Текст книги "Los Enamoramientos"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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—No, por nada, perdona —me apresuré a responder, en el tono de mayor inocencia, y de mayor sorpresa por su reacción defensiva, que mi garganta fue capaz de encontrar. Era una garganta ya temerosa, sus manos podían rodearla en cualquier instante y les sería muy fácil apretar, apretar, mi cuello es delgado y no opondría la menor resistencia, mis manos carecerían de fuerza para apartar las suyas, para abrir sus dedos, mis piernas se doblarían, yo caería al suelo, él se me echaría encima como otras veces, notaría la presión de su cuerpo y su calor —o sería frío—, ya no tendría voz para convencerlo ni para implorar. Pero ese era un falso temor, me di cuenta nada más ceder a él: Díaz-Varela no se encargaría nunca de expulsar de la tierra personalmente a nadie, como no se había encargado con su amigo Deverne. A menos que se sintiera desesperado y bajo una amenaza inminente, a menos que pensara que yo iba a ir derecha a contarle a Luisa lo que había averiguado por azar y por mi indiscreción. Nunca puede descartarse nada con nadie, eso es lo malo, el temor iba y venía, era un poco artificial—. Preguntaba sólo por preguntar. —Y aún tuve el valor o la imprudencia de añadir—: Y porque, bueno, si ese Ruibérriz hace favores, no sé si yo te puedo hacer alguno... En fin, no lo creo, pero si te pudiera servir de algo, aquí me tienes a tu disposición.
Me miró con fijeza durante unos segundos que se me hicieron muy largos, como si me ponderara, como si quisiera descifrarme, como se mira a la gente que no se sabe mirada y yo no estuviera allí sino en la pantalla de una televisión y él pudiera observarme a sus anchas, sin preocuparse de mi respuesta a semejante insistencia o penetración, su expresión era cualquier cosa menos soñadora o miope, en contra de lo habitual, era aguda e intimidatoria. Mantuve los ojos firmes (al fin y al cabo éramos amantes y nos habíamos contemplado en silencio y sin apenas pudor), sosteniéndole y aun devolviéndole el escrutinio, con gesto interrogativo o de falta de comprensión, o eso creí. Hasta que ya no pude aguantar y los bajé hasta sus labios, hacia donde estaba tan acostumbrada a mirar desde el día que lo conocí, cuando hablaba y cuando estaba callado, aquellos labios de los que no me cansaba y que nunca me inspiraban miedo sino atracción. Fueron mi refugio momentáneo, no tenía nada de extraño que yo posara la vista allí, era tan frecuente, era lo normal, no había motivo para que la sospecha se le acentuara por ello, alcé un dedo y se los toqué, recorrí su dibujo con suavidad, con la yema, una prolongada caricia, pensé que sería una forma de aplacarle el ánimo, de darle confianza y seguridad, de decirle sin hablar: ‘Nada ha cambiado, sigo aquí y sigo queriéndote. Nada te revelo, tú te has dado cuenta hace tiempo y te dejas querer por mí, es agradable sentirse amado por quien nada te va a pedir. Yo me retiraré cuando decidas que basta, que ya está bien, cuando me abras la puerta y me veas ir hacia el ascensor sabiendo que no vendré más. Cuando por fin se agote la pena de Luisa y seas correspondido, me haré a un lado sin rechistar, mi paso por tu vida sé que es provisional, un día más, un día más, y otro día ya no. Pero no te aflijas ahora, descuida, porque no he oído nada, no me he enterado de nada que tú desearas ocultar o guardar para ti, y si me he enterado no me importa, estás a salvo conmigo, no te voy a delatar, ni siquiera estoy segura de haber escuchado lo que sí he escuchado, o no le doy crédito, estoy convencida de que debe haber un error, o una explicación, o incluso —quién sabe– una justificación. Tal vez Desvern te había hecho gran daño, tal vez él había intentado matarte antes a ti, también a través de terceros, taimadamente también, y ahora erais ya él o tú, acaso te viste obligado, no había lugar en el mundo para los dos, y eso se parece mucho a la defensa propia. No has de temer de mí, yo te quiero, estoy a tu lado, de momento no te voy a juzgar. Y además, no te olvides de que sólo son imaginaciones tuyas, de que en realidad nada sé’.
No es que pensara todo esto de veras ni con claridad, pero es lo que le intenté transmitir con mi dedo demorándose sobre sus labios, él se dejó hacer mientras seguía mirándome con atención, trataba de buscar señales contrarias a las que yo le enviaba voluntariosamente, notaba cómo aún recelaba de mí. Eso tenía mal arreglo o carecía de él, no se iría nunca del todo, disminuiría o aumentaría, se adensaría o adelgazaría, pero siempre permanecería ahí.
–No ha venido a hacerme un favor —contestó—. Ha venido a pedirme uno, esta vez, por eso le urgía verme. Te agradezco tu ofrecimiento, en todo caso.
Yo sabía que eso no era verdad, los dos estaban en el mismo aprieto, difícil que el uno sacara al otro, lo más que estaba a su alcance era tranquilizarse recíprocamente e instarse a esperar acontecimientos, confiando en que no hubiera más, en que las palabras del indigente cayeran en el vacío y nadie se molestara en investigar. Era eso lo que habían hecho, calmarse y ahuyentar el pánico.
–No hay de qué.
Entonces me puso una mano en el hombro y la noté como un peso, como si me cayera encima un enorme trozo de carne. Díaz-Varela no era especialmente grande ni fuerte aunque sí de buena estatura, pero los hombres sacan fuerza de no se sabe dónde, casi todos o la mayoría, o a nosotras siempre nos parece mucha por comparación, es muy fácil que nos atemoricen con un solo ademán amenazante o nervioso o mal medido, con que nos agarren de la muñeca o nos abracen con demasiado ímpetu o nos aplasten sobre el colchón. Me alegré de tener el hombro cubierto por el jersey, pensé que sobre la piel ese peso me habría hecho estremecer, no era un gesto habitual en él. Me lo apretó sin hacerme daño, como si fuera a darme un consejo o a confiarme algo, me hice una idea de lo que sería esa mano sobre mi cuello, una sola, no digamos las dos. Temí que con un rápido movimiento la trasladara hasta él, él debió de percibir mi alerta, mi tensión, mantuvo la presión sobre mi hombro o me pareció que la aumentó, deseaba zafarme, escurrirme, su mano derecha sobre mi hombro izquierdo, como si fuera un padre o un profesor y yo una niña, una alumna, me sentí empequeñecida, seguramente ese era el propósito, para que le contestara con sinceridad, y si no con inquietud.
–No has oído nada de lo que me ha contado, ¿verdad? Estabas dormida cuando ha llegado, ¿no? He entrado a comprobarlo antes de hablar con él y te he visto muy dormida, estabas dormida, ¿verdad? Lo que me ha contado es muy íntimo, y a él no le gustaría que se hubiera enterado nadie más. Aunque seas una desconocida para él. Hay cosas que da vergüenza que escuche nadie, hasta a mí le ha costado contármelo, y eso que venía a eso y no tenía más remedio si quería el favor. No te has enterado de nada, ¿verdad? ¿Qué es lo que te despertó?
Así que me lo preguntaba a las claras, inútilmente o no tanto: por cómo respondiera yo, él podría figurarse o deducir si le mentía o no, o eso creería. Pero sería eso a lo sumo, una deducción, una figuración, una suposición, un convencimiento, es increíble que tras tantos siglos de incesantes charlas entre las personas no podamos saber cuándo se nos dice la verdad. ‘Sí’, se nos dice, y siempre puede ser ‘No’. ‘No’, se nos dice, y siempre puede ser ‘Sí’. Ni siquiera la ciencia ni los infinitos avances técnicos nos permiten averiguarlo, no con seguridad. Y aun así él no pudo resistirse a interrogarme directamente, de qué le servía que le contestara ‘Sí’ o ‘No’. De qué le habían servido a Deverne todas las profesiones de afecto de uno de sus mejores amigos a lo largo de años, si es que no del mejor. Lo último que uno imagina es que ése lo vaya a matar, aunque sea de lejos y sin presenciarlo, sin intervenir ni mancharse un solo dedo, de tal manera que pueda pensar luego a veces, en sus días de felicidad, o serán de exultación: ‘En realidad yo no lo hice, no tuve nada que ver’.
–No, no he oído nada, no te preocupes. He tenido un sueño profundo, aunque me haya durado poco. Además, he visto que habías cerrado la puerta, no podía oíros.
La mano sobre mi hombro seguía apretando, me parecía que un poco más, algo casi imperceptible, como si me quisiera hundir en el suelo muy lentamente, sin que yo me percatara de ello. O tal vez ni siquiera apretaba, sino que al dilatarse su peso se me agudizaba la sensación de opresión. Levanté el hombro sin brusquedad, todo lo contrario, con delicadeza, con timidez, como para indicarle que lo prefería libre, que no quería aquel pedazo de carne plantado así sobre mí, había en aquel contacto desacostumbrado un vago elemento de humillación: ‘Prueba mi fuerza’, podía ser. O ‘Imagina de lo que soy capaz’. Hizo caso omiso de mi leve gesto —quizá fue demasiado leve– y volvió a su última pregunta que yo no había contestado, insistió:
–¿Qué fue lo que te despertó? Si creías que no estaba más que yo, ¿por qué te has puesto el sostén para salir? Debe de haberte llegado el rumor de nuestras voces, ¿no? Y algo habrás oído entonces, digo yo.
Tenía que mantener la calma y negar. Cuanto más sospechara él, más tenía que negar. Pero debía hacerlo sin vehemencia ni énfasis de ninguna clase. A mí qué me importaba lo que se trajera entre manos con un tipo del que ni le había oído hablar, esa era mi mayor baza para convencerlo, para aplazar su certeza al menos; qué interés tenía yo en espiarlo, todo lo que sucediera fuera de aquel dormitorio me daba igual, incluso dentro cuando no estaba yo en él, eso había de quedarle claro, nuestra relación no era sólo pasajera, era reducida, estaba circunscrita a aquellos encuentros ocasionales en su casa, en una habitación o dos, qué se me daba a mí todo el resto, sus idas y venidas, su pasado, sus amistades, sus planes, sus cortejos y su vida entera, yo no había estado en ella ni tampoco iba a estar ‘hereafter’, a partir de ahora ni más adelante, nuestros días tenían su número y nunca estuvo lejos. Y sin embargo, con ser todo eso verdad en esencia, no lo era absolutamente: había sentido curiosidad, me había despertado al captar una palabra clave —quizá ‘tía’, o ‘conoce’, o ‘mujer’, o seguramente la combinación de las tres—, me había levantado de la cama, había pegado el oído, había forzado una rendija mínima para escuchar mejor, me había alegrado cuando él y Ruibérriz habían sido incapaces de moderar sus voces, de alcanzar el susurro, se lo había impedido la excitación. Empecé a preguntarme por qué había hecho eso, e inmediatamente empecé a lamentarlo: por qué tenía que saber lo que sabía, por qué la idea, por qué ya no me era posible tenderle los brazos y rodearlo por la cintura y acercarlo a mí, habría sido tan fácil quitarme su mano del hombro con ese solo movimiento, natural y sencillo unos minutos atrás; por qué no podía obligarlo a abrazarme sin más demora ni vacilación, allí estaban sus queridos labios, como siempre deseaba besarlos y ahora no me atrevía o es que algo me repelía en ellos a la vez que aún me atraían, o lo que me repelía no estaba en ellos —los pobres, sin culpa—, sino en todo él. Lo seguía queriendo y le tenía miedo, lo seguía queriendo y mi conocimiento de lo que había hecho me daba asco; no él, sino mi conocimiento.
–Pero qué preguntas son esas —le dije con desenfado—. Yo qué sé lo que me despertó, un mal sueño, una mala postura, saber que me estaba perdiendo un rato contigo, no sé, qué más da. Y qué me iba a importar a mí lo que te contara ese hombre, ni siquiera sabía que estuviera aquí. Si me he puesto el sostén es porque no es lo mismo que me veas echada y a poca distancia, o a ráfagas, que de pie y caminando por la casa como si me creyera una modelo de Victoria’s Secret o aún mejor, al fin y al cabo ellas siempre llevan lencería. Es que todo hay que explicártelo o qué.
–¿Qué quieres decir?
En verdad pareció desconcertado, pareció no entender, y eso —el desplazamiento de su interés, su distracción– me dio una ligera y momentánea ventaja, pensé que no tardaría en dejar de hacerme preguntas torcidas y yo podría salir de allí, me urgía sacudirme aquella mano y perderlo de vista. Aunque mi yo anterior, que todavía rondaba —aún no había sido sustituido ni reemplazado, cómo podía serlo tan rápido; ni cancelado ni desterrado—, no tenía ninguna prisa por salir de allí: cada vez que se había ido había ignorado cuándo regresaría, o si ya no regresaría más.
–Qué torpes sois los hombres a veces —dije con deliberación, me pareció aconsejable soltar algún tópico y desviar la conversación, llevarla al territorio más vulgar, que también suele ser el más inofensivo y el que más invita a confiarse y a bajar la guardia—. Hay zonas en las que las mujeres nos creemos ya envejecidas a los veinticinco o treinta años, no digamos con diez más. Por comparación con nosotras mismas, guardamos memoria de cada año que se fue. Así que no nos gusta exponer esas zonas de manera intempestiva y frontal. Bueno, a mí no me hace gracia, la verdad es que a muchas les da lo mismo, y las playas están llenas de exposiciones no ya frontales sino brutales, catastróficas, incluidas las de quienes se han colocado un par de leños bien rígidos y creen haber solucionado todo problema con eso. La mayoría dan dentera. —Me reí brevemente por la palabra elegida, añadí otra similar—: Dan repelús.
–Ah —dijo él, y se rió brevemente también, era una buena señal—. A mí no me parece que ninguna zona tuya esté envejecida, yo las veo todas bien.
‘Está más tranquilo’, pensé, ‘menos preocupado y suspicaz, porque tras el susto necesita estar así. Pero más tarde, cuando se quede a solas, volverá a convencerse de que sé lo que no me tocaba saber, lo que nadie más que Ruibérriz debía saber. Repasará mi actitud, recordará mi prematuro sonrojo al salir de la alcoba y mi fingida ignorancia de todo este rato, se dirá que tras las fogosidades lo normal habría sido que me trajera sin cuidado cómo me viera, qué sostén ni qué sostén, uno se relaja, se desprotege mucho después; dejará de creerse la explicación que ahora acepta por sorprendente, porque no se le había pasado por la imaginación que algunas mujeres pudiéramos estar tan pendientes de nuestro aspecto en todo momento, de lo que tapamos o permitimos ver y hasta de la intensidad de nuestros jadeos, o que nunca perdamos del todo el pudor, ni siquiera en medio de la mayor agitación. Le dará vueltas de nuevo y no sabrá qué le conviene hacer, si alejarme paulatinamente y con naturalidad o interrumpir bruscamente todo trato conmigo o seguir como si nada para vigilarme de cerca, para controlarme, para calibrar cada día el peligro de una delación, esa es una situación angustiosa, tener que interpretar a alguien sin cesar, a alguien que nos tiene en su mano y que nos puede buscar la ruina o nos puede chantajear, no se aguanta mucho tiempo una zozobra así, se la intenta remediar como sea, se miente, se intimida, se engaña, se paga, se pacta, se quita de en medio, esto último es lo más seguro a la larga —es lo definitivo– y lo más arriesgado en el instante, también lo más difícil ahora y después y en cierto sentido lo más perdurable, uno se vincula al muerto para siempre jamás, se expone a que se le aparezca vivo en los sueños y uno crea no haber acabado con él, y entonces sienta alivio por no haberlo matado o sienta espanto y amenaza y planee volverlo a hacer; se expone a que ese muerto ronde todas las noches su almohada con su vieja cara sonriente o ceñuda y los ojos bien abiertos que fueron cerrados hace siglos o anteayer, y le susurre maldiciones o súplicas con su voz inconfundible que ya no oye nadie más, y a que la tarea le parezca siempre inconclusa y agotadora, un infinito quehacer, cada mañana pendiente antes de despertar. Pero todo eso será más adelante, cuando él rumie lo sucedido o lo que temerá que haya sucedido. Quizá decida entonces enviarme a Ruibérriz con algún pretexto, para que me sondee, para que me sonsaque, esperemos que no para algo más grave, para que un intermediario difumine o debilite el vínculo, tampoco yo podré vivir en paz a partir de hoy. Pero no es ahora el momento y ya se verá, he de aprovechar que lo he distraído de sus recelos y le he hecho un poco de gracia, y salir ya de aquí.’
–Gracias por el cumplido, no los sueles prodigar —le dije. Y, sin ningún esfuerzo físico y con considerable esfuerzo mental, acerqué mi cara a la suya y lo besé en los labios con los labios cerrados y secos, suavemente, tenía sed, de manera parecida a como se los había recorrido antes con la yema del dedo, mi boca acarició la suya, eso fue, creo yo. Eso fue nada más.
Levantó entonces la mano y me liberó el hombro y me quitó el odioso peso de encima, y con esa misma mano que casi me había causado dolor —o es lo que empezaba a creer sentir—, me acarició la mejilla, otra vez como si fuera una niña y él tuviera poder para castigarme o premiarme con un solo gesto, y todo dependiera de su voluntad. Estuve a punto de rehuirle esa caricia, había ahora una diferencia entre que lo tocara yo a él y me tocara él a mí, por suerte me contuve y lo dejé hacer. Y al salir de la casa unos minutos más tarde, me pregunté, como siempre, si volvería a entrar allí. Sólo que esta vez no fue sólo con esperanza y deseo, sino que se mezclaron, qué fue: no sé si fue repugnancia, o pavor, o si fue más bien desolación.
III
En toda relación desigual y sin nombre ni reconocimiento explícito, alguien tiende a llevar la iniciativa, a llamar y a proponer encontrarse, y la otra parte tiene dos posibilidades o vías para alcanzar la misma meta de no esfumarse y desaparecer en seguida, aunque crea que de todas formas será ese su destino final. Una es limitarse a esperar, no dar nunca un paso, confiar en que pueda añorársela y en que su silencio y su ausencia resulten insospechadamente insoportables o preocupantes, porque todo el mundo se acostumbra pronto a lo que se le regala o a lo que hay. La segunda vía es intentar colarse con disimulo en la cotidianidad de ese alguien, persistir sin insistir, hacerse sitio con pretextos varios, llamar no a proponer nada —eso está vedado aún– sino a consultar cualquier cosa, a pedir consejo o un favor, a contar lo que nos ocurre —la manera más eficaz y drástica de involucrar– o a dar alguna información; estar presente, actuar como recordatorio de uno mismo, tararear en la distancia, zumbar, dar lugar a un hábito que se instala imperceptiblemente y como a hurtadillas, hasta que un día ese alguien se descubre echando en falta la llamada que se ha hecho consuetudinaria, siente algo parecido al agravio —o es la sombra de un desamparo– e, impaciente, levanta el teléfono sin naturalidad, improvisa una excusa absurda y se sorprende marcando él.
Yo no pertenecía a ese segundo tipo atrevido y emprendedor, sino al primero callado, más soberbio y más sutil, pero también más expuesto a ser borrado u olvidado con prontitud, y a partir de aquella tarde me alegré de correr ese riesgo, de estar supeditada por costumbre a las solicitudes o proposiciones de quien para mí era aún Javier pero acababa de iniciar el camino de convertirse en un apellido compuesto que más bien cuesta recordar; de no tener que llamarlo ni buscarlo, y de que abstenerme de hacerlo no resultara, por tanto, sospechoso ni delator. Que yo no estableciera contacto con él no significaba que quisiera evitarlo, ni que me hubiera decepcionado —es una palabra suave—, ni que le hubiera cogido miedo, ni que deseara interrumpir todo trato con él tras enterarme de que había urdido el apuñalamiento de su mejor amigo sin ni siquiera tener la certeza de lograr con ello su fin, aún le restaba la tarea más fácil o la más ardua, eso nunca se sabe, la del enamoramiento (la más insignificante o la más sustancial). Que yo no diera señales de vida no significaba que supiera nada de eso ni nada nuevo de él, mi silencio no me traicionaba, todo era como siempre durante nuestra breve frecuentación, dependía de que él sintiera vaga añoranza o se acordara de mí y me convocara a su alcoba, sólo entonces tendría que pensar cómo conducirme y qué hacer. El enamoramiento es insignificante, su espera en cambio es sustancial.
Cuando Díaz-Varela me había hablado del Coronel Chabert, había identificado a éste con Desvern: el muerto que debe seguir muerto puesto que su muerte constó en los anales y pasó a ser un hecho histórico y se relató y detalló, y cuya nueva e incomprensible vida es un incómodo postizo, una intrusión en la de los demás; el que viene a perturbar el universo que no sabe ni puede rectificar y que por tanto continuó sin él. Que Luisa no se sacudiese en seguida a Deverne, que de forma inerte o rutinaria continuase sujeta a él o a su recuerdo aún reciente —reciente para la viuda pero lejano para el que llevaba ya mucho anticipando su supresión—, debía de parecerle a Díaz-Varela la intromisión de un fantasma, de un aparecido tan fastidioso como Chabert, sólo que éste había vuelto en carne y hueso y cicatriz cuando ya estaba olvidado y su regreso era un engorro hasta para el curso del tiempo, al que en contra de su naturaleza se forzaba a retroceder y corregir, mientras que Desvern no se había ido del todo en espíritu, se demoraba, y lo hacía precisamente ayudado por su mujer, todavía enfrascada en el lento proceso de sobreponerse a su abandono y a su deserción; incluso trataba de retenerlo aún, un poco más, a sabiendas de que llegaría un día en que inverosímilmente se le desdibujaría su rostro o se le congelaría en cualquiera de las muchas fotos que se empeñaría en seguir mirando, a ratos con sonrisa embobada y a ratos entre sollozos, siempre a solas, siempre escondida.
Y sin embargo era a Díaz-Varela a quien yo veía ahora más bien como Chabert. Éste había sufrido amarguras y penalidades sin cuento y aquél las había infligido, éste había sido víctima de la guerra, de la negligencia, de la burocracia y de la incomprensión, y aquél se había constituido en verdugo y había perturbado gravemente el universo con su crueldad, su egoísmo tal vez estéril y su descomunal frivolidad. Pero los dos se habían mantenido a la espera de un gesto, de una especie de milagro, un aliento y una invitación, Chabert del casi imposible reenamoramiento de su mujer y Díaz-Varela del improbable enamoramiento de Luisa, o por lo menos de su consolación junto a él. Algo de común había en la esperanza de ambos, en la paciencia, aunque las del viejo militar estuvieran dominadas por el escepticismo y la incredulidad y las de mi pasajero amante por el optimismo y la ilusión, o acaso era por la necesidad. Los dos eran como espectros haciendo visajes y señas e incluso algún aspaviento inocente, aguardando a ser vistos y reconocidos y quizá llamados, deseosos de oír al fin estas palabras: ‘Sí, está bien, te reconozco, eres tú’, aunque en el caso de Chabert supusieran sólo concederle la carta de existencia que se le estaba negando y en el de Díaz-Varela significaran bastante más: ‘Quiero estar a tu lado, acércate y quédate aquí, ocupa el lugar vacío, ven hasta mí y abrázame’. Y los dos debían de pensar algo parecido, algo que les daba fuerza y los sostenía en su espera y les impedía rendirse: ‘No puede ser que haya pasado por lo que he pasado, que me hayan matado un sablazo en el cráneo y los cascos al galope de infinitos caballos, y sin embargo haya surgido de entre una montaña de muertos tras la larga e inútil batalla que convirtió en verdaderos cadáveres a cuarenta mil como yo, tenía que haber sido uno de ellos, solamente uno más; no puede ser que haya sanado con dificultad, lo bastante para tenerme en pie y caminar, que a lo largo de años haya recorrido Europa pasando penurias y sin que me creyera nadie, obligado a convencer a cualquier imbécil de que yo era todavía yo, de que no era un absoluto difunto pese a figurar como tal; y que por fin haya llegado hasta aquí, donde tuve mujer, casa, rango y fortuna, aquí donde solí vivir, para que la persona que más he querido y que me heredó ni siquiera admita que existo, finja no conocerme y me tilde de impostor. Qué sentido tendría haber sobrevivido a mi reiterada muerte, haber emergido de la fosa en la que ya me había resignado a habitar, desnudo y sin distintivos, igualado del todo con mis iguales caídos, oficiales y soldados rasos, compatriotas y tal vez enemigos, qué sentido tendría todo esto si lo que me reservaba el final de ese trayecto era la negación y el despojamiento de mi identidad, de mi memoria y de cuanto ha seguido ocurriéndome después de morir. La superfluidad de mi ventura, de mi ordalía, de mi gran esfuerzo, de lo que se parecía tanto a un destino...’. Eso debía de pensar el Coronel Chabert mientras iba y venía por París, mientras suplicaba ser recibido y atendido por el abogado Derville y por Madame Ferraud, que en virtud de su resurrección no era ya su viuda sino su mujer, y así volvía a ser, para su desdicha, la también enterrada y pretérita, la detestada Madame Chabert.
Y Díaz-Varela debía de pensar a su vez: ‘No puede ser que yo haya hecho lo que he hecho o más bien he fraguado y he puesto en marcha, que haya cavilado durante mucho tiempo y, tras consumirme en dudas, haya logrado maquinar una muerte, la de mi mejor amigo, fingiendo que la dejaba un poco al azar, que podía resultar o no, tener lugar o jamás suceder, o bien no lo fingía sino que en verdad era así; que ideara un plan imperfecto y lleno de cabos sueltos, precisamente para salvar la cara ante mí mismo y poder decirme que a fin de cuentas había permitido la existencia de numerosos resquicios y escapatorias, que no me había asegurado, que no había enviado a un sicario ni le había ordenado a nadie: “Mátalo”; no puede ser que haya interpuesto a dos personas o quizá han sido tres, a Ruibérriz, a su subalterno que efectuó llamadas y al propio indigente que las escuchó, a fin de sentirme muy lejos de la ejecución, de los hechos mismos cuando se produjeran si se producían, no había certeza sobre la reacción del gorrilla, podía haber hecho caso omiso o haberse limitado a insultar a Miguel, o haberle dado sólo un puñetazo como a su chófer cuando confundió a los dos, también el encizañamiento podía haber caído en saco roto desde el principio y no haber surtido el menor efecto, pero sí lo surtió y entonces qué; no, no puede ser que las cosas hayan salido según mi deseo contra casi toda probabilidad, que al hacerlo hayan perdido su posible carácter de juego o apuesta y hayan pasado a ser una tragedia y seguramente un asesinato inducido que a su vez me ha convertido a mí en un asesino indirecto, mías fueron la concepción y la decisión de empezar, de lanzar los dados trucados, de dar impulso a la amañada rueda y echarla a girar, fui yo quien dijo “Conseguidle un móvil para corromperle el oído, por ese conducto se llega a la mente, a la trastornada y a la que no lo está; compradle una navaja para tentarlo, para hacérsela acariciar y también abrir y cerrar, sólo el que tiene un arma la puede querer usar”; no, no puede ser que yo me haya metido en esto y me haya arrojado una mancha imposible de quitar para que luego no sirva de nada y mi intención no se cumpla. Qué sentido tendría haberme impregnado así, del crimen, de la conspiración, del horror, llevar para siempre en mi seno el engaño y la traición, no poder sacudírmelos ni olvidarme de ellos más que sólo a ratos de enajenamiento o quizá de extraña plenitud que no he probado, no sé, haber establecido un vínculo que reaparecerá en mis sueños y que jamás podré cortar, qué sentido tendría si no alcanzo mi propósito único, si lo que me reservaba el final de ese trayecto era la negativa o la indiferencia o la lástima, el mero y viejo afecto que me mantendría sólo en mi lugar, para qué tanta vileza, o aún peor, la denuncia, el descubrimiento, el desprecio, la espalda vuelta y su voz helada diciéndome como si surgiera de un yelmo: “Quítate de mi vista y no vuelvas a aparecer ante mí”. Como si fuera una Reina que desterrara a perpetuidad a su más fervoroso súbdito, a su mayor adorador. Y eso puede ocurrir ahora, eso puede ocurrir fácilmente si esta mujer, si María ha oído lo que no debía y decide ir a contárselo, aunque yo lo negara bastaría la duda para que mis posibilidades desaparecieran, para que dejaran totalmente de existir. De Ruibérriz sé que no hay que temer y por eso le encargué la operación, lo conozco hace mucho y nunca se iría de la lengua, ni siquiera si lo interrogaran o lo detuvieran, si el mendigo lo reconociera y dieran con él, ni siquiera bajo gran presión, por la cuenta que le trae y también porque es legal. Los otros, Canella y el que lo llamó, el que varias veces al día le recordó a sus hijas putas y lo obligó a imaginárselas en plena faena con mortificante detalle, el que lo obsesionó y acusó a Miguel, esos no me han visto en la vida ni han oído mi nombre ni han escuchado mi voz, para ellos no existo, sólo existe Ruibérriz con sus nikis o sus abrigos de cuero y su sonrisa salaz. Pero de María lo ignoro todo en realidad, noto que se está enamorando o que se ha enamorado ya, demasiado rápido para que no responda a una decisión generosa de la que por tanto se puede apear, todavía cuando quiera, por cansancio o despecho o por sensatez o decepción, lo segundo no parece sentirlo ni que lo vaya a sentir, está conforme con que no haya más que lo que hay y sabe que algún día dejaré de verla y la borraré porque Luisa me habrá llamado por fin, en modo alguno eso es seguro pero puede suceder, y aún es más, debería suceder antes o después. A menos que María posea un estúpido y fuerte sentido de la justicia, y la decepción de saberme un criminal se le imponga sobre cualquier otra consideración y así no le parezca suficiente renegar y apartarse de mí, sino que necesite apartarme de mi amor. Y entonces, si supiera Luisa, o si la idea le entrara en la cabeza, no haría falta más, qué sentido tendría que tras adentrarme por la senda más sucia ya no hubiera esperanza, ni siquiera la más remota, la irreal que nos ayuda a vivir. Quizá hasta la espera me quedaría prohibida, no ya la esperanza sino la simple espera, el refugio último del peor desdichado, de los enfermos y de los decrépitos y de los condenados y de los moribundos, que esperan a que llegue la noche y luego a que llegue el día y la noche otra vez, sólo a que cambie la luz para saber al menos qué les toca, si estar despiertos o dormir. Incluso los animales esperan. El refugio de todo ser sobre la tierra, de todos menos de mí...’.