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Los Enamoramientos
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Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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Annotation

«La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida...» Así comienza Los enamoramientos, la nueva novela de Javier Marías, consagrado como uno de los mejores novelistas contemporáneos.

María Dolz, la protagonista de esta novela, sólo supo su nombre «cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto, si es que no lo era ya para su propia conciencia ausente que nunca volvió a presentarse: lo último de lo que se debió de dar cuenta fue de que lo acuchillaban por confusión y sin causa».

I

II

III

IV

Biografía















Javier Marías

Los enamoramientos


Para Mercedes López-Ballesteros,

por visitarme y contarme

Y para Carme López Mercader,

por seguir riendo a mi oído

y escuchándome

I

La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde, cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto, si es que no lo era ya para su propia conciencia ausente que nunca volvió a presentarse: lo último de lo que se debió de dar cuenta fue de que lo acuchillaban por confusión y sin causa, es decir, imbécilmente, y además una y otra vez, sin salvación, no una sola, con voluntad de suprimirlo del mundo y echarlo sin dilación de la tierra, allí y entonces. Tarde para qué, me pregunto. La verdad es que lo ignoro. Es sólo que cuando alguien muere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo —más aún para esperarlo—, y nos limitamos a darlo de baja. También a nuestros allegados, aunque nos cueste mucho más y los lloremos, y su imagen nos acompañe en la mente cuando caminamos por las calles y en casa, y creamos durante mucho tiempo que no vamos a acostumbrarnos. Pero desde el principio sabemos —desde que se nos mueren– que ya no debemos contar con ellos, ni siquiera para lo más nimio, para una llamada trivial o una pregunta tonta (‘¿Me he dejado ahí las llaves del coche?’, ‘¿A qué hora salían hoy los niños?’), para nada. Nada es nada. En realidad es incomprensible, porque supone tener certidumbres y eso está reñido con nuestra naturaleza: la de que alguien no va a venir más, ni a decir más, ni a dar un paso ya nunca —para acercarse ni para apartarse—, ni a mirarnos, ni a desviar la vista. No sé cómo lo resistimos, ni cómo nos recuperamos. No sé cómo nos olvidamos a ratos, cuando el tiempo ya ha pasado y nos ha alejado de ellos, que se quedaron quietos.

Pero lo había visto muchas mañanas y lo había oído hablar y reírse, casi todas a lo largo de unos años, temprano, no demasiado, de hecho yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para tener la oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él —no se me malentienda– sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me daban contento, antes de empezar la jornada. Se convirtieron casi en una obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y sosiego. Quizá en una superstición, aunque tampoco: no es que yo creyera que me iba a ir mal el día si no compartía con ellos el desayuno, quiero decir a distancia; era sólo que lo iniciaba con el ánimo más bajo o con menos optimismo sin la visión que me ofrecían a diario, y que era la del mundo en orden, o si se prefiere en armonía. Bueno, la de un fragmento diminuto del mundo que contemplábamos muy pocos, como pasa con todo fragmento o vida, hasta la más pública o expuesta. No me gustaba encerrarme durante tantas horas sin haberlos visto y observado, no a hurtadillas pero con discreción, lo último que habría querido era hacerlos sentirse incómodos o molestarlos. Y habría sido imperdonable ahuyentarlos, además de ir en perjuicio mío. Me confortaba respirar el mismo aire, o formar parte de su paisaje por las mañanas —una parte inadvertida—, antes de que se separaran hasta la siguiente comida, probablemente, que tal vez ya era la cena, muchos días. Aquel último en que su mujer y yo lo vimos, no pudieron cenar juntos. Ni tan siquiera almorzaron. Ella lo esperó veinte minutos sentada a una mesa de restaurante, extrañada pero sin temer nada, hasta que sonó el teléfono y se le acabó su mundo, y nunca más volvió a esperarlo.

Desde el primer día me saltó a la vista que eran matrimonio, él de cerca de cincuenta años y ella de unos cuantos menos, no habría alcanzado aún los cuarenta. Lo que más agradaba de ellos era ver lo bien que lo pasaban juntos. A una hora a la que casi nadie está para nada, y menos para fiestas y risas, hablaban sin parar y se divertían y estimulaban, como si acabaran de encontrarse o incluso de conocerse, y no como si hubieran salido juntos de casa, y hubieran dejado a los niños en el colegio, y se hubieran arreglado al mismo tiempo —acaso en el mismo cuarto de baño—, y se hubieran despertado en la misma cama, y lo primero que cada uno hubiera visto hubiera sido la descontada figura del cónyuge, y así un día tras otro desde hacía bastantes años, pues los hijos, que los acompañaron en un par de ocasiones, debían de tener unos ocho la niña y unos cuatro el niño, que se parecía enormemente a su padre.

Éste vestía con distinción levemente anticuada, sin llegar a resultar ridículo ni anacrónico en modo alguno. Quiero decir que iba siempre trajeado y bien conjuntado, con camisas a medida, corbatas caras y sobrias, pañuelo asomándole por el bolsillo de la chaqueta, gemelos, lustrados zapatos de cordones —negros o bien de ante, éstos sólo al final de la primavera, cuando se ponía sus trajes claros—, manos cuidadas por manicura. A pesar de todo esto, no daba una impresión de ejecutivo presuntuoso ni de pijo a ultranza. Parecía más bien un hombre cuya educación no le permitiera asomarse a la calle vestido de otra manera, en día laborable al menos; en él resultaba natural aquella clase de indumentaria, como si su padre le hubiera enseñado que a partir de cierta edad era eso lo que tocaba, independientemente de las modas que ya nacen caducas y de los desharrapados tiempos actuales, que a él no tenían por qué afectarlo. Era tan clásico que ni siquiera le descubrí nunca ningún detalle extravagante: no quería hacerse el original, aunque acababa por resultarlo un poco en el contexto de aquella cafetería en la que lo vi siempre y aun en el de nuestra ciudad negligente. El efecto de naturalidad se veía realzado por su carácter indudablemente cordial y risueño, que no campechano (no lo era con los camareros, por ejemplo, a los que trataba de usted y con amabilidad desusada, sin caer en el empalago): de hecho llamaban algo la atención sus frecuentes carcajadas que eran casi escandalosas, aunque en ningún caso molestas. Sabía reír, lo hacía con fuerza pero con sinceridad y simpatía, nunca como si adulara ni en actitud aquiescente sino como si respondiera siempre a cosas que le hacían verdadera gracia y fueran muchas las que se la hicieran, un hombre generoso, dispuesto a percibir lo cómico de las situaciones y a aplaudir las bromas, por lo menos las verbales. Quizá era su mujer quien se la hacía, en conjunto, hay personas que nos hacen reír aunque no se lo propongan, lo logran sobre todo porque nos dan contento con su presencia y así nos basta para soltar la risa con muy poco, sólo con verlas y estar en su compañía y oírlas, aunque no estén diciendo nada del otro mundo o incluso empalmen tonterías y guasas deliberadamente, que sin embargo nos caen todas en gracia. El uno para el otro parecían ser de esas personas; y aunque se los veía casados, nunca sorprendí en ellos un gesto edulcorado ni impostado, ni tan siquiera estudiado, como los de algunas parejas que llevan años conviviendo y tienen a gala exhibir lo enamoradas que siguen, como un mérito que las revaloriza o un adorno que las embellece. Era más bien como si quisieran caerse simpáticos y agradarse antes de un posible cortejo; o como si se tuvieran tanto aprecio y querencia desde antes de su matrimonio, o aun de su emparejamiento, que en cualquier circunstancia se habrían elegido espontáneamente —no por deber conyugal, ni por comodidad, ni por hábito, ni por lealtad siquiera– como compañero o acompañante, amigo, interlocutor o cómplice, en la seguridad de que, fuera lo que fuese lo que aconteciera o se diese, o lo que hubiera que contar o escuchar, siempre sería menos interesante o divertido con un tercero. Sin ella en el caso de él, sin él en el caso de ella. Había camaradería, y sobre todo convencimiento.

Miguel Desvern o Deverne tenía unas facciones muy gratas y una expresión varonilmente afectuosa, lo cual lo hacía atractivo de lejos y me llevaba a suponerlo irresistible en el trato. Es probable que me fijara antes en él que en Luisa, o que fuera él quien me obligara a fijarme también en ella, ya que, si a la mujer la vi sin su marido a menudo —éste se marchaba antes de la cafetería y ella se quedaba unos minutos más casi siempre, a veces sola, fumando, a veces con una o dos compañeras de trabajo o madres del colegio o amigas, que alguna que otra mañana se les agregaban a última hora, cuando él ya estaba a punto de despedirse—, al marido no llegué a verlo nunca sin su mujer al lado. Para mí su imagen sola no existe, es con ella (fue una de las razones por las que al principio no lo reconocí en el periódico, porque allí no estaba Luisa). Pero en seguida pasaron a interesarme los dos, si ese es el verbo.

Desvern tenía el pelo corto, tupido y muy oscuro, con canas solamente en las sienes, que se le adivinaban más crespas que el resto (si se hubiera dejado crecer las patillas, quién sabe si no le habrían aparecido unos caracolillos incongruentes). Su mirada era viva, sosegada y alegre, con un destello de ingenuidad o puerilidad cuando escuchaba, la de un individuo al que la vida en general divierte, o que no está dispuesto a pasar por ella sin disfrutar de los mil aspectos graciosos que encierra, incluso en medio de las dificultades y las desgracias. Bien es verdad que él habría sufrido muy pocas para lo que es el destino más común de los hombres, lo cual lo ayudaría a conservar aquellos ojos confiados y sonrientes. Eran grises y parecían registrarlo todo como si todo fuera novedoso, hasta lo que se les repetía a diario insignificante, aquella cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara y sus camareros, mi figura muda. Tenía hoyuelo en la barbilla. Me hacía acordarme de algún diálogo de película en el que una actriz le preguntaba a Robert Mitchum o a Cary Grant o a Kirk Douglas, no recuerdo, cómo se las ingeniaba para afeitarse allí, a la vez que se lo tocaba con el dedo índice. A mí me daban ganas de levantarme de mi mesa todas las mañanas, acercarme hasta la de Deverne y preguntarle lo mismo, y tocarle a mi vez el suyo con el pulgar o el índice, levemente. Siempre iba muy bien afeitado, el hoyuelo incluido.

Ellos se fijaron en mí mucho menos, infinitamente menos que yo en ellos. Pedían su desayuno en la barra y una vez servido se lo llevaban a una mesa junto al ventanal que daba a la calle, mientras que yo tomaba asiento en una más al fondo. En primavera y verano nos sentábamos todos en la terraza y los camareros nos pasaban las consumiciones por una ventana abierta a la altura de su barra, lo cual daba pie a varias idas y venidas de unos y otros y a mayor contacto visual, porque de otra clase no hubo. Tanto Desvern como Luisa cruzaron conmigo alguna mirada, de mera curiosidad, sin intención y jamás prolongada. Él no me miró nunca de manera insinuante, castigadora o presumida, eso habría sido un chasco, y ella tampoco me mostró nunca recelo, superioridad o displicencia, eso me habría supuesto un disgusto. Eran los dos los que me caían bien, los dos juntos. No los observaba con envidia, en absoluto era eso, sino con el alivio de comprobar que en la vida real podía darse lo que a mi entender debía de ser una pareja perfecta. Y aún me parecían más esto último en la medida en que el aspecto de Luisa no casaba con el de Deverne, en cuanto a estilo y vestimenta. Junto a un hombre tan trajeado como él uno habría esperado ver a una mujer de sus mismas características, clásica y elegante, aunque no necesariamente previsible, con faldas y zapatos de tacón alto las más de las veces, con ropa de Céline, por ejemplo, y pendientes y pulseras notables pero de buen gusto. En cambio ella alternaba un estilo deportivo con otro que no sé si calificar de fresco o de desentendido, nada historiado en todo caso. Tan alta como él, era morena de piel, con una media melena castaña muy oscura, casi negra, y poquísimo maquillaje. Cuando llevaba pantalón —a menudo vaquero—, lo acompañaba de una cazadora convencional y de bota o zapato plano; cuando llevaba falda, los zapatos eran de medio tacón y sin originalidades, casi idénticos a los que calzaban muchas mujeres en los años cincuenta, o en verano sandalias finas que dejaban al descubierto unos pies pequeños para su estatura y delicados. Nunca le vi ninguna joya y sus bolsos eran de bandolera. Se la veía tan simpática y alegre como él, aunque su risa era menos sonora; pero igual de fácil y quizá más cálida, con su dentadura resplandeciente que le confería una expresión algo aniñada —habría reído de la misma forma desde los cuatro años, sin poder evitarlo—, o eran las mejillas, que se le redondeaban. Era como si hubieran adquirido la costumbre de darse un respiro juntos, antes de ir a sus respectivos trabajos, tras poner fin al ajetreo matinal de las familias con hijos pequeños. Un rato para ellos, para no desprenderse el uno del otro en medio del trajín y charlar animadamente, me preguntaba de qué hablaban o qué se contaban —cómo es que tenían tanto que contarse, si se acostaban y levantaban juntos y se mantendrían al día de sus pensamientos y andanzas—, su conversación sólo me alcanzaba en fragmentos, o en palabras sueltas. En una ocasión le oí a él llamarla ‘princesa’.

Por así decir, les deseaba todo el bien del mundo, como a los personajes de una novela o de una película por los que uno toma partido desde el principio, a sabiendas de que algo malo va a ocurrirles, de que algo va a torcérseles en algún momento, o no habría novela o película. En la vida real, sin embargo, no tenía por qué ser así y yo esperaba seguir viéndolos cada mañana tal como eran, sin descubrirlos un día con desapego unilateral o mutuo y sin saber qué decirse, impacientes por perderse de vista, con un gesto de irritación recíproca o de indiferencia. Eran el breve y modesto espectáculo que me ponía de buen humor antes de entrar en la editorial a bregar con mi megalómano jefe y sus autores cargantes. Si Luisa y Desvern se ausentaban unos días, los echaba de menos y me enfrentaba a mi jornada con más pesadumbre. En cierta medida me sentía en deuda con ellos, porque, sin saberlo ni pretenderlo, me ayudaban a diario y me permitían fantasear sobre su vida que se me antojaba sin mácula, tanto que me alegraba de no poder cerciorarme ni averiguar nada al respecto, y así no salir de mi encantamiento pasajero (yo tenía la mía con muchas máculas, y la verdad es que no volvía a acordarme de ellos hasta la mañana siguiente, mientras maldecía en el autobús por haber madrugado, eso me mata). Yo habría deseado ofrecerles algo parecido, pero no era el caso. Ellos no me necesitaban, ni probablemente a nadie, yo era casi invisible, borrada por su contento. Sólo un par de veces, al él marcharse, y tras darle el acostumbrado beso en los labios a Luisa —ella nunca esperaba ese beso sentada, sino que se ponía de pie para devolvérselo—, me hizo un ligero ademán con la cabeza, casi una inclinación, después de haber alargado el cuello y alzado la mano a media altura para despedirse de los camareros, como si yo fuera uno de éstos, pero femenina. Su mujer, observadora, me hizo un gesto parecido cuando yo me fui —siempre después que él y antes que ella– las mismas dos veces en que su marido había tenido esa deferencia. Pero cuando yo les quise corresponder con mi inclinación aún más leve, tanto él como ella habían desviado ya la mirada y no me vieron. Tan rápidos fueron, o tan prudentes.

Mientras los vi, no supe quiénes eran ni a qué se dedicaban, aunque se trataba sin duda de gente con dinero. Tal vez no riquísimos, pero sí acomodados. Quiero decir que de haber sido lo primero, no habrían llevado a sus niños a la escuela en persona, como tenía la seguridad de que hacían antes de su pausa en la cafetería, posiblemente al colegio Estilo, que estaba muy cerca, aunque hay varios en la zona, chalets de El Viso rehabilitados, u hotelitos, como se los llamaba antiguamente, yo misma fui a uno de ellos en párvulos, en la calle Oquendo, no muy lejana; ni habrían desayunado casi a diario en aquel local de barrio, ni se habrían marchado a sus respectivos trabajos hacia las nueve, él un poco antes de esa hora, ella un poco después, según me confirmaron los camareros cuando les inquirí acerca de ellos y también una compañera de la editorial con la que comenté más adelante el suceso macabro y que, pese a conocerlos no más que yo, se las había arreglado para saber unos cuantos datos, supongo que las personas cotillas y malpensadas siempre encuentran manera de averiguar lo que quieren, sobre todo si es negativo o hay por medio una desgracia, aunque no les vaya nada en ello.

Una mañana de finales de junio no aparecieron, lo cual no tenía nada de particular, pasaba a veces, yo suponía que estarían de viaje o demasiado atareados para tomarse aquel respiro del que debían de disfrutar tanto. Luego me ausenté yo durante casi una semana, enviada por mi jefe a una estúpida Feria del Libro en el extranjero, a hacer relaciones públicas y el memo en su nombre, más que nada. A mi regreso seguían sin aparecer, ningún día, y eso me intranquilizó, más que por ellos por mí misma, que de pronto perdía mi aliciente mañanero. ‘Qué fácil resulta la esfumación de alguien’, pensaba. ‘Basta con que cambie de trabajo o de casa para que uno ya no vuelva a saber más de él ni a verlo en la vida. O incluso con que le modifiquen el horario. Qué frágiles son los vínculos tan sólo visuales.’ Eso me hizo preguntarme si acaso no debía cruzar con ellos unas palabras alguna vez, tras tanto tiempo de dotarlos de una significación alegre. No con ánimo de dar la lata ni de estropearles su ratito de compañía mutua ni de entablar trato fuera de la cafetería, claro está, eso no habría venido a cuento; sino tan sólo de mostrarles mi simpatía y mi aprecio, de darles los buenos días de entonces en adelante, y de así sentirme obligada a despedirme si era yo quien un día me largaba de la editorial y no volvía a pisar aquella zona, y de obligarlos un poco a ellos a hacer otro tanto si eran ellos quienes se trasladaban o alteraban sus hábitos, de la misma manera que un comerciante de nuestro barrio nos suele advertir de que va a cerrar o a traspasar su negocio, o que los avisamos nosotros a casi todos cuando estamos a punto de mudarnos. Por lo menos tener conciencia de que vamos a dejar de ver a gente de cada día, aunque siempre la hayamos visto a distancia o de forma utilitaria y sin apenas reparar en sus caras. Sí, eso suele hacerse.

Así que acabé por preguntar a los camareros. Me contestaron que, según tenían entendido, la pareja se había marchado ya de vacaciones. Me sonó más a suposición que a dato. Era un poco pronto, pero hay personas que prefieren no pasar julio en Madrid, cuando el calor es más de fuego, o quizá Luisa y Deverne podían permitirse salir los dos meses, parecían lo bastante adinerados y libres (tal vez sus salarios dependían de ellos mismos). Aunque lamenté no ir a disponer ya hasta septiembre de mi pequeño estímulo matutino, también me tranquilizó saber que regresaría entonces, y que no había desaparecido de la faz de mi tierra para siempre.

Recuerdo haber caído, en aquellos días, sobre un titular del periódico que hablaba de la muerte a navajazos de un empresario madrileño, y haber pasado rápidamente de página, sin leer el texto completo, precisamente por la ilustración de la noticia: la foto de un hombre tirado en el suelo en mitad de la calle, en la calzada, sin chaqueta ni corbata ni camisa, o con ella abierta y los faldones fuera, mientras los del Samur intentaban reanimarlo, salvarlo, con un charco de sangre a su alrededor y esa camisa blanca empapada y manchada, o eso me figuré al vislumbrarlo. Por el ángulo adoptado no se le veía bien la cara y en todo caso no me detuve a mirársela, detesto esa manía actual de la prensa de no ahorrarle al lector o al espectador las imágenes más brutales —o será que las piden éstos, seres trastornados en su conjunto; pero nadie pide nunca más que lo que ya conoce y se le ha dado—, como si la descripción con palabras no bastara y sin el más mínimo miramiento hacia el individuo brutalizado, que ya no puede defenderse ni preservarse de las miradas a las que no se habría sometido jamás con su conciencia alerta, como no se habría expuesto ante desconocidos ni conocidos en albornoz o en pijama, juzgándose impresentable. Y como fotografiar a un hombre muerto o agonizante, más aún si es por violencia, me parece un abuso y la máxima falta de respeto hacia quien acaba de convertirse en una víctima o en un cadáver —si aún puede vérselo es como si no hubiera muerto del todo o no fuera pasado enteramente, y entonces hay que dejarlo que se muera de veras y se salga del tiempo sin testigos inoportunos ni público—, no estoy dispuesta a participar de esa costumbre que se nos impone, no me da la gana de mirar lo que se nos insta a mirar o casi se nos obliga, y a sumar mis ojos curiosos y horrorizados a los de centenares de miles cuyas cabezas estarán pensando mientras observan, con una especie de fascinación reprimida o de seguro alivio: ‘No soy yo sino otro, este que tengo delante. No soy yo porque le veo el rostro y no es el mío. Leo su nombre en la prensa y tampoco es el mío, no coincide, así no me llamo. Le ha tocado a otro, qué habría hecho, en qué líos o deudas se habría metido o qué perjuicios terribles habría causado para que lo hayan cosido a navajazos. Yo no me meto en nada ni me creo enemigos, yo me abstengo. O sí me meto y hago mi daño, pero no me han pillado. Por suerte es otro y no soy yo el muerto que aquí se nos muestra y del que se habla, luego estoy más a salvo que ayer, ayer me he escapado. A este pobre diablo, en cambio, lo han cazado’. En ningún momento se me ocurrió asociar aquella noticia que dejé pasar de largo con el hombre agradable y risueño que veía desayunar a diario, y que con su mujer, sin darse cuenta, tenía la gentileza infinita de levantarme el ánimo.

Durante unos días, ya después de mi viaje, eché en falta al matrimonio pese a saber que no vendría. Ahora llegaba a la editorial con puntualidad (daba cuenta de mi desayuno y listo, sin motivo para el remoloneo), pero con cierto decaimiento y más desgana, es sorprendente lo mal que nuestras rutinas aceptan las variaciones, hasta las que son para bien, esta no lo era. Me daba más pereza enfrentarme a mis tareas, ver inflarse a mi jefe y recibir las pesadísimas llamadas o visitas de los escritores, lo cual, no se sabía por qué, había acabado por convertirse en uno de mis cometidos, quizá porque tendía a hacerles más caso que mis compañeros, que directamente los rehuían, sobre todo a los más engreídos y exigentes, por un lado, y por otro a los más pelmas y desorientados, a los que vivían solos, a los desastrosos, a los que coqueteaban inverosímilmente, a los que marcaban nuestro teléfono para empezar la jornada y comunicarle a alguien que aún existían, valiéndose de cualquier pretexto. Son gente rara, la mayoría. Se levantan de la misma forma que se acostaron, pensando en sus cosas imaginarias que sin embargo les ocupan tanto tiempo. Los que viven de la literatura y sus aledaños y por lo tanto carecen de empleo —y ya van siendo unos cuantos, en este negocio hay dinero, en contra de lo que se proclama, principalmente para los editores y distribuidores– no se mueven de sus casas y lo único que tienen que hacer es volver al ordenador o a la máquina —todavía hay algún pirado que sigue utilizando esta última y al que después hay que escanearle los textos, cuando los entrega– con incomprensible autodisciplina: hay que ser un poco anormal para ponerse a trabajar en algo sin que nadie se lo mande a uno. Y así, me sentía con mucho menos humor y paciencia para ayudar a vestirse, como hacía casi a diario, a un novelista llamado Cortezo que me llamaba con alguna excusa absurda para a continuación preguntarme, ‘aprovechando que te tengo al teléfono’, si me parecía que iba bien combinado con los adefesios o antiguallas que se había puesto o pensaba ponerse, y que me describía.

‘¿Tú crees que con este pantalón mil rayas y mocasines marrones con borla, ya sabes, a modo de adorno, van bien unos calcetines de rombos?’

Me guardaba de decirle que me horrorizaban los calcetines de rombos, los pantalones mil rayas y los mocasines marrones con borla, porque eso lo habría preocupado en exceso y la conversación se habría eternizado.

‘¿De qué colores son los rombos?’, le preguntaba.

‘Marrones y naranja. Pero también los tengo rojos y azules, y verdes y beige, ¿qué te parece?’

‘Mejor marrones y azules, tal como me has dicho que vas’, le contestaba.

‘Esa mezcla no la tengo. ¿Crees que debería salir a comprármela?’

Me daba una miaja de pena, aunque me irritara mucho que se permitiera hacerme estas consultas como si yo fuera su previuda o su madre, y el sujeto fuera fatuo respecto a sus escritos, que la crítica alababa y a mí me parecían tontainas. Pero no quería enviarlo a buscar por la ciudad más calcetines ignominiosos que tampoco iban a arreglarle nada.

‘No vale la pena, Cortezo. ¿Por qué no recortas los rombos azules de unos y los marrones de otros y los empalmas? Haz un patchwork, como se dice en español ahora. Una obra de arte del remiendo.’

Tardaba en darse cuenta de que estaba bromeando.

‘Pero yo no sé hacer eso, María, ni siquiera sé coserme un botón, y además tengo mi cita dentro de una hora y media. Ah, ya. Tú me estás tomando el pelo.’

‘¿Yo? En absoluto. Pero es mejor que recurras a unos lisos, entonces. Azul marino, si los tienes, y en ese caso te aconsejo zapato negro.’ Al final lo ayudaba un poco, dentro de lo que cabía.

Ahora estaba de peor humor, y lo despachaba en seguida, con hastío y engaños algo malintencionados: si me decía que iba a asistir a un cocktailde la Embajada Francesa con un traje gris oscuro, le recomendaba sin vacilar unos calcetines verde Nilo y le aseguraba que esa era la última osadía y que todo el mundo quedaría admirado, lo cual no era del todo falso.

Tampoco me salía ser amable con otro novelista, que se firmaba Garay Fontina —así, dos apellidos sin nombre de pila, debía de creerlo original y enigmático, pero sonaba a árbitro de fútbol– y que consideraba que la editorial había de resolverle cualquier dificultad o contratiempo, aunque no tuviera la menor relación con sus libros. Nos pedía que le fuéramos a recoger a casa un abrigo y se lo lleváramos a la tintorería, que le mandáramos a un técnico informático o a unos pintores o que le buscáramos alojamiento en Trincomalee o en Batticaloa y le hiciéramos los preparativos de un viaje allí particular suyo, las vacaciones con su señora tiránica, que de vez en cuando nos llamaba o aparecía en persona y no pedía, sino que ordenaba. Mi jefe tenía en mucho a Garay Fontina y lo complacía a través de nosotros, no tanto porque éste vendiera muchos ejemplares cuanto porque le había hecho creer que lo invitaban a menudo a Estocolmo —yo sabía, por un azar, que iba allí por su cuenta siempre, a intrigar en el vacío y a respirar el aire– y que le iban a dar el Nobel, pese a que nadie lo había pedido para él públicamente, ni en España ni en ningún sitio. Ni en su ciudad natal siquiera, como suele ocurrir con tantos. Él lo daba por hecho, sin embargo, ante mi jefe y sus subordinados, que nos sonrojábamos al oírle frases como ‘Me dicen mis espías nórdicos que está al caer este año o el próximo’, o ‘Ya he memorizado en sueco lo que le soltaré a Carlos Gustavo en la ceremonia. Lo voy a hacer fosfatina, no habrá oído nada tan feroz en su vida, y encima en su lengua que nadie aprende’. ‘¿Y qué es, qué es?’, le preguntaba mi jefe con excitación anticipada. ‘Lo leerás en la prensa mundial al día siguiente’, le contestaba Garay Fontina con ufanía. ‘No habrá periódico que no lo recoja, y tendrán que traducirlo todos del sueco, hasta los de aquí, ¿no tiene gracia?’ (Me parecía envidiable vivir con tanta confianza en una meta, aunque ambas fueran ficticias, la meta y la confianza.) Yo procuraba ser muy diplomática con él, no me fuera a jugar el puesto, pero ahora me costaba indeciblemente, cuando me llamaba temprano con sus pretensiones desmesuradas.

‘María’, me dijo por teléfono una mañana, ‘necesito que me consigáis un par de gramos de cocaína, para una escena del nuevo libro. Que me los acerque alguien a casa lo antes posible, pero en todo caso antes de que anochezca. Quiero verle el color a la luz del día, no vaya luego a equivocarme.’

‘Pero, señor Garay...’

‘Garay Fontina, querida, mira que te lo tengo dicho; Garay a secas es casi cualquiera, en el País Vasco, en México y en la Argentina. Hasta podría ser un futbolista.’ Insistía tanto en eso que yo estaba convencida de que el segundo apellido era inventado (miré en la guía de Madrid un día y no figuraba ningún Fontina, tan sólo un tal Laurence Fontinoy, nombre aún más inverosímil, como de Cumbres borrascosas), o tal vez lo era la conjunción entera y se llamaba en realidad Gómez Gómez o García García o cualquier otra redundancia que lo ofendía. Si se trataba de un pseudónimo, cuando lo eligió seguramente ignoraba que Fontina es un tipo de queso italiano, no sé si de vaca o de cabra, que se hace en la Val d’Aosta, me parece, y que la gente se dedica a fundir más que a otra cosa. Pero bueno, al fin y al cabo también hay unos cacahuetes que se llaman Borges, no creo que eso lo hubiera perturbado.


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