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Fiebre Y Lanza
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Текст книги "Fiebre Y Lanza"


Автор книги: Javier Marias



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Wheeler se paró un instante, más que nada —me pareció– para tomar aliento. Había dicho en español las palabras 'donaire' y 'gracia', parafraseando quizá a Cervantes fuera de su Don Quijote, algo infrecuente pero que en él era bien posible. No me resistí a intentar comprobarlo, y aproveché su pausa para citar lentamente, poco a poco, casi sílaba a sílaba, como quien no quiere la cosa o no se atreve del todo a ella, murmurando:

'Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo...'

No pude concluir la cita. Quizá a Wheeler le desagradó que le recordara esa última frase en voz alta, a menudo los viejos no quieren ni oír hablar de eso, de su acabamiento, tal vez porque empiezan a verlo como algo verosímil, o plausible, o no soñado o no ficticio. Pero no, no lo creo o no estoy seguro, nadie ve así el propio término, ni siquiera los muy ancianos ni los muy enfermos ni los muy amenazados y en constante peligro. Somos más bien los demás quienes empezamos a verlo así en ellos. Hizo caso omiso y continuó. Fingió no enterarse de lo que recité en mi lengua, y así me quedé sin saber si había sido una coincidencia o si había aludido a Cervantes al despedirse alegre.

'A veces se dice de alguien que carece de conversación. Es ridículo. Lo dice alguien culto, el Primer Ministro (bueno, dejémoslo en adiestrado mentalmente), de alguien que no lo es en modo alguno, por ejemplo su peluquero. Lo que en realidad dice aquél es que le trae sin cuidado y lo aburre sobremanera cuanto éste pueda contarle. Tanto, probablemente, como aburrirá al peluquero lo que el Premier le largue mientras él le corta el pelo, eso es siempre un tiempo muerto nada fácil de llenar, como los trayectos en los ascensores, más aún si la cabeza pelada requiere de equilibrismos para quedar semipresentable y no parecer una zanahoria vuelta. Pero ya lo creo que tiene conversación, ese peluquero, y quizá más que el obtuso Ministro, obsesionado con la marcha del país en abstracto y la de su carrera en muy concreto. No sé, gente que lo ignora todo, personas que jamás se han parado a pensar un minuto sobre nada de nada con la conciencia de hacerlo, que no tienen una sola idea propia ni casi tampoco ajena, hablan sin embargo, incansablemente, sin cesar, sin inhibición alguna y sin el menor complejo. No es sólo el caso de los individuos sin formación ni estudios, tenerlos ayuda poco en el fondo, o resulta secundario; hay casos mucho más asombrosos que los de los rústicos: uno ve a un grupo de pijos o snobsidióticos' (bueno, Wheeler dijo en inglés 'idiotic', me hace gracia ese anglicismo), 'la mayoría doctorados en Cambridge o con nosotros, y se pregunta de qué diablos podrán hablar entre sí pasada la primera hora de intercambiarse saludos y comunicarse sus cuatro mezquinas noticias ya sabidas por cotilleadas, de ponerse al tanto de sus dos naderías y sus tres ruindades (me lo he preguntado siempre, de qué iban a hablar tales sujetos, en las recepciones regias, sembradas de ellos). Uno piensa que se verán obligados a callar y carraspear a menudo, a azorarse por sus largas pausas, a soportar agudezas varias sobre la lluvia y las nubes y embarazosos silencios propios de los tiempos muertos más difuntos, o mortinatos directamente: por su falta absoluta de ideas, de ocurrencias, de conocimientos, de numen para contarse nada, de ingenio y diálogo y aun de monólogo: de luces y de sustancia. Y no es así. No se sabe bien de qué, ni por qué, ni cómo, pero lo cierto es que se pasan las horas y los días charlando sin fin, bestialmente, veladas enteras de chachara, sin cerrar la boca un solo instante, y es más, arrebatándose la palabra unos a otros, tratando de acapararla. Es un misterio y a la vez no es un misterio. Hablar, mucho más que pensar, es lo que tiene todo el mundo a su alcance (me refiero a lo que es volitivo, insisto, y no orgánico meramente, o fisiológico); y es lo que comparten y han compartido siempre los malvados con los buenos, las víctimas con los verdugos, los crueles con los compasivos, los sinceros con los mentirosos, los pocos listos con los muchos tontos, los esclavos con los amos y los dioses con los hombres. Cuentan todos con ello, los imbéciles, los brutos, los despiadados, los asesinos, los tiranos, los salvajes, los simples; y aun los locos. Hasta tal punto es lo único que nos iguala que llevamos siglos creándonos todos diferencias leves, de pronunciación, de dicción, ¡de entonación, de vocabulario, fonéticas o semánticas, para sentirnos cada grupo en posesión de un habla que los demás desconozcan, de una contraseña para iniciados. No es sólo asunto de las clases antiguamente llamadas altas, deseosas de distinguirse y desdeñosas con el resto; también las que se llamaron bajas han hecho siempre lo mismo, su desdén no ha ido a la zaga, y así se han forjado sus jergas, sus códigos, sus lenguajes secretos o en clave que les permitieran reconocerse entre sí y excluir a los enemigos, es decir, a los doctos y a los pudientes y a los refinados, y vedarles parcialmente la comprensión de lo que se transmitían sus miembros, lo mismo que los delincuentes inventan sus germanías y sus cifras los perseguidos. Dentro de una misma lengua lo que se procura artificialmente es no entenderse o entenderse tan sólo a medias; se trata de oscurecer, de velar, y para ello se buscan derivaciones extrañas y antojadizas variantes, metáforas cojas o muy arbitrarias, sentidos tangenciales u oblicuos que se puedan apartar de la norma común a todos, y hasta se acuñan vocablos nuevos, sustitutivos e innecesarios, para sustraer lo dicho y enmascarar lo comunicado. Y si esto es así es precisamente porque lo habitual y lo dado es entenderse en la lengua. Y esa habla, o esa lengua, son casi lo único que algunos poseen y dan y reciben: los más pobres, los más humildes, los desheredados, los iletrados, los cautivos, los infelices, los sojuzgados; los apestados y los contrahechos, como aquel rey nuestro de Shakespeare, Ricardo III, que le sacó tanto provecho a su labia persuasora. Es lo que no puede quitárseles, el hablar, la lengua, tal vez lo único que han aprendido y que saben, lo que les sirve para dirigirse a sus hijos o a sus amores, aquello con lo que bromean, quieren, se defienden, padecen, consuelan, rezan, se desahogan, imploran, persuaden, salvan y convencen; y también con lo que emponzoñan, instigan, odian, perjuran, insultan, maldicen y traicionan, corrompen, se condenan y se vengan. Mal que bien, todos lo tienen, el rey como sus vasallos, el sacerdote como sus fieles, el mariscal como sus soldados. Por eso existe el lenguaje sagrado, uno que no pertenezca a todos, el que no va destinado a los hombres sino a las deidades. Pero se olvida que tanto el Dios como los dioses también hablan y escuchan según nuestra vieja creencia acaso ya moribunda (qué son las plegarías sino oraciones, palabras, sílabas), y ese lenguaje sagrado también acaba por descifrarse y entonces se aprende, todos los códigos son susceptibles de ser desentrañados un día, después o antes, y no habrá ninguno secreto que lo sea eternamente.' Wheeler volvió a detenerse, muy poco, de nuevo para recobrar el aliento. Puso una mano sobre las viñetas que habíamos desplegado en la mesa, un gesto instintivo, como si quisiera impedir que las volara una ráfaga de viento que no había, o tal vez acariciarlas. No hacía frío, había un sol muy alto, perezoso y pálido, hacía sólo un agradable fresco. 'Tanto nos une y asimila eso que los poderosos han debido buscar siempre señales y divisas y signos nunca verbales, para ser obedecidos y diferenciarse. ¿Tú te acuerdas de aquella escena de Shakespeare en la que el rey se emboza en una capa prestada y se acerca, se mezcla con tres soldados en la víspera de la batalla, se sienta en el campo con ellos fingiéndose otro combatiente insomne en mitad de la noche, sobre las armas, o justo antes de la aurora? Les dirige la palabra, se presenta como amigo, habla con ellos y al hablar son parecidos los cuatro, él más razonante y culto, ellos más toscos e intuitivos, pero se entienden perfectamente, están en el mismo plano de la comprensión y del habla y nada les obstaculiza el intercambio de sus pareceres y sus impresiones y aun de sus miedos, y hasta llegan a discutirse y a ponerse dos farrucos, el rey que no es el rey y un súbdito que tampoco es súbdito, en aquel instante. Hablan un buen rato, y el rey sabe que al hablar se nivelan, o que se igualan mientras les dura el diálogo. Por eso cuando se queda solo, pensativo de lo que ha oído, nos dice la diferencia, murmura en su soliloquio qué es lo que de verdad lo distingue. ¿Tú te acuerdas, Jacobo, de esa escena?'

También yo puse una mano sobre las viñetas, como si temiera al aire.

'No, Peter', dije. '¿Qué rey es ese?' Pero Wheeler no contestó a mi pregunta, sino que pasó a citar en voz alta sin que esta vez me cupiera duda de que eso hacía, pues muy pocos además de Shakespeare habrían escrito 'grea greatness'(y tantos profesores y críticos de mi país actuales lo habrían crucificado por eso).

"¡Qué infinito sosiego de corazón deben los reyes perderse, que los hombres particulares disfrutan! ¿Y qué tienen los reyes que no tengan también los particulares, salvo el ceremonial, salvo la general ceremonia?" Así dice el rey a solas, y un poco más adelante reprocha a eso que lo singulariza: "¡Oh ceremonial, muéstrame tu valor tan sólo!" Y pasa luego a desafiarlo: "¡Oh ponte enferma, gran grandeza, y mándale a tu ceremonial que te dé cura!" A ver qué logra, o si logra nada. Y más tarde aún se atreve el rey a envidiar al miserable esclavo que se desloma al sol el día entero pero luego duerme profundamente "con el cuerpo lleno y la mente vacua" y "no ve nunca la noche horrenda, vástago del infierno", y que "así continúa, al correr de los años en retirada siempre, con provechosa tarea hasta la tumba". Y el rey concluye con la obligada exageración de todo monólogo que nadie escucha en el escenario y se oye fuera de él solamente, sólo en la sala: "Y salvo por el ceremonial tal desgraciado, envolviendo con esfuerzo los días y las noches con sueño, aventajó a los reyes y los adelantó en privilegio'". Más o menos eso dijo y citó Wheeler, y añadió al instante: 'Los reyes antiguos eran muy desvergonzados, pero al menos los de Shakespeare no se engañaban del todo: se sabían con las manos manchadas de sangre y no olvidaban a qué debían el poderse ceñir corona, además de a los crímenes y las traiciones y las conspiraciones (yo no sé si fueron demasiado humanos). Ceremonial, Jacobo, es eso. La cambiante, ilimitada, general ceremonia. Y también el secretismo, el misterio: el hermetismo, el silencio. Nunca el hablar, nunca el contar, jamás palabras por exquisitas o arrebatadoras que sean. Porque eso está en el fondo al alcance de cualquier mendigo, y de cualquier desecho, y de cualquier pobre diablo, y del peor despojo. Del rey sólo se diferencian, en ese campo, en una insignificante y subsanable cuestión de perfeccionamiento y grado'.

'What infinite heart's ease must kings neglect that private men enjoy!', fue lo que en realidad dijo o recitó en su lengua Sir Peter Wheeler, según comprobé tiempo más tarde, al encontrar y reconocer los textos. Y después todo el resto del soliloquio, seguía conservando esa clase de memoria intacta, citó verbatim.

'Pero no está al alcance de los muy niños', observé yo entonces, 'ni al de los mudos, ni al de aquellos a quienes se arrancó la lengua o a quienes la palabra no se da o no se consiente, ha habido mucho de eso en la historia, y hay países islámicos en los que las mujeres carecen hasta de ese derecho, según tengo entendido. Así sucedía al menos con los talibanes afganos, si no leí mal y bien recuerdo.'

'No, no te equivoques, Jacobo: los niños están a la espera, su incapacidad es transitoria; supongo que además se preparan desde que al nacer berrean, y se hacen entender desde muy temprano: por otros medios ya dicen cosas. En cuanto a los mudos y a los sin lengua y a los sin voz o palabra, eso son excepciones, anomalías, castigos, sometimientos, ultrajes; pero nunca la norma, como tal no cuentan. Y no bastan para anularla, ni siquiera para contradecirla. Los así dañados recurren además a otros sistemas de signos, a códigos no verbales en los que se instalan muy rápido, y ten por seguro que lo que con ellos hacen es también hablar, y no otra cosa. En seguida están contando y transmitiendo de nuevo, como todo el mundo; aunque sea por escrito o por señas y sin emitir un sonido; aunque sea calladamente, continúan diciendo. Wheeler calló y miró hacia el cielo, como si al hablar de ello quisiera sumarse un instante al evocado silencio elocuente. El sol blanquecino y apático le iluminó los ojos y se los vi muy jaspeados, como canicas de mármol de predominante color corinto. 'Antes te he dicho que el hablar, la lengua, es lo que comparten todos, hasta las víctimas con sus verdugos, los amos con sus esclavos y los hombres con sus dioses, no tienes más que acudir a la Biblia y a Homero, o por supuesto a Teresa de Ávila y a Juan de la Cruz en tu idioma. Pero sí dejan de compartirlo algunos, cómo decir, hay quienes no lo poseen, y no son precisamente los mudos ni los muy niños.' Ahora en cambio miró hacia abajo un segundo, y aún tenía la vista en la hierba, o quizá más allá, en la tierra bajo la hierba o más allá, en la invisible tierra bajo la tierra, cuando añadió tras tan breve pausa: 'Los únicos que no lo comparten, Jacobo, son los vivos con los muertos'.

'A mí me parece que es el tiempo la única dimensión que comparten y en que pueden comunicarse, la única que tienen en común y los une.' Me vino a la memoria esa cita o quizá era una paráfrasis, y no pude remediar decirla sin la menor tardanza, o musitarla.

Pero Wheeler se iba poco a poco acercando al término de su digresión, pensé. En realidad siempre sabía dónde se hallaba, y lo que en él parecía azaroso o involuntario, consecuencia de la distracción, de la edad o de una percepción algo confusa del tiempo, de sus tendencias divagatorias y discursivas, solía estar calculado, medido y sujeto, y ser parte de su maquinación y de sus recorridos trazados y ya previstos. Me dije que no tardaría mucho más en volver a la careless talky a las viñetas, las miraba con intensidad de nuevo, puestas sobre la lona impermeable que cubría la mesita como si fueran los naipes para un solitario, nosotros también sentados sobre las telas que protegían nuestras butacas, y aquellos arrugados ropajes le romanizaban un poco la figura al falso anciano e imagino que a mí la mía, quizá nos daban un aire remoto de senadores al fresco, a nuestros pies los faldones de muy largas y exageradas túnicas que casi nos envolvían. De modo que no me escuchó o no me quiso hacer caso, o no le llamaron la atención mis frases que no eran mías sino de otro, eran de un muerto cuando habló de vivo.

'Y ni siquiera fue así siempre', prosiguió él con las suyas. 'A lo largo de los siglos también ellos lo compartieron, en la imaginación de los vivos al menos, es decir, en la de los futuros muertos. No son sólo los charlatanes fantasmas y los aparecidos locuaces, los parlanchines espíritus y los espectros gárrulos de casi todas las tradiciones. También se preveía que se hablara y se dijera y contara con naturalidad en el otro mundo. En esa misma escena de Shakespeare, sin ir más lejos, uno de los soldados con los que el rey conversa antes de su soliloquio, anuncia que éste se verá en aprietos para rendir cuentas si no es buena causa la de su guerra: "Cuando todas esas piernas y brazos y cabezas segadas en la batalla", dice, "se junten el último día y griten todas «Morimos en tal lugar»". Ya lo ves, era creencia, no sólo que hablarían y hasta protestarían los muertos, sino incluso sus cabezas y miembros desperdigados y sueltos, una vez reunidos para presentarse con decoro ajuicio.'

'"We died at such a place".'Eso fue lo que citó ahora en su lengua Wheeler, y entonces yo completé la otra cita para mis adentros, de Cervantes en la mía, que él no me había dejado acabar y que testimoniaba también esa creencia: 'Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida'. Eso esperaba Cervantes, pensé, no quejas ni acusaciones, no reproches ni ajustes de cuentas ni resarcimiento por los sinsabores y agravios terrenos, a él le tocó sufrir unos cuantos. Ni tan siquiera justicia última, que es lo que más se echa en falta desde el descreimiento. Sino la reanudación de las gracias y de los donaires, del regocijo de los amigos, contentos también en la otra vida. Es lo único de lo que se despide, lo único que desearía seguir conservando en la eternidad, allí donde vaya. Varias veces había oído hablar a mi padre de esos adioses escritos no tan célebres como deberían serlo, están en el libro que casi nadie lee y que quizá, sin embargo, sea superior a todos, hasta al Quijote. Me habría gustado recordarle a Wheeler esa cita entera, pero no me atreví a insistir, a desviarlo de su camino con eso. Así que me limité a acompañarlo, y dije:

'La misma idea de Juicio Final anunciaba que era eso lo que más iba a hacerse según las expectativas comunes, después de muertos: contar las historias enteras de todos, luego hablar, relatar, exponer, argumentar, refutar, apelar, y al término escuchar sentencia. Y además un juicio tan monumental, a cuantos por el mundo pasaron en una sola jornada, todos al mismo tiempo, los faraones egipcios mezclados con nuestros ejecutivos y nuestros taxistas, los emperadores romanos con nuestros pordioseros y nuestros gangsters y nuestros astronautas y nuestros toreros, no sé. Imagínese qué algarabía, Peter, convertida en un gallinero la historia entera del mundo con todos sus casos particulares. Y hartos de esperar los muertos más remotos y antiguos, de contar el incontable tiempo que faltaba para su Juicio, sublevados seguramente por la tardanza infinita, nunca mejor dicho. Ellos sí callados y solitarios durante millones de siglos, a la espera del último muerto y de que no hubiera ya ningún vivo. En realidad esa creencia nos condenaba a todos a un muy largo silencio. Eso sí que eran " the whips and scorns of time", eso sí que era " the law's delay'", y ahora fui yo quien citó a su poeta, 'los azotes y los escarnios del tiempo', 'la dilación de la justicia', dije en su lengua. 'Y según ella, según esa creencia, a día de hoy estaría aún contando sus horas de soledad enmudecida, las pasadas y las por pasar, el primerísimo muerto de todos los tiempos; y si yo fuera él, estaría deseando con egoísmo que se acabara de una vez el mundo y por fin no hubiera nada.'

Wheeler sonrió. Algo le había hecho gracia, de lo que yo había dicho, o quizá más de una cosa.

'Eso es; justamente', me contestó. 'Un silencio sine die: eso en el mejor de los casos y cuando la fe era firme. Pero todo con la agravante de que por entonces, durante nuestra Segunda Guerra, no se creía ya apenas en ese parlamento o justificación o relato último de cada individuo al final de los tiempos, y costaba mucho pensar que las cabezas y miembros que noche tras noche despedazaban las bombas arrojadas sobre estas ciudades pudieran reunirse alguna vez, y gritar más tarde: "Morimos en tal lugar"; y consolaba poco que las causas fueran justas, y menos importaba si eran o no buenas, cuando la principal causa del morir y el matar pasó a ser sólo la supervivencia, de uno mismo o de quienes quería uno. Lo más probable es que se creyera ya poco desde bastante antes, tal vez desde la Primera, que no fue menos atroz para el mundo que la contempló y que también es el mío, no lo olvides, tanto como este que nos tolera hoy a ti y a mí, o que nos arrastra. Las atrocidades vuelven incrédulos a los hombres en el fondo de sus conciencias y en el de sus sentimientos, incluso si deciden aparentar lo contrario por un reflejo de superstición, otro de tradición y otro de rendición mezclados, y se congregan en las iglesias a cantar himnos para sentirse más juntos e infundirse entereza y conformidad más que coraje, de la misma manera que los soldados cantaban al avanzar casi indefensos con sus bayonetas en ristre, más que nada para anestesiarse un poco con sus alaridos antes del impacto o del golpe o de volar por los aires, para aturdirse el pensamiento herido mucho antes que la carne, y acallar los ruidos de la muerte variados que andaba por allí de caza fácil. Eso yo lo sé, yo he visto eso en los campos. Pero no son sólo las salvajadas, las crueldades, las que se padecen y las que llega a cometer uno mismo, por la tan justa como injusta causa de la supervivencia. Es también la terquedad de los hechos: que nadie haya venido nunca a hablarnos después de muerto, por mucho que se empeñen los espiritistas, los visionarios, los fantasmófilos, los milagristas y hasta nuestros actuales y descreídos creyentes, residuales o por inercia todos aunque aún queden millones de ellos...; toda esa larga experiencia nos ha obligado a saber al correr de los siglos, tal vez en lo más recóndito y acaso sin pronunciárnoslo, que los únicos que no poseen la lengua y jamás hablan ni cuentan ni dicen nada son ellos, son los muertos.' Peter se detuvo y bajó de nuevo la vista, y añadió en seguida sin alzarla: 'También, así pues, nosotros, cuando engrosemos sus filas. Pero sólo entonces, y no antes'.

Se quedó así, mirando la hierba. Parecía esperar que comentara yo algo, o que le hiciera una pregunta. Pero no sabía yo cuál, cuál quería o me pedía en silencio, o si necesitaba en verdad alguna. Así que sólo se me ocurrió susurrar lo que me vino a la mente, y lo susurré en mi lengua en la que no fue escrito, pero la única en que me lo sabía:

'Extraño no poder habitar más la tierra. Extraño no ser más lo que se era y tener que desprenderse aun del propio nombre. Extraño no seguir deseando los deseos. Y penosa la tarea de estar muerto.'

Pero por fortuna, supongo, Wheeler tampoco hizo caso a esto.

'Sólo nos hablan en sueños, eso es cierto', continuó entonces, como si mis medios versos no atendidos le hubieran reactivado sin embargo un resorte. 'Y los oímos tan claramente, y su presencia es tan vívida en ellos, que mientras dura el dormir parece que sean esas personas con las que no hay forma de cruzar frase o mirada despiertos, ni manera de establecer contacto, las que en efecto nos cuentan y nos escuchan y hasta nos alegran el ánimo con sus añoradas risas idénticas a las que tuvieron en vida en esta tierra: son las mismas, esas risas; sin vacilación las reconocemos. Desde luego es bien extraño; si me apuras inexplicable, uno de los escasos misterios que nos van quedando intactos. Pero de lo que no cabe duda, al menos para los racionalistas como tú y como yo, y como lo era Toby y también lo es Tupra, es de que esas voces y sus nuevas palabras están en nosotros y no fuera en ningún sitio. Están en nuestra imaginación y en nuestra memoria. Digámoslo así: es la memoria imaginando, y que por una vez no sólo recuerda, o lo hace impuramente y con mezcla. Están en nuestrossueños, esos muertos; somos nosotros quienes los soñamos, los trae nuestra conciencia dormida y nadie más puede oírlos. El hecho más se asemeja a una encarnación, a una suplantación, a una personificación por nuestra parte' (fue en realidad un solo término el que Wheeler empleó en inglés: 'impersonation'), 'que a supuestas visitas o advertencias de la ultratumba. No nos es desconocido del todo ese mecanismo, quiero decir en la vigilia. A veces quiere tanto uno a alguien que le cuesta poco esfuerzo ver el mundo con sus ojos y sentir lo que siente ese alguien, hasta donde son reconocibles los sentimientos ajenos. Prever a esa persona, anticiparla. Ponerse en su lugar, literalmente. Por eso existe esa expresión, y casi ninguna es de balde en las lenguas. Y si eso lo hacemos despiertos, no es tan raro que se obren esas fusiones o conversiones o yuxtaposiciones dormidos, o son casi metamorfosis. Acuérdate del soneto de Milton, ¿lo conoces? Milton lleva ya tiempo ciego cuando lo escribe, sueña una noche con su esposa Catherine muerta y la ve y la oye perfectamente en esa dimensión, la del sueño, que tan bien acoge y tolera la narración poética. Y en ella recupera la visión triplemente: la suya, como facultad y sentido; la imagen de su mujer imposible, pues no sólo él, sino nadie puede verla ya en el presente, se ha borrado de la tierra; y sobre todo el rostro y la figura de ella, que en él no son recordados siquiera sino imaginados, nuevos y nunca antes vistos, porque él jamás la había contemplado en vida más que con la mente y el tacto, fueron sus segundas nupcias y estaba ya ciego al casarse. Y al inclinarse ella para abrazarlo en el sueño, entonces " I wak'd, she fled, and day brought back my night", así termina.' ('Desperté, ella se deshizo, y el día devolvió mi noche'.) 'Con los muertos se vuelve a la noche siempre, y a no oír más que su silencio, y a no obtener nunca respuesta. No, no hablan, son los únicos; y son también la mayoría, si contamos a cuantos atravesaron y dejaron atrás el mundo. Aunque todos hablaran sin duda, durante su estancia.' Wheeler tocó las viñetas de nuevo, les dio unos golpes con el índice, señalándolas con vehemencia como si fueran más de lo que eran. '¿Te das bien cuenta, Jacobo, de lo que significaba esto? Se pidió a los ciudadanos que se callaran, que se cosieran los labios, que cerraran bien el pico a cal y canto, que se abstuvieran de toda conversación imprudente y aun de las que no parecieran serlo. A todos se les metió miedo, incluso a los niños. Miedo a sí mismos y a traicionarse, y por supuesto miedo al otro, hasta al más querido y más cercano y al de mayor confianza. Así que yo no sé si te das cuenta, pero lo que se les estaba pidiendo con estas consignas no era sólo que renunciaran al aire, sino que se asimilaran con ello a los muertos. Eso además en un tiempo en que cada día nos llegaban noticias de tantos nuevos, los de los infinitos frentes esparcidos por medio globo, o en que se los veía aquí mismo en el barrio, en tu propia calle, víctimas de los bombardeos nocturnos y cualquiera podía ser el siguiente. ¿No bastaban esos muertos? ¿No bastaba con el definitivo e irreversible silencio impuesto a tantos, para que los todavía vivos tuviéramos además que imitarlos y enmudecer antes de tiempo? ¿Cómo podía pedirse eso a un país entero ni a nadie, ni siquiera a un individuo aislado? Si observas estas viñetas (y hubo más), verás que no quedaba excluido nadie por insignificante que pareciese. ¿Qué podían saber de interés o de riesgo, por ejemplo, estas dos señoras que van en metro charlando probablemente de sus sombreritos o de su cotidianidad más inocua? Ah, podían tener alistados a un marido, a un hermano, a un hijo, de hecho era lo más corriente, y aunque sus hombres ya prevenidos no les contaran mucho, algo podían saber ellas de aprovechable importancia, cómo decir: sin saber que lo sabían o ignorando que lo fuese. Todo el mundo puede saber algo, hasta el mendigo más misantrópico y al que no habla nadie, no solamente en la guerra sino siempre, y aunque la mayoría ni siquiera tenga conciencia de su caro conocimiento. Y cuanto menos consciente se sea, más peligroso uno se vuelve. Parece una exageración, pero en realidad nadie está a salvo de desencadenar calamidades, desastres, crímenes, malentendidos trágicos y venganzas por hablar tan sólo, inocente y libremente. Siempre es posible y aun fácil irse de la lengua, qué expresión tan hermosa, a la vez amplia y precisa, tenéis vosotros en el castellano, que cubre tanto la intencionalidad como la involuntariedad del hecho.' Y Wheeler lo dijo obviamente en mi idioma, irse de la lengua, la expresión hermosa. 'En cualquier época y circunstancia, de eso no está a salvo nadie. Y además no olvides esto: que todo tiene su tiempo para ser creído, hasta lo más inverosímil y lo más anodino, lo más increíble y lo más necio.' Wheeler volvió a levantar la vista, como si hubiera oído antes que yo lo que yo oí en seguida pero al cabo de unos segundos, un ruido de motor en el aire y también ruido de hélice, quizá él se había acostumbrado a percibir el más mínimo sonido o vibración aérea durante la Guerra o sus guerras, antes de que resultara audible, supongo que también se aprende a presentir los presentimientos. Vimos surgir entonces sobre los árboles un helicóptero que volaba bajo, era extraña esa visión en el cielo de Oxford y más aún en jornada festiva, en uno de aquellos domingos desterrados del infinito, tal vez se celebraba alguna ceremonia académica con presencia del Primer Ministro o de otro elevado cargo o de un individuo u otro del denso escalafón monárquico (el Duque y la Duquesa de Kent tienden a multiplicarse, con ayuda sobrenatural, se cuenta) y no estábamos al tanto, Wheeler ya tan jubilado que las autoridades universitarias se olvidaban más cada año de invitarlo a sus fastos. Los Premiers británicos han tenido querencia hacia nuestra Universidad tradicionalmente, aún me acordaba de cuando en mi periodo docente los miembros de la congregación le habíamos negado el doctorado honoris causa, en votación nada reñida, a la recatada Mrs. Thatcher (rencorosa Margaret Hilda) cuando era sólo señora y no Baronesa ni Lady. Ella había estudiado allí y mandaba por entonces, pero eso le sirvió de poco. Yo tenía momentáneo derecho a voto y lo uní con zozobra y gusto al de la mayoría denegadora. Aquella mujer encajó mal el feo, y luego pareció vengarse con restricciones y leyes perjudiciales para la Universidad y no sólo la nuestra, pero fue la primera Premier a quien se rehusó ese título, que de hecho se había otorgado a todos o casi todos sus predecesores sin oposición apenas, un trámite, o digamos graciosamente.

El ruido de las aletas se hizo insoportable en un instante, Peter se llevó las manos a los oídos y a la vez guiñó los ojos con fuerza, como si el estruendo dentado —una carraca gigante– le dañara también la vista, de manera que no pudo impedir que las viñetas se nos volaran por la turbulencia del aire. No lo vio siquiera. Yo intenté parar las que pude con mis manos, muy pocas. El helicóptero empezó a dar pasadas, como si fuéramos nosotros el objeto de su vigilancia, quizá se divertía el piloto al ver a un anciano espantado, y a su acompañante correr tras papelitos esquivos que se iban hacia el río. Hube de tirarme a la hierba en plancha (no una vez ni dos tampoco) para frenar y pillar los más posibles antes de que cayeran al agua, mientras el helicóptero raseaba con lo que percibí como burla según me iba yo lanzando, puede que erróneamente. Luego se alejó y desapareció en pocos segundos, igual que había surgido. Algunas viñetas todavía volaban, sobre todo la que era de papel de diario y por tanto la más ligera, la Información al enemigo' de Fraser, temí que se desmenuzara como un papiro (tenía sesenta años largos, aquel trozo), aparte de que se mojara. Iba tras unas y otras cuando vi que Wheeler había abierto por fin los ojos así como los oídos, y —de nuevo libres las manos– cómo ahora se llevaba un brazo a la frente —o era la muñeca a la sien—, como si le doliera mucho o estuviera comprobando si le había venido fiebre, o era un gesto de pesadilla acaso. Y el otro brazo se lo vi extendido, señalando con el dedo índice de la misma forma en que lo había hecho la noche anterior cuando no le salió una palabra y tuve yo que adivinársela, o que tanteársela. Habría pensado que era otra vez sólo eso, aquella afasia momentánea, de no haberla precedido el vuelo del helicóptero y las buscadas sordera y ceguera de Peter mientras la hélice nos aturdía, lo había visto, cómo decir, indefenso y desamparado, y no sabía si transportado. Me acerqué a él temeroso, abandoné los papelitos por tanto, la caza de los aún rebeldes:


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