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Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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–Ya. ¿Y qué hay de Luisa, de la mujer de Deverne? ¿También será un acto de piedad que Javier la consuele?

Ruibérriz de Torres volvió a sorprenderse, o lo fingió de perlas.

–¿La mujer? ¿Qué pasa con ella? ¿De qué consuelo estás hablando? Claro que la ayudará, que la consolará en lo que pueda, como a los hijos. Es la viuda de su amigo, son sus huérfanos.

–Javier está enamorado de ella desde hace mucho. O se ha empeñado en estarlo, da lo mismo. Para él ha sido providencial, quitar de en medio al marido. Se querían mucho, ese matrimonio. No habría tenido la menor posibilidad, con él vivo. Ahora sí, tiene algunas. Con paciencia, poco a poco. Estando cerca.

Ruibérriz recuperó la sonrisa un instante, sin fuerza. Fue una media sonrisa conmiserativa, como si le diera pena lo descaminada que andaba, lo inocente que era, lo poco que entendía a quien había sido amante mío.

–Qué dices —me contestó con desdén—. Jamás me ha dicho una palabra de eso, ni yo se lo he notado. No te engañes, o no te consueles tú pensando que si ha terminado contigo es porque quiere a otra. Y hasta ese punto, es ridículo. Javier no es de los que se enamoran de nadie, menudo es, lo conozco desde hace años. ¿Por qué te crees que nunca se ha casado? —Forzó una carcajada breve que pretendió ser sarcástica—. Con paciencia, dices. Él ni sabe lo que es eso, con las mujeres. Por eso sigue soltero, entre otras razones. —Hizo un gesto de descarte con la mano—. Vaya disparate, no tienes ni idea. —Y sin embargo se quedó pensativo de nuevo, o haciendo memoria. Qué fácil es introducirle la duda a cualquiera.

Sí, lo más probable era que Díaz-Varela nunca le hubiera contado nada, sobre todo si lo había engañado. Recordé que al mencionar a Luisa en la conversación que yo había espiado, no se había referido a ella por su nombre. Ante Ruibérriz yo había sido ‘una tía’, pero ella había sido a su vez ‘la mujer’, nada más que eso, en el indudable sentido de esposa. Como si no le fuera alguien muy próximo. Como si estuviera condenada a ser sólo eso, la mujer de su amigo. Tampoco habría coincidido nunca Ruibérriz con los dos juntos, de modo que no había podido saltarle a la vista lo que para mí había resultado patente desde el primer momento, aquella tarde en casa de Luisa. Supuse que el Profesor Rico también lo habría advertido, aunque quién sabía, parecía demasiado pendiente de sus propias causas para reparar en el exterior, un distraído. No quise insistir. Ruibérriz tenía otra vez la mirada abstraída, o reconcentrada. No había más que hablar. Él había abandonado su cortejo, seguramente real en todo caso, buen chasco se había llevado. Yo no iba a sacar nada en limpio, y además no me importaba. Acababa de desentenderme, por lo menos hasta otro día, u otro siglo.

–¿Qué te pasó en México? —le pregunté de pronto, por sacarlo de su estupor relativo, por animarlo. Me percaté de que no sería difícil cogerle simpatía. No habría lugar, no tenía intención de volverlo a ver en la vida, lo mismo que a Díaz-Varela, lo mismo que a Luisa Alday, que a todos ellos. Esperaba que la editorial no le contratara un libro a Rico.

–¿En México? ¿Cómo sabes que me pasó algo en México? —Esa sí que fue para él una sorpresa mayúscula, era imposible que se acordara—. Ni siquiera Javier conoce la historia entera.

–Te lo oí decir en su casa, cuando escuchaba detrás de la puerta. Que allí habías tenido algún problema, hacía tiempo. Que allí se te buscaba, o que estabas fichado, algo así dijiste.

–Caramba, sí que oíste, entonces. —Y en seguida añadió, como si le urgiera aclarar algo que yo aún desconocía—: Tampoco eso fue un asesinato, para nada. Pura defensa propia, o él o yo. Además, yo tenía sólo veintidós años... —Se interrumpió, dándose cuenta de que estaba contando demasiado, de que en realidad aún hacía memoria o hablaba consigo mismo, sólo que en voz alta y ante un testigo. Le había hecho mella mi comentario, que a la muerte de Desvern la hubiera llamado asesinato.

Me sobresalté. Nunca se me habría ocurrido que tuviera otro cadáver a sus espaldas, hubiera sido como hubiera sido. Me parecía un truhán normal, más bien incapaz de delitos de sangre. Lo de Deverne lo había visto como una excepción, como algo a lo que se habría sentido obligado, y al fin y al cabo él no había empuñado el arma, también había delegado, un poco menos que Díaz-Varela.

–Yo no he dicho nada —le respondí rápidamente—. Sólo te he preguntado, no sé de qué me estás hablando. Pero casi prefiero no saberlo, si hubo otro muerto por medio. Dejémoslo. Ya se ve que no hay que hacer nunca preguntas. —Miré el reloj. De repente me sentí muy incómoda por estar sentada donde solía sentarse Desvern, hablando con su ejecutor indirecto—. Además, tengo que irme, ya es muy tarde.

No hizo caso de mis últimas palabras, seguía rumiando. Le había metido la duda, confiaba en que no fuera ahora a interrogar a Díaz-Varela respecto a Luisa, a pedirle cuentas, y que eso diera pie a que aquél me llamara otra vez, qué sé yo, para abroncarme. O bien estaba Ruibérriz rememorando lo sucedido en México hacía siglos, era evidente que aún le pesaba.

–Fue por culpa de Elvis Presley, ¿sabes? —dijo al cabo de unos segundos, en otro tono, como si hubiera visto de pronto un último recurso para impresionarme y no irse enteramente de balde. Lo dijo muy serio.

Yo me reí un poco, no pude evitarlo.

–¿Quieres decir de Elvis Presley en persona?

–Sí, trabajé con él durante unos diez días, durante el rodaje de una película en México.

Ahora sí que solté una carcajada abierta, pese a lo sombrío de todo el contexto.

–Ya —dije aún riéndome—. ¿Y también sabes en qué isla vive, como sostienen sus devotos? ¿Y con quién está por fin escondido, con Marilyn Monroe o con Michael Jackson?

Se molestó, me lanzó una mirada cortante. Se molestó de veras, porque me dijo:

–Tú eres gilipollas, tía. ¿No te lo crees? Trabajé con él, y me metió en un buen lío.

Se había puesto más serio que en ningún otro momento. Se había picado, se había enfadado. Aquello no podía ser verdad, sonaba a fantasmada, a delirio; pero estaba claro que se lo tomaba a pecho. Di marcha atrás como pude.

–Bueno, bueno, usted perdone, no quería ofenderlo. Pero es que suena un poco increíble, ¿no?, te haces cargo. —Y añadí, para cambiar de tema sin abandonarlo bruscamente, sin emprender una retirada que lo llevara a pensar que lo daba por imposible o lo consideraba un chiflado—: Oye, ¿pues qué edad tienes, entonces, si trabajaste con el Rey nada menos? Murió hace la tira de años, ¿no? ¿Cincuenta? —Se me seguía escapando la risa, fui capaz de contenerla, por suerte.

Noté en seguida que recuperaba algo de su coquetería. Pero aún me riñó, primero.

–No te pases. El próximo 16 de agosto hará treinta y cuatro, creo. No creo que más. —Se lo sabía con exactitud, debía de ser un devoto en toda regla —.A ver, ¿cuántos me echas?

Quise ser amable, para desagraviarlo. Sin exagerar, para no adularlo.

–No sé. ¿Cincuenta y cinco?

Sonrió complacido, como si se le hubiera olvidado ya la ofensa. Sonrió tanto que el labio superior se le disparó una vez más hacia arriba, descubriendo sus dientes blancos y rectangulares y sanos, y sus encías.

–Pon diez más, por lo menos —contestó satisfecho—. Qué, ¿cómo te quedas?

Sí que se conservaba bien, entonces. Tenía algo infantil, por eso resultaba fácil cogerle simpatía. Probablemente era otra víctima de Díaz-Varela, en el que ya me iba acostumbrando a pensar no por su nombre, tantas veces dicho y susurrado a su oído, sino por su apellido. Eso es también infantil, pero sirve para distanciarse de aquellos a quienes se ha querido.

Fue a partir de entonces cuando el proceso de atenuación empezó de veras, tras el primer acto de desentendimiento, tras pensar por primera vez —o sin llegar a pensarlo, quizá no tenga que ver con la mente sino con el ánimo, o con el mero aliento—: ‘En realidad a mí qué me importa, qué se me da todo esto’. Eso está al alcance de cualquiera siempre, ante cualquier hecho por cercano y grave que sea, y quienes no se sacuden los hechos es porque en el fondo no quieren, porque se alimentan de ellos y descubren que dan algún sentido a sus vidas, lo mismo que quienes cargan gustosos con el tenaz lastre de los muertos, dispuestos todos a merodear a poco que se los retenga, aspirantes todos a Chaberts pese a los sinsabores y las negaciones y los torcidos gestos con que se los recibe si se atreven a volver del todo.

Claro que el proceso es lento, claro que cuesta y que hay que poner voluntad y esforzarse, y no dejarse tentar por la memoria, que regresa de vez en cuando y se disfraza de refugio a menudo, al pasar por una calle o al oler una colonia o escuchar una melodía, o al ver que están poniendo en televisión una película que se disfrutó en compañía. Nunca vi ninguna con Díaz-Varela.

En cuanto a la literatura, en la que sí teníamos experiencias comunes, conjuré el peligro asumiéndolo, haciéndole frente en seguida: aunque la editorial suele publicar a autores contemporáneos, para frecuente desgracia de los lectores y mía, convencí a Eugeni de que preparásemos a toda prisa una edición de El Coronel Chabert, con traducción nueva y muy buena (la más reciente era en efecto malísima), y le añadimos tres cuentos más de Balzac para conseguir un volumen con lomo, ya que esa obra es bastante breve, lo que en francés llaman nouvelle. A los pocos meses estaba en las librerías y yo me deshice así de su sombra, sacándola a la luz en mi lengua en las mejores condiciones. Me acordé de ella cuanto hacía falta, mientras la editábamos, y luego ya pude olvidarla. O me aseguré, por lo menos, de que no me iba a pillar nunca a traición, ni por sorpresa.

Estuve a punto de marcharme de la editorial después de esta maniobra, para no seguir yendo a la cafetería, para ni siquiera seguir viéndola desde mi despacho, aunque me la taparan parcialmente los árboles; para que nada me recordara nada. También estaba cansada de bregar con los escritores vivos —qué delicia los que no pueden dar la lata ni intentar amañar su futuro, como Balzac, ya cumplido—; de las llamadas pegajosas de Cortezo el plasta, de las exigencias del repelente y avaro Garay Fontina, de las ínfulas cibernéticas de los falsos jóvenes, a cual más ignorante y bruto y pedante, todo a un tiempo. Pero las otras ofertas, de la competencia, no me convencieron pese a la mejora en el sueldo: en todas partes tendría que continuar tratando con escritores de ambición desmedida y que respiraban mi mismo aire. Eugeni, además, un poco perezoso e ido, delegaba cada vez más en mí y me instaba a tomar decisiones, en lo cual le hacía caso: confiaba en que pronto llegara el día en que pudiera prescindir de algún fatuo sin ni siquiera pedirle permiso, sobre todo del inminentísimo azote del Rey Carlos Gustavo, que pulía sin desmayo su discurso en lengua sueca macarrónica (quienes lo habían oído ensayar aseguraban que su acento era infame). Pero, por encima de todo, comprendí que no debía huir de aquel paisaje, sino dominarlo con mis propios medios como habría hecho Luisa con su casa, obligándose a seguir viviendo en ella y a no mudarse precipitadamente; despojarlo de sus connotaciones más sentimentales y tristes, conferirle nueva cotidianidad, recomponerlo. Sí, me daba cuenta de que aquel lugar se me había teñido de sentimiento, y a éste es imposible engañarlo o saltárselo, aunque sea semiimaginario. Sólo cabe llegar a buenos términos con él y aplacarlo.

Pasaron casi dos años. Conocí a otro hombre que me interesó y divirtió lo suficiente, Jacobo (no escritor tampoco, gracias al cielo), me comprometí con él a instancias suyas, hicimos pausados planes para casarnos, yo lo fui retrasando sin cancelarlo, nunca fui propensa al matrimonio, me convenció más mi edad —treinta y bastantes– que mi deseo de levantarme acompañada a diario, a eso no le veo mucho la gracia, tampoco estará mal, supongo, si se quiere al que se acuesta y duerme al lado, como es —cómo no—, como es mi caso. Hay cosas de Díaz-Varela que sigo echando de menos, eso es aparte. Lo cual no me trae mala conciencia, nada se hace incompatible en el terreno del recuerdo.

Estaba cenando con un grupo de gente en el restaurante chino del Hotel Palace cuando los vi, a una distancia de tres o cuatro mesas, digamos. Tenía buena visión de los dos, que se me ofrecían de perfil, como si yo estuviera en un patio de butacas y ellos en un escenario, sólo que a la misma altura. La verdad es que no les quité ojo —eran como un imán—, salvo cuando alguno de los comensales me dirigía la palabra, y eso no sucedía a menudo: veníamos de la presentación de una novela, varios eran amigos del autor ufano y no los conocía de nada; se distraían entre sí y no me daban apenas tabarra, yo estaba allí como representante de la editorial, y para hacerme cargo de la cuenta, claro; la mayoría eran extrañamente aflamencados, y lo que más temía era que sacaran guitarras de algún escondite raro y se arrancaran a cantar con brío, entre plato y plato. Eso, aparte del bochorno, habría hecho volverse hacia nuestra mesa a Luisa y a Díaz-Varela, que estaban demasiado atentos el uno al otro como para reparar en mi presencia en medio de una asamblea de caracolillos. Aunque pensé que tal vez ella ni me reconocería. Sólo hubo un momento en el que la novia del novelista se dio cuenta de que yo miraba sin cesar hacia un punto. Se dio media vuelta sin disimulo y se quedó observándolos, a Javier y a Luisa. Me preocupó que los alertaran sus ojos tan desinhibidos, y me vi en la necesidad de explicarle:

–Disculpa, es que es una pareja que conozco, y no los veía hacía siglos. Y entonces no eran pareja. No te lo tomes a mal, te lo ruego. Me da mucha curiosidad verlos así, ya me entiendes.

–Nada, mujer, nada —me contestó comprensiva, tras echar una nueva ojeada impertinente. Había comprendido cuál era la situación al instante, a veces debo de ser muy transparente—. Guapo él, ¿eh?, no me extraña. Nada, hija, tú a lo que importa, tú a lo tuyo. A mí ni caso.

Sí, ya lo creo que eran pareja, eso suele saltar a la vista hasta con completos desconocidos, y aquí yo lo conocía a él de sobra, a ella no, de hablar una única vez por extenso —o de que hablara ella sola, yo debí de ser intercambiable aquel día, un mero oído—, en realidad muy poco. Pero la había contemplado en actitud similar durante años, es decir, con su pareja de entonces, que llevaba ahora muerto lo bastante para que Luisa ya no pensara de sí misma en primera instancia, como algo definitorio: ‘Me he quedado viuda’ o ‘Soy viuda’, porque ya no lo sería en absoluto, y ese hecho y ese dato habrían cambiado, con ser idénticos que antes. Así que más bien se diría: ‘Perdí a mi primer marido y cada vez más se me aleja. Hace demasiado que no lo veo y en cambio este otro hombre está aquí a mi lado y además está siempre. También a él lo llamo marido, eso es extraño. Pero ha ocupado su lugar en mi cama y al yuxtaponerse lo difumina y lo borra. Un poco más cada día, un poco más cada noche’. Y los había visto juntos, también una sola vez pero suficiente para captar el enamoramiento y la solicitud de él y el caso omiso o la inadvertencia de ella. Ahora era todo muy distinto. Estaban pendientes el uno del otro, charlaban con vivacidad, se miraban de vez en cuando a los ojos sin cruzar palabra, a través de la mesa se cogían los dedos. Él llevaba alianza en el anular, se habrían casado por lo civil quién sabía cuándo, quizá muy recientemente, quizá anteayer o ayer mismo. Ella tenía mejor aspecto y él no había empeorado, allí estaba Díaz-Varela con sus labios de siempre, cuyos movimientos seguí a distancia, hay hábitos que no se pierden o que se recuperan inmediatamente, como si fueran un automatismo. Sin querer hice un gesto con la mano, como para tocárselos de lejos. La novia del novelista, la única que me echaba vistazos, reparó en ello y me preguntó con gentileza:

–Perdona, ¿quieres algo? —Tal vez creía que le había hecho una seña.

–No, no, descuida. —Y moví la mano como añadiendo: ‘Cosas mías’.

Me debía de notar turbada, no tanto como alterada. Por suerte los demás comensales brindaban sin parar y daban voces, sin prestarme atención alguna. Me pareció que uno de ellos empezaba a canturrear preocupantemente (‘Ay mi niña, mi niña, Virgen del Puerto’, alcancé a oír), no sé por qué ofrecían aquella estampa de tablado, el novelista no era así, era un tipo con jersey de rombos, gafas de violador o maniaco y pinta de acomplejado, que incomprensiblemente tenía una novia agradable y bien parecida y vendía bastantes libros —un timo con pretensiones, cada uno de ellos—, por eso lo habíamos llevado a un restaurante algo caro. Rogué —una jaculatoria a la Virgen del Puerto, aunque no la conociera– por que no fuera a más el canto, no deseaba ser distraída. No podía apartar los ojos de la mesa como un escenario, y de pronto empezó a repetírseme una frase de aquellos diarios ya antiguos, los que habían traído la noticia durante dos míseros días y la habían callado después para siempre: ‘Tras debatirse unas cinco horas entre la vida y la muerte, sin recobrar en ningún instante el conocimiento, la víctima falleció a primeras horas de la noche, sin que los médicos pudieran hacer nada por salvarla’.

‘Cinco horas en un quirófano’, pensé. ‘No es posible que tras cinco horas no detectaran una metástasis generalizada en todo el organismo, como dijo Javier que le había dicho Desvern.’ Y entonces creí ver claro —o más claro– que esa enfermedad nunca había existido, a no ser que el dato de las cinco horas fuera falso o erróneo, las noticias de los diarios no se ponían de acuerdo ni en el hospital al que había sido llevado el moribundo. Nada era concluyente, desde luego, y la versión de Ruibérriz no había desmentido la de Díaz-Varela, en todo caso. Tampoco eso significaba mucho, dependía de cuánta verdad le hubiera revelado éste al hacerle su sangriento encargo. Supongo que fue la irritación lo que me condujo a esa momentánea creencia —o duró más que un momento, fue un rato en el restaurante chino– de verlo ahora más claro (luego lo volví a ver más oscuro en mi casa, donde la pareja ya no estaba presente y Jacobo me aguardaba). Me fui irritando, yo creo, al comprobar que Javier se había salido con la suya, al descubrir que lo había logrado, tal como él había previsto. Al fin y al cabo le tenía algo de agravio, por mucho que jamás albergara esperanzas y que no pudiera culparlo de habérmelas dado falsas. No era indignación moral lo que sentía, tampoco afán justiciero, sino algo mucho más elemental, quizá mezquino. La justicia y la injusticia me traían sin cuidado. Sin duda me entraron celos retrospectivos, o fue despecho, me imagino que nadie está a salvo. ‘Míralos’, pensé, ‘ahí están al final de la paciencia y del tiempo: ella más o menos rehecha y contenta, él exultante, casados, olvidados de Deverne y de mí, yo ni siquiera fui un lastre. Está en mi mano arruinar ese matrimonio ahora mismo, y arruinarle a él la vida que se ha construido, como un usurpador, ese es el término. Bastaría con que me levantara y me acercara a su mesa y le dijera: “Vaya, al final lo conseguiste, quitar de en medio el obstáculo sin que ella haya sospechado”. No tendría que añadir nada más, ni dar ninguna explicación, ni contar la historia entera, me daría media vuelta y me iría. Sería suficiente con eso, con esas medias palabras, para sembrar el desconcierto en Luisa y que ella le pidiera cuentas muy arduas. Sí, es tan fácil introducirle la duda a cualquiera.’

Y, nada más pensar esto —pero estuve muchos minutos pensándolo, repitiéndomelo como una canción que se nos cuela, y así encendiéndome en silencio, con los ojos fijos en ellos, no sé cómo no los advirtieron, cómo no se sintieron quemados ni traspasados, mis ojos debían de ser como ascuas o como agujas—; nada más acabar de pensar esto, también sin quererlo o sin decidirlo, del mismo modo que no había querido hacer con la mano el gesto de tocarle a él los labios, me puse en pie sin soltar la servilleta y le dije a la novia del timador agasajado, la única para la que aún existía y que podría echarme en falta, si tardaba:

–Perdonad, ahora vuelvo.

En verdad no sabía qué intención me guiaba o esa intención fue cambiando a gran velocidad varias veces, mientras daba los pasos —uno, dos, tres– que separaban mi mesa de la suya. Sé que me vino a la cabeza esta idea fugaz, que necesita mucha más lentitud para expresarse, mientras caminaba sin darme cuenta —cuatro, cinco– de que llevaba mi servilleta arrugada y manchada en la mano: ‘Ella apenas me conoce y no tiene por qué identificarme hasta que yo me presente y se lo diga, tras tanto tiempo; para ella seré una desconocida que se aproxima. Es él quien me conoce bien y me reconocerá al instante, pero en teoría, a ojos de Luisa, tiene aún menos motivos para recordarme. En teoría él y yo nos hemos visto una sola vez y sin casi haber cruzado palabra, los dos de visita en casa de ella, una tarde hace más de dos años. Deberá fingir que ignora quién soy, lo contrario resultaría extraño en su caso. Así que también está en mi mano desenmascararlo en ese aspecto, las mujeres solemos percibir en seguida si otra mujer que se acerca a saludar a quien está con nosotras ha tenido con él una relación pasada. A menos que los dos disimulen a la perfección y no se delaten. Y a menos que nos equivoquemos, también es verdad que algunas tendemos a atribuirles a nuestras parejas multitud de amantes pretéritas, y que no siempre acertamos’.

Al avanzar —seis, siete, ocho, había que bordear alguna mesa y sortear a camareros chinos raudos, no era en línea recta el trayecto– los fui viendo mejor, y los vi contentos y tranquilos, enfrascados en su conversación, más bien ajenos a cuanto no fueran ellos. Sentí por Luisa, en algún paso, algo parecido a alegría, o tal vez a conformidad, o era a alivio. La última vez que la había visto, hacía ya tanto, me había inspirado gran lástima. Me había hablado del odio que no podía tenerle al gorrilla: ‘No, odiarlo no sirve, no consuela ni da fuerzas’, había dicho. Y del que tampoco le habría podido tener a un sicario recién llegado y abstracto, de haber sido uno de ellos el que hubiera matado a Deverne, por encargo. ‘Pero sí a los inductores’, había añadido, y me había leído parte de la definición de Covarrubias de ‘envidia’, fechada en 1611, lamentándose de que ni siquiera a eso pudiera achacarse la muerte de su marido: ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados’. Y justo después me había confesado: ‘Lo añoro sin parar, ¿sabes? Lo añoro al despertarme y al acostarme y al soñar y todo el día en medio, es como si lo llevara conmigo incesantemente, como si lo tuviera incorporado, es decir, en mi cuerpo’. Y entonces pensé, mientras ya me acercaba —nueve, diez—: ‘Ya no será así, se habrá librado de su cadáver, de su difunto, su espectro, que ha hecho bien, porque no ha vuelto. Tiene ahora a alguien enfrente y los dos podrán ocultarse mutuamente su destino, como hacen los enamorados según un verso que mal recuerdo, algo así dice ese verso antiguo que leí en mi adolescencia. Ya no estará su cama afligida, ni será ya luctuosa, en ella entrará un cuerpo vivo todas las noches, cuyo peso yo bien conozco, y era muy grato sentirlo’.

Vi que volvían la vista al dar yo los últimos pasos y notar ellos mi bulto o mi sombra —once, doce y trece—, él con pavor, como preguntándose: ‘¿Qué hace esta aquí? ¿De dónde sale? ¿Y a qué viene, a descubrirme?’. Pero ella no le vio esta expresión, porque me miraba ya a mí con simpatía, con una sonrisa sin reservas, muy amplia y cálida, como si me hubiera reconocido inmediatamente. Y así fue, porque exclamó:

–¡La Joven Prudente! —Era seguro que mi nombre no lo recordaba.

Se puso de pie en seguida para darme dos besos y casi abrazarme, y su amistosidad frenó en seco cualquier posible intención de decirle a Díaz-Varela nada que volviera a Luisa en su contra, o la llevara a mirarlo con desconfianza o estupefacción o asco, o a odiar al inductor como me había anunciado; nada que le arruinara a él la vida y por tanto también a ella de nuevo y que arruinara el matrimonio de ambos, se me había ocurrido hacer eso, poco antes. ‘¿Quién soy yo para perturbar el universo?’, pensé. ‘Aunque otros lo hagan, como este hombre que está aquí delante, finge no conocerme pese a que yo bien lo he querido y nunca le he hecho ningún daño. Pero que otros lo descompongan y lo zarandeen, y lo violenten de la peor manera, no me obliga a mí a seguir su ejemplo, ni siquiera con el pretexto de que yo, al revés que ellos, enderezaría un hecho torcido y castigaría a un posible culpable y haría un acto de justicia.’ Ya he dicho que la justicia y la injusticia me traían sin cuidado. Por qué habían de ser asunto mío, cuando si en algo tenía razón Díaz-Varela, lo mismo que el abogado Derville en su mundo de ficción y en su tiempo que no pasa y se está quieto, era en esto que me había dicho: ‘El número de crímenes impunes supera con creces el de los castigados; del de los ignorados y ocultos ya no hablemos, por fuerza ha de ser infinitamente mayor que el de los conocidos y registrados’. Y quizá también en esto otro: ‘Lo peor es que tantos individuos dispares de cualquier época y país, cada uno por su cuenta y riesgo, en principio no expuestos al contagio mutuo, separados unos de otros por kilómetros o años o siglos, cada uno con sus pensamientos y sus fines particulares, coincidan en tomar las mismas medidas de robo, estafa, asesinato o traición contra sus amigos, sus compañeros, sus hermanos, sus padres, sus hijos, sus maridos, sus mujeres o amantes de los que ya se quieren deshacer. Contra aquellos a los que probablemente más quisieron alguna vez. Los crímenes de la vida civil están dosificados y esparcidos, uno aquí, otro allá; al darse en forma de goteo parece que clamen menos al cielo y no levanten oleadas de protestas por incesante que sea su sucesión: cómo podría ser, si la sociedad convive con ellos y está impregnada de su carácter desde tiempo inmemorial’. Por qué habría yo de intervenir, o quizá es contravenir, qué remediaría con eso en el orden del universo. Por qué habría de denunciar uno suelto del que ni siquiera tenía absoluta constancia, nada era del todo seguro, la verdad siempre es maraña. Y si hubiera sido un auténtico crimen premeditado y a sangre fría, con el único fin de ocupar un lugar ya ocupado, el causante se encargaba, al menos, de dar consolación a la víctima, quiero decir a la víctima que permanecía viva, a la viuda de Miguel Desvern, empresario, al que ya no añoraría ella tanto: ni al despertarse ni al acostarse ni al soñar ni todo el día en medio. Lamentablemente o por suerte, los muertos están fijos como pinturas, no se mueven, no añaden nada, no dicen nada ni jamás responden. Y hacen mal en regresar, los que pueden. No podía Deverne, y más le valía.

Mi visita a su mesa fue breve, cruzamos unas pocas frases, Luisa me invitó a sentarme un momento con ellos, me disculpé aduciendo que se me esperaba en la mía, nada más falso, excepto para pagar la cuenta. Me presentó a su nuevo marido, no se acordaba de que en teoría él y yo nos habíamos visto en su casa, para ella él estaba en penumbra entonces. Ninguno le refrescamos la memoria, qué más daba, qué falta hacía. Díaz-Varela se había levantado casi al mismo tiempo que ella, nos dimos dos besos como es costumbre en España entre hombre y mujer desconocidos, cuando son presentados. La expresión de pavor se le había borrado, al ver que yo era discreta y me prestaba a la pantomima. Y entonces me miró también con simpatía, en silencio, con sus ojos rasgados y nebulosos y envolventes, difícilmente descifrables. Me miraron con simpatía, pero no me echaban de menos. No negaré que tuve la tentación de demorarme a pesar de todo, de no perderlo aún de vista, de entretenerme allí pálidamente. No me tocaba, no debía, cuanto más rato pasara en su compañía más podría detectar Luisa algún rastro, algún resto, algún rescoldo en mi mirada: se me iba hacia donde siempre, era algo inevitable y desde luego involuntario, no quería hacerle mal a ninguno.

–Tenemos que vernos un día, llámame, sigo viviendo en el mismo sitio —me dijo ella con cordialidad sincera, sin sospecha alguna. Era una de esas frases que se dicen las personas al despedirse y que olvidan una vez despedidas. No volvería yo a su memoria, sólo era una joven prudente a la que conocía de vista, más que nada, y de otra vida. Ni siquiera era ya joven.

A él preferí no acercarme por segunda vez. Tras los nuevos besos de rigor con ella, en seguida di dos pasos en dirección a mi mesa, mientras aún contestaba con la cabeza vuelta (‘Sí, claro, te llamo un día. No sabes cuánto me alegro de todo’), para quedar a un poco de distancia, y entonces le dije adiós con la mano. A los ojos de Luisa se lo decía a los dos, pero yo me estaba despidiendo de Javier, ahora sí, ahora definitivamente y de veras, porque él tenía a su mujer a su lado. Y mientras regresaba al tontaina mundo editorial que acababa de dejar, hacía sólo unos minutos —pero de repente me parecieron larguísimos—, pensé, como para justificarme: ‘Sí, yo no quiero ser su maldita flor de lis en el hombro, la que delata y señala e impide que desaparezca hasta el más antiguo delito; que la materia pasada sea muda y que las cosas se diluyan o escondan, que se callen y no cuenten ni traigan otras desgracias. Tampoco quiero ser como los malditos libros entre los que me paso la vida, cuyo tiempo se está quieto y acecha cerrado siempre, pidiendo que se lo destape para transcurrir de nuevo y relatar una vez más su vieja historia repetida. No quiero ser como esas voces escritas que a menudo parecen suspiros ahogados, gemidos lanzados por un mundo de cadáveres en medio del cual todos yacemos, en cuanto nos descuidamos. No está de más que algunos hechos civiles, si es que no la mayoría, se queden sin registrar, ignorados, como es la norma. El empeño de los hombres suele ser el contrario, sin embargo, aunque tantas veces fracasen: grabar a fuego esa flor de lis que perpetúe y acuse y condene, y acaso desencadene más crímenes. Seguramente ese habría sido también mi propósito con cualquier otra persona, o con él mismo, de no haberme enamorado tiempo atrás, estúpida y silenciosamente, y todavía quererlo hoy un poco, supongo, a pesar de todo y todo es mucho. Pasará, ya está pasando, por eso no me importa reconocérmelo. Vaya en mi descargo que acabo de verlo cuando no me lo esperaba, con buen aspecto y contento’. Y seguí pensando, mientras le daba la espalda y se alejaban ya de él para siempre mis pasos y mi bulto y mi sombra: ‘Sí, no pasa nada por reconocérmelo. Al fin y al cabo nadie me va a juzgar, ni hay testigos de mis pensamientos. Es verdad que cuando nos atrapa la tela de araña —entre el primer azar y el segundo– fantaseamos sin límites y a la vez nos conformamos con cualquier migaja, con oírlo a él —como a ese tiempo entre azares, es lo mismo—, con olerlo, con vislumbrarlo, con presentirlo, con que aún esté en nuestro horizonte y no haya desaparecido del todo, con que aún no se vea a lo lejos la polvareda de sus pies que van huyendo’.


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