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Los Enamoramientos
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Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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Si se me quedó en la memoria, o ésta la recuperó, es porque a medida que vamos viviendo esas palabras de Athos se parecen más a una verdad: se puede vivir con un remedo de paz, o simplemente continuar, cuando se cree fuera de la tierra y difunto al que nos causó enorme daño o pesar; cuando ya es sólo un recuerdo y no más una criatura, no más un ser vivo que alienta y todavía recorre el mundo con sus pasos envenenados, al que podríamos volver a encontrar y ver; alguien a quien, de saberlo emboscado —de saberlo aún por aquí—, querríamos rehuir a toda costa, o lo que es más mortificante, hacer pagar por su mal. La muerte del que nos hirió o mató en vida —expresión exagerada que ha acabado por ser común– no nos cura del todo ni nos faculta para olvidar, el propio Athos acarreaba su remota pesadumbre bajo su disfraz de mosquetero y su nueva personalidad; pero nos aplaca y nos deja vivir, respirar se hace más llevadero si nos quedan sólo una remembranza que ronda y la sensación de tener saldadas las cuentas en este mundo que es el único, por mucho que siga doliendo ese recuerdo cada vez que se lo convoca o que se presenta sin ser llamado. En cambio puede resultar insoportable saber que aún se comparte aire y tiempo con quien nos destrozó el corazón o nos engañó o traicionó, con quien nos arruinó la vida o nos abrió demasiado los ojos o con excesiva brutalidad; puede paralizarnos que esa criatura aún exista, que no haya sido fulminada ni colgada de un árbol, y pueda reaparecer. Es otra razón más para que los muertos no regresen, al menos aquellos cuya condición nos provoca alivio y nos permite avanzar, si se quiere como espectros, tras enterrar nuestro antiguo yo: a Athos como a Milady, al Conde de la Fère como a Anne de Breuil, se lo permitieron durante años sus creencias respectivas de que el otro era sólo un muerto y ya no hacía temblar ni una hoja, incapaz de respirar; también la suya a Madame Ferraud, que rehízo sin estorbos su vida porque para ella su marido, el viejo Coronel Chabert, sin duda era solamente un recuerdo, y ni siquiera devorador.

‘Ojalá Javier hubiera muerto’, me sorprendí pensando aquella tarde, mientras daba un paso y otro y otro. ‘Ojalá se muriera ahora mismo y al llamar a su timbre no me abriera, caído en el suelo y para siempre inmóvil, sin nada que consultarme, imposible hablar con él. Si estuviera muerto se disiparían mis dudas y mis temores, no tendría que escuchar sus palabras ni plantearme cómo obrar. Tampoco podría caer en la tentación de besarlo ni de acostarme con él, engañándome con la idea de que sería la última vez. Podría callar eternamente sin preocuparme de Luisa, menos aún de la justicia, y olvidarme de Deverne, al fin y al cabo yo no llegué a conocerlo, sólo de vista durante años, de vista durante el desayuno. Si quien le quitó la vida la pierde y se convierte también en recuerdo y no hay criatura a la que acusar, las consecuencias importan menos y qué más da lo que pasó. Para qué decir ni contar nada, incluso para qué averiguar, guardar silencio es lo más sosegado, no hace falta alterar más el mundo con historias de quienes ya son cadáveres y merecen algo de piedad, aunque sólo sea porque han puesto fin a su paso, han terminado y ya no existen. Ya no estamos en aquellos tiempos en que todo debía juzgarse o por lo menos saberse; hoy son incontables los crímenes que jamás se resuelven ni se castigan porque se ignora quién los puede cometer —son tantos que no hay suficientes ojos para mirar en derredor– y rara vez se encuentra a alguien a quien sentar en un banquillo con un poco de verosimilitud: atentados terroristas, asesinatos de mujeres en Guatemala o en Ciudad Juárez, ajustes de cuentas entre traficantes, matanzas indiscriminadas en África, bombardeos sobre civiles por parte de esos aviones nuestros sin piloto y por tanto sin rostro... Son aún más incontables aquellos de los que nadie se ocupa y que ni siquiera son investigados, se ve como tarea ilusa y se archivan nada más suceder; y todavía más los que no dejan rastro, los que no están registrados, los jamás descubiertos, los desconocidos. De todas estas clases los hubo siempre sin duda, y quizá durante muchos siglos sólo fueron castigados los cometidos por vasallos y pobres y desheredados, y quedaron impunes —salvo excepciones– los de los poderosos y ricos, por hablar en términos vagos y superficiales. Pero había un simulacro de justicia, y al menos de puertas afuera, al menos en la teoría, se fingía perseguirlos todos y en ocasiones se intentaba, y se sentía como “pendiente” lo que aún no estaba aclarado, y ahora en cambio no es así: de demasiadas cosas se sabe que no se pueden aclarar, y quizá tampoco se quiere, o se considera que no valen la pena el esfuerzo ni los días ni el riesgo. Qué lejos quedan aquellos tiempos en que las acusaciones se pronunciaban con solemnidad extrema y las sentencias se dictaban sin apenas temblor en la voz, como hizo Athos dos veces con su mujer Anne de Breuil, primero joven y después ya no: la segunda vez que la juzgó no estaba solo, sino en compañía de los otros tres mosqueteros, Porthos, d’Artagnan y Aramis, y de Lord De Winter, en quienes delegó, y también de un hombre embozado y envuelto en una capa roja que resultó ser el verdugo de Lille, el mismo que hacía mil años —en realidad en otra vida, a otra persona– le había grabado a fuego a Milady la infamante flor de lis. Cada uno de ellos enunció su acusación, empezando todos con una fórmula inimaginable hoy en día: “Ante Dios y ante los hombres, yo acuso a esta mujer de haber envenenado, de haber asesinado, de haber hecho asesinar, de haberme empujado a asesinar, de haber llevado a la muerte mediante una extraña enfermedad, de haber cometido sacrilegio, de haber robado, de haber corrompido, de haber incitado al crimen...”. “Ante Dios y ante los hombres.” No, esta no es época de solemnidad. Y entonces Athos, quizá para aparentar engañarse, para creer en vano que esta vez no la juzgaba ni condenaba él, les fue preguntando a los otros, uno a uno, la pena que reclamaban contra aquella mujer. A lo que fueron respondiendo uno tras otro: “La pena de muerte, la pena de muerte, la pena de muerte, la pena de muerte”. Una vez oída la sentencia, fue Athos quien se volvió hacia ella y como maestro de ceremonias le dijo: “Anne de Breuil, Condesa de la Fère, Milady De Winter, vuestros crímenes han agotado a los hombres sobre la tierra y a Dios en el cielo. Si sabéis alguna oración, decidla, porque estáis condenada y vais a morir”. Quien haya leído esta escena en su infancia o en su primera juventud la recuerda siempre, no la puede olvidar, como tampoco la que viene a continuación: el verdugo ató de pies y manos a la mujer aún “bella como los amores”, la cogió en brazos y la condujo a una barca, con la que cruzó el río cercano hasta la otra orilla. Durante el trayecto Milady logró soltar la cuerda que le inmovilizaba los pies, y al llegar a tierra echó a correr, pero resbaló en seguida y cayó de rodillas. Debió de sentirse perdida entonces, porque ya no intentó levantarse sino que se quedó en esa postura, con la cabeza agachada y las manos juntas, no sabemos si delante o detrás, a la espalda, como cuando, siendo muy joven, hacía siglos, la habían matado por primera vez. El verdugo de Lille alzó su espada y la bajó, y así puso fin a la criatura para convertirla definitivamente en recuerdo, poco importa si devorador o no. Luego se quitó la capa roja, la tendió en el suelo, en ella acostó el cuerpo truncado y arrojó la cabeza, anudó la tela por las cuatro esquinas. Se echó el fardo al hombro y lo llevó de nuevo a la barca. De regreso, en mitad del río, en su parte más profunda, lo dejó caer. Sus jueces lo vieron hundirse desde la ribera, vieron cómo el agua se abrió un instante y se volvió a cerrar. Pero esto es una novela, como me dijo Javier cuando le pregunté qué le había pasado a Chabert: “Lo que pasó es lo de menos, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta”. No es verdad, o sí lo es muchas veces, pero no siempre se olvida lo que pasó, no en una novela que casi todo el mundo conocía o conoce, hasta los que jamás la han leído, ni en la realidad cuando lo que sucede en ella nos sucede a nosotros y va a ser nuestra historia, que puede terminar de una manera u otra sin que ningún novelista lo fije ni dependa de nadie más... Sí, ojalá Javier hubiera muerto y se hubiera convertido también en recuerdo’, volví a pensar. ‘Me ahorraría mis problemas de conciencia y mi miedo, mis dudas y mis tentaciones y tener que decidir, mi enamoramiento y mi necesidad de hablar. Y lo que me espera ahora, hacia lo que voy, que quizá sea algo parecido a una escena conyugal.’

—Bueno, a qué viene tanta urgencia —le solté a Díaz-Varela nada más abrirme él la puerta, no le di ni un beso en la mejilla, apenas lo saludé al entrar, procuré evitar una mirada de frente, aún prefería no rozarme con él. Si empezaba por pedirle cuentas, tal vez pudiera tomarle la delantera, por así decir, adquirir cierta ventaja para manejar la situación, fuera cual fuese: él la había propiciado, casi la había impuesto, yo no podía saber—. No dispongo de demasiado tiempo, he tenido un día agotador. Anda, dime, qué me querías consultar.

Estaba muy bien afeitado y acicalado, no como si llevara largo rato en casa esperando, y además sin seguridad de que no fuera en vano —eso siempre deteriora el aspecto, sin que se dé uno cuenta—, sino como si estuviera a punto de salir. Debía de haber combatido la incertidumbre y la inacción repasándose la barba una y otra vez, peinándose y despeinándose, cambiándose varias veces de camisa y de pantalón, poniéndose y quitándose la chaqueta, calculando el efecto que produciría con ella y sin ella, al final se la había dejado como si de ese modo me advirtiera acaso de que aquel encuentro no iba a ser como los otros, de que no por fuerza acabaríamos en el dormitorio al que aparentábamos trasladarnos cada vez sin intención. Al fin y al cabo llevaba una prenda más de lo habitual; aunque toda prenda se puede quitar, o ni siquiera hace falta. Ahora ya sí levanté la vista y la crucé con la suya, soñadora o miope como de costumbre, aplacada respecto a mi visita anterior o más bien a los minutos finales —cuando ya todo se había torcido– en que me puso la mano en el hombro y me dio a entender que podía hundirme con tan sólo apretar lentamente. Lo vi muy atractivo tras tantos días, la parte más elemental de mí lo había echado de menos —uno echa de menos cuanto está en su vida, hasta lo que no ha tenido tiempo de aposentarse; y hasta lo pernicioso—, mi mirada se fue en seguida hacia donde solía, nunca lo pude evitar. Cuando eso nos sucede con alguien, es una verdadera maldición. Ser incapaz de apartar los ojos: se siente uno dirigido, obediente, es casi una humillación.

–No tengas tanta prisa. Descansa un poco, respira, tómate una copa, siéntate. Lo que quiero hablar contigo no se despacha en tres frases ni de pie. Anda, ten paciencia y sé generosa. Siéntate.

Así lo hice, en el sofá que solíamos ocupar cuando permanecíamos en el salón. Pero no me quité la chaqueta y me senté en el borde, como si mi presencia allí siguiera siendo provisional y un favor. Lo notaba calmado y a la vez muy concentrado, como lo están muchos actores justo antes de salir a escena, esto es, con una calma artificial, que se obligan a tener para no echar a correr e irse a casa a ver la televisión. No parecía quedar nada de la imperiosidad y el acuciamiento de la mañana, cuando me había llamado al trabajo y casi me había conminado a acudir. Debía de sentir satisfacción o alivio porque estuviera ya a su alcance, por tenerme ya allí, en cierto modo me había vuelto a poner en sus manos, no sólo en sentido figurado. Pero ahora yo estaba libre de esa clase de temor, había comprendido que él nunca me haría nada, no con sus manos y sin mediación. Con las de otro y sin estar él presente, sin enterarse de cuándo sucedía sino más tarde, cuando ya fuera un hecho y no hubiera remedio y le cupiera la posibilidad de decirse como quien oye algo de nuevas: ‘Habría habido un tiempo para semejante palabra, debería haber muerto más adelante’, eso podía ser.

Fue a la cocina y me trajo una copa y se sirvió una él. No había rastros de otras, quizá se había prohibido probar una gota durante su espera, para mantenerse despejado, tal vez la había empleado en seleccionar y ordenar lo que iba a decirme, incluso en memorizar alguna parte.

–Bien, ya estoy sentada. Tú dirás.

Tomó asiento a mi lado, demasiado cerca de mí, aunque eso no lo habría pensado cualquier otro día, me habría parecido normal o ni siquiera habría reparado en cuánta distancia había entre los dos. Me aparté un poco, sólo un poco, tampoco quería darle una impresión de rechazo, y además no lo había en lo referente a lo físico, reconocí que aún me gustaba su proximidad. Bebió un trago. Sacó un cigarrillo, encendió y apagó el mechero varias veces como si estuviera algo abstraído o se dispusiera a tomar impulso, por fin lo alumbró. Se pasó la mano por la barbilla, no se le veía azulada como casi siempre, tanto había apurado el afeitado esta vez. Ese fue todo el preámbulo, y entonces me habló, con una sonrisa que se esforzaba en hacer aparecer de tanto en tanto —como si se la aconsejara a sí mismo cada varios minutos o se la hubiera programado y se acordara de activarla tardíamente—, pero con un tono de seriedad.

–Sé que nos oíste, María, a Ruibérriz y a mí. No tiene sentido que lo niegues ni que intentes convencerme de lo contrario, como la última vez. Fue un error mío, hablar así contigo en la casa, contigo aquí, una mujer atenta a un hombre siempre tiene curiosidad por cualquier cosa relativa a él: por sus amigos, por sus negocios, sus gustos, da lo mismo. Se siente interesada por todo, sólo quiere conocerlo mejor. —‘Lo ha estado rumiando, como preveía’, pensé. ‘Habrá repasado cada detalle y cada palabra, y ha llegado a esta conclusión. Menos mal que no ha dicho “una mujer enamorada de un hombre”, aunque sea eso lo que ha querido decir y además sea la verdad. O lo haya sido, ya no sé, ya no puede ser. Pero hace dos semanas lo era, así que no le falta razón’—. Sucedió y no hay vuelta de hoja. Lo acepto, no voy a engañarme: oíste lo que no te tocaba, ni a ti ni a nadie, pero sobre todo no a ti, nos habría correspondido separarnos limpiamente, sin dejarnos ninguna marca. —‘Él lleva ahora una flor de lis’, pensé—. A partir de lo que escuchaste te habrás hecho una idea, una composición de lugar. Veamos esa idea, es mejor que rehuirla o que fingir que no está en tu mente, que no la hay. Estarás pensando lo peor de mí y no te culpo, la cosa debió sonarte fatal. Repugnante, ¿no? Es de agradecer que a pesar de todo hayas venido, habrás tenido que hacerte violencia, para volverme a ver.

Intenté protestar, sin mucho empeño; lo veía decidido a abordar el asunto y a no dejarme salida, a hablarme a las claras de su asesinato por delegación. El convencimiento absoluto de que yo estaba enterada no podía tenerlo, aun así se disponía a hacerme una confesión o algo parecido. O tal vez era a ponerme en antecedentes, a informarme de las circunstancias, a justificarse quién sabía cómo, a contarme lo que posiblemente yo preferiría ignorar. Si conocía detalles me sería aún más difícil hacer caso omiso o no hacer nada, lo que en cierto modo, sin proponérmelo, había conseguido hasta aquella tarde sin por ello descartar otra reacción futura, mañana puede cambiarnos y traer un irreconocible yo: me había quedado quieta y había dejado pasar los días, esa es la mejor manera de que se disuelvan o se descompongan las cosas en la realidad, aunque permanezcan para siempre en nuestro pensamiento y en nuestro saber, allí podridas y sólidas y despidiendo brutal hedor. Pero eso es soportable y se puede vivir con ello. Quién no acarrea algo así.

–Javier, ya hablamos de eso. Ya te dije que no había oído nada, y mi interés por ti no llega tan lejos como supones...

Me paró haciendo un movimiento de abanico con la mano a media altura (‘No me vengas con historias’, decía esa mano; ‘no me vengas con remilgos’), no me permitió continuar. Sonrió ahora con un poco de condescendencia, o quizá era ironía hacia sí mismo, por verse en la situación evitable en que se encontraba, por haber sido tan descuidado.

–No insistas. No me tomes por tonto. Aunque sin duda haya sido muy torpe. Tenía que haberme llevado a la calle a Ruibérriz en cuanto apareció. Claro que nos oíste: al entrar en el salón dijiste que no sabías que hubiera aquí nadie más, pero te habías puesto el sostén para cubrirte mínimamente ante un desconocido, no por frío ni por ningún motivo rebuscado, y ya venías sonrojada al abrir la puerta de la habitación. No te avergonzó lo que te encontraste, te habías avergonzado tú sola con anterioridad por lo que ibas a hacer, mostrarte medio desnuda ante un individuo indeseable al que nunca habías visto; pero le habías oído hablar, y no de cualquier cosa, no de fútbol ni del tiempo, ¿verdad? —‘Así que se dio cuenta de lo que yo temí que se la diera’, pensé fugazmente. ‘De nada sirvieron mi anticipación, mis pequeñas artimañas, mis precauciones ingenuas’—. La cara de sorpresa no te salió mal, tampoco lo bastante bien. Y además, lo más transparente: de pronto me tuviste miedo. Te había dejado confiada y tranquila en la cama; incluso cariñosa y contenta, me pareció. Te habías dormido apaciblemente, y al despertar y quedarte de nuevo a solas conmigo, de pronto me tenías miedo, ¿creíste que no te lo iba a notar? Siempre lo notamos, cuando infundimos temor. Quizá las mujeres no, o es que rara vez lo infundís y desconocéis la sensación, excepto con los niños, bueno: los podéis aterrorizar. Para mí no es nada agradable, aunque a muchos hombres les encante y la busquen, una sensación de fortaleza, de dominación, de momentánea y falsa invulnerabilidad. A mí me incomoda mucho que se me vea como una amenaza. Hablo de miedo físico, claro está. De otro tipo sí que lo dais las mujeres. Da miedo vuestra exigencia. Da miedo vuestra obstinación, que a menudo es sólo ofuscación. Da miedo vuestra indignación, una especie de furia moral que os asalta, a veces sin la menor razón. Desde hace dos semanas debes de haber sentido eso hacia mí. No te lo reprocho en tu caso. En tu caso era comprensible, tenías una razón. Y no del todo equivocada. Sólo a medias. —Hizo una pausa, se llevó la mano al mentón, se lo acarició con mirada ausente (por primera vez apartó los ojos de mí), como si en verdad cavilara, o se preguntara sinceramente lo que a continuación expresó—: Lo que no entiendo es por qué apareciste, por qué saliste, por qué te expusiste a que ocurriera lo que ocurre ahora. Si te hubieras quedado quieta, si me hubieras esperado en la cama, habría dado por supuesto que no nos habías oído, que no te habías enterado de nada, que todo seguía como hasta entonces, en general y entre tú y yo. Aunque lo más probable es que el miedo te lo hubiera notado igual, antes o después, aquel día u hoy. Eso no se cambia una vez que nace, y no se puede esconder.

Se detuvo, bebió otro trago, encendió otro cigarrillo, se puso en pie y dio un par de vueltas por el salón, luego se paró detrás de mí. Al levantarse me sobresalté, di un respingo que él percibió, y cuando se quedó unos segundos inmóvil, con las manos a la altura de mi cabeza, la volví en seguida, como si no quisiera perderlo de vista o tenerlo a mi espalda. Entonces hizo un ademán con la mano abierta, como para señalar una evidencia (‘¿Lo ves?’, dijo la mano. ‘No te hace gracia no saber dónde estoy. Hace unas semanas no te habrían preocupado lo más mínimo mis movimientos a tu alrededor: ni les habrías prestado atención’). La verdad es que no había motivo para mi sobresalto ni para mi inquietud, no real. Díaz-Varela estaba hablando con calma y civilizadamente, sin irritarse ni apasionarse, sin ni siquiera regañarme o pedirme cuentas por mi indiscreción. Quizá era eso lo llamativo, que estuviera hablándome así de un crimen grave, de un asesinato cometido indirectamente o fraguado por él, algo de lo que no se habla con naturalidad o al menos no se solía, en un pasado aún no remoto, casi reciente: cuando se descubría o se reconocía una cosa semejante, no venían explicaciones ni disertaciones ni conversaciones sosegadas ni análisis, sino horror y cólera, escándalo, gritos y acusaciones vehementes, o bien se cogía una soga y se colgaba al asesino confeso de un árbol, y éste a su vez intentaba huir y mataba de nuevo si hacía falta. ‘Nuestra época es extraña’, pensé. ‘De todo se permite hablar y se escucha a todo el mundo, haya hecho lo que haya hecho, y no sólo para que se defienda, sino como si el relato de sus atrocidades tuviera en sí mismo interés.’ Y se me añadió un pensamiento que a mí misma me extrañó: ‘Esa es una fragilidad nuestra esencial. Pero contravenirla no está en mi mano, porque yo también pertenezco a esta época, y no soy más que un peón’.

Carecía de sentido seguir negando, como había dicho Díaz-Varela nada más empezar. Él ya había admitido las suficientes sombras (‘Fue un error mío’, ‘Debía haberme llevado a la calle a Ruibérriz’, ‘Tenías una razón no del todo equivocada, sólo a medias’) para que a mí no me cupiera otra opción que preguntarle de qué diablos me hablaba, si me mantenía en mi postura. Si me empecinaba en fingir que todo aquello me pillaba de nuevas y que ignoraba a qué se refería, aun así no me libraba: me tocaba exigirle su historia y oírsela, sólo que desde el principio. Más valía que me diera por enterada, para ahorrarme las repeticiones y quizá alguna invención excesiva. Todo iba a ser desagradable, todo lo era. Cuanto menos durara su relato, mejor. O acaso iba a ser una disquisición. Me quería ir, no me atreví ni a intentarlo, no me moví.

–Está bien, os oí. Pero no todo lo que hablasteis, ni todo el rato. Lo bastante, eso sí, para que me entrara miedo de ti, o qué esperabas. Bien, ya lo sabes seguro, hasta ahora no podías tener la certeza absoluta, ahora sí. ¿Y qué vas a hacer? ¿Para eso me has hecho venir, para confirmarlo? Estabas más que convencido ya, podíamos haberlo dejado correr y no grabarnos más marcas, por seguir con esa palabra tuya. Como ves, yo no he hecho nada, no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Luisa. Supongo que sería la última persona a la que se lo contaría. A menudo son los más afectados por algo los que menos lo quieren saber, los más próximos: los hijos lo que hicieron los padres, los padres lo que han hecho los hijos... Imponerles una revelación —dudé, no sabía cómo terminar la frase, corté por lo sano, simplifiqué—, eso es demasiada responsabilidad. Para alguien como yo. —‘Al fin y al cabo soy la Joven Prudente’, pensé. ‘No tuve otro nombre para Desvern’—. Seguramente no debes temerme tú a mí. Deberías haber permitido que me hiciera a un lado, que me retirara de tu vida en silencio y con discreción, más o menos como entré y como he permanecido, si es que he permanecido. Nunca ha habido nada que nos obligara a volver a vernos. Para mí cada vez era la última, jamás conté con la siguiente. Hasta nuevo aviso, hasta tu contraorden, tú siempre has llevado la iniciativa, tú siempre has propuesto. Todavía estás a tiempo de dejarme ir sin más, no sé ni qué pinto aquí.

Dio unos pasos, se movió, dejó de estar detrás de mí, pero no se sentó otra vez a mi lado, sino que se quedó de pie, parapetado ahora por un sillón, enfrente de mí. Yo no lo perdí de vista en ningún instante, esa es la verdad. Miraba sus manos y miraba sus labios, por ellos hablaba y además era la costumbre, eran mi imán. Entonces se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo, como solía hacer. Luego se subió lentamente las mangas de la camisa, y aunque eso también era normal —siempre estaba remangado en casa, con los puños abotonados lo vi sólo aquel día, y durante poco rato—, que lo hiciera me puso más en guardia, muchas veces es el gesto de quien se prepara para una faena, para un esfuerzo físico, y allí no había ninguno en perspectiva. Cuando hubo acabado de doblárselas, apoyó los brazos en lo alto del sillón, como si se dispusiera a perorar. Durante unos segundos se quedó observándome muy atentamente de una manera que le conocía, y aun así me ocurrió lo mismo que en la anterior ocasión: aparté la vista, me turbaron sus ojos inmóviles, de mirada nada transparente ni penetrante, quizá era nebulosa y envolvente o tan sólo indescifrable, suavizada en todo caso por la miopía (llevaba lentillas), era como si esos ojos rasgados me estuvieran diciendo: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima. Y su postura no era distinta de la que había adoptado otras tardes, para hablarme de El Coronel Chaberto de cualquier cosa que se le ocurriera o en la que se hubiera fijado, yo le oía lo que fuera con gusto. ‘Otras tardes o atardeceres’, pensé, ‘sin duda la hora peor para Luisa como lo es para la mayoría, la de las dos luces, la más cuesta arriba, y aquellos atardeceres en los que él y yo nos veíamos’, me di cuenta en seguida de que pensaba en pasado, como si ya nos hubiéramos despedido y cada uno estuviera en el anteayer del otro; pero continué lo mismo, ‘Javier no se acercaba a su casa, no iba a visitarla ni a distraerla, no le hacía compañía ni le echaba una mano, seguramente necesitaba descansar a veces —una cada diez, doce días– de la persistente tristeza de aquella mujer que con constancia amaba, a la que con inagotable paciencia esperaba; necesitaría tomar energías de algún lugar, de mí, de otra intimidad, de otra persona, para llevárselas después a ella renovadas. Tal vez yo la había ayudado así un poco, sin proponérmelo ni imaginármelo, indirectamente, no me molestaba. De quién las sacaría él ahora, si yo me iba de su lado. No tendrá problemas para sustituirme, de eso estoy segura.’ Y al pensar esto último volví al tiempo presente.

–No quiero que te quede una marca que no es, una que no corresponde, o sólo en lo sucedido pero no en los motivos ni en las intenciones, aún menos en la concepción, en la iniciativa. Veamos esa idea que tú te has hecho, esa composición de lugar, esa historia que te has contado: yo ordené matar a Miguel, muy a distancia. Tracé un plan no exento de riesgos (sobre todo el riesgo de que no saliera), pero que me dejaba a mí fuera de toda sospecha. Yo no me acerqué, no estuve allí, su muerte nada tuvo que ver conmigo y era imposible relacionarme con un gorrilla grillado con el que no había cruzado una palabra. Otros se encargaron de eso, de averiguar su desdicha y dirigir y manipular su mente frágil. La muerte de Miguel quedó como un terrible accidente, como un caso de pésima suerte. ¿Por qué no recurrí ni siquiera a un sicario, más seguro y más sencillo en apariencia? Hoy en día se los hace venir a propósito de cualquier sitio, de la Europa del Este o de América, y no son muy caros: el pasaje de ida y vuelta, unas dietas y tres mil euros o menos, o algo más, según, digamos tres mil si uno no quiere un chapuzas o alguien demasiado bisoño. Hacen lo suyo y se largan, cuando la policía empieza a investigar ya están en el aeropuerto o en pleno vuelo. La pega es que nada te garantiza que no repitan, que no vuelvan a España para otro trabajo o que incluso le tomen gusto y se instalen. Algunos individuos que se han valido de ellos luego son muy descuidados, a veces no se les ocurre otra cosa que recomendarles a un amigo o colega (eso sí, muy sotto voce) al mismo fulano que les prestó un servicio, o al mismo intermediario, que a su vez, perezoso, llama y trae al mismo fulano. Cualquiera que haya actuado aquí ya no está limpio del todo. Cuanto más pisen el territorio, más posibilidades de que al final los cacen, también más de que se acuerden de ti, o de tu testaferro, y establezcan un vínculo que puede no ser fácil cortar, hay sujetos que no se conforman con estar mano sobre mano y alargar una de vez en cuando. Y si se los caza, cantan. Hasta los que están a sueldo de alguna mafia y se quedan por eso, ya como fijos, en España hay ahora bastantes, aquí va habiendo trabajo. Los códigos de silencio se respetan poco o nada. El sentido de la camaradería ya no funciona, no hay sensación de pertenencia: si pillan a uno, allá se las componga, mala suerte, o error del que ha caído, culpa suya. Es prescindible y las organizaciones no se hacen cargo, ya han tomado sus medidas para no verse salpicadas de lleno, los sicarios cada vez van más a ciegas, conocen a un solo elemento o ni eso: una voz al teléfono, y las fotos de los objetivos se las mandan por móvil. Así que los detenidos responden con la misma moneda. Hoy todo el mundo se preocupa sólo de salvar el pellejo, de conseguir que le rebajen los cargos. Cantan lo que haga falta y luego se verá, lo principal es no hipotecarse durante mucho tiempo en la cárcel. Cuanto más estén allí, quietos y localizables, más riesgo corren de que se los ventile su propia mafia: ya son inútiles, un peso muerto, un pasivo. Y como lo que pueden cantar sobre ellas no es gran cosa, hacen méritos: ‘Verá, también le cumplí un encargo hace años a un importante empresario, o quizá fue a un político, o a un banquero. Creo que me voy acordando. Si me estrujo la memoria, ¿qué saco?’. Más de un empresario ha acabado en prisión por eso. Y algún político valenciano, ya sabes que por allí son ostentosos, lo de la discreción no lo comprenden.

‘Cómo sabrá Javier todo esto’, me pregunté mientras lo escuchaba. Y me acordé de mi única verdadera conversación con Luisa, también ella estaba algo enterada de estas prácticas, me había hablado de ellas, incluso había empleado algunas frases muy parecidas a las de su enamorado: ‘Traen a un tipo, hace su trabajo, le pagan y se larga, todo en un día o dos, nunca los encuentran...’. En su momento pensé que lo habría leído en la prensa o le habría oído hablar de ello a Deverne, al fin y al cabo era un empresario. Tal vez era a Díaz-Varela a quien había oído. Diferían, sin embargo, respecto a la eficacia del método, que para él no servía o estaba lleno de inconvenientes, sonaba mucho más informado. Luisa había añadido: ‘Si hubiera pasado algo así, ni siquiera podría odiar mucho a ese sicario abstracto... Pero sí a los inductores, tendría la posibilidad de sospechar de unos y otros, de cualquier competidor o resentido o damnificado, todo empresario hace víctimas sin querer o queriendo; y hasta de los colegas amigos, como leí el otro día una vez más, en el Covarrubias’. Lo había cogido, un voluminoso tomo verde, y me había leído parte de la definición de ‘envidia’ en 1611 nada menos, en vida de Shakespeare y de Cervantes, hacía cuatrocientos años y todavía valía, es desolador que algunas cosas no cambien nunca en esencia, aunque también es reconfortante que algo persista, que no se mueva un milímetro ni un vocablo: ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos...’. Javier me estaba relatando o confesando ese caso, pero sólo como hipótesis, previsiblemente para negarla; estaba describiendo lo que yo imaginaba, la conclusión que había sacado tras oírles a él y a Ruibérriz, suponía que para desmentirla acto seguido. ‘Quizá me va a engañar con la verdad’, pensé por primera vez, porque no fue la única. ‘Quizá me está contando la verdad ahora para que parezca mentira. Como si lo pareciese, y como si lo fuese.’


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