355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Javier Marias » Los Enamoramientos » Текст книги (страница 14)
Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



сообщить о нарушении

Текущая страница: 14 (всего у книги 19 страниц)

–¿Cómo sabes todo eso?

–Me enteré. Cuando uno quiere saber algo, se entera. Averigua los pros y los contras, se entera. —Esto me lo contestó muy rápido y después se quedó callado. Pareció que iba a añadir algo más, por ejemplo cómo se había enterado. No fue así. Tuve la impresión de que mi interrupción lo había irritado, de que le había hecho perder el impulso momentáneamente, si no el hilo. Acaso estaba más nervioso de lo que aparentaba. Dio unos pasos por la habitación y se sentó en el sillón en cuyo respaldo había colgado la chaqueta y se había apoyado. Seguía enfrente de mí, pero ahora volvía a estar a mi altura. Se llevó otro cigarrillo a los labios, no lo encendió, al hablar de nuevo le bailaba. No le ocultaba la boca, sino que se la subrayaba—. Así que lo de los sicarios suena bien en principio, para quien quiere quitar a alguien de en medio. Pero resulta que siempre es peligroso entrar en contacto con ellos, por muchas precauciones que uno tome y aunque sea a través de terceros. O de cuartos o quintos; en realidad, cuanto más larga la cadena, cuantos más eslabones tenga, más fácil que se desenganche alguno, que se descontrole un elemento. En cierto sentido lo mejor sería contratar directamente y sin intermediarios: el que concibe la muerte al que va a ejecutarla. Pero claro, ningún pagador final, ningún empresario ni ningún político van a mostrarse, se expondrían demasiado al chantaje. La verdad es que no hay modo seguro, no hay forma adecuada de ordenar o pedir eso. Y además, luego están las sospechas innecesarias. Si un hombre como Miguel parece víctima de un ajuste de cuentas o de un asesinato por encargo, se empieza a mirar hacia todos lados: primero investigan a sus rivales y competidores, después a sus colegas, a todos aquellos con quienes hiciera negocios o tuviera tratos, a los empleados despedidos o prejubilados, y por último a su mujer y a sus amistades. Es mucho más aconsejable, es mucho más limpio que no parezca eso en absoluto. Que la calamidad sea tan diáfana que no haga falta interrogar a nadie. O solamente al que ha matado.

Pese a que pudiera no hacerle gracia, me atreví a intervenir de nuevo. O, más que atreverme, se me fue la lengua, no supe aguantarme.

–Al que ha matado que no sabe nada, ni siquiera que él no lo ha decidido, que le han metido en la cabeza la idea, que lo han instigado. Al que ha estado a punto de equivocarse de hombre, leí la prensa de aquellos días; que poco antes le había pegado al chófer como podía haberlo apuñalado dando así al traste con vuestros planes, supongo que tuvisteis que llamarlo al orden: ‘Ojo, que no es ese, es el otro que coge el coche; al que has pegado no tiene culpa, es sólo un mandado’. Al que ha matado que no sabe explicarse o que le da vergüenza contarle a la policía, es decir, a la prensa y a todo el mundo, que sus hijas son prostitutas y prefiere callarse. Que se niega a declarar, tu pobre loco, y que no señala a nadie, hasta que hace dos semanas os da un susto de muerte.

Díaz-Varela me miró con una leve sonrisa, no sé cómo decirlo, cordial y simpática. No era cínica, no era paternalista, no era zumbona, no era desagradable ni siquiera en aquel contexto oscuro. Era sólo como si constatara que mi reacción era la adecuada, que todo iba por el camino previsto. Encendió el mechero un par de veces pero no el cigarrillo. Yo sí encendí ahora uno mío. Siguió hablando con el suyo en la boca, acabaría por pegársele a un labio, al superior seguramente, a mí me gustaba tocárselo. Mi interrupción no pareció molestarlo.

–Eso fue un golpe de suerte inesperado, que se negara a declarar, que se cerrara en banda. Yo no contaba con eso, no contaba con tanto. Con un relato confuso sí, una explicación inconexa, con su desvarío, con que sólo sacaran en limpio que le había dado un arrebato, producto de una fijación enfermiza y absurda y de unas voces imaginarias. ¿Qué podía tener que ver Miguel con una red de prostitución, con la trata de blancas? Pero aún fue mejor que decidiera no soltar prenda, ¿verdad? Que no hubiera el más mínimo riesgo de que involucrara a terceros, aunque fueran a sonar fantasmagóricos; de que mencionara llamadas telefónicas raras a un móvil inexistente o en todo caso inencontrable y jamás registrado a su nombre, una voz al oído que le susurraba cosas, que le señalaba a Miguel, que lo persuadía de que él era el causante de la desgracia de sus hijas. Tengo entendido que las localizaron y que se negaron a ir a verlo. Al parecer no tenían trato con él desde hacía unos cuantos años, se habían llevado a matar y lo daban por imposible, se habían desentendido completamente; el gorrilla, como quien dice, llevaba tiempo solo en el mundo. Y por lo visto se dedican a la prostitución, en efecto, pero por su propia voluntad, en la medida en que la voluntad permanece intacta ante la necesidad: digamos que, entre varias servidumbres posibles, habían optado por esa y no les va mal, no se quejan. Creo que, si no de alto, son de medio standing, se defienden bien, no son tiradas. El padre no quiso saber más de ellas ni ellas de él, debía de ser bastante venado desde siempre. Probablemente luego, en su soledad, en su desequilibrio creciente, las recordaba de niñas más que de jóvenes, más de promesas que de decepciones, y se convenció de que habían actuado obligadas. No borró el dato pero quizá sí las razones y las circunstancias, las sustituyó por otras para él más aceptables aunque más indignantes, pero la indignación da fuerza y vida. Qué sé yo: para resguardar mejor en su imaginación a aquellas niñas, debían de ser de lo poco salvable que le quedaba, esas figuras, el mejor recuerdo de los tiempos mejores. No sé quién ni qué fue antes de ser indigente; para qué iba a hacer averiguaciones; todas esas historias son tristes, se piensa en quién fue uno de esos hombres, o aún peor, una de esas mujeres, cuando no podía prever su arrastrado futuro, y se hace doloroso echarle un vistazo al ignorante pasado de nadie. Sólo sé que era viudo desde hacía años, quizá entonces empezó su descenso. No tenía sentido que me informara de nada, se lo prohibí a Ruibérriz si se enteraba, ya me creaba mala conciencia utilizarlo como instrumento, la acallaba con la idea de que allí donde lo metieran, donde está ahora, estaría mejor que en el coche desvencijado en el que dormía. Estará mejor atendido y más cuidado, y en efecto ya se ha visto que además era un peligro. Más vale que no esté en la calle. —‘Eso le creaba mala conciencia’, pensé. ‘Tiene guasa. En medio de lo que me está contando, de lo que ya más o menos sabía, intenta no presentarse como un desaprensivo y muestra escrúpulos. Debe de ser normal, supongo que lo mismo intentan la mayoría de los que matan, sobre todo cuando son descubiertos; por lo menos los que no son sicarios, los que lo hacen una vez y basta, o eso esperan, y lo viven como una excepción, casi como un terrible accidente en el que contra su voluntad se han visto envueltos (en cierto modo como un paréntesis tras el cual puede seguirse): “No, yo no quería. Fue un momento de obnubilación, de pánico, en realidad me obligó ese muerto. Si no hubiera tirado tanto de la cuerda y llevado las cosas tan lejos, si hubiera sido más comprensivo, si no me hubiera apretado o eclipsado tanto, si hubiera desaparecido... Me causa enorme pesar, no te creas”. Sí, no debe de ser soportable la conciencia de lo que se ha hecho, y se perderá un poco, por tanto. Y sí, lleva razón, se hace doloroso mirar el ignorante pasado de nadie, por ejemplo el del pobre Desvern sin suerte la mañana de su cumpleaños, pobre hombre, mientras desayunaba con Luisa y yo los observaba con complacencia a distancia, como cualquier otra mañana inocua. Ya lo creo que tiene guasa’, me repetí, y noté que se me encendía el rostro. Pero me callé, no dije nada, me guardé mi indignación, la que él temía en las mujeres, y además me di cuenta a tiempo de que había perdido la noción, en algún instante de su parlamento (en cuál), de que lo que me contaba Díaz-Varela era todavía una hipótesis, o una glosa de mis deducciones a partir de lo que había oído, esto es, una ficción según él, seguramente. Su relato o repaso había comenzado así, como mera ilustración de mis conjeturas, verbalización de mis sospechas, e insensiblemente había adquirido para mí un aire o tono verídico, había pasado a escucharlo como si se tratara de una confesión en regla y fuera cierto. Aún cabía la posibilidad de que no lo fuera, según él, eso siempre (nunca sabría más que lo que él me dijera, luego nunca sabría nada con seguridad absoluta; sí, es ridículo que tras tantos siglos de práctica, y de increíbles avances e inventos, todavía no haya forma de saber cuándo alguien miente; claro que eso nos beneficia y perjudica por igual a todos, quizá sea el único reducto de libertad que nos queda). Me pregunté por qué había consentido, por qué había procurado que sonara como verdad lo que previsiblemente iba a ser negado más tarde. Después de sus últimas palabras, se me hacía difícil esperar a esa negación probable, anunciada (‘No quiero que te quede una marca que no es’, así había empezado); sin embargo era lo que me tocaba, ahora ya no podía marcharme: oír lo horrible, esperar aún, tener paciencia. Todos estos pensamientos me cruzaron como una ráfaga, porque él no se detuvo, se limitó a una mínima pausa—. Así que su inesperado silencio fue como una bendición, como la confirmación de que había acertado en mis azarosos planes, y lo eran mucho, date cuenta: ese Canella podía haber sido inmune a mis intrigas, o se lo podía haber convencido de que Miguel era el culpable de la perdición de sus hijas, pero nada más, eso podía no haber tenido la menor consecuencia.

De nuevo se me fue la lengua, tras haberla retenido justo antes, de qué poco me había servido. Intenté que mis frases sonaran más como un recordatorio que como una acusación, un reproche, aunque sin duda lo eran (lo intenté para no irritarlo en exceso).

–Bueno, le entregasteis una navaja, ¿no? Y no precisamente una cualquiera, sino una especialmente peligrosa y dañina, está prohibida. Eso tuvo su consecuencia, ¿no?

Díaz-Varela me miró con sorpresa un momento, lo vi desconcertado por primera vez. Se quedó callado, quizá estaba haciendo veloz memoria de si había hablado con Ruibérriz de aquella navaja mientras yo espiaba. En las dos semanas transcurridas desde entonces debía de haber reconstruido con todo detalle lo dicho por ambos en aquella ocasión, debía de haber medido con exactitud de qué y de cuánto me había enterado —a buen seguro con la colaboración de su amigo, al que habría informado del contratiempo; de pronto no me hizo ninguna gracia la idea de que éste estuviera al tanto de mi indiscreción, tal como me había mirado—, y eso que ignoraba que yo me había incorporado a la conversación con retraso y que a ratos me habían llegado tan sólo fragmentos. Se habría puesto en lo peor por si acaso, habría dado por sentado que lo había oído todo, por eso habría decidido llamarme y neutralizarme con la verdad, o con su apariencia, o con parte de ella. Y aun así no tendría registrado que se hubiera mencionado el arma, menos aún el hecho de que se la hubieran comprado y proporcionado ellos al aparcacoches. Yo misma no estaba segura y creía que no, me percaté de ello al notar su perplejidad, o la repentina desconfianza que lo había asaltado, de sus recuerdos y de sus meticulosos repasos. Era muy posible que yo lo hubiera deducido, y luego dado por descontado. Le entraron dudas, debió de preguntarse rápidamente si sabía algo más de lo que me correspondía, y cómo. A mí me dio tiempo a tomar conciencia de que, mientras yo había empleado la segunda persona del plural varias veces, incluyendo a Ruibérriz y al anónimo enviado de éste (acababa de decir ‘le entregasteis’), él hablaba siempre en primera persona del singular (acababa de decir ‘había acertado en mis azarosos planes’), como si asumiera él solo el crimen, como si fuera cosa suya exclusivamente, pese a la manipulación del ejecutor y la ayuda de por lo menos dos cómplices, los que le habían hecho el trabajo sin que él tuviera que intervenir ni mezclarse. Él había quedado muy lejos de lo sucio y sangriento, del gorrilla y sus cuchilladas, del móvil y del asfalto, del cuerpo de su mejor amigo tirado en medio de un charco. Con nada había tenido contacto; era raro que a la hora de contarlo no se aprovechara de eso, sino lo contrario. Que no distribuyera la culpa entre quienes habían participado. Eso siempre disminuye la propia, aunque esté claro quién ha movido los hilos y quién ha urdido y ha dado la orden. Lo han sabido los conspiradores desde tiempos inmemoriales, y también las turbas espontáneas y acéfalas, azuzadas por extrañas cabezas que no sobresalen y que nadie distingue: no hay nada como el reparto para salir mejor librado.

No le duró el desconcierto, se recompuso en seguida. Tras hacer memoria y no encontrar nada nítido en ella debió de pensar que en el fondo era indiferente lo que yo supiera y lo que supusiera, al fin y al cabo dependía de él en ambos terrenos ahora, como se depende siempre de quien nos cuenta algo, éste decide por dónde empieza y cuándo para, qué revela y qué insinúa y qué calla, cuándo dice verdad y cuándo mentira o si combina las dos y no permite reconocerlas, o si engaña con la primera como se me había ocurrido que quizá estaba él haciendo; no, no es tan difícil, basta con exponerla de manera que no se crea, o que cueste tanto creerla como para acabar desechándola. Las verdades inverosímiles se prestan a eso y la vida está llena de ellas, mucho más que la peor novela, ninguna se atrevería a dar cabida en su seno a todos los azares y coincidencias posibles, infinitos en una sola existencia, no digamos en la suma de las habidas y de las que aún discurren. Resulta bochornoso que la realidad no imponga límites.

–Sí —respondió—, eso tuvo una consecuencia, pero también podía no haberla tenido. Canella era libre de rechazar la navaja, o de cogerla y después tirarla o venderla. O de conservarla y no usarla. Tampoco habría sido improbable que la perdiera o se la robaran antes de tiempo, entre los indigentes es una posesión muy preciada, porque todos se sienten amenazados e indefensos. En suma, proporcionarle a alguien un motivo y una herramienta no garantiza que se vaya a valer de ellos, en absoluto. Mis planes fueron muy azarosos incluso después de cumplidos. El hombre estuvo a punto de equivocarse de persona, en efecto. Más o menos un mes antes. Sí, claro que hubo que aleccionarlo, que insistirle, que aclarárselo, sólo habría faltado una metedura así de pata. Eso no le habría sucedido a un sicario, pero ya te he dicho los inconvenientes que pueden traer, si no a la corta, sí a la larga. Preferí arriesgarme a fallar, a que no saliera, antes que a acabar descubierto. —Se paró, como si se hubiera arrepentido de la última frase, o tal vez de haberla soltado en aquel momento, era posible que aún no tocara; quien relata algo que se ha preparado, algo ya elaborado, suele decidir con antelación qué irá antes y qué más tarde, y se preocupa de no contravenir ni alterar ese orden. Bebió, se subió las mangas ya subidas en un gesto maquinal que hacía de vez en cuando, encendió por fin su cigarrillo, fumaba unos alemanes muy ligeros fabricados por la casa Reemtsma, cuyo propietario fue secuestrado y hubo de pagar el mayor rescate de la historia de su país, una cantidad monstruosa, luego escribió un libro sobre su experiencia al que eché un vistazo en la editorial en su versión inglesa, consideramos publicarlo en España, pero al final Eugeni lo juzgó deprimente y no quiso. Supongo que los seguirá fumando a no ser que se haya quitado, no creo, no es de los que aceptan imposiciones sociales, lo mismo que su amigo Rico, por lo visto hace y dice lo que le da la gana en todas partes y las consecuencias le traen sin cuidado (a veces me pregunto si estará al tanto de lo hecho por Díaz-Varela, si se lo olerá siquiera: es improbable, me dio la impresión de no interesarse mucho por lo próximo y contemporáneo, ni de enterarse de ello). Díaz-Varela pareció dudar si continuar por ese camino. Lo hizo, muy brevemente, quizá para no subrayar su arrepentimiento con un giro demasiado brusco—. Por extraño que te parezca en un caso de homicidio, matar a Miguel era mucho menos importante que no ser pillado ni involucrado. Quiero decir que no valía la pena asegurarse de que moría entonces, ese día o cualquier otro cercano, si a cambio yo corría el más mínimo peligro de quedar expuesto o bajo sospecha alguna vez, aunque fuera de aquí a treinta años. Eso no podía permitírmelo bajo ningún concepto, ante esa posibilidad era mejor que él siguiera vivo, abandonar cualquier plan y renunciar a su muerte entonces. Dicho sea de paso, el día no lo elegí yo, desde luego, sino el gorrilla. Una vez realizada mi tarea, estaba todo en su mano. Habría sido de un mal gusto exagerado que yo hubiera escogido precisamente el de su cumpleaños. Fue una casualidad, quién sabía cuándo iba a decidirse el hombre, o si nunca iba a hacerlo. Pero todo eso te lo explicaré más tarde. Sigamos con tu idea, con tu composición de lugar, te habrá dado tiempo a asentarla en estas dos semanas.

Quería reprimirme y dejarlo hablar hasta que se cansara y hubiera acabado, pero de nuevo no fui capaz, mi cerebro había captado dos o tres cosas al vuelo, y me hervían demasiado para callármelas todas en el instante. ‘Habla de homicidio a estas alturas del cuento, y no de asesinato, ¿cómo puede ser si ya no está disimulando?’, pensé. ‘Desde el punto de vista del aparcacoches será lo primero, y también desde el de Luisa, y desde el de la policía y el de los testigos, y desde el de los lectores de prensa que se encontraron la noticia una mañana y se horrorizaron al ver lo que podía pasarle a cualquiera en una de las zonas de Madrid más seguras, y después la olvidaron porque no hubo continuidad y porque además la desgracia, una vez aplacada en sus imaginaciones, contribuyó a que se sintieran a salvo: “No he sido yo”, se dijeron, “y algo así no ocurrirá dos veces”. Pero no desde el suyo, desde el punto de vista de Javier es un asesinato, no le puede valer que su plan tuviera grandes fisuras, el elemento azaroso, que sus cálculos tal vez no se cumplieran, es inteligente como para engañarse con eso. ¿Y por qué ha dicho “entonces” y lo ha repetido? “Asegurarse de que moría entonces”, “su muerte entonces”, como si hubiera cabido aplazarla o dejarla para más adelante, es decir, para “hereafter”, en la certeza de que llegaría. Y “Habría sido de un mal gusto exagerado”, también ha dicho eso, como si no lo fuera bastante dar la orden de matar a un amigo.’ Me quedé con lo último, como ocurre siempre, aunque no fuera lo más llamativo; sí quizá lo más ofensivo.

–De un mal gusto exagerado —repetí—. Pero ¿qué estás diciendo, Javier? ¿Tú crees que ese detalle cambia en algo lo principal? Me estás hablando de un asesinato. —Y aproveché para darle su nombre—. ¿Crees que fijar un día u otro puede añadirle o restarle gravedad a eso? ¿Añadirle buen gusto o restarle algo de malo? No te entiendo. Bueno, tampoco aspiro a entender nada, no sé ni por qué te estoy escuchando. —Y ahora fui yo quien encendió un segundo cigarrillo y bebió, alterada; me atropellé, casi me atraganté, bebí cuando aún no había expulsado el primer humo.

–Claro que lo entiendes, María —me contestó rápidamente—, y por eso me estás escuchando, para acabar de creértelo, para comprobarlo. Te lo has contado y recontado sin cesar, todos los días y noches de estas dos semanas. Has comprendido que para mí mis anhelos están por encima de toda consideración y todo freno y todo escrúpulo. Y de toda lealtad, figúrate. Yo he tenido muy claro, desde hace algún tiempo, que quiero pasar junto a Luisa lo que me quede de vida. Que sólo hay una y que es esta y que no se puede confiar en la suerte, en que las cosas ocurran por sí solas y se aparten como por ensalmo los obstáculos y las resistencias. Uno tiene que ponerse a la faena. El mundo está lleno de perezosos y de pesimistas que nada consiguen porque a nada se aplican, después se permiten quejarse y se sienten frustrados y alimentan su resentimiento hacia lo externo: así son la mayoría de los individuos, holgazanes idiotas, derrotados de antemano, por su instalación en la vida y por sí mismos. Yo he permanecido soltero todos estos años; sí, con historias muy gratificantes, distrayéndome, a la espera. Primero a la espera de que apareciera alguien que me trajera debilidad, y por quien la tuviera. Luego... Para mí es el único modo de reconocer ese término que todo el mundo emplea con desenvoltura pero que no debería ser tan fácil puesto que no lo conocen muchas lenguas, sólo el italiano además de la nuestra, que yo sepa, claro está que yo sé pocas... Tal vez el alemán, la verdad es que lo ignoro: el enamoramiento. El sustantivo, el concepto; el adjetivo, el estado, eso sí es más conocido, por lo menos el francés lo tiene y el inglés no, pero se esfuerza y se acerca... Nos hacen mucha gracia muchas personas, nos divierten, nos encantan, nos inspiran afecto y aun nos enternecen, o nos gustan, nos arrebatan, incluso nos vuelven locos momentáneamente, disfrutamos de su cuerpo o de su compañía o de ambas cosas, como me sucede contigo y me ha sucedido otras veces, unas pocas. Hasta se nos hacen imprescindibles algunas, la fuerza de la costumbre es inmensa y acaba por suplir casi todo, incluso por suplantarlo. Puede suplantar el amor, por ejemplo; pero no el enamoramiento, conviene distinguir entre los dos, aunque se confundan no son lo mismo... Lo que es muy raro es sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida ser objetivos y nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos, como acabó rendido el Coronel Chabert ante su mujer en cuanto volvió a verla a solas, te hablé de esa historia, te la leíste. Lo logran los hijos, dicen, y no tengo inconveniente en creerlo, pero ha de ser de una índole distinta, son seres desprotegidos desde que aparecen, desde el primer instante, la debilidad que nos traen debe de venirnos ya impuesta por su indefensión absoluta, y al parecer permanece... En general la gente no experimenta eso con un adulto, ni en realidad lo busca. No aguarda, es impaciente, es prosaica, quizá ni siquiera lo quiere porque tampoco lo concibe, así que se junta o se casa con el primero que se le aproxima, no es tan extraño, esa ha sido la norma durante toda la vida, hay quienes piensan que el enamoramiento es una invención moderna salida de las novelas. Sea como sea, ya la tenemos, la invención, la palabra y la capacidad para el sentimiento. —Díaz-Varela había dejado alguna frase inacabada o medio en el aire, había titubeado, había estado tentado de hacer digresiones de sus digresiones, se había frenado; no quería discursear, pese a su tendencia, sino contarme algo. Se había ido echando hacia delante, estaba sentado en el borde del sillón ahora, los codos sobre las rodillas y las manos juntas; su tono se había hecho vehemente dentro de la frialdad y el orden expositivo, casi didáctico, que empleaba cuando peroraba. Y, como siempre que hablaba seguido, yo no podía apartar la vista de su cara, de sus labios que se movían veloces al soltar las palabras. No es que no me interesara lo que decía, me había interesado en todos los casos, y más ahora en que me estaba confesando lo que había hecho y por qué y cómo, o lo que él creía que yo creía, y acertaba. Pero aunque no me hubiera interesado, habría continuado oyéndolo indefinidamente, oyéndolo mientras lo miraba. Encendió otra luz, la de la lámpara que tenía al lado (se sentaba a leer en ese sillón a veces), ya había anochecido del todo y la que había no bastaba. Lo vi mejor, le vi sus pestañas bastante largas y su expresión algo ensoñada, también entonces. Su semblante no denotaba preocupación ni violencia por lo que estaba contando. De momento no le costaba. Yo tenía que recordarme cuán odiosa resultaba su tranquilidad dominante en aquellas circunstancias, porque lo cierto era que no me lo resultaba—. Uno sabe que es incondicional de esa persona —prosiguió—, que la va a ayudar y a apoyar en lo que sea, aunque se trate de un empeño horrible (por ejemplo cargarse a alguien, uno pensará que le han dado motivos o que no hay más remedio), y que hará por ella lo que se tercie. Son personas que no es que a uno le hagan gracia, en el sentido más noble del término; es que le caen en gracia, que es diferente y mucho más fuerte y duradero. Como todos sabemos, esa incondicionalidad apenas tiene que ver con la razón, ni siquiera con las causas. De hecho, es curioso, el efecto es enorme y no hay causas, no suele haberlas o no son formulables. A mí me parece que interviene no poco la decisión, una decisión arbitraria... Pero en fin, esa es otra historia. —De nuevo le había apetecido disertar, se forzaba a no caer en ello. Dentro de todo, procuraba ir al grano, y tuve la sensación de que, si aun así se espaciaba, no era contra su voluntad y porque no pudiera evitarlo, sino que buscaba algo con ello, quizá envolverme y acostumbrarme más a los hechos. De vez en cuando yo me paraba y pensaba: ‘Estamos hablando de lo que estamos hablando, un asesinato, es insólito; y yo le presto atención en vez de colgarlo de un árbol’. Y en seguida acudía a mi pensamiento la contestación de Athos a d’Artagnan cuando éste había exclamado lo mismo: ‘Sí, un asesinato, no más’. Y cada vez lo pensaba menos—. Casi nadie puede responder a esa pregunta que los demás sí se hacen sobre uno, sobre cualquiera: ‘¿Por qué se habrá enamorado de ella? ¿Qué le habrá visto?’. Sobre todo cuando es alguien que se juzga insoportable, no es el caso de Luisa, yo creo; pero bueno, no soy quién para decirlo, por lo que acabo de exponer, justamente. Pero ni tú misma, María, sin ir más lejos, sabrías responder por qué te has encaprichado de mí durante esta temporada, con todos mis defectos y a sabiendas de que mi verdadero interés estaba en otra parte desde el principio, de que tenía un objetivo irrenunciable desde hacía tiempo, de que no había posibilidad de que tú y yo fuéramos más allá de donde hemos ido. No sabrías, quiero decir, fuera del balbuceo de cuatro subjetividades imprecisas y poco airosas, tan discutibles como indiscutibles: indiscutibles para ti (¿quién osaría contradecirte?), discutibles para los otros. —‘Es verdad, no sabría’, pensé. ‘Como una estúpida. ¿Qué iba a decir, que me gustaba mirarlo y besarlo, y acostarme con él, y la zozobra de no saber si iba a hacerlo, y escucharlo? Sí, son razones idiotas y que no convencen a nadie, o así suenan siempre a oídos del que no siente lo mismo o no ha probado nada semejante en su vida. Ni siquiera son razones, como ha dicho Javier, seguramente tienen más que ver con una manifestación de fe que con ninguna otra cosa; aunque tal vez sí sean causas. Y su efecto es enorme, eso es cierto. Es invencible.’ Debí de sonrojarme levemente, o acaso me removí en el sofá con incomodidad, con vergüenza. Me molestaba que me hubiera mencionado abiertamente, que hubiera hecho referencia a mis sentimientos hacia él cuando yo había sido siempre discreta y parca en palabras, nunca lo había atosigado con peticiones ni declaraciones, ni con indirectas sutiles que lo hubieran invitado a expresarme algo de afecto, me había abstenido de hacerle sentir la menor responsabilidad u obligación o necesidad de respuesta, ni sombra de ello; tampoco había albergado esperanzas de que la situación cambiara, o sólo en la soledad de mi alcoba mirando los árboles, lejos de él, en secreto, como quien fantasea cuando empieza a venirle el sueño, todo el mundo tiene derecho a eso, a imaginarse lo imposible cuando la vigilia inicia por fin su retirada, qué menos, y se clausura el día. Me desazonaba que me hubiera incluido en todo aquello, podía habérselo ahorrado; no lo habría hecho inocentemente, alguna intención guardaría, no se le habría escapado. Otra vez me entraron ganas de levantarme y marcharme, de salir de una vez de aquella casa querida y temida y no volver; pero ahora ya sabía que no iba a irme hasta que terminara, hasta que me contara enteras su verdad o su mentira, o su verdad y su mentira, las dos juntas, no todavía. Díaz-Varela advirtió mi rubor o mi desasosiego, lo que fuese, porque se apresuró a añadir, como quien templa gaitas—: Ojo, no estoy insinuando que tú estés enamorada de mí ni que me seas incondicional ni que yo te haya caído en gracia, nada de eso. No soy tan presuntuoso. Sé bien que no es tanto, que estás muy lejos, que no puede compararse lo que tú sientes por mí desde hace poco con lo que yo siento por Luisa desde hace años. Sé que soy sólo un entretenimiento, que te he hecho gracia. Como tú a mí, no hay apenas diferencia, ¿me equivoco? Si lo menciono es como prueba de que hasta los encaprichamientos más pasajeros y leves carecen de causas. No digamos lo que es mucho más, infinitamente más que eso.

Me quedé callada, más rato del que quería. No estaba segura de qué contestar, y esta vez él había hecho una pausa como incitándome a decir algo. En pocas frases Díaz-Varela había rebajado mis sentimientos y me había dado a conocer los suyos clavándome un pequeño aguijón superfluo, puesto que yo ya estaba al tanto sin haberle oído nunca algo tan claro al respecto, o no palabras tan hirientes como las que acababa de pronunciar. Por idiotas que fueran, como en realidad lo son todos los sentimientos cuando se los describe o explica o simplemente se enuncian, había colocado los míos muy por debajo de la calidad de los suyos hacia otra persona, cómo iban a compararse. ¿Qué sabía él de mí, tan callada y prudente como había sido siempre? ¿Tan vencida de antemano, tan falta de aspiraciones, tan poco dispuesta a competir y a luchar, o no dispuesta en absoluto? Desde luego yo no era capaz de planear y encargar un asesinato, pero quién hubiera sabido más tarde, de haberse enquistado durante años nuestra relación de ahora, o más bien la que había existido hasta hacía dos semanas, la conversación con Ruibérriz lo había trastocado todo, o mejor dicho, que yo la escuchara. De no haberlos espiado, Díaz-Varela podía haber seguido aguardando la lenta recuperación y el vaticinado enamoramiento de Luisa indefinidamente y no haberme sustituido ni haber prescindido de mí mientras tanto, ni yo haberme apartado sino haber continuado viéndolo en los mismos términos. Y entonces, ¿quién está libre de empezar a querer más, a impacientarse y a no estar ya conforme, de sentir que ha adquirido derechos con el transcurso de los meses y de los años iguales, por la sola acumulación de tiempo, como si algo tan insignificante y tan neutro como la sucesión de días supusiera un mérito para el que los atraviesa, o quizá es para el que los aguanta sin abandonar ni rendirse? El que no esperaba nada acaba exigiendo, el que se acercaba con devoción y modestia se torna tiránico e iconoclasta, el que mendigaba sonrisas o atención o besos de la persona amada se hace de rogar y se vuelve soberbio, y se los escatima ahora a esa misma persona a la que la mera llovizna del tiempo ha subyugado. El paso del tiempo exaspera y condensa cualquier tormenta, aunque al principio no hubiera ni una nube minúscula en el horizonte. Uno ignora lo que el tiempo hará de nosotros con sus capas finas que se superponen indistinguibles, en qué es capaz de convertirnos. Avanza sigilosamente, día a día y hora a hora y paso a paso envenenado, no se hace notar en su subrepticia labor, tan respetuosa y mirada que nunca nos da un empujón ni un sobresalto. Cada mañana aparece con su semblante tranquilizador e invariable, y nos asegura lo contrario de lo que está sucediendo: que todo está bien y nada cambia, que todo es como ayer —el equilibrio de fuerzas—, que nada se gana y nada se pierde, que nuestro rostro es el mismo y también nuestro pelo y nuestro contorno, que quien nos odiaba nos sigue odiando y quien nos quería nos sigue queriendo. Y es todo lo contrario, en efecto, sólo que no nos permite advertirlo con sus traicioneros minutos y sus taimados segundos, hasta que llega un día extraño, impensable, en el que nada es como fue siempre: en el que dos hijas beneficiadas por él abandonan a su padre a la muerte en un granero, sin blanca, y se queman los testamentos que a los vivos son ingratos; en el que las madres despojan a sus hijos y los maridos roban a sus mujeres, o las mujeres matan a sus maridos valiéndose del amor que les inspiraban para volverlos locos o imbéciles, a fin de vivir en paz con un amante; en el que otras mujeres le dan al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer a otro hijo, el del amor que ahora sí sienten, aunque ignoren cuánto más va a durarles; en el que una viuda que heredó posición y fortuna de su marido soldado, caído en la batalla de Eylau en medio del frío más frío, reniega de él y lo acusa de farsante cuando al cabo de los años y las penalidades consigue regresar de entre los muertos; en el que Luisa le suplicará a Díaz-Varela, hacia el que tanto tardó en volverse, que no la abandone y permanezca a su lado, y abjurará de su antiguo amor por Deverne, que será rebajado y no será nada y no podrá compararse con el que le profesa a él ahora, a ese segundo marido inconstante que amenaza con dejarla; en el que será Díaz-Varela el que me implore a mí que no me aleje, que me quede junto a él y comparta para siempre su almohada, y se burlará del amor obstinado e ingenuo que sintió por Luisa largo tiempo y lo llevó a matar a un amigo, y se dirá y me dirá: ‘Qué ciego estuve, cómo es que no supe verte, cuando aún estaba a tiempo’; un día extraño, impensable, en el que yo planearé el asesinato de Luisa, que se interpone entre nosotros sin ni siquiera saber que hay ‘nosotros’ y contra la que no tengo nada, y quizá lo lleve a cabo, todo es posible ese día. Sí, es todo cuestión de desesperante tiempo, pero el nuestro se ha interrumpido, para nosotros se ha acabado ese que consolida y prolonga y a la vez pudre y arruina y vuelve las tornas, y no se nota en ningún caso. No me alcanzará a mí ese día, para mí no hay ‘más adelante’ o ‘a partir de ahora’, como no lo hubo para Lady Macbeth, estoy a salvo de esa prórroga benefactora o dañina, esa es mi desgracia y mi suerte.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю