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Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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Tenía una fuerte tendencia a disertar y a discursear y a la digresión, como se la he visto a no pocos escritores de los que pasan por la editorial, parece que no les bastara con llenar hojas y hojas con sus ocurrencias y sus historias absurdas cuando no pretenciosas cuando no truculentas cuando no patéticas, salvo excepción. Pero Díaz-Varela no era exactamente escritor y en su caso no me molestaba, es más, siguió siempre ocurriéndome lo que me había sucedido la segunda vez que lo vi, en la terraza vecina al Museo, que mientras peroraba no podía apartar los ojos de él y me deleitaban su voz grave y como hacia dentro y su sintaxis de encadenamientos a menudo arbitrarios, el conjunto parecía provenir a veces no de un ser humano sino de un instrumento musical que no transmite significados, quizá de un piano tocado con agilidad. En esta ocasión, sin embargo, sentía curiosidad por saber del Coronel Chabert y de Madame Ferraud, y sobre todo por qué aquella novela corta le daba la razón respecto a Luisa, según él, aunque esto último me lo iba imaginando.

–Ya, pero ¿qué pasó con el Coronel? —lo interrumpí, y vi que no se lo tomaba a mal, tenía conciencia de su propensión y quizá agradecía que se la refrenaran—. ¿Lo aceptó el mundo de los vivos al que pretendía regresar? ¿Lo aceptó su mujer? ¿Logró volver a existir?

–Lo que pasó es lo de menos. Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta. Y lo que le pasó al Coronel lo puedes averiguar por tus propios medios, no te vendría mal leer a autores no contemporáneos de vez en cuando. Te presto el libro si quieres, ¿o no lees francés? La traducción que hay por ahí es mala. Casi nadie sabe ya francés. —Él había estudiado en el Liceo; poco nos habíamos contado de nuestras respectivas historias, eso sí me lo había llegado a decir—. Lo que aquí importa es que la reaparición de ese Chabert es una desdicha absoluta. Por supuesto para su mujer, que se había rehecho y ya tiene esta otra vida en la que no cabe él o sólo cabe como pasado, como estaba, como recuerdo cada vez más delgado, muerto y bien muerto, enterrado en una fosa desconocida y lejana junto con otros caídos de aquella batalla de Eylau de la que diez años después casi nadie se acuerda ni se quiere acordar, entre otros motivos porque el que la libró está desterrado y languidece en Santa Helena y ahora reina Luis XVIII, y lo primero que todo régimen hace es olvidar y minimizar y borrar lo del anterior, y convertir a los que lo sirvieron en nostálgicos putrefactos a los que sólo les resta apagarse quedamente y morir. El Coronel lo sabe desde el primer momento, que su inexplicable supervivencia es una maldición para la Condesa, la cual no responde a sus iniciales cartas ni quiere verlo, no está dispuesta a arriesgarse a reconocerlo y confía en que se trate de un demente o de un farsante, o si no en que desista por agotamiento, amargura y desolación. O, cuando ya no puede seguir negando, en que regrese a los campos de nieve y se muera de una vez, otra vez. Cuando por fin se encuentran y hablan, el Coronel, que no ha hallado razones para dejar de amarla durante su largo exilio de la tierra con las infinitas penalidades de ser un difunto, le pregunta —y Díaz-Varela buscó otra cita en el pequeño volumen, aunque esta era tan corta que por fuerza se la tenía que saber de memoria—: ‘¿Los muertos hacen mal en volver?’, o acaso (también podría entenderse así): ‘¿Se equivocan los muertos al regresar?’. Lo que dice en francés es esto: ‘Les morts ont donc bien tort de revenir?’—Y me pareció que su acento también era bueno en esa lengua—. La Condesa, hipócritamente, le contesta: ‘¡Oh señor, no, no! No me crea usted ingrata’, y añade: ‘Si ya no está en mi mano amarlo, sé todo lo que le debo y todavía puedo brindarle los afectos de una hija’. Y dice Balzac que, tras escuchar la comprensiva y generosa respuesta del Coronel a estas palabras —y Díaz-Varela leyó de nuevo (boca carnosa, boca besable)—, ‘La Condesa le lanzó una mirada impregnada de tal reconocimiento que el pobre Chabert habría querido volver a meterse en su fosa de Eylau’. Es decir, hay que entender, habría querido no causarle más problemas ni perturbaciones, no entrometerse en un mundo que había dejado de ser el suyo, no ser más su pesadilla ni su fantasma ni su tormento, suprimirse y desaparecer.

–¿Y así lo hizo? ¿Abandonó el campo y se dio por vencido? ¿Se volvió a su fosa, se retiró? —le pregunté aprovechando su pausa.

–Ya lo leerás. Pero esa desdicha de permanecer vivo tras haberse muerto y haber sido dado por muerto hasta en los anales del Ejército (‘un hecho histórico’), no sólo alcanza a su mujer, sino también a él. No se puede pasar de un estado a otro, o mejor dicho, del segundo al primero, claro está, y él tiene plena conciencia de ser un cadáver, un cadáver oficial y en buena medida real, él creyó serlo del todo y oyó los gemidos de sus iguales, que ningún vivo podría oír. Cuando al comienzo de la novela se presenta en el bufete del abogado, uno de los pasantes o mandaderos le pregunta el nombre. Él responde: ‘Chabert’, y el individuo le dice: ‘¿El Coronel muerto en Eylau?’. Y el espectro, lejos de protestar, de rebelarse y enfurecerse y contradecirle en el acto, se limita a asentir y a confirmárselo mansamente: ‘El mismo, señor’. Y un poco más tarde es él quien hace suya esa definición. Cuando por fin logra que lo atienda el abogado en persona, Derville, y éste le pregunta: ‘Señor, ¿con quién tengo el honor de hablar?’, él contesta: ‘Con el Coronel Chabert’. ‘¿Cuál?’, insiste el abogado, y lo que oye a continuación es un absurdo que no deja de ser la pura verdad: ‘El que murió en Eylau’. En otro momento es el propio Balzac el que se refiere a él de esta manera, aunque sea irónicamente: ‘Señor, dijo el difunto...’, eso escribe. El Coronel padece sin cesar su detestable condición de hombre que no ha muerto cuando le tocaba morir o aun después de sí morir, como mandó verificar con pena el mismísimo Napoleón. Al exponerle su caso a Derville, le confiesa lo siguiente —y Díaz-Varela rebuscó entre las páginas hasta dar con la cita—: ‘A fe mía que hacia aquella época, y todavía hoy, en algunos momentos, mi nombre me es desagradable. Quisiera no ser yo. El sentimiento de mis derechos me mata. Si mi enfermedad me hubiera quitado todo recuerdo de mi existencia pasada, eso me habría hecho feliz’. Fíjate bien: ‘Mi nombre me es desagradable, quisiera no ser yo’. —Díaz-Varela me repitió estas palabras, me las subrayó—. Lo peor que le puede pasar a alguien, peor que la muerte misma; también lo peor que uno puede hacerles a los demás, es volver del lado del que no se vuelve, resucitar a destiempo, cuando ya no se lo espera, cuando es tarde y no corresponde, cuando los vivos lo tienen a uno por terminado y han proseguido o reanudado sus vidas sin contar más con él. No hay mayor desgracia, para el que regresa, que descubrir que está de sobra, que su presencia es indeseada, que perturba el universo, que constituye un estorbo para sus seres queridos y que éstos no saben qué hacer con él.

–‘Lo peor que le puede pasar a alguien’, vaya. Estás hablando como si eso sucediera, y eso no sucede jamás, o solamente en la ficción.

–La ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da —me respondió con rapidez—, y en este caso nos permite imaginarnos los sentimientos de un muerto que se viera obligado a volver, y nos muestra por qué no deben volver. Excepto la gente muy trastornada o anciana, todo el mundo, más pronto o más tarde, hace esfuerzos por olvidarlos. Evita pensar en ellos, y cuando no lo puede remediar por alguna razón, se amohína, se entristece, se detiene, se le saltan las lágrimas, y se ve impedido de continuar hasta que se sacude el pensamiento oscuro o aborta la rememoración. A la larga, no te engañes, incluso a la media, todo el mundo acaba por sacudirse a los muertos, ese es su destino final, y lo más probable es que ellos se mostraran conformes con esa medida, y que, una vez conocida y probada su condición, no estuvieran tampoco dispuestos a regresar. Quien haya cesado en la vida, quien se haya desentendido de ella, aunque no haya sido por su voluntad sino por asesinato y a su gran pesar, no querría reincorporarse, reanudar la fatiga enorme de existir. Mira, el Coronel Chabert ha sufrido incomparables padecimientos y ha visto lo que todos tenemos por los mayores horrores, los de la guerra; uno diría que nadie podría darle lecciones de espanto a quien hubiera participado en despiadadas batallas libradas bajo un frío inhumano, como en Eylau, y esa no fue la primera en la que él tomó parte, sino la última; allí se enfrentaron dos ejércitos de setenta y cinco mil hombres cada uno; no se sabe con exactitud cuántos murieron, pero se dice que quizá no fueron menos de cuarenta mil, y que se combatió durante catorce horas o más para bien poco: los franceses se adueñaron del campo, pero éste no era más que una vasta extensión nevada con cadáveres amontonados, y el Ejército ruso quedó muy dañado cuando se retiró, pero no destruido. Los franceses estaban tan maltrechos y exhaustos, y tan ateridos, que durante cuatro horas, con la noche entrada, ni siquiera se dieron cuenta de que sus enemigos se iban silenciosamente. No habrían estado en condiciones de perseguirlos. Se cuenta que a la mañana siguiente el Mariscal Ney recorrió el campo a caballo y que el único comentario que salió de sus labios reflejó una mezcla de sobrecogimiento, hastío y desaprobación: ‘¡Qué matanza! Y sin resultado’. Y sin embargo, pese a todo esto, no es precisamente el militar, no es Chabert, sino el abogado, Derville, que no ha visto nunca una carga de caballería ni una herida de bayoneta ni los estragos de un cañonazo, que se ha pasado la vida metido en su despacho o en los tribunales, a salvo de la violencia física, sin apenas salir de París, quien al final de la novela se permite hablar e ilustrarnos sobre los horrores a que ha asistido a lo largo de su carrera, una carrera civil, ejercida no en la guerra sino en la paz, no en el frente sino en la retaguardia. Le dice a su antiguo empleado Godeschal, que ahora se va a estrenar como abogado: ‘¿Sabe usted, querido amigo, que en nuestra sociedad existen tres hombres, el Sacerdote, el Médico y el Hombre de justicia, que no pueden estimar el mundo? Tienen vestimentas negras, quizá porque llevan el duelo de todas las virtudes, de todas las ilusiones. El más desgraciado de los tres es el abogado’. Cuando la gente acude al sacerdote, le explica, lo hace con remordimiento, con arrepentimiento, con creencias que la engrandecen y le confieren interés, y que en cierto modo consuelan el alma del mediador. ‘Pero nosotros los abogados’ —y aquí Díaz-Varela me leyó en español de la última página de la novela, traduciendo sobre la marcha sin duda, no es que se hubiera preparado una versión—, ‘nosotros vemos repetirse los mismos sentimientos malvados, nada los corrige, nuestros bufetes son cloacas que no se pueden limpiar. ¡De cuántas cosas no me he enterado al desempeñar mi cargo! ¡He visto morir a un padre en un granero, sin blanca, abandonado por dos hijas a las que había donado cuarenta mil libras de renta! He visto arder testamentos; he visto a madres despojar a sus hijos, a maridos robar a sus mujeres, a mujeres matar a sus maridos valiéndose del amor que les inspiraban para volverlos locos o imbéciles, a fin de vivir en paz con un amante. He visto a mujeres darle al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor. No puedo decirle todo lo que he visto, porque he visto crímenes contra los que la justicia es impotente. En fin, todos los horrores que los novelistas creen inventar se quedan siempre por debajo de la verdad. Va usted a conocer todas estas cosas tan bonitas, a usted se las dejo; yo me voy a vivir al campo con mi mujer, París me produce horror.’

Díaz-Varela cerró el pequeño volumen y guardó el breve silencio que conviene a cualquier final. No me miró, permaneció con la vista fija en la cubierta, como si dudara si volverlo a abrir, si volver a empezar. Yo no pude por menos de preguntar otra vez por el Coronel:

–¿Y cómo acabó Chabert? Supongo que mal, si la conclusión es tan pesimista. Pero también es una visión muy parcial, lo admite el propio personaje: la de uno de los tres hombres que no pueden estimar el mundo, la del más desgraciado, según él. Por fortuna hay muchas más, y la mayoría difiere de la de esos tres.

Pero no me contestó. De hecho tuve la impresión, inicialmente, de que ni siquiera me había oído.

–Así termina el relato —dijo—. Bueno, casi: Balzac le hace responder a ese Godeschal una frase que no viene a cuento y que está a punto de anular la fuerza de esta visión que te acabo de leer; en fin, es un defecto menor. Esta novela fue escrita en 1832, hace ciento ochenta años, aunque la conversación entre los dos abogados, el veterano y el novel, Balzac la sitúa extrañamente en 1840, es decir, en lo que en aquel momento era el futuro, en una fecha en la que ni siquiera podía tener la seguridad de ir a vivir, como si supiera a ciencia cierta que nada iba a cambiar, no ya en los siguientes ocho años sino jamás. Si esa fue su intención, tenía toda la razón. No es sólo que las cosas sigan siendo hoy como las describió entonces o quizá peor, pregúntale a cualquier abogado. Es que siempre han sido así. El número de crímenes impunes supera con creces el de los castigados; del de los ignorados y ocultos ya no hablemos, por fuerza ha de ser infinitamente mayor que el de los conocidos y registrados. En realidad es natural que sea Derville, no Chabert, el encargado de hablar de los horrores del mundo. Al fin y al cabo un soldado juega relativamente limpio, se sabe a lo que va, no traiciona ni engaña y actúa no sólo obedeciendo órdenes, sino por necesidad: es su vida o la del enemigo, que quiere quitársela o más bien se encuentra en la misma disyuntiva que él. El soldado no suele obrar por propia iniciativa, no concibe odios ni resentimientos ni envidias, no lo mueven la codicia a largo plazo ni la ambición personal; carece de motivos, más allá de un patriotismo vago, retórico y hueco, eso los que lo sientan y se dejen convencer: pasaba en tiempos de Napoleón, ahora ya rara vez, ese tipo de hombre ya casi no existe, al menos en nuestros países con sus ejércitos de mercenarios. Las carnicerías de las guerras son espantosas, sí, pero quienes intervienen en ellas las ejecutan tan sólo y no las maquinan, ni siquiera las maquinan del todo los generales ni los políticos, que tienen una visión cada vez más abstracta e irreal de esas matanzas y desde luego no asisten a ellas, hoy menos que nunca; en verdad es como si enviaran al frente o a bombardear a soldaditos de juguete cuyos rostros jamás ven, o bien, hoy en día, supongo, como si activaran y se entregaran a un juego más de ordenador. En cambio los crímenes de la vida civil sí que dan escalofríos, dan pavor. Quizá no tanto por ellos, que son menos llamativos y están dosificados y esparcidos, uno aquí, otro allá, al darse en forma de goteo parece que clamen menos al cielo y no levantan oleadas de protestas por incesante que sea su sucesión: cómo podría ser, si la sociedad convive con ellos y está impregnada de su carácter desde tiempo inmemorial. Pero sí por su significado. Ahí participan siempre la voluntad individual y el motivo personal, cada uno es concebido y urdido por una sola mente, a lo sumo por unas pocas si se trata de una conspiración; y hacen falta muchas distintas, separadas unas de otras por kilómetros o años o siglos, en principio no expuestas al contagio mutuo, para que se cometan tantísimos como ha habido y aún hay; lo cual, en cierto sentido, resulta más descorazonador que una carnicería masiva ordenada por un solo hombre, por una sola mente a la que siempre podremos considerar una inhumana y desdichada excepción: la que declara una guerra injusta y sin cuartel o inicia una feroz persecución, la que dictamina un exterminio o desencadena una yihad. Lo peor no es esto, con ser atroz, o lo es sólo cuantitativamente. Lo peor es que tantos individuos dispares de cualquier época y país, cada uno por su cuenta y riesgo, cada uno con sus pensamientos y fines particulares e intransferibles, coincidan en tomar las mismas medidas de robo, estafa, asesinato o traición contra sus amigos, sus compañeros, sus hermanos, sus padres, sus hijos, sus maridos, sus mujeres o amantes de los que ya se quieren deshacer. Contra aquellos a los que probablemente más quisieron alguna vez, por quienes en otro tiempo habrían dado la vida o habrían matado a quien los amenazara, es posible que se hubieran enfrentado a sí mismos de haberse visto en el futuro, dispuestos a asestarles el golpe definitivo que ahora ya se aprestan a descargar sobre ellos sin remordimiento ni vacilación. Es a esto a lo que se refiere Derville: ‘Nosotros vemos repetirse los mismos sentimientos malvados, nada los corrige, nuestros bufetes son cloacas que no se pueden limpiar... No puedo decirle todo lo que he visto...’. —Díaz-Varela citó esta vez de memoria y se paró, quizá porque no recordaba más, quizá porque no tenía objeto seguir. Volvió a fijar la vista en la cubierta, cuya ilustración era un cuadro con la cara de un húsar, o eso me pareció, con nariz aguileña, mirada perdida, largo bigote curvo y morrión, posiblemente de Géricault; y añadió, como si abandonara esa misma mirada perdida y saliera de una ensoñación—: Es una novela bastante famosa, aunque yo no lo sabía. Hasta se han hecho tres películas de ella, imagínate.

Cuando alguien está enamorado, o más precisamente cuando lo está una mujer y además es al principio y el enamoramiento todavía posee el atractivo de la revelación, por lo general somos capaces de interesarnos por cualquier asunto que interese o del que nos hable el que amamos. No solamente de fingirlo para agradarle o para conquistarlo o para asentar nuestra frágil plaza, que también, sino de prestar verdadera atención y dejarnos contagiar de veras por lo que quiera que él sienta y transmita, entusiasmo, aversión, simpatía, temor, preocupación o hasta obsesión. No digamos de acompañarlo en sus reflexiones improvisadas, que son las que más atan y arrastran porque asistimos a su nacimiento y las empujamos, y las vemos desperezarse y vacilar y tropezar. De pronto nos apasionan cosas a las que jamás habíamos dedicado un pensamiento, cogemos insospechadas manías, nos fijamos en detalles que nos habían pasado inadvertidos y que nuestra percepción habría seguido omitiendo hasta el fin de nuestros días, centramos nuestras energías en cuestiones que no nos afectan más que vicariamente o por hechizo o contaminación, como si decidiéramos vivir en una pantalla o en un escenario o en el interior de una novela, en un mundo ajeno de ficción que nos absorbe y entretiene más que el nuestro real, el cual dejamos temporalmente en suspenso o en un segundo lugar, y de paso descansamos de él (nada tan tentador como entregarse a otro, aunque sólo sea con la imaginación, y hacer nuestros sus problemas y sumergirnos en su existencia, que al no ser la nuestra ya es más leve por eso). Tal vez sea excesivo expresarlo así, pero nos ponemos inicialmente al servicio de quien nos ha dado por querer, o por lo menos a su disposición, y la mayoría lo hacemos sin malicia, esto es, ignorando que llegará un día, si nos afianzamos y nos sentimos firmes, en que él nos mirará desilusionado y perplejo al comprobar que en realidad nos trae sin cuidado lo que antaño nos suscitaba emoción, que nos aburre lo que nos cuenta sin que él haya variado de temas ni éstos hayan perdido interés. Será sólo que hemos dejado de esforzarnos en nuestro entusiasta querer inaugural, no que fingiéramos y fuéramos falsas desde el primer instante. Con Leopoldo nunca hubo un ápice de ese esfuerzo, porque tampoco lo hubo de ese voluntarioso e ingenuo e incondicional querer; sí en cambio con Díaz-Varela, con quien me volqué íntimamente —es decir, con prudencia y sin agobiarlo, ni casi hacérselo notar– pese a saber de antemano que él no podría corresponderme, que él estaba a su vez al servicio de Luisa y que además llevaba por fuerza mucho tiempo esperando su oportunidad.

Me llevé la novelita de Balzac (sí, sé francés) porque él la había leído y me había hablado de ella, y cómo no interesarme por lo que le había interesado a él si estaba en la fase del enamoramiento en que éste es una revelación. También por curiosidad: quería averiguar qué le había ocurrido al Coronel, aunque ya suponía que no habría terminado bien, que no habría reconquistado a su mujer ni recuperado su fortuna ni su dignidad, que acaso habría añorado su condición de cadáver. No había leído nunca nada de ese autor, era un nombre célebre más al que como a tantos otros no me había asomado, es verdad que el trabajo en una editorial impide conocer, paradójicamente, casi todo lo valioso que la literatura ha creado, lo que el tiempo ha sancionado y autorizado milagrosamente a permanecer más allá de su brevísimo instante que cada vez se hace más breve. Pero además me intrigaba saber por qué Díaz-Varela se había fijado y detenido tanto en ella, por qué lo había llevado a esas reflexiones, por qué la utilizaba como demostración de que los muertos están bien así y nunca deben volver, aunque su muerte haya sido intempestiva e injusta, estúpida, gratuita y azarosa como la de Desvern, y aunque ese riesgo no exista, el de su reaparición. Era como si temiera que en el caso de su amigo esa resurrección fuera posible y quisiera convencerme o convencerse del error que significaría, de su inoportunidad, y aun del mal que ese regreso haría a los vivos y también al difunto, como irónicamente había llamado Balzac al superviviente y fantasmal Chabert, de los padecimientos superfluos que les causaría a todos, como si los verdaderos muertos aún pudieran padecer. Asimismo me daba la impresión de que Díaz-Varela se esforzaba por suscribir y dar por cierta la visión pesimista del abogado Derville, sus ideas sombrías sobre la capacidad infinita de los individuos normales (de ti, de mí) para la codicia y el crimen, para anteponer sus intereses mezquinos a cualquier otra consideración de piedad, afecto y hasta temor. Era como si quisiera verificar en una novela —no en una crónica ni en unos anales ni en un libro de historia—, persuadirse a través de ella de que la humanidad era así por naturaleza y lo había sido siempre, de que no había escapatoria y de que no cabía esperar más que las mayores vilezas, las traiciones y las crueldades, los incumplimientos y los engaños que brotaban y se cometían en todo tiempo y lugar sin necesidad de ejemplos previos ni de modelos que imitar, sólo que la mayoría quedaban en secreto, encubiertos, eran subrepticios y jamás salían a la luz, ni siquiera al cabo de cien años, que es justamente cuando a nadie le preocupa saber lo que aconteció tanto tiempo atrás. Y no había llegado a decirlo, pero era fácil deducir que ni siquiera creía que hubiera muchas excepciones, aunque quizá sí unas pocas de los seres cándidos, sino más bien que donde parecía haberlas lo que en verdad solía haber era mera falta de imaginación o de audacia, o bien mera incapacidad material para llevar a cabo el desvalijamiento o el crimen, o bien ignorancia nuestra, desconocimiento de lo que la gente había hecho o planeado o mandado ejecutar, conseguida ocultación.

Al llegar al final de la novela, a las palabras de Derville que Díaz-Varela me había recitado improvisando en español, me llamó la atención que hubiera incurrido en un error de traducción, o acaso era que había entendido mal, tal vez involuntariamente o tal vez a propósito para cargarse aún más de razón; quizá había querido o había optado por leer algo que no estaba en el texto y que, en su equivocada interpretación, deliberada o no, reforzaba lo que él trataba de suscribir y subrayaba lo despiadados que eran los hombres, o en este caso las mujeres. Él había citado así: ‘He visto a mujeres darle al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor’. Al oír esa frase se me había helado la sangre, porque suele estar fuera de nuestras cabezas la idea de que una madre haga distinciones entre sus criaturas, más aún que las haga en función de quiénes sean los padres, de cuánto hayan amado a uno o detestado o padecido a otro, y todavía más que sea capaz de causarle la muerte al primer vástago en beneficio del preferido, administrándole a aquél con añagaza un veneno, aprovechándose de su confianza ciega en la persona que lo trajo al mundo, que lo ha alimentado y cuidado y sanado durante su existencia entera, quizá en forma de curativas gotas contra la tos. Pero no era eso lo que decía el original, en la novela no se leía ‘J’ai vu des femmes donnant à l’enfant d’un premier lit des gouttes qui devaient amener sa mort... , sino ‘des goûts’, que no significa ‘gotas’ sino ‘gustos’, aunque aquí no cupiera traducirlo así, porque sería como mínimo ambiguo e induciría a confusión. Sin duda Díaz-Varela tenía mejor francés que yo, si había estudiado en el Liceo, pero me atreví a pensar que el equivalente más adecuado a lo que escribió Balzac sería algo semejante a esto: ‘He visto a mujeres inculcarle al hijo de un primer lecho aficiones’ (o quizá ‘inclinaciones’) ‘que debían acarrearle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor’. Bien mirado, tampoco era demasiado clara la frase según esta interpretación, ni demasiado fácil imaginarse a qué se refería exactamente Derville. ¿Darle, inculcarle aficiones que le acarrearían la muerte? ¿Acaso la bebida, el opio, el juego, una mentalidad criminal? ¿El gusto por el lujo sin el que ya no se podría pasar y que lo llevaría a delinquir para procurárselo, la lascivia enfermiza que lo expondría a infecciones o lo impulsaría a violar? ¿Un carácter tan medroso y débil que lo empujaría al suicidio al primer revés? Sí, era oscura y casi enigmática. Fuera lo que fuese, en todo caso, cuán a largo plazo se produciría esa deseada, esa maquinada muerte, cuán lento el plan, o prolongada la inversión. Y al mismo tiempo, de ser así, el grado de perversidad de esa madre sería mucho mayor que si se limitara a darle a su primogénito unas gotas asesinas disimuladas, que tal vez sólo un médico inquisitivo y terco sabría detectar. Hay una diferencia entre educar a alguien para su perdición y su muerte y matarlo sin más, y normalmente creemos que lo segundo es más grave y más condenable, la violencia nos horroriza, la acción directa nos escandaliza más, o acaso es que en ella no hay lugar para la duda ni para la excusa, quien la ejecuta o comete no puede parapetarse en nada, ni en el equívoco ni en el accidente ni en un mal cálculo ni en ningún error. Una madre que echó a perder a su hijo, que lo malcrió o desvió intencionadamente, siempre podría decir ante las consecuencias nefastas: ‘Ah no, yo no quería. Dios mío, qué torpe fui, ¿cómo imaginar este resultado? Siempre lo hice todo por amor excesivo y con la mejor intención. Si lo protegí hasta tornarlo cobarde, o le di caprichos hasta torcerlo y convertirlo en un déspota, fue buscando siempre su felicidad. Qué ciega y dañina fui’. Y aun sería capaz de llegar a creérselo ella misma, mientras que le sería imposible pensar o contarse nada parecido si el vástago hubiera muerto a sus manos, por obra suya y en el momento decidido por ella. Es muy distinto causar la muerte, se dice quien no empuña el arma (y nosotros seguimos su razonamiento sin advertirlo), que prepararla y aguardar a que venga sola o a que caiga por su propio peso; también que desearla, también que ordenarla, y el deseo y la orden se mezclan a veces, llegan a ser indistinguibles para quienes están acostumbrados a ver aquéllos satisfechos nada más expresarlos o insinuarlos, o a hacer que se cumplan nada más concebirlos. Por eso los más poderosos y los más arteros no se manchan nunca las manos ni casi tampoco la lengua, porque así les cabe la posibilidad de decirse en sus días más autocomplacientes, o en los más acosados y fatigados por la conciencia: ‘Ah, al fin y al cabo yo no fui. ¿Acaso estaba presente, acaso cogí la pistola, la cuchara, el puñal, lo que acabara con él? Ni siquiera estaba allí cuando murió’.

Empecé no a sospechar, pero sí a preguntarme, cuando una noche, tras volver de casa de Díaz-Varela de buen humor y animada, ya acostada frente a mis árboles agitados y oscuros, me sorprendí deseando, o fue más bien fantaseando con la posibilidad de que Luisa muriera y me dejara el campo libre con él, ella que no hacía nada por ocuparlo. Nos llevábamos bien, me interesaba cuanto me contaba o yo estaba dispuesta a que me interesase sin que me costara el menor esfuerzo lograrlo, y a él era evidente que le agradaba y divertía mi compañía, desde luego en la cama pero también fuera de ella, y es esto último lo determinante, o si lo primero es necesario no basta, es insuficiente sin lo segundo, y yo contaba con ambas ventajas. En momentos vanidosos tendía a pensar que, de no tener él aquella vieja fijación, aquella antigua pasión cerebral —no me atrevía a llamarlo aquel viejo proyecto, porque eso habría implicado sospecha y ésta aún no me había asaltado—, no sólo habría estado contento conmigo, sino que me le habría hecho imprescindible paulatinamente. A veces tenía la sensación de que no podía abandonarse conmigo —es decir, entregárseme– porque había decidido en su cabeza, hacía tiempo, que era Luisa la persona elegida, y además lo había sido con el convencimiento que otorga carecer de toda esperanza, cuando no existía la más remota posibilidad de ver cumplido su sueño y ella era la mujer de su mejor amigo al que los dos tanto querían. Tal vez hasta la había convertido en un pretexto ideal para no comprometerse nunca lo bastante con nadie, para saltar de una mujer a otra y que ninguna tuviera mucha duración ni importancia, porque él estaba mirando de reojo siempre hacia otro lado, o por encima de sus hombros mientras las abrazaba despierto (por encima de nuestros hombros, yo ya debía incluirme entre las así abrazadas). Cuando uno desea algo largo tiempo, resulta muy difícil dejar de desearlo, quiero decir admitir o darse cuenta de que ya no lo desea o de que prefiere otra cosa. La espera nutre y potencia ese deseo, la espera es acumulativa para con lo esperado, lo solidifica y lo vuelve pétreo, y entonces nos resistimos a reconocer que hemos malgastado años aguardando una señal que cuando por fin se produce ya no nos tienta, o nos da infinita pereza acudir a su llamada tardía de la que ahora desconfiamos, quizá porque no nos conviene movernos. Uno se acostumbra a vivir pendiente de la oportunidad que no llega, en el fondo tranquilo, a salvo y pasivo, en el fondo incrédulo de que nunca vaya a presentarse.


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