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Los Enamoramientos
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Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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Y luego estaban aquellos términos excesivamente profesionales en boca de Díaz-Varela. No era muy probable que los hubiera memorizado sólo tras oírselos a Desvern tiempo atrás, ni siquiera que éste los hubiera reproducido en el relato de su desgracia, por mucho que los hubieran empleado sus médicos, el oftalmólogo, el internista, el cardiólogo. Un hombre desesperado y atemorizado no recurre a ese léxico aséptico para poner al tanto de su condena a un amigo, no es lo normal. ‘Melanoma intraocular’, ‘melanoma metastático muy evolucionado’, el adjetivo ‘asintomático’, ‘resecar el ojo’, ‘enucleación’, todas aquellas expresiones me habían sonado a recién aprendidas, a recién escuchadas al Doctor Vidal. Pero quizá mi desconfianza era infundada: al fin y al cabo yo tampoco las he olvidado cuando ha pasado mucho más tiempo desde que se las oí a él, nada más que aquella vez. Y quizá sí las repite y emplea quien padece la enfermedad, como si así se la pudiera explicar mejor.

En favor de la veracidad de su historia, o de su versión final, estaba en cambio el hecho de que Díaz-Varela se hubiera abstenido de cargar las tintas en lo relativo a su sacrificio, a su padecimiento, a la desgarradora contradicción, a su dolor inmenso por haberse visto obligado a suprimir de manera rauda y violenta —casi la única manera de que sea rauda una supresión, es la desdicha– a su mejor amigo, al que más iba a echar en falta. Con el tiempo corriendo en su contra y dentro de un plazo, además, a sabiendas de que precisamente en este caso, más que nunca, ‘there would have been a time for such a word’, como había añadido Macbeth tras enterarse de la intempestiva muerte de su mujer. De que sin duda ‘habría habido un tiempo, otro tiempo, para semejante palabra’, esto es, ‘para tal frase’ o ‘noticia’ o ‘información’: a Díaz-Varela le habría bastado con no hacer nada, con declinar el encargo y rechazar la petición para permitir su llegada, la de ese otro tiempo que él no habría traído ni acelerado ni perturbado; con dejar que las cosas siguieran su anunciado curso natural, despiadado y fúnebre como todos los demás. Sí, podía haber elaborado mucha literatura sobre su maldición o su sino, podía haber dado a su tarea esos nombres, haber hecho hincapié en su lealtad, subrayado su abnegación, incluso haber intentado despertar mi compasión. Si se hubiera dado golpes de pecho y me hubiera descrito su angustia, cómo había tenido que guardarse sus sentimientos y hacer de tripas corazón por salvar a Deverne y a Luisa de un sufrimiento mayor, lento y cruel, del deterioro y la deformidad y también de su contemplación, habría sospechado más de él y me habrían quedado pocas dudas sobre su falsedad. Pero había sido sobrio y me lo había ahorrado; se había limitado a exponerme la situación y a confesar su parte. Lo que desde el primer momento, eso había dicho, había sabido que le tocaba hacer.

Todo acaba atenuándose, a veces poco a poco y con mucho esfuerzo y poniendo de nuestra voluntad; a veces con inesperada rapidez y en contra de esa voluntad, mientras intentamos en vano que no palidezcan ni se nos difuminen los rostros, y que los hechos y las palabras no se hagan imprecisos y floten en nuestra memoria con el mismo valor escaso que los leídos en las novelas y los vistos y oídos en las películas: lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas, aunque tengan la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da, como había dicho Díaz-Varela al hablarme de El Coronel Chabert. Lo que alguien nos cuenta siempre se parece a ellas, porque no lo conocemos de primera mano ni tenemos la certeza de que se haya dado, por mucho que nos aseguren que la historia es verídica, no inventada por nadie sino que aconteció. En todo caso forma parte del vagaroso universo de las narraciones, con sus puntos ciegos y contradicciones y sombras y fallos, circundadas y envueltas todas en la penumbra o en la oscuridad, sin que importe lo exhaustivas y diáfanas que pretendan ser, pues nada de eso está a su alcance, la diafanidad ni la exhaustividad.

Sí, todo se atenúa, pero también es cierto que nada desaparece ni se va nunca del todo, permanecen débiles ecos y huidizas reminiscencias que surgen en cualquier instante como fragmentos de lápidas en la sala de un museo que nadie visita, cadavéricos como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, materia pasada, materia muda, casi indescifrables, sin apenas sentido, absurdos restos que se conservan sin ningún propósito, porque no podrán recomponerse nunca y ya son menos iluminación que tiniebla y mucho menos recuerdo que olvido. Y sin embargo ahí están, sin que nadie los destruya y los junte con sus trozos desperdigados o hace siglos perdidos: ahí están guardados como pequeños tesoros y superstición, como valiosos testigos de que alguien existió alguna vez y de que murió y tuvo nombre, aunque no lo veamos completo y su reconstrucción sea imposible, y a nadie le importe nada ese alguien que no es nadie. No desaparece del todo el nombre de Miguel Desvern, aunque yo jamás lo conociera y sólo lo viera a distancia, todas las mañanas con complacencia, mientras desayunaba con su mujer. Como tampoco se van del todo los nombres ficticios del Coronel Chabert y de Madame Ferraud, del Conde de la Fère y de Milady De Winter o en su juventud Anne de Breuil, a la que se ató las manos a la espalda y se colgó de un árbol, para que misteriosamente no muriera y volviera, bella como los amores o los enamoramientos. Sí, se equivocan los muertos al regresar, y aun así casi todos lo hacen, no cejan, y pugnan por convertirse en el lastre de los vivos hasta que éstos se los sacuden para avanzar. Nunca eliminamos todos los vestigios, no obstante, nunca logramos que la materia pasada enmudezca de veras y para siempre, y a veces oímos una casi imperceptible respiración, como la de un soldado agonizante que hubiera sido arrojado desnudo a una fosa con sus compañeros muertos, o quizá como los gemidos imaginarios de éstos, como los suspiros ahogados que algunas noches aquél aún creía escuchar, acaso por su demorado roce y por su condición tan próxima, porque estuvo a punto de ser uno de ellos o tal vez lo fue, y entonces sus posteriores andanzas, su deambular por París, su reenamoramiento y sus penalidades y sus ansias de restitución, fueron sólo las de un fragmento de lápida en la sala de un museo, las de unas ruinas de tímpanos con inscripciones ya ilegibles, quebradas, las de una sombra de huella, un eco de eco, una mínima curva, una ceniza, las de una materia pasada y muda que se negó a pasar y a enmudecer. Algo así pude ser yo de Deverne, pero ni siquiera eso he sabido ser. O quizá es que no he querido que ni su lamento más tenue se filtrara al mundo, a través de mí.

Ese proceso de atenuación debió empezar al día siguiente de mi última visita a Díaz-Varela, de mi despedida de él, como empiezan todos ellos en cuanto algo se acaba, como a buen seguro empezó para Luisa el de la atenuación de su pena al día siguiente de la muerte de su marido, aunque ella sólo pudiera verlo como el primero de su eterno dolor.

Ya era noche cerrada cuando salí de allí, y en aquella ocasión lo hice sin la más mínima duda. Nunca había tenido certeza de que fuera a haber una próxima vez, de que fuera a regresar, de que volviera a tocarle los labios ni desde luego a acostarme con él, todo quedaba siempre indefinido entre nosotros, como si cada vez que nos encontráramos hubiera que comenzar desde el principio de nuevo, como si nada se acumulara ni sedimentara, ni se hubiera recorrido un trecho con anterioridad, ni lo sucedido una tarde fuera garantía —ni siquiera anuncio, ni siquiera probabilidad– de que sucediese lo mismo en otra tarde venidera, cercana o lejana; sólo a posteriorise descubría que sí, sin que eso sirviera nunca para la siguiente oportunidad: siempre había una incógnita, siempre acechaba la posibilidad de que no, aunque también la de que sí, como es natural, o no habría sucedido lo que acababa por suceder.

En aquella ocasión, en cambio, estuve segura de que aquella puerta no se me abriría nunca más, de que una vez que la cerrara a mi espalda y me encaminara hacia el ascensor aquella casa quedaría clausurada para mí, tanto como si su dueño se hubiera mudado o se hubiera exiliado o se hubiera muerto, uno de esos portales ante los que a partir de nuestra exclusión uno intenta no pasar, y si pasa por descuido o porque el rodeo es largo y no hay más remedio, lo mira de reojo con un estremecimiento de congoja —o es el espectro de la antigua emoción– y aviva el paso, a fin de no sumergirse en el recuerdo de lo que hubo y no hay. En la noche de mi habitación, ya acostada frente a mis árboles siempre agitados y oscuros, antes de cerrar los ojos para dormir o no, lo tuve claro y así me lo dije: ‘Ahora ya sé que no veré más a Javier, y es lo mejor, pese a que me esté entrando ya la añoranza de lo bueno que había, de lo que me gustaba tanto cuando iba allí. Eso se terminó, antes de hoy. Mañana mismo iniciaré la tarea de que deje de ser una criatura y se convierta en un recuerdo, aunque sea, durante algún tiempo, un recuerdo devorador. Paciencia, porque llegará un día en que no lo será’.

Pero al cabo de una semana, o fue menos, algo interrumpió aquel proceso, cuando aún luchaba por arrancar. Salía yo del trabajo con mi jefe Eugeni y mi compañera Beatriz, ya un poco tarde, pues procuraba pasar allí el mayor número de horas posible, en compañía y con la cabeza ocupada en cosas que no me importaban, como hace todo el mundo cuando se aplica a esa tarea lenta y a no pensar en aquello en lo que inevitablemente tiende a pensar. En seguida, mientras les decía adiós, divisé una figura alta que daba breves paseos de un lado a otro con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, en la acera de enfrente, como si tuviera frío por llevar rato allí, cerca de aquella cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara en la que todas las mañanas desayunaba yo aún, siempre acordándome en algún momento de mi pareja perfecta que se había deshecho, como si aguardara a alguien con quien se hubiera citado y que le estuviera dando plantón. Y aunque no llevaba abrigo de cuero, sino uno anticuado de color camello y aun quizá de piel de ese animal, al instante lo reconocí. No podía ser una coincidencia, era seguro que me esperaba a mí. ‘Qué hace aquí’, pensé, ‘lo envía Javier’, y fue un pensamiento en el que se mezclaron —una vez más en lo relacionado con aquel Javier de última hora, con el que combinaba dos caras o el desenmascarado, por llamarlo así– un temor irracional y una tonta ilusión. ‘Lo envía para comprobar que estoy neutralizada y apaciguada, o simplemente por interés, para saber de mí, para saber cómo estoy después de sus revelaciones e historias, todavía no ha logrado apartarme de su mente, por el motivo que sea. O tal vez es una amenaza, un aviso, y Ruibérriz quiera advertirme de lo que me puede ocurrir si no permanezco callada hasta el fin de los tiempos o si me pongo a indagar y voy a ver al Doctor Vidal, Javier es de los que dan vueltas a los hechos después de que ocurran, ya lo hizo así tras mi escucha de su conversación.’ Y mientras pensaba esto, dudaba si esquivarlo y marcharme con Beatriz, acompañarla hasta donde hiciera falta, o quedarme sola, como en principio iba a hacer, y dejar que me abordara. Opté por esto último, de nuevo me pudo la curiosidad; acabé de despedirme y di siete u ocho pasos hacia la parada de mi autobús, sin mirarlo a él. Sólo siete u ocho, porque inmediatamente cruzó la calle sorteando los coches y me paró, me tocó el codo con levedad, para no asustarme, y al volverme me encontré con el estallido de su dentadura, una sonrisa tan amplia que, como había observado la primera vez, mostraba la parte interior de sus labios al doblársele el superior hacia arriba, una cosa llamativa, como si se le pusiera del revés. También mantenía su mirada masculina valorativa, pese a que en esta ocasión yo estuviera bien tapada y no en falda algo arrugada o subida y en sostén. Daba lo mismo, sin duda era un individuo con visión sintética o global: antes de que una mujer se diera cuenta, ya la habría examinado en su totalidad. No me sentí muy halagada por ello, me parecía uno de esos hombres que a medida que se hacen mayores rebajan sus niveles de apreciación, no precisan de mucho incentivo y se acaban afanando tras todo lo que se mueva con un poco de gracia.

–Qué estupendo, María, qué casualidad —me dijo, y se llevó una mano a una ceja, remedando el gesto de quitarse un sombrero, como asimismo había hecho al despedirse la otra vez, a punto de entrar en el ascensor—. Te acuerdas de mí, ¿espero? Nos conocimos en casa de Javier, Javier Díaz-Varela. Tuve el privilegio de que no supieras que estaba allí, ¿te acuerdas? Te llevaste una sorpresa, yo me llevé un deslumbramiento, por desgracia muy fugaz.

Me pregunté a qué estaba jugando. Se permitía hacerse el encontradizo, cuando yo lo había visto en su espera y él seguramente me había visto verlo, no quitaba ojo de la puerta de la editorial mientras paseaba de un lado a otro, así habría estado desde quién sabía cuándo, quizá desde la hora teórica del fin de nuestra jornada laboral, que podía haber preguntado por teléfono y nada tenía que ver con la de verdad. Decidí seguirle la corriente, al menos en primera instancia.

–Ah, sí —contesté, y esbocé una sonrisa a mi vez, por cortesía, por corresponder—. Fue un poco embarazoso para mí. Ruibérriz, ¿verdad? No es un apellido muy común.

–Ruibérriz de Torres, es compuesto. Nada común. Una familia de militares, prelados, médicos, abogados y notarios. Si yo te contara. A mí me tienen en su lista negra, soy la oveja negra, te lo puedo asegurar, aunque hoy vaya vestido de claro. —Y se tocó la solapa del abrigo con el dorso de la mano, un gesto despectivo, como si aún no estuviera acostumbrado a él, como si lo incomodara no verse de cuero negro Gestapo. Se rió de su propio minichiste sin venir a cuento. O se hacía gracia a sí mismo o intentaba contagiar a su interlocutor. Tenía todas las trazas de un bribón, pero a primera vista parecía un bribón cordial y más bien inofensivo, costaba creer que hubiera estado metido en la fabricación de un asesinato. Al igual que a Díaz-Varela, se lo veía como a un tipo normal, cada uno en su estilo. Si había participado en aquello (y había participado muy activamente, eso era seguro, por los motivos que hubieran sido, vagamente leales o incontestablemente ruines), no parecía capaz de reincidir. Pero tal vez la mayoría de los criminales sean así, simpáticos y amables, pensé, cuando no están cometiendo sus crímenes—. Te invito a tomar algo para celebrar nuestro encuentro, ¿tienes tiempo? Aquí mismo si quieres. —Y señaló la cafetería de los desayunos—. Aunque conozco centenares de sitios infinitamente más divertidos y con más ambiente, sitios que no puedes ni imaginarte que haya en Madrid. Si luego te animas, podemos ir a alguno de ellos. O a cenar a un buen restaurante, ¿cómo andas de hambre? También podemos ir a bailar, si prefieres.

Me hizo gracia esta última proposición, ir a bailar, sonaba a otra época. ¿Y cómo me iba a ir a bailar a la salida del trabajo, a una hora absurda y con un desconocido, como si tuviera dieciséis años? Y, como me hizo gracia, me reí abiertamente.

–Qué dices, cómo me voy a ir a bailar a estas horas, y así vestida. Llevo ahí desde las nueve de la mañana. —E hice un gesto con la cabeza hacia la puerta de la editorial.

–Bueno, yo decía luego, después de cenar. Pero como te apetezca, si quieres pasamos por tu casa, te duchas, te cambias y nos vamos de juerga. Tú no lo sabrás, pero hay sitios para bailar a cualquier hora. Hasta al mediodía. —Y soltó una carcajada. Su risa era disoluta—. Yo te espero lo que haga falta, o te recojo donde me digas.

Era invasivo y enredador. Tal como se comportaba, no daba la impresión de que Díaz-Varela lo hubiera enviado, aunque tenía que haber sido así. ¿Cómo, si no, sabía dónde trabajaba? Pero en verdad actuaba como si lo hiciera por iniciativa propia, como si simplemente se hubiera quedado con mi imagen ligera de ropa, unas semanas atrás, y hubiera decidido jugársela sin ningún disimulo, lanzarse en plancha, un capricho urgente, es la táctica de algunos hombres y no les suele dar mal resultado, si son joviales. Recordé haber tenido la sensación, entonces, de que no sólo registraba mi existencia al instante, sino de que consideraba ya un paso adelante o incluso una inversión el hecho de haber sido presentados, tan someramente; de que, por así decir, me anotaba en una agenda mental como si esperara volver a encontrarme muy pronto a solas o en otro lugar, o aun pensara pedirle mi teléfono más tarde a Díaz-Varela, sin cortarse un pelo. Quizá éste se había referido a mí como a ‘una tía’ porque era el único término que Ruibérriz de Torres era capaz de entender: para él desde luego era eso, exclusivamente ‘una tía’. No me molestaba, para mí también hay sujetos que son ‘tíos’ sin más. Él pertenecía a esa clase de individuos cuyo desparpajo es ilimitado, tanto que resulta desarmante a veces. Yo había asociado esa actitud con la falta de respeto que los dos se tenían, al saberse cómplices, al conocer el uno del otro las peores debilidades, al haber sido compañeros de crimen. A Ruibérriz parecía traerle sin cuidado cuál fuera mi relación con Díaz-Varela. O acaso, se me ocurrió, éste le había informado de que ya no había ninguna. Esa idea sí me fastidió, la posibilidad de que le hubiera dado luz verde sin el más mínimo duelo, sin un resto de sentido de la propiedad, por difuso que fuera —de sentido del descubrimiento, si se quiere—, sin el menor atisbo de celos, y eso me ayudó a ponerme más seria, a pararle los pies al sinvergüenza, con suavidad, sin palabras, su aparición me seguía intrigando. Acepté tomar una copa en la cafetería, brevemente; no más, se lo advertí. Nos sentamos a la mesa que quedaba junto al ventanal, la que solía ocupar la Pareja Perfecta cuando existía, pensé ‘Qué decadencia’. Él se quitó el abrigo con ademán resuelto, casi de trapecista, y nada más hacerlo hinchó el tórax, sin duda estaba orgulloso de sus pectorales, los juzgaba un activo. Se dejó puesto el foulard, creería que le sentaba bien y que hacía juego con sus pantalones muy entallados, ambas prendas de color crudo: distinguido color, pero más apropiado para la primavera, no debía de hacer mucho caso de lo que sugieren las estaciones.

Me iba lanzando requiebros, habló de trivialidades. Los requiebros eran directos, descaradamente aduladores, pero no de mal gusto, intentaba ligar y parecer gracioso —lo era más cuando no lo pretendía, sus bromas eran previsibles, mediocres, un poco ingenuas—, eso era todo. Me impacienté, mi amabilidad inicial fue decreciendo, me costaba ya reír, me sobrevino el cansancio de la larga jornada, tampoco dormía muy bien desde mi despedida de Díaz-Varela, acosada por las pesadillas y la agitación de mis despertares. Ruibérriz no me caía mal pese a lo que sabía —bueno, tal vez sólo había devuelto favores o ayudado a un amigo que tenía que pasar el pésimo trago de ayudar a morir rápidamente a otro amigo que debería haber muerto ayer, antes de tiempo o de su tiempo natural o fijado (de su segundo azar, son lo mismo)—, pero no me interesaba nada, carecía de pliegues, ni siquiera podía apreciar sus galanterías. No era consciente de que cumplía años, debía de estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta, se comportaba como un hombre de treinta. Quizá en parte era culpa de que se conservara tan bien físicamente, eso era innegable, al primer golpe de vista aparentaba cuarenta y tantos.

–¿Para qué te ha enviado Javier? —le pregunté de repente, aprovechando un momento de silencio o de conversación languidecida: o no se daba cuenta de que su cortejo perdía fuelle y cualquier posibilidad de éxito o su tesón era invencible, una vez en faena.

–¿Javier? —Su sorpresa pareció auténtica—. No me ha enviado Javier, he venido yo por mi cuenta, tenía unos asuntos aquí al lado. Y aunque no hubiera sido así: no te hagas de menos, sabes que para acercarse a ti no haría falta que lo alentase a uno nadie. —No dejaba pasar ocasión de halagarme, iba al grano. Como he dicho, un capricho urgente, y también había urgencia por averiguar si podría o no satisfacerlo. Si sí, estupendo. Si no, a otra cosa, lo que no veía es que fuera individuo para probar dos veces, ni para eternizarse en una conquista. Si algo no salía a la primera embestida, renunciaría sin sensación de fracaso y no volvería a acordarse. Aquella era su primera embestida y probablemente la única, tampoco iba a perder tiempo otro día, teniendo donde elegir con sus amplias tragaderas.

–¿Ah, no? ¿Y cómo has sabido dónde trabajo? No me vengas con que pasabas por aquí casualmente. Te he visto cómo esperabas. ¿Desde qué hora estabas ahí? El día está frío para aguantar en la calle, muchas molestias para venir por tu cuenta, y tampoco soy para tanto. Cuando Javier nos presentó ni siquiera dijo mi apellido. Ya me dirás cómo me has localizado con tanta precisión, si no te ha enviado. ¿Qué quiere saber, si le he creído su historia de amistad y sacrificio?

Ruibérriz interrumpió lentamente una de sus sonrisas; o mejor dicho su sonrisa, la verdad es que en ningún instante la abandonaba, a buen seguro también consideraba un activo su relampagueante dentadura a lo Gassman, el parecido con ese actor era notable y contribuía a hacerlo simpático. O no fue lentamente, sino que el labio superior doblado hacia arriba se le quedó enganchado o pegado a la encía, eso pasa cuando falta saliva, y tardó en liberarlo más de la cuenta. Debió de ser eso, porque hizo unos gestos de roedor, un poco raros.

–Sí, no dijo tu apellido entonces —contestó con expresión de extrañeza por mi reacción—, pero luego hablamos de ti por teléfono, y se le escaparon los suficientes datos para que no me costara ni diez minutos dar contigo. No me subestimes. Investigar no se me da mal, tampoco carezco de contactos, y hoy en día, con Internet y Facebook y todo eso, no hay quien se escurra en cuanto se conoce un detalle. ¿Es que no te cabe en la cabeza que desde que te vi aparecer me gustaras un huevo? Vamos, vamos. Me gustas mogollón, María, ya lo notas. También hoy, pese a encontrarte en circunstancias y en atuendo tan distintos de la primera vez, no le va a tocar a uno siempre la lotería. Eso sí que fue un flash, un fogonazo. Si quieres la verdad verdadera, hace semanas que no me quito esa imagen de la cabeza. —Y recobró su sonrisa como si tal cosa. No le importaba referirse una y otra vez a aquella escena de mi semidesnudez, no le preocupaba resultar insolente, al fin y al cabo se suponía que su llegada nos había interrumpido un polvo a Díaz-Varela y a mí, o poco menos. No había sido así, pero casi. Había dicho ‘mogollón’ y ‘un flash’, expresiones que sonaban ya antiguas; y el verbo ‘escurrirse’ está en retirada: su vocabulario delataba su edad, más que su aspecto, conservaba cierta apostura.

–¿Hablasteis de mí? ¿A santo de qué? La relación que hemos tenido no ha sido pública precisamente. Todo lo contrario. No le hizo la menor gracia que me vieras, que coincidiéramos, ¿o no te diste cuenta de eso, de que le reventaba? Me extraña mucho que me mencionara después, debió de querer borrar ese encuentro... —Me callé de golpe, porque entonces me acordé de lo que había pensado, que Díaz-Varela habría tratado de reconstruir con Ruibérriz el diálogo que habían sostenido mientras yo los escuchaba detrás de la puerta, para calibrar cuánto y qué había podido oír, de cuánto me habría enterado; y que, tras repasar sus palabras, aquél habría llegado a la conclusión de que más valía hacerme frente, darme sus explicaciones, inventarse una historia o confesarme lo sucedido, en todo caso ofrecerme un relato mejor del por mí imaginado, por eso me había llamado y convocado al cabo de dos semanas. Así que sí, era probable que hubieran hablado de mí, y que Javier le hubiera soltado lo bastante para que Ruibérriz me buscara por su cuenta y sin permiso, por así decirlo. Sin duda no era individuo para pedirle a nadie su consentimiento a la hora de aproximarse a una tía. Sería de los que no respetaban ni se prohibían a mujeres ni a novias de amigos, abundan mucho más de lo que se cree y pasan por encima de todo. Tal vez Díaz-Varela ignoraba su acercamiento, su incursión de aquella tarde—. Ya, bueno, espera —añadí en seguida—. Sí te habló de mí, ¿verdad? Como problema. Te habló con preocupación, te contó que os había escuchado, que podía poneros en un aprieto si me daba por irle con el cuento a alguien, a Luisa, o a la policía. Te habló de mí por eso, ¿no? ¿Y qué, inventasteis juntos la historia del melanoma o Vidal os echó una mano? ¿O a lo mejor se te ocurrió a ti solo, como hombre de recursos? ¿O fue a él? No sé tú, ahora que caigo, pero él es lector de novelas, así que tiene unos cuantos números.

Ruibérriz volvió a perder la sonrisa, sin transición esta vez, como si le hubieran pasado un paño. Se puso serio, vi algo de alarma en sus ojos, su actitud dejó de ser galante y ligera en el acto, hasta apartó su silla de la mía, había procurado arrimarse.

–¿Sabes lo de la enfermedad? ¿Qué más sabes?

–Bueno, me contó el melodrama entero. Lo que hicisteis con el pobre gorrilla, lo del móvil, lo de la navaja. Ya te puede estar agradecido, te tocó la peor parte mientras él se quedaba en casa, ¿no? Dirigiendo las operaciones, un Rommel. —No pude evitar el sarcasmo, a Díaz-Varela le tenía agravio.

–¿Sabes lo que hicimos? —Fue una constatación más que una pregunta. Tardó en proseguir unos segundos, como si tuviera que digerir el descubrimiento, para él parecía serlo. Se bajó del todo el labio superior con los dedos, un gesto veloz y furtivo: no se le había quedado enganchado pero sí un poco alto. Quizá quería asegurarse de que su expresión ya no era risueña. Lo que acababa de saber lo inquietaba, o le sentaba como un tiro, si es que no estaba fingiendo. Añadió por fin, el tono era decepcionado—: Creí que al final no iba a contarte nada, eso me dijo. Que le parecía más prudente dejar las cosas como estaban y confiar en que no hubieras oído demasiado, o en que no acabaras de atar cabos, o simplemente en que te callaras. Terminar la relación contigo, eso sí. No era sólida, me dijo, podía dejarse morir sin problemas. Bastaba con no buscarte más y no devolver tus posibles llamadas, o darte largas. Aunque no creía que insistieras, ‘Es muy discreta’, me dijo, ‘nunca espera nada’. Tampoco había obligaciones. Propiciar que se te olvidara lo que te hubiera podido llegar de nuestra charla. Mejor no dar datos, decía, y que el tiempo le vaya haciendo dudar de lo oído. ‘Acabará resultándole irreal, pensando que fueron imaginaciones suyas. Imaginaciones auditivas’, no estaba mal visto. Por eso asumí que tenía vía libre, me refiero contigo. Y que de mí no sabrías nada. Nada de esto. —Se quedó callado de nuevo. Estaba haciendo memoria o reflexionando, tanto que lo siguiente que dijo lo dijo como para sí, no para mí—: No me gusta, no me gusta que no me informe, que se permita no tenerme al tanto de algo que me afecta directamente. Él no debería contarle a nadie esa historia, no es sólo suya, de hecho es más mía. Yo he corrido más riesgos, y estoy más expuesto. A él no lo ha visto nadie. No me hace ni puta gracia que haya cambiado de opinión y te lo haya contado, ¿sabes?, y encima sin avisarme. Seguramente he estado haciendo el ridículo, aquí contigo.

Se lo veía quemado, con la mirada abstraída, o reconcentrada. El entusiasmo por mí se le había helado. Esperé un poco antes de contestar nada.

–Bueno, la verdad es que confesar un asesinato cometido entre varios... —dije—. Habría que consultárselo a los otros, ¿no?, previamente. Eso por lo menos. —Aquí no pude evitar la ironía.

Saltó como un resorte, sublevado.

–Eh, oye, oye. Eso no es así, no te pases. De asesinato nada. Se trataba de darle a un amigo una muerte mejor, con menos sufrimiento. Vale, vale, no hay ninguna buena, y el gorrilla se ensañó con las cuchilladas, eso no podíamos preverlo, ni siquiera teníamos certeza de que se decidiera a usar la navaja. Pero la que lo aguardaba era espantosa, espantosa, Javier me describió el proceso. La que tuvo fue rápida al menos, de una sola vez y sin atravesar etapas. Etapas de mucho dolor, de deterioro, de que su mujer y sus hijos lo vieran hecho un monstruo. A eso no se lo puede llamar asesinato, no me jodas, es otra cosa. Es un acto de piedad, como dijo Javier. Un homicidio piadoso.

Sonaba convencido, sonaba sincero. Así que pensé: ‘Una de tres: o el melodrama es verdad, no es un invento; o Javier también ha engañado a este tipo con lo de la enfermedad; o este tipo está haciendo comedia a las órdenes de quien le paga. Y en este último caso es muy buen actor, hay que reconocérselo’. Me acordé de la fotografía de Desvern aparecida en la prensa y que yo había visto en Internet malamente: sin chaqueta ni corbata ni quizá tan siquiera camisa —dónde habrían ido a parar sus gemelos—, lleno de tubos y rodeado de personal sanitario manipulándolo, con sus heridas al descubierto, en medio de la calle sobre un charco de sangre y llamando la atención de los transeúntes y los automovilistas, inconsciente y desmadejado y agonizante. A él le habría horrorizado verse o saberse así expuesto. El gorrilla se había ensañado, en efecto, pero quién podía preverlo, se trataba de un homicidio piadoso y quizá lo era, quizá todo era cierto y Ruibérriz y Díaz-Varela habían obrado de buena fe, dentro de lo que cabía y de su enrevesamiento. O de su atolondramiento. Y nada más admitir aquellas tres posibilidades y acordarme de aquella imagen, me entró una especie de desaliento, o era hartazgo. Cuando ya no se sabe qué creer, ni está uno dispuesto a hacer de detective aficionado, entonces uno se cansa, arroja todo lejos de sí, abandona, deja de pensar y se desentiende de la verdad, o lo que es lo mismo, de la maraña. La verdad no es nunca nítida, sino que siempre es maraña. Hasta la desentrañada. Pero en la vida real casi nadie necesita averiguarla ni se dedica a investigar nada, eso sólo pasa en las novelas pueriles. Hice una última tentativa, con todo, aunque muy desganada, imaginaba la respuesta.


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