Текст книги "Los Enamoramientos"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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–¿Y el gorrilla? —dije—. ¿No puedes odiarlo? ¿U odiar a todos los vagabundos?
–No —contestó sin pensárselo, es decir, como si ya lo hubiera considerado—. No he querido saber más de ese hombre, creo que se ha negado a declarar, que desde el primer instante se encerró en el mutismo y que ahí sigue, pero está claro que se confundió y que anda mal de la cabeza. Al parecer tiene dos hijas metidas en la prostitución, dos hijas jóvenes, y le dio por pensar que Miguel y Pablo, el chófer, tenían que ver en ello. Un disparate. Mató a Miguel como podía haber matado a Pablo o a cualquier vecino de la zona al que hubiera enfilado. Supongo que también él necesitaba enemigos, alguien a quien echar la culpa de su desgracia. Lo que hace todo el mundo, por otra parte, las clases bajas como las medias y las altas y los desclasados: nadie acepta ya que las cosas pasan a veces sin que haya un culpable, o que existe la mala suerte, o que las personas se tuercen y se echan a perder y se buscan ellas solas la desdicha o la ruina. —‘Tú mismo te has forjado tu ventura’, pensé recordando, citando a Cervantes, cuyas palabras, en efecto, no se tienen ya en cuenta—. No, no puedo enfurecerme con quien lo mató por nada, con quien lo señaló por azar, como si dijéramos, eso es lo malo; con un loco, con un trastornado que en realidad no lo malquería a él por ser él y que ni siquiera sabía su nombre, sino que lo vio como la encarnación de su infortunio o el causante de su situación amarga. Bueno, qué sé yo lo que vio, no me importa, ni estoy en su cabeza ni quiero estarlo. A veces intentan hablarme de ello mi hermano o el abogado o Javier, uno de los mejores amigos de Miguel, pero yo los paro y les digo que no deseo explicaciones más o menos hipotéticas ni investigaciones a tientas, que lo que ha ocurrido es tan grave que el porqué me da lo mismo, sobre todo si es un porqué incomprensible, que no existe ni puede existir fuera de esa mente alucinada o enferma en la que no tengo por qué adentrarme. —Luisa hablaba bastante bien, con no escaso vocabulario y con verbos que en el habla general son infrecuentes, como ‘malquerer’ o ‘adentrarse’; al fin y al cabo era profesora universitaria, de Filología Inglesa, me había dicho, enseñaba la lengua; por fuerza tenía que leer y traducir mucho—. Exagerando un poco, ese hombre tiene para mí el mismo valor que una cornisa que se desprende y te cae en la cabeza justo cuando pasas debajo, podías no haber pasado en ese instante: un minuto antes y ni te habrías enterado. O que una bala perdida proveniente de una cacería, disparada por un inexperto o un imbécil, podías no haber ido ese día al campo. O que un terremoto que te pilla en un viaje, podías no haber ido a ese sitio. No, odiarlo no sirve, no consuela ni da fuerzas, no me reconforta esperar que lo condenen ni desear que se pudra en la cárcel. Tampoco es que le tenga lástima, claro, no puedo tenérsela. Lo que sea de él me es indiferente, a Miguel no me lo va a devolver nada ni nadie. Supongo que irá a una institución psiquiátrica, si es que aún existen, no sé qué se hace con los desequilibrados que cometen delitos de sangre. Supongo que lo quitarán de la circulación por ser un peligro y para evitar que repita lo que ha hecho. Pero no busco su castigo, sería como caer en la estupidez de los ejércitos de antes, que arrestaban e incluso ejecutaban a un caballo que hubiera tirado a un oficial al suelo ocasionándole la muerte, cuando el mundo era más ingenuo. Tampoco puedo tomarla con todos los mendigos y los sin techo. Me dan miedo ahora, eso sí. Cuando veo a uno procuro alejarme o cruzar de acera, es un acto reflejo justificado, que me durará para siempre. Pero eso es algo distinto. Lo que no puedo es dedicarme a odiarlos activamente, como sí podría odiar a unos empresarios rivales que le hubieran mandado a un sicario, no sé si sabes que eso es cada vez más común, también en España, individuos que hacen venir a un asesino de fuera, un colombiano, un serbio, un mexicano, para que quite de en medio a quien les hace demasiada competencia y les impide expandirse, o un mero negocio. Traen a un tipo, hace su trabajo, le pagan y se larga, todo en un día o dos, nunca los encuentran, son discretos y profesionales, son asépticos y no dejan rastro, cuando se levanta el cadáver ellos ya están en el aeropuerto o volando de regreso. Casi nunca hay manera de probar nada, menos aún quién lo ha contratado, quién lo ha inducido o le ha dado la orden. Si hubiera pasado algo así, ni siquiera podría odiar mucho a ese sicario abstracto, le habría tocado a él la china como podría haberle tocado a otro, al que estuviera libre; no habría conocido a Miguel ni habría tenido nada en su contra, personalmente. Pero sí a los inductores, tendría la posibilidad de sospechar de unos y otros, de cualquier competidor o resentido o damnificado, todo empresario hace víctimas sin querer o queriendo; y hasta de los colegas amigos, como leí el otro día una vez más, en el Covarrubias. —Luisa vio mi cara de conocimiento sólo vago—. ¿No lo conoces? El Tesoro de la lengua castellana o española, fue el primer diccionario, de 1611, lo escribió Sebastián de Covarrubias. —Se levantó y trajo un voluminoso libro verde que tenía a mano y buscó entre sus páginas—. Tuve que consultar la palabra ‘envidia’ para cotejar con la definición inglesa, y mira cómo termina la suya. —Y me leyó en voz alta—. ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados.’ Y ese saber venía ya de más antiguo, porque mira lo que añade: ‘Esta materia es lugar común, y tratada de muchos; no es mi intento traspalar lo que otros han juntado. Quédese aquí’. —Y cerró el libro y volvió a sentarse, con él en el regazo, asomaban papelitos de no pocas de sus páginas—. Mi mente estaría ocupada en otra cosa, y no sólo en el lamento y en la añoranza. Lo añoro sin parar, ¿sabes? Lo añoro al despertarme y al acostarme y al soñar y todo el día en medio, es como si lo llevara conmigo incesantemente, como si lo tuviera incorporado, en mi cuerpo. —Se miró los brazos, como si la cabeza de su marido reposara en ellos—. Hay gente que me dice: ‘Quédate con los buenos recuerdos y no con el último, piensa en lo mucho que os habéis querido, piensa en tantos momentos fantásticos que otros ni siquiera han conocido’. Es gente bienintencionada, que no alcanza a entender que todos los recuerdos están teñidos ahora por este final triste y sangriento. Cada vez que me acuerdo de algo bueno, al instante se me aparece la imagen última, la de su muerte gratuita y cruel, tan fácilmente evitable, tan tonta. Sí, es lo que llevo peor: tan sin culpable y tan tonta. Y el recuerdo se enturbia y se hace malo. En realidad ya no me queda ninguno bueno. Todos me resultan ilusos. Todos se han contaminado.
Se quedó callada y miró hacia el cuarto contiguo en el que estaban los niños. Se oía la televisión de fondo, luego todo debía de estar en orden. Eran niños bien educados, por lo que había visto, mucho más de lo que es la norma hoy en día. Curiosamente no me sorprendía ni me causaba violencia que Luisa me hablara con tanta confianza, como si yo fuera una amiga. Tal vez no podía hablar de otra cosa, y en los meses transcurridos desde la muerte de Deverne había agotado con su estupefacción y sus cuitas a todos sus allegados, o le daba vergüenza insistir sobre el mismo tema con ellos y se aprovechaba para desahogarse de la novedad que yo suponía. Tal vez le daba lo mismo quién yo fuera, le bastaba con tenerme como interlocutor no gastado, con quien podía empezar desde el principio. Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que la sufre los efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca es muy larga si se tiñe de monotonía. Y así, tarde o temprano, la persona triste se queda sola cuando aún no ha terminado su duelo o ya no se le consiente hablar más de lo que todavía es su único mundo, porque ese mundo de congoja resulta insoportable y ahuyenta. Se da cuenta de que para los demás cualquier desdicha tiene fecha de caducidad social, de que nadie está hecho para la contemplación de la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una breve temporada, mientras en él hay aún conmoción y desgarro y cierta posibilidad de protagonismo para los que miran y asisten, que se sienten imprescindibles, salvadores, útiles. Pero al comprobar que nada cambia y que la persona afectada no avanza ni emerge, se sienten rebajados y superfluos, lo toman casi como una ofensa y se apartan: ‘¿Acaso no le basto? ¿Cómo es que no sale del pozo, teniéndome a mí a su lado? ¿Por qué se empeña en su dolor, si ya ha pasado algún tiempo y yo le he dado distracción y consuelo? Si no puede levantar la cabeza, que se hunda o que desaparezca’. Y entonces el abatido hace esto último, se retrae, se ausenta, se esconde. Tal vez Luisa se aferró a mí aquella tarde porque conmigo podía ser la que aún era y no ocultarse: una viuda inconsolable, según la frase consagrada. Obsesionada, aburrida, doliente.
Miré yo hacia el cuarto de los niños, señalé en su dirección con la cabeza.
–Deben de serte una ayuda, dentro de las circunstancias —dije—. Tenerte que ocupar de ellos te obligará a levantarte cada mañana con algo de ánimo, a ser fuerte y a aguantar el tipo, supongo. Saber que dependen de ti enteramente, más que antes. Serán una carga pero también un salvavidas forzoso, serán la razón para empezar cada día. ¿No? ¿O no? —añadí al ver que su rostro se nublaba más todavía y que su ojo grande se contraía, igualándose con el chico.
–No, es todo lo contrario —contestó respirando hondo, como si tuviera que hacer acopio de serenidad para decir lo que a continuación dijo—. Daría cualquier cosa por que no estuvieran ahora, por no tenerlos. Entiéndeme bien: no es que me arrepienta de pronto, su existencia me resulta vital y son lo que más quiero, más que a Miguel probablemente, o al menos me doy cuenta de que su pérdida habría sido aún peor, la de cualquiera de los dos, ya me habría muerto. Pero ahora no puedo con ellos, me pesan demasiado. Ojalá me fuera posible ponerlos entre paréntesis, o hibernarlos, no sé, ponerlos a dormir y que no se despertaran hasta nuevo aviso. Quisiera que me dejaran en paz, que no me preguntaran ni me pidieran nada, que no tiraran de mí, que no se me colgaran como lo hacen, pobres. Necesitaría estar a solas, no tener responsabilidades, ni que hacer un sobreesfuerzo para el que no me siento capacitada, no pensar en si han comido o se han abrigado o en si se han acatarrado y tienen fiebre. Quisiera poder quedarme en la cama todo el día, o estar a mi aire sin ocuparme de nada o tan sólo de mí misma, y así recomponerme poco a poco, sin interferencias ni obligaciones. Si es que alguna vez me recompongo, espero que sí, aunque no veo cómo. Pero estoy tan debilitada que lo último que me hace falta son dos personas aún más débiles que yo a mi lado, que no pueden valerse por sí solas y que todavía entienden menos que yo lo que ha ocurrido. Y que encima me dan pena, una pena inamovible y constante, que va más allá de las circunstancias. Las circunstancias la acentúan, pero estaba ya ahí desde siempre.
–¿Cómo constante? ¿Cómo más allá? ¿Cómo desde siempre?
–¿Tú no tienes hijos? —me preguntó. Negué con la cabeza—. Los hijos dan mucha alegría y todo eso que se dice, pero también dan mucha pena, permanentemente, y no creo que eso cambie ni siquiera cuando sean mayores, y eso se dice menos. Ves su perplejidad ante las cosas y eso da pena. Ves su buena voluntad, cuando tienen ganas de ayudar y de poner de su parte y no pueden, y eso te da también pena. Te la da su seriedad y te la dan sus bromas elementales y sus mentiras transparentes, te la dan sus desilusiones y también sus ilusiones, sus expectativas y sus pequeños chascos, su ingenuidad, su incomprensión, sus preguntas tan lógicas, y hasta su ocasional mala idea. Te la da pensar en cuánto les falta por aprender, y en el larguísimo recorrido al que se enfrentan y que nadie puede hacer por ellos, aunque llevemos siglos haciéndolo y no veamos la necesidad de que todo el que nace deba empezar otra vez desde el principio. ¿Qué sentido tiene que cada uno pase por los mismos disgustos y descubrimientos, más o menos, eternamente? Y claro, a ellos les ha tocado además algo infrecuente y que podían haberse ahorrado, una gran desgracia que no estaba prevista. No es normal que en nuestras sociedades le maten a uno al padre, y la tristeza que ellos sienten me es una pena añadida. No soy yo sola la que ha sufrido una pérdida, ojalá lo fuera. Me corresponde a mí explicárselo, y ni siquiera tengo una explicación que darles. Todo esto sobrepasa mis fuerzas. No les puedo decir que ese hombre odiaba a su padre, ni que era un enemigo suyo, y si les cuento que se volvió loco hasta el punto de matarlo, eso difícilmente lo entienden. Carolina sí, más, pero Nicolás nada.
–Ya. ¿Y qué les has dicho? ¿Cómo lo llevan?
–La verdad, en el fondo, más o menos, adaptada. Dudé si contarle nada al niño, es muy pequeño, pero me dijeron que sería peor si se lo soltaban los compañeros en el colegio. Como salió en la prensa, todo el mundo que nos conoce se enteró en seguida, e imagínate las versiones de críos de cuatro años, podían ser aún más truculentas y disparatadas que lo que sucedió realmente. Así que les dije que ese hombre estaba muy furioso porque le habían quitado a sus hijas, y que se confundió de persona y atacó a papá en vez de a quien se las había quitado. Me preguntaron que quién se las había quitado entonces, y les contesté que no lo sabía, y que seguramente ese hombre tampoco lo sabía y que por eso estaba así, buscando con quién enfadarse. Que no distinguía bien a las personas y que sospechaba de todo el mundo, y que por eso le había pegado a Pablo otro día, creyendo que era él el responsable. Es curioso, eso sí lo entendieron muy rápido, que alguien se pusiera furioso porque le hubieran robado a sus hijas, e incluso ahora me preguntan a veces si se sabe algo de ellas o si han aparecido, como si fuera un cuento pendiente, supongo que se las imaginan niñas. Les dije que todo había sido mala suerte. Que era como un accidente, como cuando un coche atropella a un peatón o se cae un albañil de los que trabajan en los edificios. Que su padre no tenía ninguna culpa ni le había hecho nada a nadie. El niño me preguntó si ya no iba a volver. Le contesté que no, que ahora estaba muy lejos, como cuando se iba de viaje o más lejos, tanto que regresar no era posible, pero que desde allí donde estaba seguía viéndolos a ellos y cuidándolos. También se me ocurrió decirles, para que no fuera todo tan definitivo de golpe, que yo podría hablar con él de tarde en tarde, y que si querían algo de él, algo importante, que me lo transmitiesen y yo se lo comunicaría. La niña no se creyó esta parte, me parece, porque nunca me da ningún mensaje, pero el niño sí, así que ahora me pide a veces que le cuente tal o cual cosa a su padre, tonterías del colegio que él vive como acontecimientos, y al día siguiente me pregunta si ya se lo he dicho y qué ha respondido, o si se ha puesto contento al saber que ya juega al fútbol. Yo le contesto que aún no he hablado, que hay que esperar, que no es fácil establecer contacto, dejo pasar unos días y, si se acuerda e insiste, entonces me invento algo. Cada vez dejaré pasar más tiempo hasta que se desacostumbre y se olvide, él apenas va a recordarlo a la larga. Creerá recordar, sobre todo, lo que su hermana y yo le contemos. Carolina es más preocupante. Casi no lo menciona, está más seria y más callada, y cuando le cuento a su hermano que su padre se ha reído al oír sus ocurrencias, por ejemplo, o que me ha encargado que le diga que no dé patadas a los otros niños sino sólo a la pelota, me mira con una especie de pena parecida a la que ellos me inspiran, como si mis mentiras le dieran lástima, de manera que hay momentos en los que todos nos damos pena, ellos a mí y yo a ellos, o por lo menos a la niña. Me ven triste, me ven como no me habían visto nunca, aunque yo hago esfuerzos, no te creas, por no llorar y por que no se me note mucho cuando estoy con ellos. Pero me lo han de notar, estoy segura. Sólo he llorado una vez en su presencia. —Recordé la impresión que me había causado la niña cuando los había observado a los tres por la mañana en la terraza: cómo prestaba atención a la madre y casi velaba por ella, dentro de sus posibilidades; y la fugaz caricia en la mejilla que le había hecho al despedirse—. Y además temen por mí —añadió Luisa sirviéndose otra copita con un suspiro. Hacía rato que no bebía, se había frenado, quizá era de esas personas que saben pararse a tiempo o que dosifican hasta los excesos, que bordean los peligros pero nunca caen en ellos, ni siquiera cuando sienten que ya no tienen qué perder y les da todo lo mismo. Era indudable que estaba muy desesperada, pero no lograba imaginármela en pleno abandono, de ningún tipo: ni emborrachándose bestialmente ni descuidando a los niños ni dándose a la droga ni faltando al trabajo ni entregándose a un hombre tras otro (eso más adelante) para olvidarse del que le importaba; era como si hubiera en ella un último resorte de sensatez, o de sentido del deber, o de serenidad, o de preservación, o de pragmatismo, no sabía bien lo que era. Y entonces lo vi claro: ‘Saldrá de esta’, pensé, ‘se recuperará antes de lo que cree, le parecerá irreal cuanto ha vivido estos meses y hasta volverá a casarse, tal vez con un hombre tan perfecto como Desvern, o con el que al menos volverá a formar una pareja parecida, es decir, casi perfecta’—. Han descubierto que la gente se muere, y que se mueren quienes les parecían a ellos más indestructibles, los padres. Ya no es una pesadilla, y Carolina había empezado a tenerlas, está en la edad: ya soñaba alguna noche que me moría yo o que se moría su padre, antes de que pasara nada. Nos había llamado desde su cuarto en mitad de la noche, angustiada, y nosotros la habíamos convencido de que eso era imposible. Ha visto que nos equivocábamos o quizá que le mentíamos; que tenía motivos para temer, que lo que se le había representado en sueños se ha cumplido. No me lo ha reprochado a las claras, pero al día siguiente de que Miguel fuera enterrado y ya no hubiera vuelta de hoja ni nada más que hacer sino seguir viviendo sin él, me dijo dos veces, como cargada de razón: ‘¿Lo ves? ¿Lo ves?’. Y yo le pregunté sin comprender: ‘¿Qué es lo que tengo que ver, cielo?’. Estaba demasiado aturdida para comprender. Entonces ella se replegó, y ha seguido haciéndolo desde aquel momento: ‘Nada, nada. Que papá ya no está en casa, ¿no lo ves?’, me contestó. Me faltaron las fuerzas y me senté en el borde de la cama, estábamos en mi habitación. ‘Claro que lo veo, cariño’, le dije, y se me saltaron las lágrimas. No me había visto llorar y le di pena, desde entonces se la doy. Se acercó y empezó a secármelas con su vestido. En cuanto a Nicolás, lo ha descubierto demasiado pronto, sin ni siquiera poderlo soñar y temer antes, cuando aún no tenía conciencia de la muerte, yo creo que ni se ha enterado bien de en qué consiste, aunque se va dando cuenta de que eso significa que las personas dejen de estar, que ya no se las vea nunca más. Y si su padre ha muerto y ha desaparecido de un día a otro; aún peor, si a su padre lo han matado de golpe y ha dejado de existir sin aviso, si ha resultado tan frágil como para caer abatido a la primera embestida de un desgraciado, ¿cómo no van a pensar que lo mismo puede sucederme a mí cualquier día, a la que ven menos fuerte? Sí, temen por mí, temen que me pase algo malo y que los deje solos del todo, me miran con aprensión, como si fuera yo quien estuviera en riesgo y desprotegida, más que ellos. En el niño es algo instintivo, en la niña es muy consciente. Noto cómo mira a mi alrededor cuando estamos en la calle, cómo se pone alerta ante cualquier desconocido, o más bien ante cualquier hombre desconocido. La tranquiliza que esté acompañada, de gente amiga o de mujeres. Ahora hace rato que está despreocupada, porque estoy en casa y porque estoy contigo, ya ves que no entra a vigilar con pretextos ni a dar la lata. Aunque acabe de conocerte, le inspiras confianza, eres mujer y no te ve como un peligro. Al contrario, te ve como un escudo, una defensa. Eso me preocupa un poco, que les coja miedo a los hombres, que se ponga en guardia y nerviosa ante ellos, ante los que no conoce. Espero que se le pase, no se puede ir por la vida temiendo a la mitad de la especie.
–¿Saben cómo murió exactamente su padre? Quiero decir —dudé, no supe si volver a traerlo—, la navaja.
–No, yo no entré nunca en detalles, sólo les dije que lo había atacado ese individuo, no les he contado nunca el modo. Pero Carolina sí debe saberlo, estoy segura de que leyó algún periódico y de que sus compañeros se lo comentaron impresionados. La idea le ha de dar tal espanto que jamás me ha hecho preguntas ni se ha referido a ello. Es como si las dos estuviéramos tácitamente de acuerdo en no hablar de eso, en no recordarlo, en borrar de la muerte de Miguel ese elemento (el elemento clave, el que se la produjo), para que pueda quedar como un hecho aislado y aséptico. Es lo que todo el mundo hace con sus muertos, por otra parte. Intenta olvidar el cómo, se queda con la imagen del vivo y si acaso con la del muerto, pero evita pensar en la frontera, en el tránsito, en la agonía, en la causa. Alguien está ahora vivo y después está muerto, y en medio nada, como si se pasara sin transición ni motivo de un estado a otro. Pero yo aún no puedo evitarlo y es lo que no me deja vivir ni empezar a recuperarme, en el supuesto de que haya recuperación para esto. —‘La habrá, la habrá’, volví a pensar, ‘antes de lo que crees. Y así te lo deseo, pobre Luisa, con toda mi alma’—. Con Carolina sí puedo hacerlo, le conviene a ella y eso me basta. Cuando estoy a solas, en cambio, no me es posible, sobre todo a estas horas, cuando ya no es de día ni tampoco es aún de noche. Pienso en esa navaja entrando y en lo que Miguel debió de sentir, y en si le dio tiempo a pensar algo, si pensó que se moría. Entonces me desespero y me pongo enferma. Y no es una manera de hablar: me pongo literalmente enferma. Y me duele todo el cuerpo.
Sonó el timbre y, sin imaginar quién sería, supe que la conversación y mi visita habían tocado a su fin. Luisa no había inquirido nada acerca de mí, ni siquiera había vuelto a las preguntas que me había hecho en la terraza por la mañana, en qué trabajaba y qué nombre les ponía mentalmente a Deverne y a ella cuando los observaba en el desayuno común. No estaba aún para curiosidades, no estaba para interesarse por nadie ni para asomarse a otras vidas, la suya la consumía y se le llevaba todas las fuerzas y la concentración, probablemente también la imaginación. Yo no era más que un oído sobre el que verter su desgracia y sus pensamientos tenaces, un oído virgen pero intercambiable, o quizá no del todo, esto último: al igual que a la niña, le debía de inspirar confianza y familiaridad, y acaso no se habría sincerado de la misma forma con cualquiera, no con cualquiera. Al fin y al cabo yo había visto a su marido muchas veces y por tanto le ponía rostro a su pérdida, conocía la ausencia que era causa de su desolación, la figura desaparecida de su campo visual, un día tras otro y otro más y otro más, y así monótona e irremediablemente hasta el final. En cierto sentido yo era ‘de antes’, luego capaz de echar también en falta al difunto a mi modo, aunque los dos hubieran hecho siempre caso omiso de mí y Desvern se viera obligado ya a hacerlo durante toda la eternidad, yo llegaba demasiado tarde para él, nunca sería más que la Joven Prudente en quien se había fijado muy poco y tan sólo de refilón. ‘Es su muerte, sin embargo, lo que me permite estar aquí’, pensé extrañada. ‘De no haberse producido yo no estaría en su casa, porque esta era su casa, aquí vivió y este era su salón y quizá ahora ocupo el lugar en el que tomaba asiento, de aquí salió la mañana última en que yo lo vi, la última en que también lo vio su mujer.’ Era seguro que a ella yo le caía bien, y que me percibía a su favor, compasiva y apenada; notaría vagamente que en otras circunstancias podríamos haber sido amigas. Pero ahora estaba como en el interior de un globo, habladora pero en el fondo aislada y ajena a todo lo exterior, y ese globo tardaría mucho en pincharse. Sólo entonces me podría ver de veras, sólo entonces dejaría de ser aquella Joven Prudente de la cafetería. Si en aquellos momentos le hubiera preguntado cómo me llamaba, probablemente no lo habría recordado, o si acaso sólo el nombre pero no el apellido. Tampoco sabía si nos volveríamos a ver, si habría más ocasión: cuando saliera de allí me perdería en una nebulosa.
No esperó a que contestara el servicio, había al menos una criada, que fue quien me contestó a mí al llegar. Se levantó y fue hasta la entrada y descolgó el telefonillo. Le oí decir ‘¿Sí?’ y después ‘Hola. Te abro’. Era alguien bien conocido, que ella esperaba o que solía pasarse a diario sobre aquella hora, no hubo el menor tono de sorpresa ni de emoción en su voz, hasta podía ser el chico de los ultramarinos que venía con un pedido. Aguardó con la puerta abierta a que el visitante recorriera el tramo de jardín que separaba el portal de la calle de la casa propiamente dicha, vivía en una especie de chalet u hotelito, de los que hay varias colonias en zonas céntricas de Madrid, no sólo en El Viso, también a espaldas de la Castellana y en Fuente del Berro y en otros sitios, milagrosamente escondidas del monstruoso tráfico y del perpetuo caos general. Me di cuenta entonces de que en realidad tampoco me había hablado de Deverne. No lo había evocado, ni había descrito su carácter o manera de ser, no había dicho cuánto echaba de menos tal o cual rasgo suyo o tal o cual costumbre común, o cómo la mortificaba que hubiera dejado de vivir —por ejemplo– alguien que disfrutaba tanto de la vida, la impresión que yo tenía respecto a él. Me percaté de que no sabía más de aquel hombre que antes de entrar. Hasta cierto punto era como si su muerte anómala hubiera oscurecido o borrado todo lo demás, eso ocurre a veces: el final de alguien es tan inesperado o tan doloroso, tan llamativo o tan prematuro o tan trágico —en ocasiones tan pintoresco o ridículo, o tan siniestro—, que resulta imposible referirse a esa persona sin que de inmediato la engulla o contamine ese final, sin que su aparatosa forma de morir tizne toda su existencia previa y en cierto modo la prive de ella, algo de lo más injusto. La muerte chillona se hace tan predominante en el conjunto de la figura que la sufrió, que cuesta mucho recordarla sin que sobre el recuerdo se cierna al instante ese dato último anulador, o pensarla de nuevo en los largos tiempos en que nadie sospechaba que pudiera ir a caerle tan abrupto o pesado telón. Todo se ve a la luz de ese desenlace, o, mejor dicho, la luz de ese desenlace es tan fuerte y cegadora que impide recuperar lo anterior y sonreír en la rememoración o el ensueño, y podría decirse que quienes así mueren mueren más profunda y cabalmente, o quizá es doblemente, en la realidad y en la memoria de los demás, porque ésta es una memoria para siempre deslumbrada por el hecho estúpido clausurador, amargada y distorsionada y también acaso envenenada.
Podía ser, asimismo, que Luisa se encontrara todavía en la fase del egoísmo extremo, esto es, que sólo fuera capaz de mirar su propia desgracia y no tanto la de Desvern, pese a la preocupación expresada por su momento postrero, el que él tuvo que comprender que era de adiós. El mundo es tan de los vivos, y tan poco en verdad de los muertos —aunque permanezcan en la tierra todos y sin duda sean muchos más—, que aquéllos tienden a pensar que la muerte de alguien querido es algo que les ha pasado a ellos más que al difunto, que es a quien de verdad le pasó. Es él quien hubo de despedirse, casi siempre contra su voluntad, es él quien se perdió cuanto estaba por venir (quien ya no vio crecer y cambiar a sus hijos, por ejemplo, en el caso de Deverne), quien tuvo que renunciar a su afán de saber o a su curiosidad, quien dejó proyectos sin cumplir y palabras sin pronunciar para las que siempre creyó que habría tiempo más tarde, quien ya no pudo asistir; es él, si era autor, quien no pudo completar un libro o una película o un cuadro o una composición, o quien no pudo terminar de leer lo primero o de ver lo segundo o de escuchar lo cuarto, si era sólo receptor. Basta con echar un vistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedado interrumpido y en vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sin función: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero también los medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que pronto habrá que tirar, o la almohada y el colchón especiales sobre los que la cabeza y el cuerpo ya no van a reposar; el vaso de agua al que no dará ni un sorbo más, y el paquete de cigarrillos prohibidos al que restaban sólo tres, y los bombones que se le compraban y que nadie osará acabarse, como si hacerlo pareciera un robo o supusiera una profanación; las gafas que a nadie más servirán y las ropas expectantes que permanecerán en su armario durante días o durante años, hasta que se atreva alguien a descolgarlas, bien armado de valor; las plantas que la desaparecida cuidaba y regaba con esmero, quizá nadie querrá hacerse cargo, y la crema que se aplicaba de noche, las huellas de sus dedos suaves se verán aún en el tarro; sí querrá alguien heredar y llevarse el telescopio con el que se entretenía observando a las cigüeñas que anidaban sobre una torre a distancia, pero lo utilizará para quién sabe qué, y la ventana por la que miraba cuando hacía un alto en el trabajo se quedará sin contemplador, o lo que es decir sin visión; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá ni una hoja más, y el día último carecerá de la anotación final, la que solía significar: ‘Ya he cumplido por hoy’. Todos los objetos que hablaban se quedan mudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acalla haciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran la pérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extraña conciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: ‘¿Y ahora qué hacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilio o la basura. Se nos ha acabado la misión’. Tal vez todas las cosas de Desvern se hubieran sentido así meses atrás. Luisa no era una cosa. Luisa, por tanto, no.