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Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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Más o menos sabía la respuesta, pero aun así se lo pregunté, hay relatos a los que les cuesta continuar sin alguna pregunta retórica por medio. Este habría continuado de todas formas, solamente lo agilicé un poco, quería terminar lo antes posible pese a mi interés. Oírlo todo para marcharme a mi casa y entonces dejar de oír.

–¿A ti? ¿Para qué? —Sin embargo no supe quedarme con las ganas de decirle que era previsible lo que me iba a contar—. Ahora vas a venirme con que él te pidió que le hicieras lo que le hiciste como un favor: un montón de navajazos a cargo de un energúmeno en mitad de la calle, ¿verdad? Una manera alambicada y desagradable de suicidarse, habiendo pastillas y tantas cosas más. Y muy engorrosa para vosotros, ¿no?

Díaz-Varela me lanzó una mirada de fastidio y reprobación, mis comentarios le habían parecido fuera de lugar.

–Que te quede una cosa clara, María, escúchame bien. No te estoy contando lo que pasó para que me creas, me trae sin cuidado que tú me creas o no, otra historia sería Luisa, con la que espero no tener nunca una conversación semejante, en parte va a depender de ti. Yo te lo cuento por las circunstancias y ya está. No me hace gracia, como podrás imaginar. Lo que hicimos entre Ruibérriz y yo no fue plato de gusto y es tan delito como un asesinato, en cualquier caso. Es más, técnicamente eso es lo que fue, y a un juez o a un jurado no les importaría lo más mínimo la verdadera causa que nos movió a cometerlo, y tampoco podríamos probar que fue la que fue. Ellos juzgan hechos y éstos son los que son, por eso nos alarmamos cuando Canella empezó a hablar, de las llamadas al móvil y demás. Tuvimos la mala suerte de que tú nos oyeras ese día, o mejor dicho, yo fui un imprudente y lo propicié. A raíz de eso tú te has hecho una falsa, una inexacta composición de lugar. No me gusta, como es natural, ni que te falte el dato decisivo, cómo me va a gustar. Por eso te lo cuento, a título personal, porque tú no eres un juez y puedes entender lo que hubo detrás. Luego, tú verás. Y tú sabrás lo que haces con la información, eso también. Pero si no quieres no sigo, tampoco te voy a obligar. Que me creas o no no está en mi mano, así que tú dirás si ponemos fin ahora mismo a esta conversación. Ahí tienes la puerta, si crees que ya te lo sabes todo y no deseas oír más.

Pero sí deseaba oír más. Como he dicho, hasta el final, para terminar.

–No, no, continúa. Disculpa —rectifiqué—. Continúa, haz el favor, todo el mundo tiene derecho a ser escuchado, faltaría más. —Y procuré que aún hubiera un dejo de ironía en estas últimas palabras, ‘faltaría más’ —.¿Te dio ese plazo para qué?

Noté que me entraban leves dudas, ante el tono ofendido o dolido de Díaz-Varela, aunque ese tono sea uno de los más fáciles de aparentar o imitar, casi todos los culpables de algo recurren a él en seguida. Claro que los inocentes también. Me di cuenta de que cuanto más me contara más dudas tendría, y de que no lograría salir de allí sin ninguna, es lo malo de dejar que la gente hable y se explique y por eso trata de impedirse tantas veces, para conservar las certezas y no dar cabida a las dudas, es decir, a la mentira. O es decir, a la verdad. Tardó un poco en contestar o reanudar, y cuando lo hizo volvió a su tono anterior, de pesadumbre o desesperación retrospectiva, en realidad ni siquiera lo había abandonado del todo, sólo le había agregado un momento el de persona herida.

–Miguel no tenía demasiado reparo en morir, si eso puede decirse, entiéndeme, de alguien a punto de cumplir cincuenta años y a quien la vida iba bien, con hijos pequeños y una mujer a la que quería, o bueno, sí, de la que estaba enamorado, sí. Claro que era una tragedia, como para cualquiera. Pero él siempre fue muy consciente de que si estamos aquí es por una inverosímil conjunción de azares, y que del término de eso no se puede protestar. La gente cree que tiene derecho a la vida. Es más, eso lo recogen las religiones y las leyes de casi todas partes, cuando no las Constituciones, y sin embargo él no lo veía así. ¿Cómo va a tenerse derecho a lo que uno no ha construido ni se ha ganado?, solía decir. Nadie puede quejarse de no haber nacido, o de no haber estado antes en el mundo, o de no haber estado siempre en él, así que, ¿por qué habría de quejarse nadie de morir, o de no estar después en el mundo, o de no permanecer siempre en él? Lo uno le parecía tan absurdo como lo otro. Nadie objeta la fecha de su nacimiento, luego tampoco habría de objetar la de su muerte, igualmente debida a un azar. Hasta las violentas, hasta los suicidios, son debidos a un azar. Y si ya se estuvo en la nada, o en la no existencia, no es tan extraño ni grave regresar a ella, pese a que ahora haya término de comparación y conozcamos la facultad de añorar. Cuando supo lo que le pasaba, cuando supo que le tocaba acabarse, maldijo su suerte como cualquiera y sintió desolación, pero también pensó que tantos otros habían desaparecido a edades mucho más tempranas que él; que el segundo azar los había suprimido sin darles apenas tiempo a conocer nada ni brindarles una oportunidad: jóvenes, niños, recién nacidos que ni siquiera recibieron un nombre... Así que fue consecuente y no se desmoronó. Ahora bien, lo que no pudo resistir, lo que lo hundió y lo puso fuera de sí, fue la forma, el detestable proceso, la lentitud dentro de la rapidez, el deterioro, el dolor y la deformación, todo lo que le anunció su amigo médico. Por eso no estaba dispuesto a pasar, menos aún a permitir que sus hijos y Luisa asistieran a ello. Que asistiera nadie, en realidad. Aceptaba la idea de cesar, no la de sufrir sin sentido, la de penar durante meses sin objeto ni compensación, dejando además tras de sí una imagen desfigurada y tuerta, y de absoluta indefensión. No veía la necesidad de eso, contra eso sí cabía rebelarse, protestar, torcer el sino. No estaba en su mano quedarse en el mundo, pero sí salir de él de manera más airosa que la señalada, bastaba con salir un poco antes. —‘He aquí un caso entonces’, pensé, ‘en el que no convendría decir “He should have died hereafter”, porque ese “más adelante” significaría mucho peor, con más padecimiento y humillación, con menor entereza y más horror para sus allegados, no siempre es deseable, por tanto, que todo dure un poco más, un año, unos meses, unas semanas, unas cuantas horas, no siempre nos parece temprano para que se les ponga fin a las cosas o a las personas, ni es cierto que jamás veamos el momento oportuno, puede haber uno en el que nosotros mismos digamos: “Ya. Ya está bien. Es suficiente y más vale. Lo que venga a partir de ahora será peor, un rebajamiento, una denigración, una mancha”. Y en el que nos atrevamos a reconocer: “Este tiempo ha pasado, aunque sea el nuestro”. Y aunque estuviera en nuestras manos el final de todo, no siempre continuaría todo indefinidamente, contaminándose y ensuciándose, sin que ningún vivo pasara nunca a ser muerto. No sólo hay que dejar marchar a los muertos cuando se demoran o los retenemos; también hay que soltar a los vivos a veces.’ Y me di cuenta de que al pensar esto, contra mi voluntad, estaba dando momentáneo crédito a la historia que me contaba ahora Díaz-Varela. Mientras uno escucha o lee algo tiende a creerlo. Otra cosa es después, cuando el libro ya está cerrado o la voz no habla más.

–¿Y por qué no se suicidó?

Díaz-Varela me miró de nuevo como a una niña, es decir, como a una ingenua.

–Qué pregunta —se permitió observar—. Como la mayoría de la gente, era incapaz. No se atrevía, él no podía determinar el cuándo: por qué hoy en vez de mañana, si todavía hoy no me veo cambios ni me siento muy mal. Casi nadie encuentra el momento, si lo tiene que decidir. Deseaba morir antes de los estragos de la enfermedad, pero le resultaba imposible fijar ese ‘antes’: disponía de un mes y medio o dos, ya te he dicho, quién sabía si de algo más. Y, también como la mayoría, no quería conocer el hecho de antemano y con seguridad, no quería levantarse un día sabiendo a ciencia cierta, diciéndose: ‘Este es el último. Hoy no veré anochecer’. Ni siquiera le servía que se encargaran otros por él, si él sabía a lo que iba, a lo que se prestaba, si tenía el dato con anterioridad. Su amigo le habló de un sitio en Suiza, una organización seria y controlada por médicos llamada Dignitas, totalmente legal, claro está (bueno, allí legal), en la que personas de cualquier país pueden solicitar un suicidio asistido cuando hay suficiente motivo, y esto lo deciden los de la organización, no el interesado. Éste ha de presentar su historial médico en regla y se comprueba su acierto y su veracidad; por lo visto hay un minucioso proceso preparatorio excepto en casos de extrema urgencia, y de entrada se intenta convencer al paciente de que siga viviendo con paliativos, si los hay, que por la razón que sea no se le hayan administrado hasta entonces; se verifica que está en plena posesión de sus facultades mentales y que no atraviesa una depresión temporal, un sitio serio, me contó Miguel. Pese a tanto requisito, su amigo creía que en su caso no habría objeción. Le habló de ese lugar como posible remedio, como mal menor, y Miguel tampoco se sintió capaz, no se atrevió. Quería morir, pero sin saberlo. No quería saber cómo ni cuándo, no al menos con exactitud.

–¿Quién es ese amigo médico? —se me ocurrió preguntarle de pronto, forzándome a suspender la credulidad que casi siempre invade, poco a poco, a quien está oyendo contar.

Díaz-Varela no se sorprendió demasiado, quizá un poco sí. Pero contestó sin vacilación:

–¿Quieres decir cómo se llama? El Doctor Vidal.

–¿Vidal? ¿Qué Vidal? Eso es como no decir nada. Hay muchos Vidal.

–¿Qué pasa? ¿Quieres hacer comprobaciones? ¿Quieres ir a hablar con él y que te confirme mi versión? Hazlo, es un hombre muy afable y cordial, yo he coincidido un par de veces con él. Doctor Vidal Secanell. José Manuel Vidal Secanell, te será fácil encontrarlo, no tienes más que consultar la lista del Colegio de Médicos o como se llame, seguro que estará en Internet.

–¿Y el oftalmólogo? ¿Y el internista?

–Eso ya no lo sé. Miguel nunca los mencionó por sus nombres, o si lo hizo yo no los retuve. A Vidal sí lo conozco porque era amigo suyo desde la infancia, ya te he dicho. Pero esos otros no sé. Con todo, supongo que no te sería muy difícil averiguar quién era su oftalmólogo, si es lo que quieres, ¿vas a dedicarte a investigar? Eso sí, mejor que no se lo preguntes a Luisa directamente a menos que estés dispuesta a contárselo todo, a contarle el resto. Ella nunca ha sabido nada de esto, ni del melanoma ni nada, ese era el deseo de Miguel.

–Bastante raro eso, ¿no? Uno diría que para ella era menos traumático saber de su enfermedad que verlo cosido a navajazos y desangrándose en el suelo. Que le costaría más reponerse de una muerte tan violenta y salvaje. O reconciliarse con ella, como dice la gente ahora, ¿no?

–Tal vez —contestó Díaz-Varela—. Pero, con ser importante esa consideración, entonces era secundaria. Lo que horrorizaba a Miguel era pasar por las fases que Vidal le había descrito; también que Luisa lo contemplara, pero eso quedaba ya a cierta distancia, por fuerza era una preocupación menor en comparación. Cuando alguien es consciente de que le toca largarse, está muy metido en sí mismo y piensa poco en los demás, incluso en los más cercanos, en los más queridos, aunque se empeñe en no desentenderse, en no perderlos de vista en medio de su tribulación. Uno sabe que se va solo y que ellos se quedan, y en eso hay siempre un elemento fastidioso que lleva a sentirlos apartados y ajenos, casi a guardarles rencor. Así que sí, quería ahorrarle su agonía a Luisa, pero sobre todo quería ahorrársela él. Además, ten en cuenta que él ignoraba de qué manera repentina iba a morir. Eso me lo dejó a mí. Ni siquiera sabía si iba a haber tal muerte repentina o si no le quedaría más remedio que aguantarse y sufrir la evolución de la enfermedad hasta el final, o esperar a sacar fuerzas para tirarse por una ventana cuando ya estuviera peor y empezara a verse deformado y a sentir mucho dolor. Yo nunca le garanticé nada, nunca le dije que sí.

–¿Que sí a qué? ¿Nunca le dijiste que sí a qué?

Díaz-Varela volvió a mirarme con aquella fijeza suya que uno nunca acababa de percibir como tal, si acaso como envolvimiento. Ahora me pareció ver en sus ojos un destello de irritación. Pero como todos los destellos fue fugaz, porque en seguida me contestó, y al hacerlo se le fue esa expresión.

–A qué va a ser. A su petición. ‘Quítame de en medio’, me pidió. ‘No me digas cómo ni cuándo ni dónde, que me venga de sorpresa, tenemos mes y medio o dos meses, busca una manera y ponla en práctica. No me importa cuál sea. Cuanto más rápida mejor. Cuanto menos sufra y menos daño mejor. Cuanto menos me la espere mejor. Haz lo que quieras, contrata a alguien que me pegue un tiro, haz que me atropellen al cruzar una calle, que se me derrumbe un muro encima o no me funcionen los frenos del coche, o los faros, no sé, no lo quiero saber ni pensar, piénsalo tú, lo que sea, lo que esté en tu mano, lo que se te ocurra. Tienes que hacerme este favor, tienes que salvarme de lo que me aguarda si no. Ya sé que es mucho pedir, pero yo no soy capaz de matarme, ni de trasladarme a un sitio en Suiza a sabiendas de que voy hasta allí nada más que para morir entre desconocidos, quién podría someterse a un viaje tan lúgubre, camino de su ejecución, sería como morirse varias veces durante el trayecto y la estancia, sin cesar. Prefiero amanecer aquí cada día con una mínima apariencia de normalidad, y seguir con mi vida mientras me sea posible con el temor y la esperanza de que ese día sea el último. Pero sobre todo con la incertidumbre, la incertidumbre es lo único que me puede ayudar; y lo que sé que puedo soportar. Lo que no puedo es saber que depende de mí. Tiene que depender de ti. Quítame de en medio antes de que sea tarde, tienes que hacerme este favor.’ Eso fue más o menos lo que me vino a decir. Estaba desesperado y también muerto de miedo. Pero no estaba fuera de sí. Lo había meditado mucho. Si cabe decirlo, con frialdad. Y no veía otra solución. En verdad no la veía.

–¿Y tú qué le contestaste? —le pregunté, y nada más preguntárselo volví a caer en la cuenta de que algo de crédito estaba dando a su historia, aunque fuera un crédito hipotético y pasajero, aunque yo me dijera que en realidad mi pregunta había sido: ‘Y en el supuesto de que todo esto hubiera sido así, pongámonos en ello un instante, ¿tú qué le contestaste?’. Pero lo cierto es que no se la formulé de este modo, desde luego que no.

–Al principio me negué en redondo, sin darle opción a insistir. Le dije que eso no podía ser, que en efecto era demasiado pedir, que no podía encomendarle a nadie una tarea que sólo le correspondía a él. Que encontrara valor o contratara él mismo a un sicario, no sería la primera vez que alguien encargase y pagase su propia ejecución. Dijo que sabía de sobra que carecía de ese valor y que tampoco se veía capaz de contratar él a nadie, que eso equivalía a saber con antelación, a estar enterado del cómo y casi del cuándo: una vez que estableciera el contacto el sicario se pondría en marcha, son gente expeditiva y que no se da aplazamientos, hacen lo que tienen que hacer y a otra cosa. Eso no era muy distinto de la visita a Suiza, dijo, seguía siendo una decisión suya, era poner una fecha concreta y renunciar al pequeño consuelo de la incertidumbre, y si de algo se sentía incapaz era de decidir si hoy o mañana o pasado. Iría dejando la cosa de un día para otro, le irían pasando sin atreverse, no vería nunca el momento y entonces acabaría por pillarlo la virulencia de la enfermedad, lo que a toda costa debía evitar... Y sí, yo le entendía, en esas circunstancias es muy fácil decirse: ‘Aún no, aún no. Quizá mañana. Sí, de mañana no pasa. Pero esta noche voy a dormir aún en casa, en mi cama, voy a dormir aún con Luisa. Solamente un día más’. —‘Debería morir más adelante, entretenerme pálidamente’, pensé. ‘Al fin y al cabo, después ya no podré volver. Y aunque pudiera: los muertos hacen mal en regresar’—. Miguel tenía muchas virtudes, pero era débil e indeciso. Posiblemente lo seríamos casi todos en una situación así. Supongo que yo también.

Díaz-Varela se quedó callado y abstrajo la mirada, como si se estuviera poniendo en el lugar de su amigo o rememorara el tiempo en que lo había hecho. Tuve que sacarlo de su estupor, formara éste parte de una representación o no.

–Eso fue al principio, has dicho. ¿Y después? ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

Siguió pensativo unos instantes, se pasó la mano por la cara varias veces, como quien comprueba si todavía le dura el afeitado o la barba ya le ha empezado a crecer. Cuando habló de nuevo, sonó muy cansado, tal vez saturado de sus explicaciones y de aquella conversación en la que él llevaba todo el peso. Mantuvo los ojos idos y murmuró como para sí:

–No cambié de opinión. Nunca cambié de opinión. Desde el primer momento supe que no me quedaba alternativa. Que, por difícil que se me hiciera, debía satisfacer su petición. Una cosa fue lo que le dije. Otra lo que me tocaba hacer. Había que quitarlo de en medio, como él decía, porque él nunca se iba a atrever, ni activa ni pasivamente, y lo que lo aguardaba era en verdad cruel. Me insistió y me suplicó, se ofreció a firmarme un papel asumiendo la responsabilidad, hasta propuso ir a un notario. No se lo acepté. Si lo hacía él tendría la sensación de haber firmado algo más, una especie de contrato o de pacto, lo habría tomado por un sí y eso yo quería evitarlo, prefería que creyera que no. Pero al final tampoco le cerré la puerta del todo. Le dije que lo pensaría un poco más pese a estar seguro de que no iba a cambiar de idea. Que no contara con ello. Que no volviera a hablarme del asunto ni a preguntarme nada al respecto. Que lo mejor sería que no nos viéramos ni nos llamáramos de momento. Le sería imposible no insistirme, si no con palabras, sí con la mirada y el tono y con una actitud expectante, y a eso yo no estaba dispuesto: una vez y no más, aquel encargo macabro, aquella tétrica conversación. Le dije que ya me iría yo poniendo en contacto con él, para saber de su estado, no lo dejaría solo, y que mientras tanto se buscara la vida, es decir, que se buscara la muerte sin contar con mi participación. No podía involucrar a un amigo en algo así, le tocaba resolverlo a él. Pero le introduje la duda. No le di esperanza y a la vez sí se la di: suficiente para que pudiera instalarse en su salvadora incertidumbre, para que no descartara del todo mi ayuda, y tampoco sintiera por ello que había una amenaza real e inminente, que su supresión ya estaba en marcha. Sólo de ese modo sería capaz de seguir viviendo lo que le quedara de vida ‘sana’ con una mínima apariencia de normalidad, como había dicho y pretendía ilusoriamente. Pero quién sabe, quizá lo logró un poco, en la medida de lo posible. Hasta el punto de ni siquiera asociar, acaso, el ataque del gorrilla a Pablo, ni sus insultos y acusaciones, con la petición que me había hecho, no lo puedo saber, no lo sé. Yo acabé por llamarlo de vez en cuando, en efecto, para preguntarle cómo iba, si le habían aparecido el dolor y los síntomas o todavía no. Incluso nos vimos en un par de ocasiones y cumplió a rajatabla con lo que le había pedido, no volvió a sacarme el tema ni a insistirme, hicimos como si aquella conversación no hubiera tenido lugar. Pero era como si confiara en mí, yo lo notaba; como si aún aguardara que yo lo sacara del atolladero, que le diera el golpe de gracia por sorpresa, algún día antes de que fuera tarde, y aún viera en mí su salvación, si es que podía darse ese nombre a su eliminación violenta. Yo no le había dicho que sí en modo alguno, pero en el fondo tenía razón: desde el primer momento, desde que me contó su situación, mi cabeza se puso a funcionar. Hablé con Ruibérriz para que me echara una mano y se ocupara de la puesta en acción, y el resto ya lo conoces. Mi cabeza tuvo que ponerse a funcionar, a maquinar como la de un criminal. Tuve que pensar cómo matar a tiempo, cómo hacer morir dentro de un plazo a un amigo sin que pareciera un asesinato ni se sospechara de mí. Y sí, fui poniendo intermediarios, evité mancharme las manos, intervino la voluntad de otros, fui delegando, fui dejando cabos al azar y alejando el hecho de mí y de mi alcance hasta hacerme la ilusión de que no tenía que ver con él, o sólo en origen. Pero también he sabido siempre que en origen hube de pensar y actuar como un asesino. Así que en realidad no es tan extraño que esa sea la idea que hoy tienes de mí. Lo que tú creas, María, con todo, no tiene demasiada importancia. Como quizá puedas imaginar.

Entonces se levantó como si ya hubiera terminado o no tuviera ganas de proseguir, como si diera por concluida la sesión. Nunca le había visto los labios tan pálidos, pese a habérselos mirado tanto. La fatiga y el abatimiento, la desesperación retrospectiva que le habían aparecido hacía rato se le habían acentuado brutalmente. En verdad ahora parecía exhausto, como si hubiera realizado un enorme esfuerzo físico, el que casi desde el principio llevaban anunciando sus mangas subidas, y no sólo verbal. Quizá se vería igual de agotado a quien acabara de asestarle nueve puñaladas a un hombre, o tal vez diez, o dieciséis.

‘Sí, un asesinato’, pensé, ‘no más.’

IV

Esa fue la última vez que vi a solas a Díaz-Varela, como me imaginaba, y pasó bastante tiempo hasta que volví a encontrarme con él, en compañía y por casualidad. Pero durante casi todo ese tiempo rondó mis días y mis noches, al principio con intensidad, luego se demoró pálidamente, ‘palely loitering’, como dice un medio verso de Keats. Supongo que él pensaba que no teníamos más que hablar, debió de quedarse con la sensación de que había cumplido de sobra con la inesperada tarea de darme unas explicaciones que sin duda había previsto no tener que dar a nadie jamás. Había sido imprudente con la Joven Prudente (ya no soy ni era tan joven, por lo demás), y no le había quedado más remedio que contarme su siniestra o lóbrega historia, según la versión. Después de eso no hacía falta mantener más contacto conmigo, exponerse a mis suspicacias, a mis miradas, a mis evasivas, a mis silenciosos juicios, tampoco yo habría querido someterlo a ellos, nos habría envuelto una atmósfera de taciturnidad y malestar. Él no me buscó ni lo busqué yo a él. Había habido una despedida implícita, se había llegado a un final que ninguna atracción física mutua ni ningún sentimiento no mutuo bastaban para retrasar.

Al día siguiente, pese a su fatiga, debió de sentir que se había quitado un peso de encima, o que si lo había sustituido por otro —yo ahora sabía más, había asistido a una confesión—, éste era mucho menor —resultaba aún más improbable que antes que yo acudiera a nadie con mi siempre indemostrable saber—. En todo caso me traspasó uno a mí: peor que la grave sospecha y las conjeturas quizá apresuradas e injustas, era conocer dos versiones y no saber con cuál quedarme, o más bien saber que me tenía que quedar con las dos y que ambas convivirían en mi memoria hasta que ésta las desalojara, cansada de la repetición. Cuanto a uno se le cuenta se le queda incorporado y pasa a formar parte de su conciencia, incluso si no lo cree o le consta que jamás ha sucedido y que solamente es invención, como las novelas y las películas, como la remota historia de nuestro Coronel Chabert. Y aunque Díaz-Varela había observado el viejo precepto de relatar en último lugar lo que debía figurar como verdadero, y en primero lo que se debía entender como falso, lo cierto es que esa regla no basta para borrar lo inicial o anterior. Uno lo ha oído también, y aunque momentáneamente se vea negado por lo que viene después, ya que esto lo contradice y desmiente, su recuerdo perdura, y sobre todo perdura el recuerdo de nuestra propia credulidad mientras lo escuchábamos, cuando todavía ignorábamos que lo seguiría un mentís y lo tomábamos por la verdad. Cuanto ha sido dicho se recupera y resuena, si no en la vigilia sí en la duermevela y los sueños, donde el orden no importa, y siempre permanece agitándose y latiendo como si fuera un enterrado vivo o un muerto que reaparece porque en realidad no murió, ni en Eylau ni en el camino de vuelta ni colgado de un árbol ni en ningún otro lugar. Lo dicho nos acecha y revisita a veces como los fantasmas, y entonces siempre nos parece que fue insuficiente, que la más larga conversación fue muy corta y la más cabal explicación tuvo lagunas; que debimos preguntar mucho más y prestar más atención, y fijarnos en lo que no fue verbal, que engaña un poco menos que lo que sí lo es.

Se me pasó por la cabeza, ya lo creo, la posibilidad de buscar e ir a ver a aquel Doctor Vidal, Vidal Secanell, con el segundo apellido no había pérdida. Incluso descubrí en Internet que trabajaba en un sitio llamado Unidad Médica Angloamericana, un nombre curioso, con sede en la calle Conde de Aranda, en el barrio de Salamanca, me habría sido fácil solicitarle hora y pedirle que me auscultara y me hiciera un electrocardiograma, quién no se preocupa por su corazón. Pero mi espíritu no es detectivesco, o no lo es mi actitud, y sobre todo me pareció un movimiento tan arriesgado como inútil: si Díaz-Varela no había tenido inconveniente en proporcionarme sus datos, era seguro que aquel médico me corroboraría su versión, tanto si era cierta como si no. Tal vez aquel Doctor Vidal era antiguo compañero suyo y no de Desvern, tal vez estaba avisado de lo que debía responderme si yo me presentaba y lo interrogaba; siempre podría negarme el acceso a un historial que quizá jamás había existido, en esas cuestiones manda la confidencialidad, y al fin y al cabo quién era yo; tendría que haber ido con Luisa para que se lo exigiera, y ella no estaba al tanto de nada ni albergaba la menor sospecha, cómo iba yo a abrirle los ojos de pronto, eso implicaba tomar varias decisiones y asumir una enorme responsabilidad, la de revelarle a alguien lo que acaso no quisiera saber, y nunca se sabe lo que alguien no quiere saber hasta que ya se le ha hecho la revelación, y entonces el posible mal no tiene remedio y es tarde para retirarla, para echarla atrás. Aquel Vidal podía ser un colaborador más, deberle a Díaz-Varela favores enormes, formar parte de la conspiración. O ni siquiera hacía falta. Habían transcurrido dos semanas desde que yo había espiado la conversación con Ruibérriz; Díaz-Varela había dispuesto de muchos días para concebir y preparar un relato que me neutralizara o apaciguara, por así decir; podía haberle preguntado a aquel cardiólogo, con cualquier pretexto (los novelistas de la editorial, con el engreído Garay Fontina a la cabeza, hacían esa clase de consultas a todo tipo de profesionales sin cesar), qué enfermedad dolorosa, desagradable y mortal justificaría con verosimilitud que un hombre prefiriese matarse o le suplicara a un amigo que lo quitara de en medio, al no atreverse él. Podía ser honrado e ingenuo, aquel Vidal, y haberle dado su información de buena fe; y Díaz-Varela habría contado con que yo no iría nunca a visitarlo, aunque estuviera tentada, como así fue (así fue que me tentó y que no fui). Pensé que me conocía mejor de lo que yo suponía, que durante nuestro tiempo juntos había estado menos distraído de lo que aparentaba y me había estudiado con aplicación, y ese pensamiento me halagó un poco, estúpidamente, o eran los vestigios de mi enamoramiento; éstos jamás terminan de golpe, ni se convierten instantáneamente en odio, desprecio, vergüenza o mero estupor, hay una larga travesía hasta llegar a esos sentimientos sustitutorios posibles, hay un accidentado periodo de intrusiones y mezcla, de hibridez y contaminación, y el enamoramiento nunca acaba del todo mientras no se pase por la indiferencia, o más bien por el hastío, mientras uno no piense: ‘Qué superfluo regresar al pasado, qué pereza la idea de volver a ver a Javier. Qué pereza me da incluso acordarme de él. Fuera de mi mente aquel tiempo, lo inexplicable, un mal sueño. No resulta tan difícil, puesto que ya no soy la que fui. La única pega es que, aunque ya no lo sea, en muchos momentos no consigo olvidarme de eso que fui, y entonces, simplemente, mi nombre me es desagradable y quisiera no ser yo. En todo caso un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque a veces un recuerdo sea algo devorador. Pero este ya no lo es, ya no lo es’.

Pensamientos parecidos me tardaron en llegar, como era de esperar y es natural. Y no pude evitar darle mil vueltas (o eran sólo diez, que se repetían) a lo que Díaz-Varela me había contado, a sus dos versiones si es que eran dos, y preguntarme por detalles que no me habían sido aclarados en una o en otra, no hay historia sin puntos ciegos ni contradicciones ni sombras ni fallos, lo mismo las reales que las inventadas, y en ese aspecto —el de la oscuridad que circunda y envuelve a cualquier narración—, no importaba nada cuál fuera cuál.

Volví a consultar las noticias que había leído en Internet sobre la muerte de Deverne, y en una de ellas encontré las frases que me rondaban la memoria: ‘La autopsia del cadáver del empresario ha revelado que la víctima recibió dieciséis navajazos de su asesino. Todas las puñaladas afectaron a órganos vitales. Además, cinco de ellas eran, según dedujo el forense, mortales’. No entendía bien la diferencia existente entre una herida mortal y otra que afectara a órganos vitales. A primera vista, para un profano, ambas parecían la misma cosa. Pero eso era secundario en mi desazón: si había intervenido un forense y éste había redactado un informe; si había habido una autopsia, como debe de ser preceptivo en toda muerte violenta o al menos en todo homicidio, ¿cómo era posible que no se hubiera descubierto en ella una ‘metástasis generalizada en todo el organismo’, según había dicho Díaz-Varela que le había diagnosticado el internista a Desvern? Aquella tarde no se me había ocurrido preguntarle a Díaz-Varela, no había caído en la cuenta, y ahora ya no quería o no podía llamarlo, menos aún para eso, habría recelado, se habría puesto en guardia o se habría hartado, quizá habría pensado en otras medidas para neutralizarme, al comprobar que no me había apaciguado con sus explicaciones o su representación. Podía entender que los periódicos no se hubieran hecho eco de eso, o que el dato ni siquiera se les hubiera comunicado, al no tener relación con el suceso, pero me parecía más extraño que no se hubiera informado a Luisa de una circunstancia así. Cuando yo había hablado con ella era obvio que lo ignoraba todo respecto a la enfermedad de Deverne, tal como él había querido, siempre según su amigo y verdugo indirecto, o ‘en origen’. También podía imaginarme la respuesta de éste, si hubiera tenido oportunidad de preguntarle: ‘¿Tú te crees que un forense que examina a un tipo al que le han dado dieciséis puñaladas se va a molestar en mirar más, en indagar el previo estado de salud de la víctima? Es posible que ni siquiera la abrieran y que por tanto ni se enteraran; que ni siquiera hubiera autopsia propiamente dicha y se rellenara el informe con los ojos cerrados: estaba muy claro de qué había muerto Miguel’. Y tal vez habría tenido razón: al fin y al cabo esa había sido la actitud de dos cirujanos negligentes, dos siglos atrás, pese a haberles hecho su encargo el mismísimo Napoleón: sabiendo lo que sabían, ni se molestaron en tomarle el pulso al caído y arrollado Chabert. Y además, en España casi todo el mundo hace sólo lo justo para cubrir el expediente, pocas ganas hay de ahondar, o de gastar horas en lo innecesario.


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