dos varones y la otra mixta: los respectivos espías debían de ser el individuo de la pajarita y el de la bufanda, aunque aquí no estaba tan claro (pero yo diría que son los que escuchan); por último, un aviador es recibido en
This play by G. R. Rainer wich illustrates haw careless talk, however innocent it may seen at the time, might be pieced together by the enemy and give away a vital secret, will be broadcast again tonight at 10.0.
casa, seguramente por sus padres, y en segundo término por una joven doncella con delantal y cofia: a buen seguro ella es la espía, por joven y por empleada, por intrusa. Además de esas escenas, un avión abajo y otro arriba, éste muy cerca de una incomprensible furgoneta (quizá tapadera) que lleva pintado el rótulo de 'Lavandería'. 'No, no lo conocía', dije, y después de mirar la viñeta de Eric Fraser con detenimiento le di la vuelta al recorte, como hago siempre con los que son antiguos. Radio Times, 2de mayo de 1941. Aparecía parte de la programación de aquellos días, de la BBC, supuse, que entonces era sólo radio. El título completo de la didáctica obra de aquel Mr. Rainier (parecía un nombre más alemán que inglés, o quizá fue un monegasco) era, según vi, Fifth Column: Information to the Enemy. Aquella expresión, quinta columna, se había originado en mi ciudad, yo creo, en Madrid, asediada durante tres años por Franco y sus tropas y sus aviadores alemanes y sus asaltantes moros, e infestada de quintacolumnistas suyos, habíamos exportado rápidamente ambos términos a otras lenguas y otros sitios: por entonces, mayo del 41, hacía sólo veinticinco meses que nos habíamos encontrado con la derrota unos y con la victoria otros, mis padres entre los unos, y yo también, cuando naciera (hay mucho más desperdicio y dura más entre los vencidos). Aquella programación radiofónica de hacía sesenta años largos incluía (a uno siempre se le van los ojos a las palabras en su propio idioma) la actuación de 'Don Felipe and the Cuban Caballeros, with Dorothe Morrow', estaba previsto que tocaran durante media hora, hasta el cierre a las once: Time, Big Ben: Close down'. Dónde estarían ahora, Don Felipe y los Caballeros de Cuba y aquella tan impropia Dorotea Mañana, probablemente la vocalista. Dónde si vivos y dónde si muertos. Quién sabía, de hecho, si habrían logrado actuar aquella noche o si se lo habría impedido algún bombardeo de la Luftwaffe, planeado y dirigido por quintacolumnistas y confidentes y espías de nuestro territorio. Quién sabía ni siquiera si habrían sobrevivido a la fecha.
'¿Y esto? ¿Y esto? Mira esto; y esto; y esto.' Wheeler siguió sacándome viñetas de su carpeta, ahora en color y ya no originales, sino recortadas de revistas o quizá de libros, o bien eran postales y naipes del Imperial War Museum de Lambeth Road y de otras instituciones, debían de venderse ahora como recuerdos nostálgicos o meramente curiosos, hasta se ilustraba una baraja con ellas, es extraño cómo las cosas útiles y aun vitales de la propia vida se convierten en ornamentos y en arqueología, cuando esa vida no está aún concluida, pensé en la de Wheeler y pensé que yo llegaría a ver en catálogos y en exposiciones objetos y diarios y fotografías y libros a cuyas novedosas creación o toma o incluso escritura habría asistido, si vivía los suficientes años o ni siquiera tantos, todo se hace remoto muy de prisa. Ese museo, el Imperial de la Guerra, estaba muy cerca del cuartel general o sede principal del MI6, es decir, del Secret Intelligence Service o SIS, allí en Vauxhall Cross, nada secreta arquitectónicamente esa sede sino en verdad llamativa, ni siquiera discreta sino prominente, un zigurat, un faro; y también nada lejos del edificio sin nombre al que yo iba a ir cada mañana durante un periodo que se me hizo largo, aunque entonces todavía ignoraba que ese iba a ser otro lugar de trabajo mío, he tenido ya unos cuantos.
'¿Las colecciona usted, Peter?', le pregunté mientras las miraba con atención. Nos sentamos un momento sobre las butacas cubiertas por lonas o fundas impermeables que tenía Wheeler en su jardín alrededor de una mesita, las sacaba pronto en la primavera y las retiraba tarde en el otoño, mientras el sol aún se alargara, pero las mantenían o dejaban tapadas según los días o la mayoría de ellos, él y la señora Berry, siempre tan variable en Inglaterra el tiempo, por eso tiene su lengua la expresión 'as changing as the weather', que se aplica por ejemplo a las personas volubles. Tomamos asiento directamente sobre las lonas de color gabardina clara, estaban secas, era sólo un alto para mejor manejarnos y desplegar las viñetas encima de la mesita asimismo enfundada, todos aquellos muebles disfrazados de esculturas modernas, o de fantasmas encadenados. En el jardín de Rylands los había también, parecidos, en su jardín cerca de allí, junto al mismo río, me acordaba.
'Sí, más o menos, algunas cosas uno quiere recordarlas con la mayor precisión posible. Pero es más bien Mrs. Berry, ella se ocupa, también le interesan y ella va más a Londres. A uno no se le ocurre guardar las menudencias cuando se dan, en su tiempo, cuando existen naturalmente, se tiene la sensación de que están a mano y de que siempre van a estarlo. Luego se convierten en verdaderas rarezas, y antes de que se dé uno cuenta son ya reliquias, no hay más que ver las tonterías que hoy se subastan, por el solo motivo de que ya no se fabriquen y resulten inencontrables. Hay colecciones de cromos de hace cuarenta años que alcanzan precios desorbitados, suelen pujar como locos por ellas los mismos que las hicieron de niños y que de jóvenes las tiraron o regalaron, quién sabe si no compran exactamente, tras largo viaje, tras su paso por muchas manos, los mismísimos álbumes que en su día coleccionaron y completaron con infantil perseverancia. Es una maldición, el presente, no nos deja ver ni apreciar casi nada. A quién se le ocurriría que vivamos en él, nos jugó una mala pasada', dijo Wheeler humorísticamente, y a continuación me señaló aquellas viñetas, le temblaba un poco el índice: Mira, ya te das cuenta de lo que recomendaban.
Resulta insólito, ¿no?, desde la perspectiva actual sobre todo, tan voraz y tan incontinente esta época. No sabe no preguntar ni callarse'.
En una se veía un barco de guerra hundiéndose en alta mar en mitad de la noche, sin duda torpedeado, en el cielo resplandores y humos, y unos cuantos supervivientes alejándose de él en un bote de remos sin volverle la espalda, la mirada fija en aquel desastre del que se salvaban tan sólo a medias, como todo tripulante y todo náufrago. 'Unas pocas palabras imprudentes pueden acabar en esto', decía la leyenda de lo que debió de ser un cartel, o quizá un anuncio de la prensa ilustrada; y en letra más pequeña se explicaba: 'Muchas vidas se perdieron en la anterior guerra por culpa de las conversaciones imprudentes. ¡Estad en guardia! No habléis de movimientos de barcos o tropas'. La 'anterior' era la del 14, de la que Wheeler guardaba directa e infantil memoria, de cuando aún se llamaba Rylands.
En otra la escena era mundana: una atractiva mujer recostada en un sillón (collar, traje de noche, flor prendida, uñas pintadas y largas) mira al frente con frialdad y guasa mientras la rodean y la cortejan y atienden tres oficiales con sus pitillos y copas durante una fiesta, es de suponer que le relatan hazañas recientes o le anuncian inminentes proezas para deslumbrarla, o que hablan entre sí de ellas sin preocuparse de que la mujer los oiga. La leyenda decía: 'Mantén la boca cerrada' (o, por buscar algo más coloquial todavía, y más aproximado al original en parte: 'Chitón'), '¡ella no es tan tonta!' (aunque aquí había un juego de palabras servido, ya que 'dumb'significa 'tonto' o 'bobo', pero también 'mudo'; y además había rima). En letras rojas, debajo, el lema principal de la campaña: 'Las conversaciones imprudentes cuestan vidas'.
Otra era aún más explícita y aleccionadora, y alertaba contra la posible cadena, involuntaria e incontrolable, a que las palabras dichas están siempre expuestas, y aquí el espía o la espía no estaban al inicio acechando, sino esperando al final de ella. La viñeta estaba dividida en cuatro partes, dos con fondo rojo, dos con blanco. El recuadro superior izquierdo mostraba a un marinero hablando con una joven de melena rubia (su novia, su hermana, tal vez una amiga) de la cual no tiene motivo para desconfiar, al contrario, ella le escucha con interés desinteresado (es decir, más se interesa por él que por lo revelado o contado) y lo mira con enorme aprecio, si es que no con embeleso. Debajo, en mayúsculas, la palabra 'CONTÁRSELO'. El siguiente recuadro, el superior derecho, presentaba a esa misma joven rubia charlando con una amiga de pelo castaño dispuesto en un recogido alto, que la escucha con expresión de asombro, el interés de ésta no parece tan desinteresado: como mínimo saborea anticipadamente la noticia que ella podrá a su vez dar; quizá no sea malintencionada sino tan sólo chismosa, una de esas personas que disfrutan contando y acarreando primicias y mostrándose enteradas, sorprendiendo a los otros con lo mucho que saben de todo. Debajo, en minúsculas, 'a un amigo puede'. El recuadro inferior izquierdo dibujaba a la mujer del pelo castaño relatándole lo oído a otra amiga, ésta de pelo negro con la raya en medio y una especie de moño bajo, fríos ojos rasgados y una expresión de interés ya del todo interesado, pues a la vez que escucha piensa en su próximo interlocutor sobre todo, al que no dará ya una mera noticia, sino una información muy valiosa. Debajo, de nuevo en minúsculas, 'significar contárselo'. Por último, el recuadro inferior derecho pintaba a la tercera mujer, la del pelo negro, susurrándole casi al oído —los ojos entornados malignos– a un hombre rubio de mirada oblicua y facciones muy duras, sin duda un despiadado nazi cuyo siguiente paso no será contar más nada, sino pasar a la acción, tomar medidas que seguramente conducirán a la muerte a muchos, el culpable e inocente marinero incluido. Debajo, las letras volvían a ser mayúsculas, 'AL ENEMIGO', y así la suma de todas era 'CONTÁRSELO a un amigo puede significar contárselo AL ENEMIGO', siendo el principal mensaje el de esas mayúsculas sobre los fondos rojos. No pude evitar fijarme, sonriendo para mis adentros, en la gradación estudiada de las tres mujeres: la 'buena' era rubia y con melena corta, al cuello un modesto y sencillo lazo blanco; la 'frívola' o la 'insensata' era castaña, llevaba recogido el pelo y un collar sobre la garganta (una mujer más coqueta); la 'mala', la espía, era de cabellos negros bastante más historiados, el cuello se lo adornaba una especie de gargantilla negra con un broche verdoso que refulgía en el centro, y era la única en lucir pendientes (una seductora en regla, probablemente). Muchas compatriotas mías, entre ellas mi madre, pensé, habrían tenido quizá mala prensa en Inglaterra, en aquellos años.
Otra viñeta más presentaba a un soldado de infantería que miraba al frente: hombre de mediana edad (un veterano), con un pitillo en los labios se llevaba el índice de la mano izquierda a la sien, bajo el casco, y recomendaba en traducción literal: 'Guárdatelo bajo el sombrero', modismo que en realidad equivale a 'De esto, ni palabra', o 'De esto no sueltes prenda', o quizá, más castiza y anticuadamente, 'Guárdatelo para tu coleto'. Y arriba, en letras rojas, '¡Cuidado con los espías!'.
'Iban destinadas principalmente a las fuerzas, ¿no? Estas viñetas', le dije a Wheeler.
'Ah sí, pero no solamente', me respondió con una ligera vibración en la voz. 'Eso es lo más interesante, que el mensaje no era sólo para los soldados, quienes más sabían y mayores cuidado y discreción debían tener, sino para todo el mundo, también para cualquier civil. Mira estas otras.' Y sacó de su carpeta unas cuantas más que, en efecto, ya no iban dirigidas a los militares, sino al conjunto de la población.
Algunas eran caricaturas. Una representaba a un señor hablando por teléfono desde una cabina pública de color rojo, como aún son las inglesas: '... pero por amor de Dios, ¡no digas que yo te lo he contado!', eran sus palabras según el texto, mientras por las paredes y el techo de la cabina asomaban sus caras clónicas catorce o quince pequeños Hitlers. En otra se veía a dos señoras sentadas en el metro, y la primera le decía a la segunda: '¡Uno nunca sabe quiénestá escuchando!' Un par de asientos detrás viajaban muy satisfechos dos gerifaltes nazis uniformados, uno flaco, el otro gordo y cargado de condecoraciones, aquél también parecía Hitler. En otra viñeta, hecha quizá a partir de una foto, se veía a un hombre común y corriente con su corbata, su gabardina y su gorra (tal vez un cockney), que parecía guiñar un ojo al espectador y más o menos decía: 'Lo que yo sé... para míme lo guardo' o 'me lo reservo'. Las había también para convencer a los niños e inculcarles por mimetismo la conveniencia de su silencio ('Sé como papá: ¡chitón!'), o avisos oficiales meramente tipográficos, sin ilustración ('Miles de vidas se perdieron en la anterior guerra a causa de la valiosa información revelada al enemigo por las conversaciones imprudentes. ¡Estad en guardia!'), que debieron de invadir los tablones y corchos de las oficinas y las escuelas y los pubsy las fábricas, así como las calles, las tapias, las paredes de los trenes y los autobuses, las estaciones de ferrocarril y metro. En otras se explicaba, en verso, por qué se imponía censura a informaciones en principio inocuas y que en tiempo de paz se daban sin ningún problema o aun de manera obligada, como por ejemplo las causas de que un tren se quedara retenido o parado o llegara con acumulados retrasos: 'Dice el censor que han de ser ignoradas / las circunstancias de nuestras nevadas: / para los nazis serían noticia / que aprovecharían con gran codicia', este era el estilo equivalente, más o menos, de los pareados o aleluyas (muestra de consideración y civismo, explicar a los ciudadanos por qué no se les explicaba). Y siempre más viñetas dirigidas a los miembros de las fuerzas armadas, cuyos descuidos eran los que en mayor peligro podían poner a todos y por supuesto a ellos mismos. Un soldado con casco y un teléfono por cuerpo alertaba: '¡Alto! Piénsatelo dos veces antes de hacer una llamada de larga distancia'. O un hombre y una mujer de uniforme dejaban asomar sólo sus pies y sus cabezas tras un biombo azul que ocultaba sus distintivos y con la palabra 'CENSURADO' en gran des letras blancas; el joven y la muchacha juntaban las brasas de sus respectivos cigarrillos, uno daba a otro lumbre y con ello unían sus labios por tabaco luego interpuestos (fumar no estaba mal visto ni perseguido, en algo tenían que ser afortunados los tiempos), pero se les advertía: '¡Vuestras unidades no deben ser reveladas!' La mayoría de las viñetas insistían, en cualquier caso, en el lema fundamental de la campaña: 'Careless talk costs lives', 'Las conversaciones imprudentes cuestan vidas'. O no sería traducción del todo infiel 'se cobran vidas'.
'Me suena vagamente que en nuestra Guerra Civil hubo avisos parecidos contra los quintacolumnistas, pero no estoy seguro, ¿usted se acuerda, Peter?', le pregunté. 'No sé, me ronda la cabeza algún lema del tipo "El enemigo tiene miles de oídos", pero quizá me lo invento, no sé, no conservo en la retina imágenes, por otra parte, equivalentes a las que usted me enseña, no creo haberlas visto reproducidas.' En verdad no lo sabía, aunque no era descartable que hubiéramos exportado también esa iniciativa. O tal vez mi memoria se confundía con el difamatorio cartel contra el POUM de la primavera del 37, el rostro cruzado por una svástica apareciendo bajo la careta con la hoz y el martillo; Nin había sido víctima de la paranoia semi-justificada que hizo ver espías y colaboradores de Franco en cualquier esquina, o más bien se habían valido sus enemigos de esa paranoia para acusarlo de traición y espionaje. Se lo acusó de haber informado, de haber hablado, y fue eso paradójicamente lo que nunca hizo ante sus torturadores. Allí calló y no se salvó, mantuvo la boca cerrada, no se fue de la lengua, no soltó prenda, he kept mumprecisamente, lo que sabía se lo guardó para sí o bajo el sombrero, o quizá no dijo nada por ser todas las incriminaciones falsas, tendría que haberse inventado patrañas e historias para poder admitirlas y reconocerlas, para confesarse el 'caballo de Troya' que aquel poético 'amante de la verdad' y 'quijotesco de pro' glosó algo más tarde con 'su voz de candil' que enamoró a Trapp-Tello, tan infamatoria esa voz.
'Anoche te dije que antes de la Guerra contra Alemania había pasado por la vuestra, y yo suelo expresarme con bastante precisión, Jacobo. Aún creo hacerlo. Eso quiere decir que no estuve mucho tiempo en España. Sólo eso, que pasé por allí', me contestó Wheeler, y percibí una nota de leve impaciencia en su voz, como si lo importunara un poco que yo le sacara en aquel instante otra contienda y otra época, por relación que tuviese con la suya aquélla y cercana que ésta le fuese. 'Así que no estoy en condición de jurártelo, pero no recuerdo haber asistido en tu país a una cosa semejante, y tampoco he leído ni oído hablar de ello. Carteles, campaña contra los quintacolumnistas sí, eso lo hubo si no me equivoco; se instó a la población de Madrid y Barcelona y quizá Valencia a que los buscara y los descubriera, los sacara de sus cloacas y los aplastara, y lo mismo en el otro bando: rastrear y aniquilar a emboscados, pocos quedarían vivos en esa zona llena de locuaces curas confesores, pero esa fue la instigación. Claro que se pidió a la gente que mantuviera los ojos abiertos y vigilara la retaguardia, como también se hizo tímidamente durante la Primera Guerra, aquí y en Francia, que yo sepa. Pero lo que no creo que hubiera nunca es una campaña como esta contra la careless talk, en la que no sólo se puso a los ciudadanos en guardia contra los posibles espías, sino que se les recomendó el silencio como norma general: se les encomendó que no hablaran, se les ordenó y se les imploró callar. De pronto a la gente le fue presentada su propia lengua como enemiga invisible, incontrolable, inesperada e imprevisible: como la peor, la más asesina y la más temible, como un arma espantosa que uno mismo, cualquiera, podía activar y poner en funcionamiento sin que fuera posible saber nunca cuándo de ella partía una bala o no, ni si ésta acabaría convertida en los torpedos que echarían a pique a uno de nuestros acorazados en mitad del océano a millares de millas, o en las bombas de un Junker que alcanzarían con enorme precisión nuestros barrios y nuestras casas, o que caerían sobre los objetivos militares que más había que resguardar y que defender, sobre los más secretos y camuflados y más vitales. Yo no sé si te das cuenta del todo, Jacobo: se alertó a la gente contra su principal forma de comunicación; se la hizo desconfiar de la actividad a la que se entrega y se ha entregado siempre de manera natural, sin reservas, en todo tiempo y en todo lugar, no sólo aquí y entonces; se nos enemistó con lo que más nos define y más nos une: hablar, contar, decirse, comentar, murmurar, y pasarse información, criticar, darse noticias, cotillear, difamar, calumniar y rumorear, referirse sucesos y relatarse ocurrencias, tenerse al tanto y hacerse saber, y por supuesto también bromear y mentir. Esa es la rueda que mueve el mundo, Jacobo, por encima de cualquier otra cosa; ese es el motor de la vida, el que nunca se agota ni se para jamás, ese es su verdadero aliento. Y de pronto se pidió a la gente que lo apagara, ese motor; que dejara de respirar. Se le pidió que renunciara a lo que le es más querido e indispensable, a aquello por lo que vivimos y de lo que todos pueden disfrutar y valerse casi sin excepción, los pobres como los ricos, los incultos como los instruidos, los viejos como los niños, los enfermos como los sanos, los soldados como los civiles. Si algo hacen o hacemos todos que no sea una estricta necesidad fisiológica, si algo nos es en verdad común en tanto que seres con voluntad, eso es hablar, Jacobo. El hablar funesto. La maldición de hablar. Hablar y hablar sin parar, para eso a nadie se le acaban las municiones nunca. Poco importan los conocimientos gramaticales y sintácticos y léxicos, las dotes oratorias todavía menos, y aún menos la pronunciación, la dicción, el acento, la eufonía, el ritmo. El hombre más sabio del mundo hablará con mayores orden y propiedad y precisión, y con mayor provecho para sus oyentes tal vez, o más bien sólo para los oyentes semejantes a él o que se le quieran asemejar. Pero no necesariamente hablará más ni con mayor soltura que el ama de casa semianalfabeta que no calla en todo el día un segundo, y a la noche sólo porque la vencen el sueño y su abusada y resentida garganta. El hombre más viajado del mundo podrá contar infinitas historias amenas y maravillosas, incontables anécdotas y aventuras de países inauditos, remotos, exuberantes y peligrosos. Pero no necesariamente hablará más ni con mayor desparpajo que el tabernero rudo que nunca ha salido de detrás de su barra y sólo ha visto en su vida las veinte calles y el par de plazas de que se compone su aldea recóndita. El más iluminado poeta o el narrador más zigzagueante podrán inventar y recitar de improviso palabras encadenadas e hipnóticas que sonarán como música, tanto que a quienes escuchen les importará poco el sentido, o mejor dicho, lo captarán sin esfuerzo y sin tener que pensar en él antes de aprehenderlo o de ser absorbidos, será todo simultáneo y todo uno, aunque tal vez luego, acabada la música, esos oyentes no serán capaces de repetirlo ni de resumirlo, quizá ni siquiera de seguir comprendiendo lo que hacía un instante comprendían tan bien mientras se sentían mecidos y les duraba el encantamiento, con tanta ligereza en sus mentes como en sus oídos, con la misma permeabilidad en ambos. Pero no necesariamente hablarán más ni con mayor desenfado o desenvoltura que el oficinista ignorante, repetitivo y romo que se cree lleno de donaire y gracia y que se da machaconamente en todas las oficinas del mundo, no importa en qué latitudes o climas, y aunque sean oficinas de intérpretes y de espías...'