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Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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Llegaron dos personas, aunque ella había dicho ‘Te abro’, en singular. Oí la voz de la primera, a la que había saludado, que le anunciaba a la segunda, obviamente imprevista: ‘Hola, te traigo al Profesor Rico para no dejarlo tirado en la calle. Tiene que hacer tiempo hasta la hora de cenar. Ha quedado por esta zona y no le queda margen para regresar a su hotel y volver. No te importa, ¿verdad?’. Y a continuación los presentó: ‘El Profesor Francisco Rico, Luisa Alday’. ‘Claro que no, es un honor’, oí la voz de Luisa. ‘Tengo visita, pasad, pasad. ¿Qué queréis tomar?’

La cara del Profesor Rico la conocía bien, ha salido numerosas veces en la televisión y en la prensa, con su boca muelle, su calva limpia y muy bien llevada, sus gafas un poco grandes, su elegancia negligente —algo inglesa, algo italiana—, su tono desdeñoso y su actitud entre indolente y mordaz, quizá una forma de disimular una melancolía de fondo que se le nota en la mirada, como si fuera un hombre que, sintiéndose ya pasado, deplorara tener que tratar todavía con sus contemporáneos, ignorantes y triviales en su mayoría, y al mismo tiempo lamentara anticipadamente verse obligado a dejar de tratarlos un día —tratarlos sería también un descanso—, cuando por fin su sentimiento coincidiera con la realidad. Lo primero que hizo fue rebatir lo que su acompañante había dicho:

–Mira, Díaz-Varela, yo nunca estoy tirado en la calle aunque me encuentre en la calle sin saber efectivamente qué hacer, cosa que me pasa con frecuencia, por lo demás. A menudo salgo en Sant Cugat, donde vivo —y esta aclaración nos la dirigió con sendas miradas oblicuas a Luisa y a mí, que aún no había sido presentada—, y de repente me doy cuenta de que no sé para qué he salido. O me acerco hasta Barcelona y una vez allí no recuerdo el motivo de mi desplazamiento. Entonces me quedo quieto un buen rato, no vagabundeo ni doy pasitos en el sitio, hasta que me viene a la memoria el propósito. Pues bien, ni siquiera en esas ocasiones estoy tirado en la calle, de hecho soy una de las pocas personas que saben estar en la calle inactivas y desconcertadas sin causar esa impresión. Sé perfectamente que la impresión que doy es, por el contrario, la de estar muy concentrado: como si dijéramos, siempre al borde de hacer un descubrimiento crucial o de completar en mi mente un soneto de alto nivel. Si algún conocido me divisa en esas circunstancias, ni siquiera se atreve a saludarme aunque me vea solo y quieto en mitad de la acera (nunca me apoyo en la pared, eso sí da la sensación de que a uno le han dado un plantón), por temor a interrumpir un razonamiento exigente o una honda meditación. Tampoco estoy nunca expuesto a ningún atropello, porque mi aire severo y absorto disuade a los maleantes. Perciben que soy un individuo con mis facultades intelectivas alerta y en pleno funcionamiento (a tope, en lenguaje vulgar), y no osan meterse conmigo. Notan que sería peligroso para ellos, que reaccionaría con inusitadas violencia y celeridad. He dicho.

A Luisa se le escapó una risa y creo que a mí también. Que ella pasara tan rápidamente de las angustias que me había relatado a sentirse divertida por alguien que acababa de conocer me hizo pensar de nuevo que tenía una enorme capacidad para disfrutar y —cómo decirlo– ser cotidiana o momentáneamente feliz. No hay mucha, pero hay gente así, personas que se impacientan y aburren en la desdicha y con las que ésta tiene poco futuro, aunque durante una temporada se haya cebado en ellas, a todas luces y objetivamente. Por lo que había visto de él, Desvern debía de ser también así, y se me ocurrió que, de haber muerto Luisa y haber continuado él con vida, era probable que hubiera tenido una reacción parecida a la de su mujer ahora. (‘Si él siguiera vivo, viudo, yo no estaría aquí’, pensé.) Sí, hay quienes no soportan la desgracia. No porque sean frívolos ni cabezas huecas. La padecen cuando les llega, claro está, seguramente como el que más. Pero están abocados a sacudírsela pronto y sin poner gran empeño, por una especie de incompatibilidad. Está en su naturaleza ser ligeros y risueños y no ven prestigio en el sufrimiento, a diferencia de la mayor parte de la pesada humanidad, y nuestra naturaleza nos da alcance siempre, porque casi nada la puede torcer ni quebrar. Tal vez Luisa era un mecanismo sencillo: lloraba cuando la hacían llorar y reía cuando la hacían reír, y lo uno podía seguir a lo otro sin solución de continuidad, ella respondía al estímulo que tocara. La sencillez no está reñida con la inteligencia, eso además. No me cabía duda de que ella poseía esta última. Su falta de malicia y su risa pronta no se la menoscababan en absoluto, son cosas que no dependen de ella sino del carácter, que es otra categoría y otra esfera.

El Profesor Rico vestía una bonita chaqueta de color verde nazi y llevaba la corbata algo aflojada con despreocupación, una corbata más intensa y luminosa —verde sandía, quizá– sobre una camisa marfil. Iba bien entonado sin que pareciera haber mediado estudio en la acertada combinación, pese al pañuelo verde trébol que le asomaba del bolsillo de la pechera, quizá ese era un verde de más.

–Pero te atracaron una vez aquí en Madrid, Profesor —protestó el llamado Díaz-Varela—. Hace muchos años, pero lo recuerdo muy bien. En plena Gran Vía, nada más sacar dinero de un cajero automático, ¿a que fue así?

Al Profesor no le sentó bien este recordatorio. Sacó un cigarrillo y lo encendió, como si hacerlo sin consultar fuera hoy tan normal como cuarenta años atrás. Luisa le alcanzó en seguida un cenicero, que él cogió con la otra mano. Con las dos ocupadas, abrió los brazos casi en cruz y dijo como un orador agobiado por la falacia o por la estupidez:

–Eso fue completamente distinto. No tuvo nada que ver.

–¿Por qué? Estabas en la calle y el maleante no te respetó.

El Profesor hizo un gesto condescendiente con la mano en la que sostenía el cigarrillo, y al hacerlo se le cayó. Lo miró en el suelo con desagrado y curiosidad, como si fuera una cucaracha andante que no era de su responsabilidad, y esperara que alguien la recogiera o la matara de un pisotón y la apartara de un puntapié. Al no inclinarse nadie, echó mano de su cajetilla para sacar otro pitillo. No parecía importarle que el caído pudiera quemar la madera, debía de ser de esos hombres para los que nada es grave y que suponen siempre que otros lo pondrán todo en su sitio y arreglarán los desperfectos. No lo esperan por señoritismo ni por desconsideración, es sólo que su cabeza no registra las cosas prácticas, o el mundo a su alrededor. Los niños de Luisa se habían asomado al oír el timbre, ahora ya se habían colado en el salón para observar a las visitas. Fue el niño el que corrió a coger el cigarrillo del suelo, y antes de que lo tocara su madre se anticipó y lo apagó en el cenicero que había utilizado antes, para los suyos también sin consumir. Rico encendió el segundo y contestó. Ni él ni Díaz-Varela estaban muy dispuestos a interrumpir su discusión, tenerlos delante era como asistir a una función teatral, como si dos actores hubieran entrado en escena ya hablando e hicieran caso omiso del público de la sala, como por otra parte sería su deber.

–Primero: estaba de espaldas a la calle, es decir, en esa indigna posición a la que obligan los cajeros y que no es otra que cara a la pared, luego mi mirada disuasoria resultaba invisible para el atracador. Segundo: estaba ocupado tecleando demasiadas respuestas a demasiadas preguntas ociosas. Tercero: a la pregunta de en qué idioma quería comunicarme con la máquina, había contestado que en italiano (la costumbre de mis muchos viajes a Italia, me paso media vida allí), y estaba distraído memorizando los crasos errores ortográficos y gramaticales que aparecían en la pantalla, aquello estaba programado por un farsante con un italiano camelo. Cuarto: llevaba todo el día en danza con gente y no me había quedado más remedio que tomarme unas cuantas copas escalonadas en diferentes lugares; mi alerta no es la misma en esas circunstancias, fatigado y con una pizca de embriaguez, como no lo es la de nadie. Quinto: llegaba tarde a una cita ya tardía de por sí y lo hice todo descentrado y con aturullamiento, temía que la persona que me aguardaba impaciente se desesperara y se largara del local en el que íbamos a reencontrarnos, ya me había costado convencerla de que prolongara su noche para vernos a solas; ojo, tan sólo para departir. Sexto: por todo esto, el primerísimo aviso de que me iban a atracar fue notar, con los billetes ya en la mano pero todavía no en el bolsillo, la punta de una navaja en la región lumbar, con la que el individuo hizo presión y de hecho llegó a pinchar un poquito: cuando al final de la noche me desnudé en el hotel, tenía un punto de sangre aquí. Aquí. —Y, apartándose los faldones de la chaqueta, se tocó rápidamente en algún sitio por encima del cinturón, tan rápidamente que ninguno de los presentes, sin duda, pudo precisar cuál era ese lugar—. Quien no haya experimentado la sensación de ese leve pinchazo, ahí o en cualquier otra zona vital, con la conciencia de que no hay más que empujar para que esa punta se adentre en la carne sin oposición, no puede saber que lo único que cabe ante ella es entregar lo que se le pida a uno, lo que sea, y el sujeto se limitó a decir: ‘Venga eso p’acá’. Uno siente un hormigueo insoportable en las ingles, curiosamente, que desde allí se extiende a todo el cuerpo. Pero el origen no está donde se lo amenaza a uno, sino aquí. Aquí. —Y se señaló las dos ingles con sus dos dedos corazón, a la vez. Por fortuna no se llegó a tocar—. Ojo: no es en los huevos, es en las ingles, no tiene nada que ver, aunque la gente se confunda y por eso utilice la expresión ‘Se me pusieron aquí’, señalándose la garganta —y se la tocó con el índice y el pulgar—, porque el hormigueo se extiende hasta arriba. Bien, como sabe todo el mundo desde que la débil rueda del mundo se echó a girar, eso es una emboscada o un ataque a traición, contra los cuales, y esa es su condición, es imposible prevenirse ni casi defenderse. He dicho. ¿O quieres que siga con la enumeración? Porque no me cuesta nada seguir, por lo menos hasta diez. —Y al ver que Díaz-Varela no le respondía, pensó que la discusión quedaba zanjada por apabullamiento, miró por primera vez a su alrededor y reparó en mí, en los niños y casi en Luisa también, aunque ella ya lo había saludado. Realmente no debía de habernos visto con concreción, de otro modo se habría abstenido, yo creo, de emplear la palabra ‘huevos’, más que nada por los menores—. A ver, ¿a quién hay que conocer aquí? —añadió con desenfado.

Me di cuenta de que Díaz-Varela se había callado y puesto serio por la misma razón por la que Luisa dio tres pasos hasta el sofá y se tuvo que sentar sin antes invitar a los dos hombres a hacerlo, como si le hubieran flaqueado las piernas y no se pudiera en verdad sostener. De la risa espontánea de hacía un momento había pasado a una expresión de aflicción, la mirada enturbiada y la tez palidecida. Sí, debía de ser un mecanismo muy sencillo. Se llevó la mano a la frente y bajó los ojos, temí que fuera a llorar. El Profesor Rico no tenía por qué saber lo que le había sucedido hacía unos meses y cómo le había destrozado la vida una navaja que pinchó hasta la saciedad, quizá su amigo no se lo había contado —pero era extraño, las desgracias ajenas se cuentan casi sin querer—, o sí y él lo había olvidado: decía su fama (que es mucha) que tendía a retener tan sólo la información remota, la de los muy pasados siglos en los que era una autoridad mundial, y a oír lo reciente con mera tolerancia y desatención. Cualquier crimen, cualquier suceso medieval o del Siglo de Oro, le importaban mucho más que lo acontecido anteayer.

Díaz-Varela se acercó a Luisa con solicitud, le cogió las manos entre las suyas y le murmuró:

–Ya está, ya está, no pasa nada. Lo siento de veras. No me he dado cuenta de hacia dónde podía derivar esta tontería. —Y me pareció notarle el impulso de acariciarle la cara, como cuando se consuela a una criatura por la que se daría la vida; sin embargo lo reprimió.

Pero lo mismo que su murmullo me fue audible, también se lo fue al Profesor.

–¿Qué pasa? ¿Qué he dicho? ¿Es por la palabra ‘huevos’? Pues muy tiquismiquis sois aquí. Podía haber utilizado una peor, al fin y al cabo ‘huevos’ es un eufemismo. Vulgar y gráfico y muy abusado, lo reconozco, pero no deja de ser un eufemismo.

–¿Qué es tiquismiquis? ¿Qué son los huevos? —preguntó el niño, al que no había pasado inadvertido el gesto de señalarse las ingles del Profesor. Por fortuna nadie le hizo caso ni le contestó.

Luisa se recompuso en seguida y cayó en la cuenta de que no me había presentado aún. No recordaba mi apellido, en efecto, porque así como dijo los nombres completos de los dos hombres (‘El Profesor Francisco Rico; Javier Díaz-Varela’), de mí, como de los niños, sólo dijo el de pila, y luego añadió mi apodo a modo de compensación (‘Mi nueva amiga María; Miguel y yo la llamábamos la Joven Prudente cuando la veíamos casi todos los días a la hora de desayunar, pero hasta ahora no habíamos hablado’). Consideré oportuno subsanar su olvido (‘María Dolz’, precisé). Aquel Javier debía de ser el que ella había mencionado un rato antes, refiriéndose a él como a ‘uno de los mejores amigos de Miguel’. En todo caso era el hombre que yo había visto por la mañana al volante del antiguo coche de Deverne, el que había recogido a los niños en la cafetería para llevarlos presumiblemente al colegio, un poco tarde para lo habitual. No era el chófer, por tanto, como yo había creído. Acaso Luisa se había imaginado obligada a prescindir de éste, cuando alguien se queda viudo siempre reduce gastos en primera instancia, como un acto reflejo de encogimiento o de desamparo, aunque haya heredado una fortuna. No sabía en qué situación económica había quedado ella, suponía que buena, pero era posible que se sintiera en precario aunque no lo estuviera en modo alguno, el mundo entero parece tambalearse tras una muerte importante, nada se ve sólido ni firme y el deudo más afectado tiende a preguntarse: ‘Para qué esto y para qué lo otro, para qué el dinero, o un negocio y su urdimbre, para qué una casa y una biblioteca, para qué salir y trabajar y hacer proyectos, para qué tener hijos y para qué nada. Nada dura lo bastante porque todo se acaba, y una vez acabado resulta que nunca fue bastante, aunque durara cien años. A mí Miguel me ha durado sólo unos pocos, por qué habría de durar nada de lo que dejó atrás y lo sobrevive. Ni el dinero ni la casa ni yo ni los niños. Estamos todos en hueco y amenazados’. Y también hay un impulso de acabamiento: ‘Quisiera estar donde está él, y el único ámbito en el que me consta que coincidiríamos es el pasado, el no ser y sin embargo haber sido. Él ya es pasado y yo en cambio soy aún presente. Si fuera pasado, al menos me igualaría con él en eso, algo es algo, y no estaría en condiciones de echarlo de menos ni de recordarlo. Estaría a su mismo nivel en ese aspecto, o en su dimensión, o en su tiempo, y ya no permanecería en este mundo precario que nos va quitando las costumbres. Nada más se nos quita si se nos quita de en medio. Nada más se nos acaba si uno ya se ha acabado’.

Era varonil, calmado y bien parecido, aquel Javier Díaz-Varela. Aunque afeitado con esmero, se le adivinaba la barba, una sombra levemente azulada, sobre todo a la altura del mentón enérgico, como de héroe de tebeo (según el ángulo y como le diera la luz, se le veía o no partido). Tenía pelo en el pecho, le asomaba un poco por la camisa con el botón superior abierto, no llevaba corbata, Desvern siempre la llevaba, su amigo era algo más joven. Las facciones eran delicadas, con ojos rasgados de expresión miope o soñadora, pestañas bastante largas y una boca carnosa y firme muy bien dibujada, tanto que sus labios parecían los de una mujer trasplantados a una cara de hombre, era muy difícil no fijarse en ellos, quiero decir apartarles la vista, eran como un imán para la mirada, tanto cuando hablaban como cuando estaban callados. Daban ganas de besárselos, o de tocárselos, de bordear con el dedo sus líneas tan bien trazadas, como si se las hubiera hecho un pincel fino, y luego de palpar con la yema lo rojo, a la vez prieto y mullido. Parecía además discreto, dejaba que el Profesor Rico perorara a sus anchas sin tratar de hacerle la menor sombra (tampoco debía de resultar eso factible, hacerle sombra). Sin duda tenía sentido del humor, porque había sabido seguirle la corriente y hacerle de contrapunto con eficacia, dándole pie a lucirse ante desconocidos o más bien desconocidas, se notaba en seguida que el Profesor era hombre coqueto, de los que tiran tejos teóricos a las mujeres en casi cualquier circunstancia. Por teóricos quiero decir que carecen de verdadero propósito, que no van destinados a conquistar a nadie de veras o en serio (no a mí ni a Luisa, en todo caso), sino a suscitar curiosidad por su persona, o a deslumbrar si es posible, aunque no se vaya a volver a ver nunca a los deslumbrados. Díaz-Varela se divertía con su pueril pavoneo y le permitía espaciarse o lo incitaba a ello, como si no temiera la competencia o tuviera un objetivo tan definido, y tan ansiado, que no le cupiera duda de que antes o después iba a lograrlo, por encima de cualquier eventualidad o amenaza.

No estuve allí mucho más rato, no pintaba nada en medio de aquella reunión, improvisada en lo que respectaba a Rico y probablemente consuetudinaria en lo tocante a Díaz-Varela, daba la impresión de ser una presencia habitual o casi continua en aquella casa o en aquella vida, la de Luisa viuda. Era la segunda vez que aparecía en un solo día, que yo supiera, y eso debía de ocurrir casi todos, porque al llegar con Rico los niños lo habían saludado con excesiva naturalidad rayana en la indiferencia, como si su visita al atardecer (un ‘dejarse caer’) fuera algo descontado. Claro que también lo habían visto aquella mañana, y los tres habían hecho juntos un breve recorrido en coche. Era como si él estuviera más al tanto de Luisa que nadie, más que su familia, sabía que por lo menos tenía un hermano, lo había mencionado en la misma frase que a Javier y a un abogado. Como a eso, como a un hermano sobrevenido o postizo, me pareció que lo veía Luisa, alguien que va y viene y entra y sale, alguien que echa una mano con los críos o con cualquier otra cosa cuando surge un imprevisto, con quien se puede contar en casi cualquier ocasión y sin preguntarle antes y a quien se solicita consejo ante las vacilaciones como en un acto reflejo, que hace compañía sin que se lo note apenas, ni a él ni su compañía, que se presta y se ofrece siempre espontánea y gratuitamente, alguien que no necesita llamar para presentarse, y que de manera paulatina, inadvertida, acaba por compartir todo el territorio y por hacerse imprescindible. Alguien que está ahí sin que se le haga demasiado caso, y a quien se echa indeciblemente de menos si se retira o desaparece. Esto último podía suceder con Díaz-Varela en cualquier instante, porque no era un hermano incondicional y devoto que nunca va a apartarse del todo, sino un amigo del marido muerto y la amistad no se transfiere. Si acaso se usurpa. Tal vez era uno de esos amigos del alma a los que en un momento de debilidad o de premonición oscura se les pide o encomienda algo:

‘Si alguna vez me ocurriese una desgracia y ya no estuviera’, podría haberle dicho Deverne un día, ‘cuento contigo para que te ocupes de Luisa y los niños.’

‘¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres? ¿Te pasa algo? ¿A qué viene esto? No te estará pasando nada, ¿verdad?’, le habría contestado Díaz-Varela con inquietud y sobresalto.

‘No, no preveo que me pase nada, nada inminente ni tan siquiera próximo, nada concreto, estoy bien de salud y todo eso. Es sólo que quienes pensamos en la muerte, y nos paramos a observar el efecto que produce en los vivos, no podemos evitar preguntarnos de vez en cuando qué ocurriría tras la nuestra, en qué situación se quedarían las personas para las que significamos mucho, hasta dónde las afectaría. No hablo de la situación económica, eso está arreglado más o menos, sino del resto. Yo me imagino que los niños lo pasarían mal una temporada, y que a Carolina mi recuerdo le duraría toda la vida, cada vez más vago y difuso, y que por eso mismo sería capaz de idealizarme, porque uno puede hacer lo que quiera con lo vago y difuso y manipularlo a su antojo, convertirlo en el paraíso perdido, en el tiempo feliz en que todo estaba en su sitio y no faltaban nada ni nadie. Pero en fin, es demasiado pequeña para no zafarse de eso algún día, tirar adelante con su vida y crearse mil ilusiones, las que a cada edad le toquen. Sería una chica normal, con una ocasional estela de melancolía. Tendería a refugiarse en mi recuerdo cada vez que tuviera un disgusto o le salieran mal las cosas, pero eso lo hacemos todos en mayor o menor grado, buscarnos algún refugio en lo que existió y ya no existe. En todo caso la ayudaría que alguien real y vivo ocupara mi lugar, en la medida de lo posible, alguien que contestara. Tener cerca una figura paterna, a la que viera con frecuencia y ya estuviera acostumbrada. No veo a nadie más capacitado que tú para desempeñar ese papel sustitutorio. Nicolás me preocuparía menos: por fuerza me olvidaría, es muy niño. Pero también le vendría bien que tú anduvieras al quite de sus problemas, su carácter le traerá unos cuantos, bastantes. Pero sería Luisa la más desconcertada y desamparada. Claro que podría volver a casarse, sin embargo no lo veo muy factible, y desde luego no pronto, y cuanto menos joven fuera más difícil se le haría. Me imagino que sobre todo, pasada la desesperación inicial, pasado el duelo, y esas dos cosas duran mucho, sumadas, le daría una pereza infinita todo el proceso. Ya sabes: conocer a alguien nuevo, contarle la propia vida aunque sea a grandes rasgos, dejarse cortejar o ponerse a tiro, estimular, mostrar interés, enseñar la mejor cara, explicar cómo es uno, escuchar cómo es el otro, vencer recelos, habituarse a alguien y que ese alguien se habitúe a uno, pasar por alto lo que desagrada. Todo eso la aburriría, y a quién no, si bien se mira. Dar un paso, y luego otro, y otro. Es muy cansado y tiene inevitablemente algo de repetitivo y ya probado, para mí no lo quisiera a mis años. Parece que no, pero son muchos pasos hasta volver a asentarse. Me cuesta figurármela con una mínima curiosidad o ilusión, ella no es inquieta ni descontentadiza. Quiero decir que, si lo fuera, al cabo de un tiempo de haberme perdido podría empezar a ver alguna ventaja o compensación a la pérdida. Sin reconocérsela, claro, pero la vería. Poner fin a una historia y regresar a un principio, al que sea, si se ve uno obligado, a la larga no resulta amargo. Aunque estuviera uno contento con lo que se ha acabado. Yo he visto a viudos y viudas desconsolados que durante mucho tiempo han creído que jamás levantarían cabeza de nuevo. Sin embargo luego, cuando por fin se han rehecho y han encontrado otra pareja, tienen la sensación de que esta última es la verdadera y la buena y se alegran íntimamente de que la antigua desapareciera, de que dejara el campo libre para lo que ahora han construido. Es la horrible fuerza del presente, que aplasta más el pasado cuanto más lo distancia, y además lo falsea sin que el pasado pueda abrir la boca, protestar ni contradecirlo ni refutarle nada. Y no hablemos ya de esos maridos o mujeres que no se atreven a abandonar al cónyuge, o que no saben cómo hacerlo, o que temen causarle demasiado daño: esos desean secretamente que el otro se muera, prefieren su muerte antes que afrontar el problema y ponerle razonable remedio. Es absurdo, pero así es: en el fondo no es que no le deseen ningún mal y traten de preservarlo de todos con su sacrificio personal y su esforzado silencio (porque de hecho se lo desean con tal de perderlo de vista, y además el mayor e irreversible), sino que no están dispuestos a ocasionárselo ellos, quieren no sentirse responsables de la infelicidad de nadie, ni siquiera de la de quienes los atormentan con su mera existencia cercana, con el vínculo que los ata y que podrían cortar si fueran valientes. Pero, como no lo son, fantasean o sueñan con algo tan radical como la muerte del otro. “Sería una solución fácil y un enorme alivio”, piensan, “yo no tendría nada que ver en ello, no le causaría dolor ni tristeza alguna, él no sufriría por mi culpa, o ella, sería un accidente, una enfermedad veloz, una desgracia en los que yo no tendría arte ni parte; al contrario, yo sería una víctima a los ojos del mundo y también a los míos, pero una víctima beneficiada. Y sería libre.” Pero Luisa no es de estos. Está plenamente instalada, aposentada en nuestro matrimonio, y no concibe otra forma de vida que la que eligió y ya tiene. Tan sólo ansía más de lo mismo, sin ningún cambio. Un día tras otro idénticos, sin quitar ni añadir nada. Tanto es así que ni siquiera se le pasará por la cabeza nunca lo que a mí sí se me pasa, es decir, mi posible muerte o la suya, para ella eso no está en el horizonte, no cabe. Bueno, la suya para mí tampoco, me cuesta mucho más planteármela y no la considero apenas. Pero la mía sí, de vez en cuando, me vienen rachas, a cada uno le toca bregar con su vulnerabilidad y no con la de los otros, por muy queridos que sean. No sé, no sé cómo decirte, hay temporadas en que veo el mundo sin mí muy fácilmente. Así que si algo me pasara un día, Javier, si me sucediera algo definitivo, ella ha de tenerte a ti como repuesto. Sí, la palabra es pragmática e innoble, pero es la adecuada. Entiéndeme bien, no te asustes. No te pido que te cases con ella ni nada por el estilo, evidentemente. Tú tienes tu vida de soltero y tus muchas mujeres a las que no ibas a renunciar por nada, menos aún por hacerle un favor póstumo a un amigo que ya no iba a pedirte cuentas ni podría echarte nada en cara, estaría bien callado en el pasado que no protesta. Pero, por favor, mantente cerca de ella si yo alguna vez falto. No te retraigas por mi ausencia sino todo lo contrario: hazle compañía, dale apoyo y conversación y consuelo, ve a verla un rato a diario y llámala cuanto puedas sin necesidad de pretextos, como algo natural y que pertenece a su día. Sé una especie de marido sin serlo, una prolongación de mí. No creo que Luisa saliera adelante sin una referencia cotidiana, sin alguien a quien hacer partícipe de sus pensamientos y a quien contarle su jornada, sin un sucedáneo de lo que tiene ahora conmigo, al menos en algún aspecto. A ti te conoce desde hace tiempo, contigo no tendría que vencer sus resistencias como con cualquier desconocido. Hasta podrías contarle tus aventuras y entretenerla con ellas, permitirle vivir vicariamente lo que le parecería imposible volver a vivir nunca por su cuenta. Sé que es mucho lo que te pido y que para ti no habría grandes ventajas, casi tan sólo una carga. Pero también Luisa podría sustituirme a mí en parte, ser a su vez una prolongación de mí, en lo que a ti respecta. Uno siempre se prolonga en los más cercanos, y éstos se reconocen y juntan a través del muerto, como si su pasado contacto con él los hiciera pertenecer a una hermandad o a una casta. Digamos que no me perderías del todo, que me conservarías un poco en ella. Tú estás muy rodeado de tus variadas mujeres, pero tampoco tienes tantos amigos. No te creas que no me echarías de menos. Y ella y yo tenemos el mismo sentido del humor, por ejemplo. Son muchos años de gastarnos bromas a diario.’

Díaz-Varela se habría echado a reír, probablemente, por rebajar el ominoso tono de su amigo y también porque su petición le habría hecho algo de gracia involuntaria, de tan extravagante e inesperada.

‘¿Me estás pidiendo que te sustituya si te mueres’, le habría contestado, a mitad de camino entre la afirmación y la pregunta. ‘Que me convierta en un falso marido de Luisa y en un padre a cierta distancia? No sé cómo se te ha ocurrido eso, quiero decir que tú puedas faltar de sus vidas pronto, si estás bien de salud, como dices, y no hay motivo real para temer que te pase nada. ¿Estás seguro de que no te pasa nada? No tienes ninguna enfermedad. No estás metido en ningún lío del que yo no estoy enterado. No te has cargado de deudas insaldables o que ya no se pueden pagar con dinero. Nadie te ha amenazado. No estás pensando en desaparecer por tu cuenta, en largarte.’

‘No. De verdad. No te oculto nada. Es sólo lo que te he dicho, que a veces me da por imaginarme el mundo sin mí y me entran miedos. Por los niños y por Luisa, por nadie más, descuida, no me tengo por importante. Sólo quiero estar seguro de que te encargarías de ellos, al menos en los primeros tiempos. De que tendrían lo más parecido a mí posible para apoyarse. Te guste o no, lo sepas o no, tú eres lo más parecido a mí posible. Aunque sólo sea por el largo trato.’

Díaz-Varela se habría quedado pensativo un momento, luego quizá habría sido semisincero, a buen seguro no del todo:

‘Pero ¿tú te das cuenta de a lo que me arrojarías? ¿Te das cuenta de lo difícil que es convertirse en un falso marido sin pasar a serlo real a la larga? En una situación como la que has descrito, es muy fácil que la viuda y el soltero pronto se crean más de lo que son, y con derechos. Pon a una persona en la cotidianidad de alguien, haz que se sienta responsable y protector y que al otro se le haga imprescindible, y verás cómo terminan. Siempre que sean medianamente atractivos y no haya un abismo de edad entre ellos. Luisa es muy atractiva, no te descubro nada, y yo no puedo quejarme de cómo me ha ido con las mujeres. No creo que me case nunca, no es eso. Pero si tú te murieras un día y yo fuera a diario a tu casa, sería dificilísimo que no pasara lo que no debería pasar nunca mientras tú estuvieras vivo. ¿Querrías morirte sabiendo eso? Aún es más: ¿propiciándolo y procurándolo, empujándonos a ello?’

Desvern se habría quedado callado unos segundos, cavilando, como si antes de formular su petición no hubiera tenido en cuenta aquel punto de vista. Luego se habría reído un poco paternalistamente y habría dicho:


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