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Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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–¿Quién te ha dicho que no estoy enamorada de ti? Qué sabrás tú, si nunca te he hablado. Si nunca me has preguntado.

–Vamos, vamos, no exageres —respondió él sin sorprenderse. Habían sido comedia sus últimas palabras, estaba al cabo de la calle de lo que yo sentía, o de lo que había sentido hasta dos semanas antes. Quizá ahora lo sentía también, pero con mancha y con mezcla de lo que no puede manchar ni mezclarse, no al menos en los enamoramientos. Estaba al cabo de la calle, el que es amado lo percibe siempre, si está en sus cabales y no lo ansía, porque el que lo ansía no distingue, e interpreta las señales equivocadamente. Pero él estaba libre de eso, no quería que yo lo quisiese, poco había hecho por alentarme, eso era justo reconocérselo—. De ser así —añadió—, no estarías tan espantada por lo que has descubierto, ni habrías sacado tus conclusiones tan rápido. Estarías en vilo, a la espera de una explicación aceptable. Pensarías que quizá no había habido más remedio por algún motivo que desconoces. Estarías dispuesta, estarías deseando engañarte.

Hice caso omiso de estos comentarios capciosos que buscaban conducirme a algún sitio por él previsto. Sólo contesté a lo primero.

–Tal vez no exagere. Tal vez no exagere en absoluto, y tú lo sabes. Lo que pasa es que no te gusta esa responsabilidad, aunque ya sé que no es palabra adecuada: a nadie puede responsabilizarse de que otro se le enamore. Descuida, yo no te responsabilizo de mis sentimientos idiotas y que sólo a mí me conciernen. Pero es inevitable que los veas como una pequeña carga. Si Luisa supiera de la intensidad de los tuyos (puede que en su ensimismamiento sólo se haya dado cuenta de lo superficial, de tu galantería y tu afecto por la viuda de tu mejor amigo); no digamos si se enterara de lo que han sido causa, los sentiría como una carga insoportable. Hasta es posible que se matara, al no ser capaz de sobrellevarla. Por eso, entre otras razones, no voy a decirle nada. No tienes que preocuparte por eso, no soy una desalmada. —Aún no había tomado una decisión definitiva al respecto, mi intención iba oscilando a medida que le escuchaba y me indignaba o no tanto (‘Ya lo pensaré más adelante, con calma, a solas, en frío’, pensaba), pero en todo caso me convenía tranquilizarlo para poder salir de allí sin sensación de amenaza, presente o futura, aunque esta última nunca desaparecería del todo, suponía, en toda mi vida. Y me atreví a añadir con un poco de guasa, también la guasa me convenía—: Claro que esa sería la mejor manera de quitarla de en medio, de hacer lo que has hecho tú con Desvern, sólo que manchándome mucho menos las manos.

Lejos de apreciar el humor —bien es verdad que un humor tétrico—, esta observación lo puso serio y como a la defensiva. Ahora sí se subió más las mangas efectivamente, con sendos gestos enérgicos como si se aprestara a combatir o a hacerme una demostración física, se las subió hasta por encima de los bíceps como un galán tropical de los años cincuenta, Ricardo Montalbán, Gilbert Roland, uno de aquellos hombres simpáticos ya olvidados por casi todo el mundo. No iba a combatir, desde luego, ni tampoco a pegarme, eso no entraba en su carácter. Comprendí que algo lo había contrariado sobremanera y que iba a refutármelo.

–Yo no me las he manchado, no te olvides. He llevado todo el cuidado. Tú no sabes lo que es manchárselas de veras. No sabes lo que delegar aleja de los hechos, no tienes ni idea de cuánto ayuda poner gente en medio. ¿Por qué te crees que lo hace todo el que puede, a las primeras de cambio, ante la menor situación incómoda o ligeramente desagradable? ¿Por qué te crees que intervienen abogados en los pleitos, y en los divorcios? No es sólo por su sapiencia y sus mañas. ¿Por qué te crees que los actores y actrices tienen representantes, y los escritores agentes, y los toreros apoderados, y los boxeadores managers, cuando aún había boxeo? Acabarán con todo estos puritanos de ahora. ¿Por qué te crees que los empresarios se valen de testaferros, o que cualquier criminal con dinero envía matones o contrata sicarios? No es sólo por no mancharse las manos literalmente, ni por cobardía, para no dar la cara ni arriesgarse a salir dañado. La mayoría de los tipos que recurren habitualmente a esas figuras (otra cosa son los que lo hacen excepcionalmente, como yo mismo) empezaron ejerciendo sus mismas tareas y quizá han sido maestros en ellas: están acostumbrados a dar palizas o incluso a meterle una bala a alguien, sería improbable que salieran maltrechos de un encuentro de esos. ¿Por qué crees que los políticos mandan tropas a las guerras que declaran, si es que se molestan aún en declararlas? Ellos, a diferencia de los otros, no podrían hacer el trabajo de los soldados, pero es más que eso. En todos los casos hay una autosugestión enorme, que proporcionan la mediación y la distancia de lo que ocurre, y el privilegio de no presenciarlo. Parece increíble, pero así funciona, yo lo he comprobado personalmente. Uno llega a convencerse de que no tiene que ver con lo que sucede a ras de suelo, o en el cuerpo a cuerpo, aunque lo haya originado y desencadenado y haya pagado por que acontezca. El divorciado acaba por persuadirse de que su exigencia mezquina y la saña no son suyas, sino de su abogado. Los actores y los escritores de fama, los toreros y los boxeadores se disculpan por las pretensiones económicas de sus representantes o por las trabas que ponen, como si éstos no obedecieran sus órdenes ni trabajaran a su dictado. El político ve en la televisión o en la prensa los efectos de los bombardeos que él ha iniciado, o se entera de las atrocidades que su ejército está cometiendo sobre el terreno; niega con la cabeza con desaprobación y con asco, se pregunta cómo es que sus generales son tan bestias o tan torpes, cómo es que no pueden controlar a sus hombres en cuanto empieza la lucha y los pierden un poco de vista, pero jamás se ve como culpable de lo que pasa a millares de kilómetros, sin que él tome parte ni sea testigo: en seguida ha logrado olvidarse de que dependió todo de él, de que él dio la voz de ‘Adelante’. Lo mismo el capoque ha lanzado a sus matones: lee o le informan de que éstos se han sobrepasado, de que no se han limitado a cargarse a unos cuantos, de acuerdo con sus indicaciones, sino que además les han cortado la cabeza y los testículos y se los han metido en la boca; se estremece un instante al figurárselo y piensa que esos esbirros suyos en verdad son unos sádicos, ya no recuerda que les dejó la imaginación y las manos libres y que les dijo: ‘Que la cosa espante a todo el mundo. Que sirva bien de escarmiento. Que con esto cunda el pánico’.

Díaz-Varela se detuvo, como si esta enumeración lo hubiera dejado momentáneamente exhausto. Se sirvió otra copa y bebió un buen trago, sediento. Encendió otro pitillo. Se quedó mirando al suelo, absorto. Durante unos segundos vi la imagen de un hombre abatido, abrumado, quizá lleno de remordimientos, quizá arrepentido. Pero no había habido nada de eso hasta ahora, en su relato ni en sus digresiones. Más bien lo contrario. ‘¿Por qué se asocia a sí mismo con estos individuos?’, pensé. ‘¿Por qué me los trae a la memoria, en vez de ahuyentármelos? ¿Qué gana con que yo vea sus actos a esta luz tan repugnante? Siempre puede hallarse alguna que embellezca el crimen más feo, que lo justifique mínimamente, una causa no del todo siniestra que al menos permita entenderlo sin náusea. “Así funciona, yo lo he comprobado personalmente”, ha dicho incluyéndose en la nómina. Se comprende en el caso de los divorciados y los toreros, no en el de los políticos cínicos y los criminales de oficio. Es como si no buscara paliativos, como si quisiera horrorizarme todavía más, a ratos. Tal vez sea para predisponerme a abrazar cualquier excusa, las que vengan luego, tienen que llegar pronto o tarde, no es posible que me reconozca sin más su egoísmo y su vileza, su traición, su falta de escrúpulos, ni siquiera hace mucho hincapié en su enamoramiento de Luisa, en su apasionada necesidad de ella, no se ha rebajado a decir frases ridículas pero que emocionan a veces y ablandan, como “No puedo vivir sin ella, ¿comprendes? No aguantaba más, para mí es como el aire, me ahogaba sin ninguna esperanza y ahora en cambio tengo una. No le deseaba a Miguel mal alguno, al contrario, era mi mejor amigo; pero estaba en medio de mi única vida, de la única que quiero, mala suerte, y lo que nos impide vivir hay que quitarlo”. Se aceptan los excesos de los enamorados, no todos, claro, pero en ocasiones basta con decir que alguien lo está mucho o lo estuvo para ahorrarse otras razones. “Es que la quería tanto”, se dice, “que no sabía lo que hacía”, y la gente asiente y se hace cargo, como si se le hablara de algo conocido por todos. “Vivía por y para él, no había nadie más en la tierra, habría sacrificado lo que fuera, el resto no le importaba”, y con eso ya se entienden tantos actos innobles y ruines, y hasta se disculpan algunos. ¿Por qué no insiste Javier en su condición enfermiza que cree poder padecer todo el mundo? ¿Por qué no se escuda más en ella? La da por supuesta pero no la subraya, no la pone por delante, y, en contra de lo que le convendría, se vincula con personajes despreciables y fríos. Sí, quizá sea eso: cuanto más me espante y me someta el pánico, cuanto más sienta el arrastre del vértigo, más proclive seré a aferrarme a cualquier atenuante. No le faltaría razón, de ser ese su propósito. Estoy deseando que aparezca alguna, alguna explicación o atenuante que me levante un poco de peso. Ya no puedo más de estos hechos, tal como son y me los imaginaba desde el maldito día en que escuché tras esa puerta. Estaba al otro lado aquel día, donde ya nunca más volveré a estar, ahora es seguro. Aunque se me acercara Javier y me abrazara por la espalda, y me acariciara con dedos y labios. Aunque me susurrara al oído palabras que jamás ha pronunciado. Aunque me dijera: “Qué ciego he estado, cómo es que no he sabido verte, pero aún estoy a tiempo”. Aunque tirara de mí hacia esa puerta, y me lo suplicara.’

Nada de eso iba a suceder en ningún caso. Ni siquiera si le hacía chantaje, si lo amenazaba con contarlo o era yo quien le suplicaba. Seguía metido en sus pensamientos, extrañamente ajeno, continuaba con la vista fija en el suelo. Lo saqué de su ensimismamiento en vez de aprovechar para largarme, ya era tarde: habría preferido quedarme con mis conjeturas sombrías y no saber nada seguro, después de haberle escuchado; pero ahora quería que terminara, por ver si su historia era algo menos mala, algo menos triste de lo que sonaba.

–Y tú, ¿qué es lo que pensaste? ¿De qué lograste convencerte? ¿De que no tenías arte ni parte en el asesinato de tu mejor amigo? Resulta difícil de creer, ¿no? Por mucha autosugestión que le echaras.

Alzó los ojos y se bajó de nuevo las mangas hasta los antebrazos, como si le hubiera entrado frío. Pero no lo abandonó del todo aquella especie de abatimiento o cansancio que parecía haberlo asaltado. Habló más despacio, con menos seguridad y menos brío, la mirada posada en mi rostro y a la vez un poco perdida, como si yo estuviera a gran distancia.

–No lo sé —dijo—. Sí, es verdad que uno sabe, sabe la verdad en el fondo, cómo no, cómo va a ignorarla. Sabe que uno ha puesto en marcha un mecanismo y que además podría pararlo, nada es inevitable hasta que ha sucedido y el ‘más adelante’ con que todos contamos deja de existir para alguien. Pero hay algo misterioso en la delegación, ya te lo he dicho. Yo le hice un encargo a Ruibérriz, y desde ese momento siento que la maquinación ya no es tan mía, por lo menos está compartida. Ruibérriz le ordenó a otro que le consiguiera un móvil al gorrilla y le hiciera llamadas, los dos se las hicieron, turnándose, dos voces convencen más que una y le pusieron la cabeza como un bombo; ni siquiera sé bien cómo se lo proporciona ese otro, el móvil, se lo deja en el coche en el que vivía, creo, le aparece allí como por ensalmo, y lo mismo la navaja luego, para no ser visto, era imposible anticipar el resultado de todo eso. En cualquier caso ese otro, ese tercero, no conoce mi nombre ni mi cara ni yo tampoco los suyos, y con su intervención desconocida se me aleja todo un poco más, es menos mío, y mi participación se difumina, ya no está todo en mis manos sino cada vez más repartido. Una vez que uno activa algo y lo entrega es también como si lo soltara y se deshiciera de ello, no sé si eres capaz de entenderlo, quizá no, nunca has tenido que organizar y preparar una muerte. —Reparé en la expresión empleada, ‘tenido que’; esa idea era absurda, él no había ‘tenido que’ hacer nada, nadie lo había obligado. Y había dicho ‘una muerte’, el término más neutro posible, no ‘un homicidio’ ni ‘un asesinato’ ni ‘un crimen’—. Uno recibe sucintos informes de cómo marchan las cosas y supervisa, pero no se ocupa directamente de nada. Sí, se produce un error, Canella se confunde de hombre y a mí me llega la noticia, hasta Miguel me menciona el percance sufrido por el pobre Pablo, sin sospechar que tuviera que ver con su petición, sin relacionar una cosa con otra, sin imaginarse que yo estuviera detrás, o disimuló muy bien, cómo voy a saberlo. —Me di cuenta de que me estaba perdiendo (¿qué petición? ¿qué relación? ¿qué disimulo?), pero él siguió como si hubiera tomado carrerilla de pronto, no me dejó interrumpirlo—. El idiota de Ruibérriz no se fía del tercero a partir de eso, le pago bien y me debe favores, así que toma las riendas y se presenta ante el aparcacoches, con precaución, a escondidas, es verdad que no hay nadie en esa calle de noche, pero se deja ver por él con su abrigo de cuero, espero que los haya tirado todos, para asegurarse de que no va a equivocarse de nuevo y a acabar acuchillando al pobre chófer, a Pablo, y echándolo todo por tierra. Sí, ese incidente me llega, por ejemplo, pero para mí es solamente un relato que me cuentan en mi casa, yo no me muevo de aquí, nunca piso el terreno ni me mancho, así que no siento que nada de eso sea enteramente responsabilidad ni obra mía, son hechos remotos. No te sorprenda, los hay que aún van más lejos: hay quienes ordenan la eliminación de alguien y luego ni siquiera quieren enterarse del proceso, de los pasos dados, del cómo. Confían en que al final venga un mandado y les comunique que ese alguien ha muerto. Ha sido víctima de un accidente, les dicen, o de una grave negligencia médica, o se ha tirado por el balcón, o lo han atropellado, o lo han atracado una noche, con tan mala pata que forcejeó y se lo cargaron. Y, por extraño que parezca, el que dictaminó esa muerte, sin especificar cómo ni cuándo, puede exclamar con sinceridad relativa, o con cierta dosis de asombro: ‘Vaya por Dios, qué tragedia’, casi como si él fuera ajeno y el destino se hubiera encargado de cumplir sus deseos. Eso procuré yo, verme lo más ajeno posible, aunque hubiera trazado el cómo en parte: Ruibérriz averiguó cuál era el drama en la vida de ese indigente, el motivo de su mayor rabia, su afrenta, por casualidad o no tanto, no sé, me vino un día con la historia de sus hijas metidas a putas a la fuerza o con engaños, él toca todas las teclas, no le faltan conexiones en ningún ámbito, y en consecuencia el plan era mío, o bueno, era de los dos, era nuestro. Pero aun así yo me mantenía lejos, apartado: estaba el propio Ruibérriz en medio, y su amigo, ese tercero, y sobre todo estaba Canella, que no sólo decidía cuándo, sino que podía decidir no hacerlo, en realidad nada estaba en mi mano. Y entonces hay tanta delegación, tanto dejado a la acción de otros, tanto al azar, tanta distancia, que uno es medio capaz de decirse, una vez que ha sucedido: ‘¿Qué tengo que ver yo con esto, con lo que ha hecho un trastornado en la calle, a una hora y en una zona seguras? Ya se ve que era un peligro público, un violento, no debería haber andado suelto, aún menos tras el aviso con Pablo. La culpa es de las autoridades que no tomaron medidas, y también de la pésima suerte, que todavía sigue existiendo’.

Díaz-Varela se levantó y dio una vuelta por el salón hasta volver a pararse detrás de mí, me puso las manos en los hombros, me los apretó suavemente, nada que ver con la que me había plantado dos semanas atrás, antes de irme, él y yo de pie, reteniéndome, era una losa. Ahora no tuve temor, lo noté como un gesto de afecto, y además su tono había cambiado. Se había teñido de una especie de pesadumbre o de leve desesperación ante lo irremediable —leve por ser ya retrospectiva– y se había desprendido del cinismo, como si éste hubiera sido impostado. También había empezado a mezclar tiempos verbales, presente de indicativo, pretérito indefinido e imperfecto, como le ocurre a veces a quien revive una mala experiencia o se está recontando un proceso del que sólo cree haber salido y no es cierto. Había adquirido un acento de verdad poco a poco, no de golpe, y eso lo hacía más creíble. Pero tal vez eso era lo fingido. Es detestable no saberlo, también todo lo anterior me había sonado a verdadero, había tenido el mismo acento o no el mismo sino otro distinto, pero igualmente de verdad en todo caso. Ahora se había callado y podía preguntarle por lo que me había resultado incomprensible, por lo que se le había escapado. O quizá no se le había escapado en absoluto, lo había introducido a conciencia y aguardaba mi reacción a ello, confiaba en que lo hubiera cazado.

–Has hablado de una petición de Deverne, y de un posible disimulo suyo. ¿Qué petición es esa? ¿Qué iba a disimular él? No he entendido. —Y al decir esto pensé: ‘¿Qué diablos estoy haciendo, cómo puedo referirme con civilidad a todo esto, cómo puedo hacerle preguntas sobre los pormenores de un asesinato? ¿Y por qué estamos hablándolo? No es tema de conversación, o sólo cuando ya han transcurrido muchos años, como en la historia de Anne de Breuil muerta por Athos cuando éste ni siquiera era Athos. En cambio Javier es Javier todavía, no le ha dado tiempo a convertirse en otro’.

Volvió a apretarme con suavidad los hombros, era casi una caricia. Yo había hablado sin darme la vuelta, ahora no necesitaba tenerlo a la vista, no me era desconocido ni preocupante ese tacto. Me invadió una sensación de irrealidad, como si estuviéramos en otro día, un día anterior a mi escucha, cuando aún no había descubierto nada ni había ningún espanto, sólo placer provisional y resignada espera enamorada, espera a ser dada de baja o despedida de su lado cuando fuera Luisa quien se le enamorara, o por lo menos le consintiera dormirse y despertarse a diario en su cama. Ahora se me antojó figurarme que no faltaba tanto para eso, hacía mucho que no la veía, ni de lejos siquiera. Quién sabía cómo había evolucionado, si se había ido recuperando del golpe, hasta qué punto Díaz-Varela se le había inoculado, se le había hecho indispensable en su solitaria vida de viuda con niños que le pesaban a veces, cuando quería encerrarse a llorar y no hacer nada. Lo mismo que yo había intentado con él en su solitaria vida de soltero, sólo que tímidamente y sin convencimiento ni empeño, desde el principio derrotada.

En otro día habría sido posible que las manos de Díaz-Varela se hubieran deslizado desde mis hombros hasta mis pechos, y que yo no sólo lo hubiera permitido, sino que lo hubiera alentado con el pensamiento: ‘Desabróchame un par de botones y mételas bajo mi jersey o mi blusa’, ordena uno mentalmente, o suplica. ‘Vamos, hazlo ya, ¿a qué esperas?’ Me atravesó el impulso de pedírselo así, en silencio, la fuerza de la expectativa, la persistencia irracional del deseo, que a menudo hace olvidar cuáles son las circunstancias y quién es quién, y borra la opinión que uno tiene de la persona que le provoca el deseo, en aquel momento lo que me predominaba era el desprecio. Pero él no iba a ceder hoy a eso, conservaba más conciencia que yo de que no estábamos en otro día, sino en el que él había elegido para contarme su conspiración y sus actos y luego decirme adiós para siempre, después de aquella conversación no podríamos seguir viéndonos, no era posible, los dos lo sabíamos. Así que no bajó las manos lentamente sino que las levantó como quien ha sido recriminado por tomarse confianzas o aun por propasarse —pero yo no había dicho nada, ni mi actitud tampoco– y volvió a su sillón, se sentó de nuevo enfrente de mí y me miró fijamente con sus ojos nebulosos o indescifrables que jamás lograban mirar fijamente del todo y con aquella pesadumbre o desesperación retrospectiva que le había aparecido en la voz poco antes y que ya no se le iría, ni del tono ni de la mirada, como si me dijera una vez más: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima.

–Todo lo que te he contado es cierto, en lo relativo a los hechos —me respondió—. Sólo que lo principal aún no te lo he dicho. Lo principal no lo sabe nadie, o sólo Ruibérriz a medias, que por fortuna ya no hace demasiadas preguntas; sólo escucha, complace, sigue las instrucciones y cobra. Ha aprendido. Las dificultades lo han convertido en un hombre dispuesto a muchas cosas a cambio de un sueldo, sobre todo si se lo paga un viejo amigo que no va a endosarle un marrón, ni a traicionarlo ni a sacrificarlo, hasta ha aprendido a ser discreto. Es cierto cómo lo hicimos, y que no teníamos seguridad de que el plan fuera a salir, en modo alguno, era casi una moneda al aire, pero yo no quería recurrir a un sicario, ya te lo he explicado. Tú has sacado tus conclusiones y no te lo reprocho; o algo sí, pero te comprendo en parte: las cosas pintan como pintan, si uno ignora la causa. Tampoco voy a negar que quiera a Luisa ni que piense permanecer a su lado, estar bien a mano, por si un día se olvida de Miguel y da unos pasos en mi dirección: yo estaré cerca, muy cerca, para que no le dé tiempo a pensárselo ni a arrepentirse durante el trayecto. Creo que eso sucederá antes o después, más bien antes; que se recuperará como le pasa a todo el mundo, ya te dije una vez que la gente acaba por dejar marchar a los muertos, por mucho apego que les tenga, cuando nota que su propia supervivencia está en juego y que son un gran lastre; y lo peor que éstos pueden hacer es resistirse, aferrarse a los vivos y rondarlos e impedirles avanzar, no digamos regresar si pudieran, como pudo el Coronel Chabert de la novela, amargándole la vida a su mujer y causándole un daño mayor que el de su muerte en aquella remota batalla.

–Más daño le causó ella a él —le contesté—, con su negación y sus artimañas para mantenerlo muerto y privarlo de existencia legal, para enterrarlo vivo por segunda vez, sólo que ahora no por error. Él había padecido mucho, lo suyo era suyo y no tenía culpa de seguir en el mundo, menos aún de recordar quién era. Hasta dijo aquello que me leíste, el pobre: ‘Si mi enfermedad me hubiera quitado todo recuerdo de mi existencia pasada, eso me habría hecho feliz’.

Pero Díaz-Varela ya no estaba para discutir de Balzac, quería continuar con su historia hasta el final. ‘Lo que pasó es lo de menos’, me había dicho al hablarme de El Coronel Chabert. ‘Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas.’ Quizá pensaba que con los hechos reales no sucedía así, con los de nuestra vida. Probablemente sea cierto para el que los vive, pero no para los demás. Todo se convierte en relato y acaba flotando en la misma esfera, y apenas se diferencia entonces lo acontecido de lo inventado. Todo termina por ser narrativo y por tanto por sonar igual, ficticio aunque sea verdad. Así que prosiguió como si yo no hubiera dicho nada.

–Sí, Luisa saldrá de su abismo, no te quepa duda. De hecho ya está saliendo, cada día que pasa un poco más, yo lo percibo y eso no tiene vuelta de hoja una vez iniciado el proceso de la despedida, de la segunda y definitiva, de la que es sólo mental y nos trae mala conciencia porque parece que nos descargamos del muerto, lo parece y así es. Puede haber un retroceso ocasional, según cómo le vaya a uno en la vida o por algún azar, pero nada más. Los muertos sólo tienen la fuerza que los vivos les dan, y si se la retiran... Luisa se soltará de Miguel, en mucha mayor medida de lo que es capaz de imaginarse ahora mismo, y eso él lo sabía muy bien. Es más, decidió facilitárselo dentro de sus posibilidades, y fue por eso por lo que en parte me hizo su petición. Sólo en parte. Desde luego, había una razón de más peso.

–¿De qué petición me estás hablando otra vez? ¿Qué petición? —No pude evitar impacientarme, tenía la sensación de que quería enredarme a base de curiosidad.

–A eso voy, esa es la causa —dijo—. Escucha bien. Meses antes de su muerte, Miguel sentía cierto cansancio general no muy significativo, algo insuficiente para acudir al médico, no era aprensivo y se encontraba bien de salud. Al poco le apareció un síntoma no preocupante, visión levemente borrosa en un ojo, pensó que sería pasajero y tardó en ir al oftalmólogo. Cuando por fin lo hizo, al no ceder por sí sola esa visión, éste le hizo una detenida exploración y le vino con un diagnóstico muy malo: un melanoma intraocular de gran tamaño, y lo remitió a un médico internista para un estudio general. El internista lo repasó de arriba abajo, le hizo TAC y resonancia magnética de todo el cuerpo, así como una analítica extensa. Su diagnóstico fue aún peor, fue el peor: metástasis generalizada en todo el organismo, o, como me dijo que le dijo en su jerga aséptica, ‘melanoma metastático muy evolucionado’, pese a estar Miguel por entonces casi asintomático, no había notado ningún otro malestar.

‘Así que Desvern no le pudo decir a Javier, como yo me había figurado en una ocasión: “No, no preveo que me pase nada, nada inminente ni tan siquiera próximo, nada concreto, estoy bien de salud y todo eso”, sino lo contrario’, pensé. ‘O bueno, eso dice ahora Javier.’ Todavía lo llamaba así aquella tarde, pronto cambiaría, aún no había decidido recordarlo y referirme a él por el apellido, para distanciarme de nuestra proximidad pasada o hacerme esa ilusión.

–Ya, y todo eso, ¿qué significaba exactamente, aparte de ser algo muy malo? —le pregunté, y procuré que hubiera en mi tono escepticismo o incredulidad: ‘Cuenta, cuenta y sigue contando, no me voy a tragar fácilmente esta historia tuya de última hora, me huelo por dónde vas’. Pero al mismo tiempo estaba ya interesada en lo que me había empezado a relatar, fuera verdad o no. Díaz-Varela lograba divertirme a menudo e interesarme siempre. Así que añadí, y ahora me salió un tono de preocupación sincera, luego también de credulidad—: ¿Y eso puede ocurrir, tener algo tan grave sin presentar casi síntomas? Bueno, ya sé que sí, pero ¿tanto? ¿Y tan sin aviso? ¿Y tan avanzado? Es para echarse a temblar, ¿no?

–Sí, puede ocurrir, y le ocurrió a Miguel. Pero no te alarmes, por fortuna ese melanoma es muy infrecuente y muy raro. A ti no te va a pasar nada parecido. Ni a Luisa, ni a mí, ni al Profesor Rico, sería mucha casualidad. —Había advertido mi instantánea aprensión. Esperó a que su vaticinio sin fundamento surtiera su efecto y me tranquilizara como a una niña, esperó unos segundos para continuar—. Miguel no me dijo una palabra hasta que tuvo todos los datos, y a Luisa ni siquiera le comunicó el principio, cuando no había qué temer: que iba al oftalmólogo, ni que veía un poco borroso, lo último que quería era inquietarla por nada, y ella se inquieta con facilidad. Aún menos le contó después. De hecho no le contó nada a nadie más, con una excepción. Desde el diagnóstico del internista sabía que la cosa era mortal, pero éste no le dio toda la información, o no con detalle, o quizá se la suavizó, o él no se la preguntó, no lo sé, prefirió preguntarle a un médico amigo que no iba a ocultarle nada si él se lo pedía: un antiguo compañero de colegio, cardiólogo, que le efectuaba controles periódicos y con quien tenía toda la confianza del mundo. Fue a verlo con su diagnóstico en firme y le dijo: ‘Dime lo que me aguarda, dímelo a las claras. Cuéntame los pasos. Dime cómo va a ser’. Y su amigo le dibujó un panorama que no pudo soportar.

–Ya —repetí, como quien se afana en dudar, en no creer. Pero en ese registro no me salió nada más. Lo intenté, me forcé, por fin conseguí pronunciar esta frase, completamente neutra en realidad—: ¿Y cuáles eran esos pasos terribles? —Aunque aquello fuera mentira, me atemorizaba la narración del proceso, del descubrimiento.

–No era sólo que no hubiera curación, dada la extensión por todo el organismo. Apenas si había tampoco tratamiento paliativo, o el que había era casi peor que la enfermedad. El pronóstico del fallecimiento, sin ese tratamiento, se establecía en unos cuatro a seis meses, y con él en no mucho más. Poco tiempo iba a ganar, y malo, a cambio de una quimioterapia de extraordinaria agresividad con efectos secundarios devastadores. Pero había más: el melanoma en el ojo hace que éste se deforme y duela espantosamente, el dolor es por lo visto inaguantable, es lo que le anunció su amigo cardiólogo, que cumplió con sus deseos y no le ahorró nada de lo que quería saber. La única medida contra eso consiste en resecar el ojo, es decir, en extirparlo, lo que los médicos llaman ‘enucleación’, según dijo Miguel, por el gran tamaño del tumor. ¿Te das cuenta, María? Un tumor enorme en el interior del ojo, que empuja hacia fuera y hacia dentro, supongo; un ojo protuberante, una frente y un pómulo que se abomban, crecientes; y después un hueco, una cuenca vacía que tampoco es la última metamorfosis, eso en el mejor de los casos y sin que sirva de gran cosa. —Aquella breve descripción gráfica me causó más recelo, era su primera concesión a la truculencia y a la imaginación, hasta entonces había contado con sobriedad—. El aspecto del paciente se va haciendo horroroso, su deterioro progresivo es lamentable y no sólo en la cara, claro está, todo se va viendo minado con cada vez mayor rapidez, y lo único que obtiene con esa extirpación y esa quimioterapia brutal son unos meses más de vida. De vida así, de vida muerta o premuerta, de padecimiento y deformidad, de no ser ya quien es sino un espectro angustiado que se limita a entrar y salir de un hospital. La transformación del aspecto, eso era lo único, no tenía por qué ser inmediata, no lo sería: contaba con mes y medio o dos meses antes de que los síntomas en el rostro aparecieran o resultaran visibles, antes de que los demás se dieran cuenta, disponía de ese tiempo para ocultárselo a todo el mundo y fingir. —La voz de Díaz-Varela sonaba en verdad afectada, pero acaso afectaba la afectación. He de reconocer que no me lo pareció cuando añadió, con un timbre de amargura o de fatalidad—: Un mes y medio o dos meses, ese fue el plazo que me dio.


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