Текст книги "Los Enamoramientos"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Pero en realidad no estaba medio desvestida, sino más bien medio o casi desnuda, y el resto de la ropa significaba toda menos la falda, porque era eso lo único que había conservado, a Díaz-Varela le gustaba vérmela subida o subírmela él durante nuestros afanes, pero por placer o por comodidad acababa por quitarme las demás prendas; bueno, a veces me sugería que me calzara los zapatos de nuevo tras despojarme de las medias, sólo si eran de tacón los que llevaba, muchos hombres son fieles a ciertas imágenes clásicas, yo los entiendo —tengo las mías– y no me opongo, nada me cuesta complacerlos y aun me siento halagada de responder a una fantasía ya dotada de algún prestigio, el de su perduración a través de unas cuantas generaciones, no es poco mérito. Así que la exagerada escasez de vestimenta —la falda justo por encima de la rodilla cuando estaba en su sitio y lisa, pero es que ahora estaba arrugada y movida y parecía más exigua– me detuvo en seco y me hizo dudar, y plantearme si en el caso de creerme en efecto a solas con Díaz-Varela en su piso, habría salido de la habitación con los pechos al aire o me los habría cubierto, hay que estar muy seguro de que no han cedido, de que no nos delatan su balanceo o su brincar excesivos, para caminar así delante de nadie (nunca he entendido el desenfado de los nudistas crecidos); no es lo mismo que un hombre los vea en reposo, o en medio de un fragor confuso y cercano, que de frente y con distancia y en movimiento incontrolado. Pero no llegué a resolver la duda, porque se entrometió el pudor y prevaleció en seguida. La perspectiva de mostrarme por primera vez de ese modo ante un completo desconocido me pareció insoportable, más aún cuando se trataba de un individuo turbio y sin escrúpulos. También Díaz-Varela carecía de ellos, según acababa de descubrir, y quizá en mayor grado, pero no dejaba de ser alguien que conocía cuanto de mi cuerpo es visible y no sólo eso, alguien todavía querido, sentía una mezcla de incredulidad radical y repugnancia primaria e irreflexiva, era incapaz de asumir lo que creía saber ahora —no digamos de analizarlo—, y si digo ‘creía’ es porque confiaba en haber oído mal, o en un malentendido, en que yo hubiera interpretado aquella conversación erróneamente, en que hubiera una explicación de algún tipo que me permitiera pensar más tarde: ‘Cómo he podido imaginarme eso, qué tonta e injusta he sido’. Y a la vez me daba cuenta de que ya había interiorizado, incorporado sin remedio los hechos que se desprendían de ella, estaban así registrados en mi cerebro mientras no se produjera un desmentido que yo no podría pedir sin ponerme tal vez en grave riesgo. Tenía que fingir no haberme enterado de nada no sólo para no aparecer como una espía y una indiscreta a sus ojos —en la medida en que me importaba cómo me vieran y entonces seguía importándome, pues ningún cambio es de una vez e instantáneo, ni el provocado por un descubrimiento horrendo—, sino que además me convenía, o incluso me era vital literalmente. También sentí miedo, por mí, un poco de miedo, me resultaba imposible tener mucho, calibrar la dimensión de lo sucedido y lo que entrañaba, no era fácil pasar de la placidez o el sopor post coitumal temor hacia la persona junto a la que se habían alcanzado. En todo aquello había algo de inverosímil, de irreal, de sueño difamatorio y aciago que nos pesa sobre el alma y no aguantamos, era incapaz de ver a Díaz-Varela de golpe como a un asesino que pudiera reincidir en el crimen una vez atravesada la raya, una vez ya probado. No lo era de hecho, quise pensar más tarde: él no había agarrado una navaja ni le había asestado puñaladas a nadie, ni siquiera había hablado con aquel Vázquez Canella, el gorrilla homicida, no le había encargado nada, con él no había tenido contacto, jamás había cruzado palabra, por lo que deducía. Acaso ni había ideado esa maquinación, podía haberle contado sus cuitas a Ruibérriz y haberlo éste planeado todo por su cuenta —deseoso de agradar, un cabeza hueca, un cabeza loca—, y aun haberle venido a él con los hechos consumados, como quien se presenta con un regalo inesperado: ‘Mira cómo te he allanado el camino, mira cómo te he despejado el campo, ahora ya está todo en tu mano’. Ni siquiera este Ruibérriz había sido el ejecutor, tampoco él había empuñado el arma ni había dado indicaciones precisas a nadie: había sido inicialmente un tercero, por lo que había entendido, un mandado, y se habían limitado a emponzoñar la desvariada imaginación del indigente y a confiar en su reacción o arranque violento algún día, lo cual podía darse o no darse nunca, si era un crimen premeditado se había dejado en exceso al azar, extrañamente. Hasta qué punto habían tenido certeza, hasta qué punto eran responsables. A menos que también le hubieran dado instrucciones u órdenes y lo hubieran coaccionado, y le hubieran procurado su navaja tipo mariposa, de siete centímetros de hoja que entran todos en la carne, no deben de conseguirse así como así puesto que en teoría están prohibidas, ni tampoco resultar baratas para quien apenas gana unas propinas y duerme en un coche desvencijado. Le habían proporcionado un móvil seguramente para hacerle ellos llamadas, no para que llamara él —tal vez no tenía ni a quién, sus hijas en paradero desconocido o deliberadamente fuera de su alcance, huyendo como de la peste de semejante padre colérico, puritano y trastornado—, para persuadirlo al oído, como quien susurra, nadie tiene presente que lo que se nos dice por teléfono no nos llega desde lejos sino desde muy cerca, y que por eso nos convence mucho más que lo escuchado a un interlocutor cara a cara, éste no nos rozará la oreja, o sólo en caso muy raro. Por lo general esta reflexión no sirve, o al contrario, es una agravante, pero a mí me sirvió momentáneamente para serenarme un poco y no sentirme amenazada, no en principio y no entonces, no en casa de Díaz-Varela, no en su dormitorio, en su cama: era seguro que él no se había manchado las manos de sangre, con la de su mejor amigo, aquel hombre que tan bien me caía a distancia, durante mis desayunos de varios años.
Luego estaba el otro, a quien quería verle la cara, por el que estaba dispuesta a salir medio desnuda, antes de que se marchara y me perdiera su visión ya para siempre. Quizá era más peligroso y no le hiciera la menor gracia verme, o que yo guardara imagen suya a partir de entonces; acaso con él me exponía de veras y leyera en su mirada estas frases: ‘Me he quedado con tu rostro; no me costará dar con tu nombre ni averiguar dónde vives’. Y le viniera la tentación de suprimirme.
Pero tenía que darme prisa, no podía dudar ya más rato, así que me puse el sostén y los zapatos —me los había vuelto a quitar, restregando los talones contra el borde inferior de la cama, los había dejado caer desde allí al suelo justo antes de adormilarme—. Con el sostén era suficiente, quizá me lo habría puesto de todas formas, aunque no hubiera habido un intruso, a sabiendas de que de pie, en movimiento, me favorecía: incluso ante Díaz-Varela, que acababa de verme sin nada. Era de una talla menor que la que me corresponde, un viejísimo truco que en los encuentros galantes siempre da resultado, hace parecer los pechos algo más elevados, algo más rebosantes, aunque yo nunca haya tenido, hasta ahora, mucho problema con los míos. Pero bueno. Son pequeños señuelos y evitan llevarse chascos, cuando se acude a una cita con una idea preconcebida de lo que debe contener esa cita, junto a otras cosas más variables. Ese sostén me haría tal vez más llamativa —o bueno, no: más atractiva– a ojos del desconocido, pero también me sentía más protegida, atenuaba mi vergüenza.
Me dispuse a abrir la puerta, antes me había calzado sin preocuparme por el ruido de los tacones sobre la madera, una manera de avisarlos, si es que estaban atentos, lo bastante, y no absortos en sus apuros. Debía vigilar mi expresión, tenía que ser de absoluta sorpresa cuando viera al tal Ruibérriz, lo que no había resuelto era cuál había de ser mi primera reacción verosímil, seguramente dar media vuelta con azoramiento y meterme a toda prisa en el cuarto para no reaparecer hasta que me hubiera puesto el jersey de pico que llevaba aquel día, ligeramente escotado, o lo suficiente. Y a lo mejor taparme el busto con las manos, ¿o habría sido pudibundo en exceso? Nunca es fácil ponerse en la situación que no es, no me explico cómo tanta gente se pasa la vida fingiendo, porque es del todo imposible tener todos los elementos en cuenta, hasta el último e irreal detalle, cuando en verdad ninguno existe y todos han de fabricarse.
Respiré hondo y tiré del picaporte, dispuesta a representar mi comedia, y en aquel mismo momento supe que estaba ya ruborizada, antes de que Ruibérriz entrara en mi campo visual, porque sabía que él iba a verme en sostén y ajustada falda y me daba pudor así mostrarme ante un desconocido del que además me había hecho la peor idea, quizá mi acaloramiento provenía en parte de lo que acababa de oír, de la mezcla de indignación y espanto que no lograba disminuir la incredulidad que también me rondaba; estaba alterada en todo caso, con sensaciones y pensamientos confusos, el ánimo muy agitado.
Los dos hombres estaban de pie y volvieron la vista al instante, no debían de haberme oído ponerme los zapatos ni nada. En los ojos de Díaz-Varela noté en seguida frialdad, o recelo, censura, severidad incluso. En los de Ruibérriz sorpresa tan sólo, y un destello de apreciación masculina que sé reconocer y que él no podía evitar, probablemente, hay hombres con pupila muy rauda para esa clase de valoración, y no saben refrenarla, son capaces de fijarse en los muslos al descubierto de una mujer que ha sufrido un accidente, tendida en la carretera y ensangrentada, o en el canalillo que asoma en la que se agacha para socorrerlos si son ellos los malheridos, es superior a su voluntad o no tiene que ver con ella, es una manera de estar en el mundo que les durará hasta su agonía, y antes de cerrar para siempre los párpados observarán con complacencia la rodilla de su enfermera, aunque lleve medias blancas con grumos.
Sí me tapé con las manos, instintiva y sinceramente; lo que no hice fue dar media vuelta y retirarme de inmediato, porque pensé que debía decir algo, manifestar violencia, sobresalto. Esto no fue tan espontáneo.
–Ay, lo siento, perdona —me dirigí a Díaz-Varela—, no sabía que había venido nadie. Disculpad, voy a ponerme algo.
–No, si yo ya me iba —dijo Ruibérriz, y me tendió la mano.
–Ruibérriz, un amigo —me lo presentó Díaz-Varela, incómodo, escueto—. Ella es María. —Me privó del apellido, como Luisa en su casa, pero es posible que él lo hiciera a conciencia, por protegerme mínimamente.
–Ruibérriz de Torres, un placer —puntualizó el presentado, tenía que subrayar que su apellido era compuesto. Y siguió con la mano tendida.
–Encantada.
Se la estreché velozmente —me descubrí un lado un segundo, sus ojos volaron hacia ese seno– y entré en el dormitorio, no cerré la puerta, así quedaba clara mi intención de regresar donde ellos, la visita no se iría sin despedirse de quien aún tenía a la vista. Cogí el jersey, me lo puse ante su mirada —la noté fija en mi figura, de perfil para vestirme– y salí de nuevo. Ruibérriz de Torres llevaba un foulardrodeándole el cuello —mero adorno, quizá no se lo había quitado en todo el rato– y se había echado sobre los hombros su famoso abrigo de cuero, que le caía así como una capa, de manera teatral o carnavalesca. Era largo y de cuero negro, como los que lucen los miembros de las SS o quizá de la Gestapo en las películas de nazis, un tipo al que gustaba llamar la atención por la vía rápida y fácil aun a riesgo de provocar rechazo, ahora tendría que renunciar a esa prenda, si obedecía a Díaz-Varela. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue preguntarme cómo es que éste se fiaba de un sujeto con tan visible aspecto de sinvergüenza, lo llevaba pintado en el rostro y en la actitud, en la complexión y en los ademanes, bastaba una sola ojeada para detectar su esencia. Había cumplido ya los cincuenta, sin embargo todo en él aspiraba al juvenilismo: el agradable pelo echado hacia atrás y con ondulaciones sobre las sienes, un poco abultado y largo pero ortodoxo, con mechones o bloques de canas que no le daban respetabilidad porque semejaban artificiales, como de mercurio; el tórax atlético aunque ya levemente abombado, como les sucede a quienes evitan a toda costa engordar en el abdomen y han cultivado los pectorales; la sonrisa abierta que dejaba ver una dentadura relampagueante, el labio superior se le doblaba hacia arriba, mostrando su parte interior más húmeda y acentuando con ello la salacidad del conjunto. Tenía una nariz recta y picuda con el hueso muy marcado, parecía más romano que madrileño y me recordaba a aquel actor, Vittorio Gassman, no en su vejez de aire más noble sino cuando interpretaba a truhanes. Sí, saltaba a la vista que era jovial, y un farsante. Cruzó los brazos de modo que cada mano cayó sobre el bíceps del otro lado —los tensó al instante, un acto reflejo—, como si se los acariciara o midiera, como si quisiera hacerlos resaltar pese a tenerlos ahora cubiertos por el abrigo, un gesto estéril. Podía imaginármelo en niki, perfectamente, y aun con botas altas, una barata imitación de jugador de polo frustrado al que jamás se consintió subirse a un caballo. Sí, era extraño que Díaz-Varela lo tuviera como cómplice en una empresa tan secreta y delicada, en una que mancha tanto: la de traerle a alguien la muerte cuando ‘he should have died hereafter’, cuando le tocaba morir más adelante o a partir de ahora, quizá mañana y si no mañana o mañana, pero nunca ahora. Ahí reside el problema, porque todos morimos, y al fin y al cabo nada cambia demasiado —nada cambia en esencia– cuando se adelanta el turno y se asesina a alguien, el problema reside en el cuándo, pero quién sabe cuál es el adecuado y el justo, qué quiere decir ‘a partir de ahora’ o ‘de ahora en adelante’, si el ahora es por naturaleza cambiante, qué significa ‘en otro tiempo’ si no hay más que un tiempo y es continuo y no se parte y se va pisando los talones eternamente, impaciente y sin objetivo, se va atropellando como si no estuviera en su mano frenarse e ignorara él mismo su propósito. Y por qué ocurren las cosas cuando ocurren, por qué en esta fecha y no en la anterior ni en la siguiente, qué tiene de particular o decisivo este momento, qué lo señala o quién lo elige, y cómo puede decirse lo que dijo Macbeth a continuación, fui a mirar el texto después de que Díaz-Varela me citara de él, y lo que añade de inmediato es esto: ‘There would have been a time for such a word’, ‘Habría habido un tiempo para semejante palabra’, esto es, ‘para tal información’ o ‘semejante frase’, la que acaba de oír de labios de su ayudante Seyton, portador del alivio o la desgracia: ‘La Reina, mi Señor, ha muerto’. Como tantas veces en Shakespeare, los anotadores no se ponen de acuerdo sobre la ambigüedad y el misterio de tan famosas líneas. ¿Qué quiere eso decir? ¿‘Habría habido tiempo más apropiado’? ¿‘Mejor ocasión para ese hecho, porque esta no me conviene’? ¿Tal vez ‘un tiempo más oportuno y pacífico, durante el que se le podrían haber rendido honores, en el que yo podría haberme detenido y haber llorado debidamente la pérdida de quien compartió tanto conmigo, la ambición y el crimen, la esperanza y el poder y el miedo’? Macbeth dispone entonces tan sólo de un minuto para soltar, acto seguido, sus diez célebres versos, no son más, su soliloquio extraordinario que tanta gente se ha aprendido de memoria en el mundo y que empieza: ‘Mañana, y mañana, y mañana...’. Y cuando lo ha concluido —pero quién sabe si lo había acabado o si pensaba agregar algo más, de no haber sido interrumpido—, aparece un mensajero que reclama su atención, pues le trae la terrible y sobrenatural noticia de que el gran bosque de Birnam se está moviendo, se levanta y avanza hacia la alta colina de Dunsinane, donde él se encuentra, y eso significa que será vencido. Y si es vencido será muerto, y una vez muerto le cortarán la cabeza y la exhibirán como un trofeo, separada del cuerpo que la sostiene aún, mientras habla, y sin mirada. ‘Debería haber muerto más adelante, cuando yo ya no estuviera aquí para escucharlo, ni tampoco para ver ni soñar nada; cuando ya no estuviera en el tiempo, y ni siquiera pudiera enterarme.’
Contrariamente a lo que me había ocurrido al escucharlos sin verlos, cuando aún no conocía el rostro de Ruibérriz de Torres, los dos juntos no me dieron miedo durante el breve rato que estuve en su compañía, pese a que los rasgos y las maneras del llegado no fueran tranquilizadores. Todo en él delataba a un sinvergüenza, en efecto, pero no a un tipo siniestro; seguramente era capaz de mil vilezas menores, que podían llevarlo a cometer una mayor de tarde en tarde, arrastrado por la vecina frontera, pero como quien pisa un territorio en visita relámpago, por el que le horripilaría transitar a diario. Les noté falta de familiaridad y aun de sintonía, y me pareció que, lejos de potenciarse recíprocamente como una pareja asesina, la presencia de cada uno neutralizaba la peligrosidad del otro, y que ninguno se atrevería a manifestar sus suspicacias ni a interrogarme ni a hacerme nada ante la mirada de un testigo, por más que éste hubiera sido su cómplice en la maquinación de un crimen. Era como si se hubieran unido azarosa y pasajeramente, sólo para una acción suelta, y en modo alguno formaran sociedad estable ni tuvieran planes conjuntos a más largo plazo, y estuvieran vinculados exclusivamente por aquella empresa ya ejecutada y por sus posibles consecuencias, una alianza de circunstancias, indeseada acaso por ambos, a la que Ruibérriz se habría prestado tal vez por dinero, por deudas, y Díaz-Varela por no conocer socio mejor —socio más sucio– y no quedarle más remedio que encomendarse a un vivales. ‘En principio no tienes por qué llamarme, ¿hace cuánto que no hablamos tú y yo? Ya puede ser importante lo que tengas que contarme’, había reñido el segundo al primero cuando éste se había permitido a su vez reconvenirlo a él por su móvil desconectado. No estaban habitualmente en contacto, las confianzas que se tenían para hacerse reproches provenían tan sólo del secreto que compartían, o de la culpa, si es que la había, no me daba esa impresión en absoluto, habían sonado desaprensivos. Las personas se sienten ligadas cuando cometen un delito juntas, cuando conspiran o traman algo, más aún cuando lo llevan a cabo. Entonces se toman confianzas las unas con las otras de golpe, porque se han quitado la máscara y ya no pueden aparentar ante los semejantes que no son lo que sí son, o que jamás harían lo que han hecho. Están atadas por ese conocimiento mutuo, de manera parecida a como lo están los amantes clandestinos y aun los que no lo son o no tienen necesidad de serlo pero deciden mostrarse reservados, los que consideran que al resto del mundo no le incumben sus intimidades, que no hay por qué darle parte de cada beso y cada abrazo, como nos sucedía a Díaz-Varela y a mí, que callábamos sobre los nuestros, en realidad era aquel Ruibérriz el primero en estar al tanto. Cada criminal sabe de lo que su compinche es capaz, y que éste a su vez sabe de él exactamente lo mismo. Cada amante sabe que el otro conoce una debilidad suya, que ante ese otro ya no puede fingir que no lo tienta físicamente, que le produce aversión o le es del todo indiferente, ya no puede fingir que lo desdeña o lo descarta, no al menos en ese terreno carnal que con la mayoría de los hombres resulta, durante bastante tiempo —hasta que se acostumbran poco a poco, y entonces se ponen sentimentales– muy prosaico a pesar nuestro. Y aún tenemos suerte si los encuentros con ellos se tiñen de cierto tono humorístico, de hecho es a menudo el primer paso para el enternecimiento de tantos varones ásperos.
Si son molestas las confianzas que un desconocido o conocido se toma tras pasar por nuestra cama —o nosotras por la suya, da lo mismo—, cuánto más no han de serlo las derivadas de un delito compartido, y una de ellas, a buen seguro, es la falta cabal de respeto, sobre todo si los malhechores lo son sólo ocasionales, si son individuos corrientes que se habrían horrorizado al oír el relato de sus hazañas si se lo hubieran referido de otros, poco antes de concebir las suyas y probablemente también tras llevarlas a efecto. Gente que después de propiciar un asesinato, o aun de encargarlo, todavía pensaría de sí misma con convencimiento: ‘Yo no soy un asesino, no me tengo por tal, en modo alguno. Es sólo que las cosas pasan y uno a veces interviene en una fase, qué más da si es una intermedia, la de la desembocadura o la del nacimiento, ninguna es nada sin las otras. Los factores son siempre muchos y uno solo nunca es la causa. Podría haberse negado Ruibérriz, o el sujeto enviado por él a emponzoñarle la mente al gorrilla. Éste podría no haber contestado las llamadas al teléfono móvil que en efecto poseyó durante un tiempo, nosotros se lo regalamos y nosotros se las hicimos, y logramos convencerlo de que Miguel era el responsable de la prostitución de sus hijas; podría no haber hecho caso de las insidias, o haberse confundido hasta el final de persona y haberle asestado al chófer sus dieciséis puñaladas, incluidas las cinco mortales, no en balde días atrás le había dado un puñetazo. Miguel podría no haber cogido el automóvil en su cumpleaños y entonces nada habría ocurrido, no en esa fecha y quizá ya en ninguna, acaso nunca habrían vuelto a juntarse todos los elementos... El indigente podría no haber tenido navaja, la que yo ordené que le compraran, se abre tan rápidamente... Qué responsabilidad tengo yo en la conjunción de las casualidades, los planes que uno se traza no son más que tentativas y pruebas, cartas que se van descubriendo, y la mayoría de ellas no salen, no combinan. Lo único de lo que uno es culpable es de coger un arma y utilizarla con sus propias manos. Lo demás es contingente, cosas que uno imagina —un alfil en diagonal, un caballo de ajedrez que salta—, que uno desea, que uno teme, que uno instiga, con las que uno juega y fantasea, que de vez en cuando acaban pasando. Y si pasan pasan aunque uno no las quiera o no pasan aunque las anhele, poco depende de nosotros en todas las circunstancias, ninguna urdimbre está a salvo de que un hilo no se tuerza. Es como lanzar una flecha al cielo en mitad de un campo: lo normal es que al iniciar su descenso, con la punta ya hacia abajo, caiga recta, sin desviarse, y no alcance ni hiera a nadie. O sólo al arquero, si acaso’.
Esa falta cabal de respeto se la noté a Díaz-Varela en la manera de dirigirse a Ruibérriz e incluso de darle órdenes para despedirlo (‘Bueno, ya me has entretenido bastante y no puedo desatender a mi visita más rato. Así que anda, haz el favor de irte largando. Ruibérriz: aire’, llegó a decirle al término de nuestro mínimo diálogo: sin duda le había pagado dinero o todavía se lo pagaba, por la mediación, por la intendencia del crimen, por el seguimiento de sus consecuencias), y a éste en la forma en que me repasó con la mirada desde el principio hasta que salió por la puerta: no rectificó la inicial apreciativa, tolerable por la sorpresa, al comprobar que no era la primera vez que yo estaba allí, en aquella alcoba, eso se percibe en seguida; al ver que mi presencia no era azarosa ni de tanteo, que no era una mujer que ha subido a la casa de un hombre una sola tarde —o una inaugural, digamos, que a menudo se queda igualmente en única– como quizá podría haber ido a la de otro que también le hubiera gustado, sino que, por así expresarlo, estaba ‘ocupada’ por su amigo, al menos durante aquella temporada, como de hecho casi era el caso. Eso le dio lo mismo: no moderó en ningún momento sus ojos masculinos valorativos ni su sonrisa salaz de coqueteo que enseñaba las encías, como si aquella visión imprevista de una mujer en sostén y falda, y su conocimiento, le supusieran una inversión para el futuro próximo y esperara volver a encontrarme muy pronto a solas o en otro sitio, o aun pensara pedirle mi teléfono más tarde a quien nos había presentado en contra de su voluntad, sin más remedio.
–Perdonad la aparición, de verdad —repetí cuando pasé al salón de nuevo, ya con mi jersey puesto—. No habría salido así de haberme imaginado que ya no estábamos solos. —Me traía cuenta hacer hincapié en eso, para disipar sospechas. Díaz-Varela me seguía mirando con seriedad, casi con reprobación, o era dureza; no así Ruibérriz.
–No hay nada que perdonar —se atrevió a soltar éste con galantería anticuada—. El atuendo no ha podido ser más deslumbrante. Lástima de fugacidad, eso aparte.
Díaz-Varela torció el gesto, nada de lo sucedido le hacía la menor gracia: ni la llegada de su cómplice ni las noticias que le había traído, ni mi irrupción en escena y que éste y yo nos hubiéramos conocido, ni la posibilidad de que los hubiera oído a través de la puerta, cuando me creía dormida; seguramente tampoco la codicia visual de Ruibérriz hacia mi sostén y mi falda, o hacia lo poco que ocultaban, y sus consiguientes requiebros, aunque fueran bastante educados. Me hizo una ilusión pueril, tras lo que acababa de descubrir incongruente —pero me duró sólo un instante—, figurarme que Díaz-Varela pudiera sentir por mi causa algo semejante a celos, o más bien reminiscente de ellos. Su mal humor era visible y lo fue más cuando nos quedamos a solas, una vez que Ruibérriz se hubo marchado con su abrigo sobre los hombros y su caminar lento hacia el ascensor, como si estuviera satisfecho de su estampa y quisiera darme tiempo para admirársela de espaldas: un tipo optimista, sin duda, de los que no se percatan de que cumplen años. Antes de meterse en él se volvió hacia nosotros, que lo acompañábamos con la vista desde la entrada, como si fuéramos un matrimonio, y nos saludó llevándose una mano a una ceja, un segundo, y alzándola luego en un gesto que remedaba el de quitarse un sombrero. La preocupación con la que había llegado parecía haberse desvanecido, debía de ser un hombre ligero que se distraía de las pesadumbres con cualquier cosa, con cualquier presente sustitutivo que le levantara el ánimo. Se me ocurrió que no haría caso a su amigo y no destruiría su abrigo de cuero, se gustaba con él demasiado.
–¿Quién es? —le pregunté a Díaz-Varela, procurando emplear un tono de indiferencia, o no intencionado—. ¿A qué se dedica? Es el primer amigo tuyo que conozco y no pegáis mucho, ¿no? Tiene una pinta un poco rara.
–Es Ruibérriz —me contestó con sequedad, como si eso fuera un dato nuevo o lo definiera. A continuación se dio cuenta de lo desabrido de su respuesta y de que no había dicho nada. Se quedó en silencio unos momentos, como si calibrara lo que podía contarme sin comprometerse—. También has conocido a Rico —puntualizó—. Se dedica a muchas cosas y a nada en particular. No es un amigo, lo conozco superficialmente, aunque desde hace tiempo. Tiene vagos negocios que no acaban de enriquecerlo, así que toca muchas teclas, las que puede. Si conquista a una mujer adinerada, gandulea mientras ella lo ayude y no se harte. Si no, escribe guiones de televisión, prepara discursos para ministros, presidentes de fundaciones, banqueros, para quien se tercie, trabaja de negro. Busca documentación para novelistas históricos puntillosos, qué ropa vestía la gente en el siglo XIX o en los años treinta, cómo era la red de transportes, qué armamento se usaba, de qué material estaban hechas las brochas de afeitar o las horquillas, cuándo se construyó tal edificio o se estrenó tal película, todas esas cosas superfluas con las que los lectores se aburren y los autores creen lucirse. Rebusca en las hemerotecas, proporciona datos, de lo que le pidan. A lo tonto tiene muchos conocimientos. Creo que en su juventud publicó un par de novelas, sin éxito. No sé. Hace favores aquí y allá, probablemente viva sobre todo de eso, de sus muchos contactos: un hombre útil en su inutilidad, o viceversa. —Se detuvo, dudó si era o no imprudente añadir lo que vino a continuación, decidió que no tenía por qué serlo o que era peor dar la impresión de no querer completar un retrato inocuo—. Ahora es medio propietario de un restaurante o dos, pero le van mal, los negocios no le duran, los abre y los cierra. Lo curioso es que siempre logra abrir otro nuevo, al cabo de cierto tiempo, en cuanto se recupera.
–¿Y qué quería? Ha venido sin avisar, ¿no?
Me arrepentí de preguntar tanto nada más haberlo hecho.
–¿Por qué quieres saberlo? ¿Qué te importa?
Lo dijo con hosquedad, casi airado. Estaba segura de que de pronto ya no se fiaba de mí, me veía como un incordio, tal vez una amenaza, un posible testigo incómodo, había subido la guardia, era extraño, hacía poco rato yo era una persona placentera e inofensiva, todo menos un motivo de preocupación, seguramente lo contrario, una distracción muy agradable mientras él aguardaba a que el tiempo pasara y curara y se cumplieran sus expectativas, o a que ese tiempo hiciera por él labores que le son ajenas, de persuasión, de acercanza, de seducción y aun de enamoramiento; alguien que no esperaba nada que no hubiera ya y que a él no le pedía nada que no estuviera dispuesto a dar. Ahora se le había presentado un recelo, una duda. No podía preguntarme si había oído su conversación: si no lo había hecho, era llamar mi atención sobre lo que quisiera que hubieran hablado Ruibérriz y él mientras yo dormía, aunque no fuera de mi incumbencia y me trajera más bien sin cuidado, yo estaba allí sólo de paso; si sí, era obvio que yo le contestaría que no, él seguiría sin saber la verdad en todo caso. No había forma de que yo no fuera una sombra a partir de aquel instante, o aún peor, un engorro, un estorbo.
Entonces me vino de nuevo un poco el miedo, él sí me lo dio, él a solas, sin nadie delante capaz de frenarlo. Quizá no tuviera otra manera de asegurarse de que su secreto estaba a salvo que quitándome de en medio, se dice que una vez probado el crimen no se hace tan cuesta arriba reincidir, repetirlo, que cruzada la raya no hay vuelta atrás y que lo cuantitativo pasa a ser secundario ante la magnitud del salto dado, el salto cualitativo que lo convierte a uno para siempre en asesino, hasta el último día de su existencia y aun en la memoria de quienes nos sobreviven, si están al tanto o se enteran más tarde, cuando ya no estemos para intentar enredar y negarlo. Un ladrón puede restituir lo robado, un difamador reconocer su calumnia y rectificarla y limpiar el buen nombre de la persona acusada, hasta un traidor puede enmendar su traición a veces, antes de que sea demasiado tarde. Lo malo del asesinato es que siempre es demasiado tarde y no se puede devolver al mundo a quien de él fue suprimido, eso es irreversible y no hay modo de repararlo, y salvar otras vidas en el futuro, por muchas que sean, no borra nunca la que uno ha quitado. Y si no hay remisión —eso se dice—, hay que continuar por el camino emprendido cada vez que haga falta. Lo principal ya no es no mancharse, puesto que uno lleva en su seno una mancha que jamás se elimina, sino que ésta no se descubra, que no trascienda, que no tenga consecuencias y no nos pierda, y entonces añadir otra no es tan grave, se mezcla con la primera o ésta la absorbe, las dos se juntan y se hacen la misma, y uno se acostumbra a la idea de que matar forma parte de su vida, de que le ha tocado eso en suerte como a tantas otras personas a lo largo de la historia. Uno se dice que no hay nada nuevo en la situación en que se encuentra, que son incontables los individuos que han pasado por esa experiencia y luego han convivido con ella sin demasiadas penalidades y sin abismarse, e incluso han llegado a olvidarla intermitentemente, cada día un rato en el día a día que nos sostiene y arrastra. Nadie se puede pasar todas las horas lamentando algo concreto, o con plena conciencia de lo que hizo una vez lejana, o fueron dos o fueron siete, los minutos ligeros y sin pesadumbre siempre aparecen y el peor asesino disfruta de ellos, probablemente no menos que cualquier inocente. Y sigue adelante y deja de ver el asesinato como una monstruosa excepción o un error trágico, sino como un recurso más que proporciona la vida a los más audaces y resistentes, a los más resueltos y con mayor aguante. En modo alguno se sienten aislados, sino en abundante compañía larga y antigua, y formar parte de una especie de estirpe los ayuda a no verse tan desfavorecidos ni anómalos y a comprenderse y justificarse: como si hubieran heredado sus actos, o como si se los hubieran adjudicado en una rifa de feria en la que jamás se ha librado nadie de tomar parte, y en consecuencia no los hubieran cometido del todo, o no solos.