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Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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‘Sí, señor Garay Fontina, perdone, es por abreviar un poco. Pero mire’, no pude evitar decirle, aunque no era lo principal ni mucho menos, ‘por el color no se preocupe. Ya le puedo asegurar yo que es blanca, con luz solar y con luz eléctrica, lo sabe casi todo el mundo. Sale mucho en las películas, ¿no vio las de Tarantino en su día? ¿O aquella otra de Al Pacino en la que se ponía montículos?’

‘Hasta ahí llego, querida María’, me respondió picado. ‘Vivo en este sucio planeta, aunque pueda no parecerlo cuando estoy creando. Pero haz el favor de no subestimarte, tú que no te limitas a fabricar libros, como tu compañera Beatriz y tantos otros, sino que además los lees, y con buen tino.’ Me decía cosas así de vez en cuando, supongo que para ganárseme: yo jamás le había dado una opinión sobre ninguna novela suya, para eso no me pagaban. ‘Lo que temo es no ser exacto con los adjetivos. Vamos a ver, ¿tú puedes precisarme si es de un blanco lechoso o de un blanco calcáreo? Y la textura. ¿Es más como tiza machacada o como azúcar? ¿Como sal, como harina o como polvos de talco? A ver, dime.’

Me vi envuelta en una discusión absurda y peligrosa, dada la susceptibilidad del inminente galardonado. Yo misma me había metido.

‘Es como cocaína, señor Garay Fontina. A estas alturas no hace falta describirla, porque quien no la ha probado la ha visto. Excepto la gente vieja, quizá, que de todas formas también la ha visto en la televisión mil veces.’

‘¿Me estás diciendo cómo tengo que escribir, María? ¿Si tengo que poner o no adjetivos? ¿Qué me toca describir y qué es superfluo? ¿Le estás dando lecciones a Garay Fontina?’

‘No, señor Fontina...’ Era incapaz de llamarlo cada vez por los dos apellidos, se tardaba siglos y la combinación no era sonora ni me gustaba. Que omitiera Garay no parecía molestarlo tanto.

‘Si yo os pido dos gramos de coca para hoy, será por algo. Será porque esta noche los va a necesitar el libro, y a vosotros os interesa que haya nuevo libro y que esté sin fallas, ¿no? Lo único que os toca hacer es conseguírmelos y enviármelos, no discutirme. ¿O es que tengo que hablar personalmente con Eugeni?’

Aquí ya me planté, con cierto riesgo, y me salió un catalanismo. Me los pegaba mi jefe, que era catalán de origen y los conservaba a mantas, pese a llevar en Madrid toda la vida. Si la exigencia de Garay llegaba a sus oídos, era capaz de lanzarnos a la calle a todos a pillar droga (a malos barrios y a poblados en los que se niegan a entrar los taxis), con tal de satisfacerlo. Se tomaba demasiado en serio a su autor más presuntuoso, es inconcebible cómo este tipo de gente convence a muchos de su valía, es un fenómeno universal enigmático.

‘¿Que nos toma por camellos, señor Fontina?’, le dije. ‘Nos está pidiendo que infrinjamos la ley, no sé si se da cuenta. La cocaína no se compra en los estancos, eso sí lo sabe, ni en el bar de la esquina. Y además dos gramos, para qué los quiere. ¿Tiene idea de lo que son dos gramos, cuántas rayas salen de ahí? A ver si se va a pasar con las dosis y tenemos una gran pérdida. Para su mujer y para la literatura. Podría darle a usted un ictus. O hacerse adicto y no pensar ya en otra cosa, ni escribir más ni nada, un despojo humano incapaz de viajar, no se pueden cruzar fronteras con droga. Qué le parece, al traste la ceremonia sueca y su impertinencia a Carlos Gustavo.’

Garay Fontina se quedó callado un momento, como si calibrara si se había excedido en su petición o no. Pero yo creo que le pesaba más la amenaza de no ir a hollar a la postre las alfombras de Estocolmo.

‘Hombre, camellos no’, dijo por fin. ‘Vosotros la compraríais tan sólo, no la venderíais.’

Aproveché su vacilación para aclarar de paso un importante detalle de la operación que pretendía:

‘Ah, ¿y luego, cuando se la pasáramos? Le entregaríamos los dos gramos y usted nos daría el dinero, ¿no? ¿Y eso qué es? ¿No es camelleo? Para un poli lo sería, no le quepa duda.’ No era una cuestión baladí, porque Garay Fontina no siempre nos reembolsaba el importe de la tintorería ni el estipendio de los pintores ni los gastos de las reservas en Batticaloa, o en el mejor de los casos se demoraba y mi jefe se azoraba y se ponía nervioso cuando había que reclamárselos. Sólo faltaba que también le financiáramos los vicios de su nueva novela incompleta y por tanto aún no contratada.

Noté que dudaba más. Quizá no se había parado a pensar en el dispendio, malacostumbrado como estaba. Al igual que tantos escritores, era gorrón, tacaño y sin orgullo. Dejaba tremendos pufos en los hoteles cuando iba a dar conferencias por esos mundos o más bien esas provincias. Exigía suitesy todos los extras pagados. Se rumoreaba que se llevaba a los viajes sus juegos de sábanas y su ropa sucia, no por excentricidad ni manía, sino para aprovechar y que se los lavaran en los hoteles, hasta los calcetines sobre los que no me consultaba. Esto debía de ser falso —desplazarse con tanto peso sería un increíble engorro—, pero nadie se explicaba cómo si no, en una ocasión, los organizadores de su charla habían tenido que hacerse cargo de una descomunal factura de lavandería (unos mil doscientos euros, había corrido de boca en boca).

‘¿Tú sabes a cuánto está ahora la cocaína, María?’

No sabía bien el precio, creía que a unos sesenta euros, pero tiré por lo muy alto, para asustarlo y disuadirlo. Empezaba a pensar que podría lograrlo, o por lo menos zafarme del embolado de ir a buscársela, a saber en qué garitos o andurriales.

‘Me suena que a unos ochenta euros el gramo.’

‘Caray.’ Luego se quedó pensativo. Supuse que estaba haciendo cálculos ratoniles. ‘Ya. Quizá tengas razón. Quizá me baste con uno, o con medio. ¿Se puede comprar medio?’

‘Lo ignoro, señor Garay Fontina. Yo no uso. Pero diría que no.’ Convenía que no viera ahorro posible. ‘Lo mismo que no se puede comprar medio frasco de colonia, supongo. Ni media pera.’ Nada más decir estas frases me di cuenta de lo absurdo de las comparaciones. ‘O medio tubo de pasta de dientes.’ Esto me pareció más adecuado. Pero aún había que quitarle la idea del todo, o conseguir que se comprara él la droga por su cuenta, sin hacernos delinquir ni poner dinero por adelantado. Con él no podía descartarse que no volviéramos a verlo, y tampoco la editorial estaba para despilfarros. ‘Pero permítame preguntarle, ¿la quiere para colocarse o sólo para verla y tocarla?’

‘Todavía no lo sé. Depende de lo que el libro me pida esta noche.’

A mí me parecía ridículo que un libro pidiera nada de noche o de día, más aún cuando no estaba escrito y al que lo estaba escribiendo. Lo tomé por una expresión poética, lo dejé correr sin comentarios.

‘Es que verá, si se trata sólo de lo segundo y lo que quiere es describirla, pues no sé cómo explicárselo. Usted aspira a ser universal, ya lo es, y como tal tiene lectores de todas las edades. No querrá que los jóvenes piensen que para usted es una novedad esa droga, y que a buenas horas se cae del guindo, si se pone a contar cómo es y sus efectos. Y que se choteen en consecuencia. Describir la cocaína hoy en día es como ponerse a describir un semáforo. ¿Se imagina los adjetivos? ¿Verde, ámbar, rojo? ¿Estático, erguido, imperturbable, metálico? Sería cosa de risa.’

‘¿Quieres decir un semáforo, de los de la calle?’, me preguntó alarmado.

‘Los mismos.’ No sabía qué más podía significar ‘semáforo’, en lenguaje coloquial al menos.

Guardó silencio unos instantes.

‘Choteo, ¿eh? Caerse del guindo’, repitió. Me di cuenta de que la utilización de estas palabras había sido un acierto, le habían hecho mella.

‘Pero sólo en esa parte, señor Fontina, eso seguro.’

La perspectiva de que unos jóvenes pudieran chotearse de una sola línea suya le debía de resultar insoportable.

‘Bueno, déjame que me lo piense. No pasa nada porque me retrase un día. Ya te diré lo que decido mañana.’

Supe que no me diría nada, que se dejaría de experimentos y comprobaciones idiotas y que nunca más haría referencia a aquella conversación telefónica. Se las daba de anticonvencional y transcontemporáneo, pero en el fondo era como Zola y algún otro: hacía lo imposible por vivir lo que imaginaba, con lo cual todo sonaba en sus libros artificioso y trabajado.

Cuando colgué, me quedé sorprendida de haberle negado algo a Garay Fontina, y además sin consultarle a mi jefe, por mi cuenta. Había sido gracias a mi peor humor y a mi mayor desánimo, a que mis desayunos sin la pareja perfecta ya no los disfrutaba, no estaban ellos para contagiarme optimismo. Al menos le vi a la pérdida esa ventaja: me hacía más intolerante con las debilidades, los envanecimientos y las tonterías.

Esa fue la única ventaja, y desde luego no valió la pena. Los camareros estaban equivocados, y cuando dejaran de estarlo no me lo comunicaron. Desvern no volvería nunca, ni por tanto la pareja jovial, como tal había quedado también suprimida del mundo. Fue mi compañera Beatriz, que desayunaba alguna vez suelta en la cafetería, y a la que yo había llamado la atención sobre lo extraordinario de aquel matrimonio, la que una mañana me aludió a lo ocurrido, sin duda creyendo que estaría enterada, que lo habría sabido por mi propia cuenta, es decir, por los periódicos o por los empleados del establecimiento, y que además ya lo habíamos comentado, olvidándose de que yo había estado fuera en aquellos días, los siguientes al suceso. Tomábamos un café rápido en la terraza cuando se quedó pensativa, dándole vueltas inútiles con la cucharilla al suyo, y murmuró mirando hacia las otras mesas, todas llenas:

–Qué horror que te pase eso, la verdad, lo que le pasó a tu matrimonio. Empezar un día como cualquier otro, sin tener la menor idea de que se te va a acabar la vida, y además a lo bestia. Porque, aunque de otra forma, supongo que también se le habrá acabado a ella. Al menos por una larga temporada, échale años, y dudo que se pueda recuperar nunca. Una muerte tan idiota, tan de mala suerte, de esas que se puede uno pasar la existencia pensando: ¿por qué tuvo que tocarle a él, por qué a mí, habiendo en la ciudad millones? No sé. Mira que yo quiero ya poco a Saverio, pero si le pasase algo así, no creo que pudiera seguir adelante. No sólo por la pérdida, es que me sentiría como señalada, como que alguien me había puesto la proa y ya no iba a pararse, ¿sabes como te digo? —Estaba casada con un italiano achulado y parasitario al que apenas toleraba, lo sobrellevaba por los niños y porque tenía un amante que le entretenía los días con sus llamadas salaces y la perspectiva de algún que otro encuentro esporádico, les faltaban ocasiones de verse, los dos emparejados y con críos. Y un autor de la editorial le entretenía la imaginación nocturna, no precisamente Cortezo el grueso ni el repelente Garay Fontina, también repelente de aspecto.

–Pero ¿de qué estás hablando?

Y entonces me contó o más bien me empezó a contar, sorprendida de mi ignorancia, demasiado exclamativa y aturullada, porque ya se nos hacía tarde y su posición en la editorial era más inestable que la mía y no quería correr riesgos, ya era bastante malo que Fontina le tuviera ojeriza y se quejara de ella a menudo ante Eugeni.

–Pero ¿es que ni siquiera viste el periódico? Venía con foto del pobre hombre y todo, ensangrentado y tirado en el suelo. No recuerdo la fecha exacta, pero búscalo en Internet, seguro que lo encuentras. Se llamaba Deverne, resulta que era de los de la distribuidora cinematográfica, sabes: ‘Deverne Films presenta’, lo hemos visto en los cines mil veces. Ahí lo tendrás todo. Una cosa espantosa. Para tirarse de los pelos y no dejarse ni uno, de la mala suerte. Si yo fuera su mujer, no levantaba cabeza. Andaría loca. —Fue entonces cuando supe su nombre, o, por así decir, su nombre artístico.

Aquella noche tecleé ‘Muerte Deverne’ en el ordenador y en efecto me apareció la noticia, recogida en la sección local de dos o tres diarios de Madrid. Su verdadero apellido era Desvern, y se me ocurrió que su familia lo podía haber modificado en su día, en los negocios cara al público, para facilitar la pronunciación de los castellanohablantes y quizá para evitar que los catalanohablantes lo asociaran a la población de Sant Just Desvern, con la que yo estaba familiarizada por tener allí sus almacenes más de una editorial barcelonesa. O tal vez también para que la distribuidora pareciera francesa: sin duda cuando se fundó —en los años sesenta o aun antes– todo el mundo conocía todavía a Julio Verne y lo francés era prestigioso, no como ahora, con esa especie de Louis de Funès con pelo como Presidente. Me enteré de que los Deverne eran además propietarios de varios cines céntricos de estreno y de que, acaso por la progresiva desaparición de éstos y su conversión en grandes superficies comerciales, la empresa se había diversificado y ahora se dedicaba sobre todo a las operaciones inmobiliarias, no sólo en la capital, sino en todas partes. Así que Miguel Desvern debía de ser aún más rico de lo que me imaginaba. Se me hizo más incomprensible que desayunara casi todas las mañanas en una cafetería que asimismo estaba a mi alcance. Los hechos habían ocurrido el último día que yo lo había visto allí, y por eso supe que su mujer y yo nos habíamos despedido de él al mismo tiempo, ella con los labios, yo con los ojos solamente. Se daba la cruel ironía de que era su cumpleaños, así que había muerto un año más viejo que el día anterior, con cincuenta.

Las versiones de la prensa diferían en algunos detalles (seguramente dependía de con qué vecinos o transeúntes hubiera hablado cada reportero), pero coincidían en conjunto. Deverne había estacionado su coche, como al parecer solía, en una bocacalle del Paseo de la Castellana hacia las dos del mediodía —a buen seguro iba a encontrarse con Luisa para su almuerzo en el restaurante—, bastante cerca de su casa y más cerca aún de un aparcamiento al aire libre, de pequeña cabida, dependiente de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Al salir del automóvil, lo había abordado un indigente que hacía labores de aparcacoches en la zona, a cambio de la voluntad de los conductores —lo que se llama un gorrilla—, y había empezado a increparlo con voces incoherentes y acusaciones disparatadas. Según unos testigos —aunque todos entendieron poco—, le recriminó que hubiera metido a sus hijas en una red de prostitución extranjera. Según otros, le gritó una sarta de frases ininteligibles de las que sólo captaron dos: ‘¡Me quieres dejar sin herencia!’ y ‘¡Me estás quitando el pan de mis hijos!’. Desvern intentó sacudírselo y hacerlo entrar en razón durante unos segundos, diciéndole que él no tenía nada que ver con sus hijas ni las conocía y que se confundía de persona. Pero el indigente, Luis Felipe Vázquez Canella según la noticia, de treinta y nueve años, poblada barba y muy alto, se había sulfurado aún más y había seguido imprecándolo y maldiciéndolo de manera inconexa. El portero de una casa le había oído chillarle, fuera de sí: ‘¡Así te mueras hoy y tu mujer te haya olvidado mañana!’. Otro diario reproducía una variación más hiriente: ‘¡Así te mueras hoy mismo y tu mujer esté con otro mañana!’. Deverne había hecho ademán de darlo por imposible y de irse hacia la Castellana, abandonando toda tentativa de calmarlo, pero entonces el gorrilla, como si hubiera decidido no esperar al cumplimiento de su maldición y convertirse en su artífice, había sacado una navaja tipo mariposa, de siete centímetros de hoja, se había abalanzado sobre él por detrás y lo había apuñalado repetidamente, tirándole las cuchilladas al tórax y a un costado, según un periódico, a la espalda y el abdomen, según otro, y a la espalda, el tórax y el hemitórax, según un tercero. También divergían en el número de navajazos recibidos por el empresario: nueve, diez, dieciséis, y el que daba esta última cifra —quizá el más fiable, porque el redactor citaba ‘revelaciones de la autopsia’– añadía que ‘todas las puñaladas afectaron a órganos vitales’ y que ‘cinco de ellas eran mortales, según dedujo el forense’.

Desvern había intentado zafarse y huir en un primer momento, pero las cuchilladas habían sido tan furiosas, tan sañudas y seguidas —y por lo visto tan certeras– que no había tenido posibilidad de escapar a ellas y había desfallecido muy pronto, desplomándose en el suelo. Sólo entonces había parado su asesino. Un vigilante de seguridad de una empresa cercana ‘se percató de lo que ocurría y logró retenerlo hasta la llegada de la Policía Municipal’, diciéndole: ‘¡No te muevas de aquí hasta que venga la Policía!’. No se explicaba cómo había conseguido inmovilizar con una mera orden a un individuo armado, fuera de quicio y que acababa de derramar ya mucha sangre —quizá había sido a punta de pistola, pero en ninguna versión se mencionaba su arma de fuego ni que la hubiera desenfundado o lo hubiera encañonado con ella—, ya que el aparcacoches, de acuerdo con varias fuentes, todavía sostenía su navaja en la mano cuando hicieron acto de presencia los guardias, que fueron quienes lo conminaron a soltarla. El indigente la arrojó entonces al suelo, fue esposado y trasladado a la comisaría del distrito. ‘Según la Jefatura Superior de Policía de Madrid’, eso o algo similar aparecía en todos los periódicos, ‘el presunto homicida pasó a disposición judicial, pero se ha negado a declarar.’

Luis Felipe Vázquez Canella vivía en un coche abandonado desde hacía tiempo en la zona, y los testimonios de los vecinos volvían a ser discrepantes, como sucede siempre que se pide o se confía un relato a más de una persona. Para unos, era un individuo muy tranquilo y correcto que nunca se metía en problemas: se dedicaba a buscar sitios libres para los automóviles y a guiarlos hasta ellos con los habituales aspavientos imperiosos o serviciales del gremio —a veces innecesaria e indeseadamente, pero así trabajan todos los gorrillas– y sacarse unas propinas. Llegaba sobre el mediodía y dejaba sus dos mochilas azules al pie de un árbol y se ponía a su intermitente tarea. Otros residentes, sin embargo, señalaron que ya estaban hartos ‘de sus arranques violentos y de sus trastornos mentales’, y que muchas veces habían intentado echarlo de su hogar locomotor inmóvil y alejarlo del barrio, pero sin éxito hasta entonces. Vázquez Canella carecía de antecedentes policiales. Uno de esos altercados lo había sufrido precisamente el chófer de Deverne un mes atrás. El mendigo se había dirigido a él con malos modos y, aprovechando que éste llevaba la ventanilla bajada, le había asestado un puñetazo en la cara. Avisada la policía, lo había detenido momentáneamente por agresión, pero al final el chófer, aunque ‘lesionado’, no había querido perjudicarlo ni presentar denuncia alguna. Y la víspera de la muerte del empresario, víctima y verdugo habían tenido un primer encontronazo. El aparcacoches ya lo había increpado con sus desvaríos. ‘Hablaba de sus hijas y de su dinero, decía que se lo querían quitar’, había relatado un portero de la bocacalle de la Castellana en que se había producido el apuñalamiento, el más hablador seguramente. ‘El fallecido le explicó que se equivocaba de persona y que él no tenía nada que ver con sus asuntos’, proseguía una de las versiones. ‘El indigente, ofuscado, se alejó hablando solo, entre dientes.’ Y, con cierta floritura narrativa y no pocas confianzas hacia los implicados, añadía: ‘Miguel jamás pudo imaginar que la perturbación de Luis Felipe iba a costarle la vida veinticuatro horas más tarde. El guión, que estaba escrito para él, comenzó a fraguarse un mes antes de forma indirecta’, esto último en alusión al incidente con el chófer, al cual algunos vecinos veían como el verdadero objeto de las iras: ‘Quién sabe, igual se obsesionó con el conductor’, se ponía en boca de uno de ellos, ‘y lo confundió con su patrón’. Se sugería que el gorrilla debía de andar de muy mal humor desde hacía aproximadamente un mes, pues ya no podía obtener dinero con su esporádico trabajo por la instalación de parquímetros en la zona. Uno de los periódicos mencionaba, de pasada, un dato desconcertante que los demás no recogían: ‘Al haberse negado a prestar declaración el presunto homicida, no ha sido posible confirmar si éste y su víctima eran familia política, como se decía en el barrio’.

Una UVI móvil del Samur se había desplazado a toda velocidad al lugar de los hechos. Sus miembros le habían practicado a Desvern ‘las primeras curas’, pero ante su gravedad extrema, y tras ‘estabilizarlo’, lo trasladaron de urgencia al Hospital de La Luz —pero según un par de diarios había sido al de La Princesa, ni siquiera en eso eran unánimes—, donde ingresó inmediatamente en el quirófano, con parada cardiorrespiratoria y en estado crítico. Se debatió durante cinco horas entre la vida y la muerte, sin recobrar en ningún instante el conocimiento, y finalmente ‘se venció a última hora de la tarde, sin que los médicos pudieran hacer nada por salvarlo’.

Todos estos datos estaban repartidos en dos días, los dos siguientes al asesinato. Luego la noticia había desaparecido por completo de los periódicos, como suele ocurrir con todas actualmente: la gente no quiere saber por qué pasó nada, sólo que pasó y que el mundo está lleno de imprudencias, peligros, amenazas y mala suerte que a nosotros nos rozan y en cambio alcanzan y matan a nuestros semejantes descuidados, o quizá no elegidos. Se convive sin problemas con mil misterios irresueltos que nos ocupan diez minutos por la mañana y a continuación se olvidan sin dejarnos escozor ni rastro. Precisamos no ahondar en nada ni quedarnos largo rato en ningún hecho o historia, que se nos desvíe la atención de una cosa a otra y que se nos renueven las desgracias ajenas, como si después de cada una pensáramos: ‘Ya, qué espanto. Y qué más. ¿De qué otros horrores nos hemos librado? Necesitamos sentirnos supervivientes e inmortales a diario, por contraste, así que cuéntennos atrocidades distintas, porque las de ayer ya las hemos gastado’.

Curiosamente, en esos dos días se decía poco del muerto, sólo que era hijo de uno de los fundadores de la conocida distribuidora cinematográfica y que trabajaba en la empresa familiar, ya casi convertida en emporio gracias a su crecimiento constante de décadas y a sus múltiples ramificaciones, que incluían hasta compañías aéreas de bajo coste. En las fechas posteriores no parecía haberse publicado ninguna necrológica de Deverne en ningún sitio, ninguna rememoración o evocación escrita por un amigo o compañero o colega, ninguna semblanza que hablara de su carácter y de sus logros personales, lo cual era bastante extraño. Cualquier empresario con dinero, más aún si está relacionado con el cine y aunque no sea famoso, tiene contactos en la prensa, o amistades que los tengan, y no resulta difícil que alguna de éstas, con la mejor voluntad, coloque un sentido obituario de homenaje y elogio en algún diario, como si eso pudiera compensar un poco al difunto o su falta fuera un agravio añadido (tantas veces nos enteramos de la existencia de alguien solamente cuando ésta ha cesado, y de hecho porque ha cesado).

De modo que la única foto visible era la que un reportero muy raudo le había hecho tendido en el suelo, antes de que se lo llevaran, mientras lo asistían al raso. Por fortuna se veía mal en Internet, una reproducción de mala calidad y muy pequeña, porque esa foto me pareció una canallada para un hombre como él, siempre tan alegre e impecable en vida. No la miré apenas, no quise hacerlo, y ya había tirado el periódico en el que la había vislumbrado en su día, más grande, sin percatarme de quién era ni querer tampoco detenerme en ella. De haber sabido entonces que no era un completo desconocido, sino una persona que veía a diario con complacencia y una especie de agradecimiento, la tentación de fijarme habría sido demasiado fuerte para resistirme, pero luego habría apartado la vista con más indignación y espanto de los que ya sentí sin reconocerlo. No sólo lo matan a uno en la calle de la peor manera y por sorpresa, sin ni siquiera haberlo temido, sino que, precisamente por ser en la calle —‘en un lugar público’, como se dice reverencial y estúpidamente—, se permite luego exhibir ante el mundo el indigno estropicio que le han hecho. Ahora, en la foto de reducido tamaño que Internet mostraba, se lo reconocía mal, o sólo porque se me aseguraba en el texto que aquel muerto o premuerto era Desvern. A él le habría horrorizado, en todo caso, verse o saberse así expuesto, sin chaqueta ni corbata ni tan siquiera camisa o con ésta abierta —no se distinguía bien, y dónde habrían ido a parar sus gemelos si se la habían quitado—, lleno de tubos y rodeado de personal sanitario manipulándolo, con sus heridas al descubierto, en medio de la calle sobre un charco de sangre y llamando la atención de los transeúntes y los automovilistas, inconsciente y desmadejado. También a su mujer le habría horrorizado esa imagen, si la había visto: no habría tenido tiempo ni ganas de leer los periódicos del día siguiente, era lo más probable. Mientras uno llora y vela y entierra y no comprende, y además ha de dar explicaciones a unos niños, no está para nada más, el resto no existe. Pero tal vez sí la había visto más adelante, acaso había tenido la misma curiosidad que yo una semana después y había entrado en Internet para saber qué habían sabido las demás personas en el momento, no sólo las allegadas sino también las desconocidas como yo. Qué efecto les podía haber hecho. Sus amistades menos cercanas se habrían enterado por la prensa, por aquella noticia local madrileña o por una esquela, debía de haber aparecido alguna en algún diario, o varias, como suele ser la norma cuando muere un adinerado. Esa foto, en todo caso, principalmente esa foto —también la manera de morir infame y absurda, o cómo decir, teñida además de miseria– era lo que le había permitido a Beatriz referirse a él como a ‘el pobre hombre’. A nadie se le habría ocurrido llamarle eso en vida, ni siquiera un minuto antes de bajarse del coche en una zona apacible y encantadora, junto a los jardincillos de la Escuela de Ingenieros Industriales, allí hay árboles frondosos y un quiosco de bebidas con unas mesas y unas sillas en las que más de una vez yo me he sentado con mis sobrinos niños. Ni tan siquiera un segundo antes de que Vázquez Canella abriera su navaja de mariposa, hace falta ser ducho para abrir una de esas con su doble mango, tengo entendido que no se venden en cualquier sitio o que están medio prohibidas. Y ahora en cambio quedaba como tal para siempre, sin posible vuelta de hoja: pobre Miguel Deverne sin suerte. Pobre hombre.

—Sí, era el día de su cumpleaños, ¿puedes creértelo? El mundo deja entrar y hace salir a las personas demasiado en desorden para que alguien nazca y muera en la misma fecha, con cincuenta años por medio, justo cincuenta. No tiene el menor sentido, precisamente por parecer que lo tiene. Podría no haber sido así, era tan fácil que no hubiera ocurrido. Podría haber sido cualquier otro día, o no haber sido ninguno. Lo que tocaba es que no fuera. En absoluto. Que no fuera.

Pasaron varios meses hasta que volví a verla a ella, a Luisa Alday, y alguno más hasta que supe su nombre, ese nombre, y me dijo esas palabras junto con muchas otras. No supe entonces si es que hablaba continuamente de lo que le había pasado, con cualquiera dispuesto a escucharla, o si es que en mí había encontrado una persona con la que le era cómodo desahogarse, alguien desconocido y que no contaría lo oído a nadie cercano a ella y cuyo trato incipiente podía interrumpir en cualquier momento sin explicaciones ni consecuencias, y a la vez compasivo y leal y curioso y cuyo rostro le era nuevo a la vez que vagamente familiar y asociado a los tiempos sin brumas, aunque yo hubiera creído durante muchas mañanas que ella apenas había reparado en mí, aún menos que su marido.

Luisa reapareció un día a la vuelta del verano, ya entrado septiembre, a la hora acostumbrada y en compañía de dos amigas o compañeras de trabajo, todavía estaba puesta la terraza y yo la vi llegar desde mi mesa y sentarse o más bien dejarse caer sobre una silla, una de las amigas le cogió con solicitud maquinal el antebrazo, como si temiera que fuera a perder el equilibrio y tuviera su fragilidad asumida. Estaba delgadísima y desmejorada, con una de esas palideces profundas, vitales, que acaban por desdibujar todos los rasgos, como si no sólo la piel hubiera perdido el color y el lustre, sino también el pelo, las cejas, las pestañas, los ojos, la dentadura y los labios, todo mate y difuminado. Parecía estar allí de prestado, quiero decir aquí en la vida. Ya no hablaba con viveza, como hacía con su marido, sino con una falsa naturalidad que denotaba sentido de la obligación y desgana. Pensé que acaso estaba medicada. Se habían puesto bastante cerca de mí, con sólo una mesa vacía por medio, así que pude oír retazos de su conversación, más a las amigas que a ella, cuyo tono de voz era apagado. Ellas le hacían consultas o preguntas sobre los detalles de un funeral, el de Desvern sin duda, no supe si es que iba a celebrarse uno para conmemorar los tres meses de su muerte (estarían a punto de cumplirse, calculé) o si es que era el primero, no celebrado en su día, al cabo de una o dos semanas como aún es a veces costumbre, en Madrid al menos. Quizá ella no había tenido fuerzas entonces, o las circunstancias truculentas lo habían hecho desaconsejable —la gente nunca se abstiene de inquirir en esos actos sociales, ni de propalar rumores– y aún estaba pendiente si la familia era tradicional. Quizá alguien protector —por ejemplo un hermano, o sus padres, o una amiga– se la había llevado de Madrid en seguida tras el entierro, para que se fuera haciendo a la ausencia en la distancia, sin que se la subrayaran o agudizaran los escenarios conyugales, en realidad un aplazamiento inútil del horror que la aguardaba. Lo más que le oía decir a ella era: ‘Sí, así me parece bien’, o ‘Como digáis vosotras, que tenéis la cabeza más clara’, o ‘Que el cura sea breve, a Miguel le caían regular, lo ponían un poco nervioso’, o ‘No, Schubert no, está demasiado poseído por la muerte y ya tenemos bastante con la nuestra’.


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