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Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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Vi que los camareros de la cafetería, tras parlamentar un rato en la barra, se acercaron juntos hasta su mesa con paso rígido más que solemne y, aunque le hablaron con timidez y en voz muy queda, oí que le expresaban sus condolencias someramente: ‘Queríamos decirle que hemos sentido mucho lo de su marido, siempre fue amabilísimo’, le dijo uno. Y el otro añadió la fórmula anticuada y huera: ‘La acompañamos en el sentimiento. Una desgracia’. Ella se lo agradeció con su deslucida sonrisa y nada más, me pareció comprensible que no quisiera entrar en detalles ni comentar ni espaciarse. Al levantarme tuve el impulso de hacer lo mismo que ellos, pero no me atreví a agregar otra interrupción a su apática charla con las amigas. Además, ya se me había hecho tarde y no quería llegar al trabajo con excesivo retraso, ahora que me había enmendado y solía estar puntualmente en mi puesto.

Transcurrió un mes más antes de que volviera a verla, y aunque las hojas ya caían y el aire empezaba a ser fresco, aún había quienes preferíamos desayunar en el exterior —desayunos veloces, de gente con prisa que se encerraría durante muchas horas y a la que no le daba tiempo a enfriarse; la mayoría en silencio y soñolienta, como yo misma– y todavía no se habían retirado las mesas de la acera. Luisa Alday llegó esta vez con sus dos niños y pidió sendos helados para ellos. Me figuré —un remoto recuerdo de mi propia infancia– que los habría llevado en ayunas a hacerse un análisis de sangre y que los compensaba luego con un capricho por el hambre pasada y por el pinchazo, y además les permitía saltarse la primera hora de clase. La niña estaba muy pendiente de su hermano, unos cuatro años menor que ella, y me dio la impresión de que también se ocupaba de Luisa a su manera, como si a ratos intercambiaran los papeles o, si no tanto, ambas se disputaran un poco el de madre, en los escasos terrenos en que tal cosa era posible. Quiero decir que, mientras la niña se tomaba su helado en una copa, con minuciosidad infantil en el manejo de la cucharilla, vigilaba que a Luisa no se le quedara el café frío y la instaba a tomárselo. También la observaba de reojo, como si acechara sus gestos y expresiones, y si la veía con la mirada demasiado ida, abismándose en sus pensamientos, se dirigía a ella al instante, haciéndole algún comentario o pregunta o tal vez contándole algo, como si quisiera impedir que se perdiera del todo y le dieran lástima sus ensimismamientos. Cuando apareció un coche y se situó en doble fila e hizo sonar muy levemente el claxon, y los niños se pusieron en pie, cogieron sus mochilas, besaron rápidamente a su madre y se encaminaron agarrados de la mano hacia él con la certeza de que venía a por ellos, tuve la sensación de que la cría se separaba con más preocupación de Luisa que a la inversa (fue aquélla la que le hizo a ésta una caricia fugaz en la mejilla, como si le recomendara comportarse y no meterse en líos o procurara dejarle algún consuelo táctil hasta el momento de reencontrarse). Aquel coche venía a recogerlos sin duda para acercarlos al colegio. Miré quién lo conducía, no pude evitarlo con una instantánea aceleración del pulso, porque aunque no entiendo de automóviles y me parecen todos iguales, este lo reconocí al primer golpe de vista: era el mismo en que Deverne solía montarse cuando se iba a su trabajo, dejando a su mujer un rato más en la cafetería, sola o con alguna amiga. Seguramente era también el mismo que había conducido y estacionado en persona junto a la Escuela de Ingenieros Industriales, y del que se había bajado en tan mala hora el día de su cumpleaños. Había un hombre al volante, pensé que sería aquel chófer con el que se alternaba y que podía haberlo sustituido en la fecha fatídica, que podía haber muerto por él, a quien acaso quería matarse de veras o el matar iba dirigido y que se había librado por poco en consecuencia —por un azar, quién sabía, tal vez había tenido que ir al médico aquel día—. Si lo era, no vestía uniforme. No lo vi bien, medio tapado por los otros vehículos en primera fila; sin embargo me pareció un hombre atractivo. No es que se asemejara a Miguel Desvern, pero algo había en común entre ellos o por lo menos no eran de tipo opuesto, una confusión era explicable, sobre todo para un trastornado. Luisa, desde su mesa, le dijo adiós con la mano, o fueron hola y adiós sostenidos, desde su llegada hasta su marcha. Sí, alzó y bajó la mano tres o cuatro veces, un poco absurdamente, mientras el coche estuvo parado. Reiteró el ademán con unos ojos absortos que quizá veían sólo al fantasma. O el adiós era a los hijos. No logré ver si el conductor le devolvía algún saludo.

Fue entonces cuando decidí acercarme a ella. Ya habían desaparecido los niños en el antiguo automóvil del padre, se había quedado sola, no estaba con ninguna compañera de trabajo ni madre del colegio ni amiga. Daba vueltas con la cucharilla larga y pringosa a los restos de helado que se había dejado el hijo pequeño en su copa, como si quisiera hacerlos líquido al instante sin pensar en lo que hacía, acelerar el que iba a ser su destino en todo caso. ‘Cuántos ratos eternos tendrá en que no sabrá cómo ayudar a avanzar el tiempo’, pensé, ‘si es que se trata de eso, que no creo. Se espera a que transcurra el tiempo en la ausencia pasajera del otro —del marido, del amante—, y en la indefinida, y en la que no es definitiva pese a tener pinta de serlo y a que nos lo susurre persistente el instinto, al que decimos: “Calla, calla, apaga esa voz, todavía no quiero oírte, aún me faltan las fuerzas, no estoy lista”. Cuando uno ha sido abandonado, se puede fantasear con un retorno, con que al abandonador se le hará la luz un día y volverá a nuestra almohada, incluso si sabemos que ya nos ha sustituido y que está enfrascado en otra mujer, en otra historia, y que sólo va a acordarse de nosotras si de pronto le va mal en la nueva, o si insistimos y nos hacemos presentes contra su voluntad e intentamos preocuparlo o ablandarlo o darle lástima o vengarnos, hacerle sentir que nunca se librará de nosotras del todo, que no queremos ser un recuerdo menguante sino una sombra inamovible que lo va a rondar y acechar siempre; y hacerle la vida imposible, y en realidad hacerlo odiarnos. En cambio no se puede fantasear con un muerto, a no ser que perdamos el juicio, hay quienes eligen perderlo, aunque sea transitoriamente, quienes consienten en ello mientras logran convencerse de que lo sucedido ha sucedido, lo inverosímil y aun lo imposible, lo que ni siquiera cabía en el cálculo de probabilidades por el que nos regimos para levantarnos a diario sin que una nube plomiza y siniestra nos inste a cerrar los ojos de nuevo, pensando: “Bah, si estamos todos condenados. En realidad no vale la pena. Hagamos lo que hagamos, estaremos sólo esperando; como muertos de permiso, según dijo una vez alguien”. No me pega, sin embargo, que Luisa haya perdido así el juicio, no es más que una intuición, no la conozco. Y si no lo ha perdido, entonces qué aguarda, y cómo pasa las horas, los días, las semanas y los ya meses, con qué fin puede empujar el tiempo o huye de él y se sustrae, y de qué modo se lo aparta ahora mismo, en este instante. No sabe que yo voy a acercarme y a hablarle, como los camareros la última vez que la vi en este sitio, jamás la he visto en ningún otro. No sabe que voy a echarle una mano y a borrarle un par de minutos con mis convencionales palabras, quizá tres o cuatro a lo sumo si me contesta algo más que “Gracias”. Todavía le quedarán centenares hasta que venga en su socorro el sueño y le enturbie la conciencia que cuenta, la conciencia es la que va siempre contando: uno, dos, tres y cuatro; cinco, seis, y siete y ocho, y así indefinidamente sin pausa hasta que deja de haber conciencia.’

–Perdone la intromisión —le dije de pie; ella no se levantó inmediatamente—. Me llamo María Dolz y no me conoce. Pero he coincidido aquí durante años con usted y con su marido a la hora del desayuno. Sólo quería decirle lo muchísimo que lamenté lo ocurrido, lo que le pasó a él y lo que estará pasando usted desde entonces. Lo leí en la prensa, con retraso, después de echarlos de menos bastantes mañanas. Aunque no los conocía más que de vista, se notaba que se llevaban muy bien y me resultaban ustedes muy simpáticos. De verdad que lo he sentido mucho.

Me di cuenta de que con mi penúltima frase también la había matado a ella, había utilizado el tiempo pretérito para referirme a los dos, no sólo al difunto. Busqué cómo arreglarlo pero no se me ocurrió ninguna manera que no complicara innecesariamente las cosas o no fuera muy torpe. Supuse que me habría entendido: los dos como pareja me resultaban gratos, y como tal ya no existían. Entonces pensé que quizá le había subrayado lo que ella procuraba suspender o confinar a una especie de limbo a cada instante, pues le sería imposible olvidarlo o negárselo: que en ningún caso eran dos, y ella no formaba ya parte de ninguna pareja. Iba a añadir: ‘Nada más, no la entretengo, sólo quería decirle eso’, y a darme media vuelta y marcharme, cuando Luisa Alday se puso en pie sonriendo —era una sonrisa abierta que no podía evitar, aquella mujer no tenía doblez ni malicia, hasta podía ser ingenua– y me cogió afectuosamente del hombro y me dijo:

–Sí, claro que te conocemos de vista, también nosotros. —Me tuteó sin dudarlo pese a mi tratamiento inicial, éramos de la misma edad más o menos, quizá me llevaba un par de años; habló en plural y en presente de indicativo, como si aún no se hubiera acostumbrado a ser una en la vida, o acaso como si se considerara ya del otro lado, tan muerta como su marido y por tanto en la misma dimensión o territorio: como si no se hubiera separado de él todavía en todo caso, y no viera razón alguna para renunciar a aquel ‘nosotros’ que seguramente la había conformado durante casi un decenio y del que no iba a desprenderse en unos míseros tres meses. Aunque a continuación sí pasó al imperfecto, quizá el verbo se lo exigía—. Te llamábamos la Joven Prudente. Ya ves, hasta tenías nombre para nosotros. Gracias por lo que me has dicho, ¿no quieres sentarte? —Y me señaló una de las sillas que habían ocupado sus hijos, mientras mantenía su mano en mi hombro, ahora tuve la sensación de que le era un sostén o un asidero. Estuve segura de que, de haber hecho yo un mínimo gesto de aproximación, se me habría abrazado naturalmente. Se la veía frágil, como un espectro reciente que vacila y no se ha convencido aún de serlo.

Miré el reloj, ya era tarde. Quería preguntarle por aquel apodo mío, me sentí sorprendida y levemente halagada. Se habían fijado en mí, se referían a mí, me tenían identificada. Sonreí sin querer, las dos sonreíamos con una alegría tímida, la de dos personas que se reconocen en medio de unas circunstancias tristísimas.

–¿La Joven Prudente? —dije.

–Sí, eso es lo que nos pareces. —De nuevo volvió al presente de indicativo, como si Deverne estuviera en casa y siguiera vivo o ella no pudiera arrancarse de él más que en algunos conceptos—. ¿No te habrá molestado, por favor, espero? Pero siéntate.

–No, cómo va a molestarme, yo también los llamaba a ustedes algo, mentalmente. —No era que no quisiera tutearla a mi vez, sino que no me atrevía a hacerlo con el marido, y en esa frase había vuelto a incluirlo. Tampoco puede uno referirse por el nombre de pila a un muerto al que no ha conocido. O no debe, hoy nadie observa estos matices, todo el mundo se toma confianzas—. Ahora no puedo quedarme, cuánto lo siento, tengo que entrar al trabajo. —Volví a mirar el reloj maquinalmente o para corroborar mi prisa, sabía bien qué hora era.

–Claro. Si quieres quedamos más tarde, pásate por casa, ¿a qué hora sales? ¿En qué trabajas? ¿Y cómo nos llamabas? —Me tenía aún la mano en el hombro, no noté conminación, más bien ruego. Un ruego superficial, eso sí, del momento. Si le decía que no, probablemente a la tarde ya se habría olvidado de nuestro encuentro.

No contesté a su penúltima pregunta —no había tiempo– y menos aún a la última: decirle que para mí eran la Pareja Perfecta podría haberle añadido dolor y amargura, al fin y al cabo iba a quedarse sola de nuevo, en cuanto yo me fuera. Pero le dije que sí, que me pasaría a la salida del trabajo si le venía bien, a media tarde, hacia las seis y media o las siete. Le pregunté las señas, me las dio, era bastante cerca. Me despedí posando mi mano en la suya un instante, la que me tocaba el hombro, y aproveché el contacto para apretársela y retirársela luego, ambas cosas suavemente, parecía agradecer que lo hubiera, algún contacto. Ya me disponía a cruzar la calle cuando caí en la cuenta. Tuve que volver sobre mis pasos.

–Qué tonta soy, se me había olvidado —le dije—. No sé cómo te llamas.

Sólo entonces me enteré, su nombre no había aparecido en ningún periódico y yo no había visto las esquelas.

–Luisa Alday —me contestó—. Luisa Desvern —se corrigió. En España la mujer no pierde el apellido de soltera al casarse, me pregunté si habría decidido llamarse ahora así, como un acto de lealtad u homenaje—. Bueno, sí, Luisa Alday —rectificó, repitió. Seguro que se había pensado así siempre—. Has hecho bien en acordarte, porque en el portal no figura Miguel, sólo yo. —Se quedó pensativa y añadió—: Era una precaución suya, su apellido se asocia a negocios. Mira de lo que ha servido.

—Lo más extraño de todo es que me ha cambiado el pensamiento —me dijo también aquella tarde o cuando ya se hizo de noche en el salón de su casa, Luisa sentada en el sofá y yo en una butaca cercana, le había aceptado un oporto, que era lo que había decidido tomar ella; lo bebía a sorbos pequeños pero frecuentes, se había ido sirviendo y ya llevaba tres copitas, si no me equivocaba; sabía cómo cruzar las piernas naturalmente, le quedaban elegantes siempre, iba alternándolas, ahora la derecha encima, ahora la izquierda, ese día vestía falda y calzaba zapatos escotados y acharolados negros de tacón bajo aunque muy fino, le daban un aspecto de norteamericana educada, las suelas eran en cambio muy claras, casi blancas, como si fueran de zapatos sin estrenar, hacían contraste; de vez en cuando entraban los niños o uno de ellos a contar o a preguntar o a dirimir algo, veían la televisión en una habitación contigua, era como una extensión del salón ya que carecía de puerta, Luisa me había explicado que tenían otro aparato en la alcoba de la niña, pero ella prefería que no anduvieran lejos y poder oírlos, por si pasaba algo o se peleaban y también por la compañía, es decir, los obligaba a estar al lado, si no a la vista sí al oído, al fin y al cabo no le impedían concentrarse porque le era imposible concentrarse en nada, a eso había renunciado para siempre, creía que sería para siempre, a leer un libro o ver una película enteros, a preparar una clase de otro modo que no fuera a salto de mata o en el taxi camino de la Facultad, y sólo lograba escuchar música a ratos, piezas breves o canciones o un solo movimiento de una sonata, cualquier cosa larga la cansaba e impacientaba; alguna serie de televisión también seguía, los episodios no duran mucho, se las compraba ahora en DVD para poder retroceder cuando se despistaba, le costaba mantener la atención, la mente se le iba a otros sitios, o siempre al mismo, a Miguel, a la última vez que lo había visto con vida que también era la última que yo lo había visto, al parquecito apacible de la Escuela de Ingenieros de la Castellana, junto al que lo habían apuñalado y apuñalado y apuñalado con una navaja tipo mariposa de las que por lo visto están prohibidas—. No sé, es como si tuviera otra cabeza, se me ocurren continuamente cosas que antes nunca habría pensado —decía con sincera extrañeza, los ojos muy abiertos, rascándose una rodilla con las yemas de los dedos como si le picara, seguramente era inquietud del ánimo tan sólo—. Como si fuera otra persona desde entonces, u otro tipo de persona, con una configuración mental desconocida y ajena, alguien dado a hacer asociaciones y a sobresaltarse con ellas. Oigo la sirena de una ambulancia o de la policía o de los bomberos y pienso en quién se estará muriendo o quemando o a lo mejor asfixiando, y al instante me viene la idea angustiosa de que cuantos oyeran la de los guardias que se presentaron allí para detener al gorrilla, o la de la UVI móvil del Samur que asistió y recogió a Miguel en la calle, lo harían distraídamente o incluso sintiéndolas como un incordio, qué manera de pitar, ya sabes, lo que normalmente nos decimos todos, qué exageración, vaya estrépito, seguro que no será para tanto. Casi nunca nos preguntamos con qué desgracia concreta se corresponden, son un sonido familiar de la ciudad y además un sonido sin contenido específico, una mera molestia ya vacía o abstracta. Antes, cuando no había muchas ni pitaban tan fuerte, ni se sospechaba que los conductores las utilizaran sin causa, para ir más rápido y que les abran paso, la gente se asomaba a los balcones para saber qué ocurría, e incluso confiaba en que se lo contaran los periódicos del día siguiente. Ahora ya no nos asomamos nadie, esperamos a que se alejen y a que saquen de nuestro campo auditivo al enfermo, al accidentado, al herido, al casi muerto, para que así no nos conciernan ni nos pongan los nervios de punta. Ahora ya he vuelto a no asomarme, pero durante las primeras semanas tras la muerte de Miguel no podía evitar abalanzarme a un balcón o a una ventana e intentar divisar el coche de policía o la ambulancia para seguir su recorrido con la mirada hasta donde pudiera, pero la mayor parte de las veces uno no los ve desde la casa, sólo los oye, de modo que lo dejé estar al poco tiempo, y sin embargo, cada vez que suena una, todavía interrumpo lo que esté haciendo y estiro el cuello y escucho hasta que desaparece, las escucho como si fueran lamentos y ruegos, como si cada una dijera: ‘Por favor, soy un hombre muy grave que se debate entre la vida y la muerte y además no tengo culpa, no he hecho nada para que me acuchillen, bajé de mi coche como tantos días y de repente noté un aguijón en la espalda, y luego otro y otro y otro en otras partes del cuerpo y ni siquiera sé cuántos, me di cuenta de que sangraba por los cuatro costados y de que me tocaba morirme sin haberme hecho a la idea ni habérmelo yo buscado. Déjenme pasar, se lo suplico, ustedes no llevan ni la mitad de prisa, y si hay una posibilidad de salvarme depende de que llegue a tiempo. Hoy es mi cumpleaños y mi mujer no sabe nada, aún me estará aguardando sentada en un restaurante y dispuesta a celebrarlo, me debe de tener un regalo, una sorpresa, no permitan que me encuentre ya muerto’.

Luisa se detuvo y bebió otro sorbo de su copita, fue un gesto más maquinal que otra cosa, de hecho le quedaba sólo una gota. No tenía los ojos idos, sino encendidos, como si las figuraciones, lejos de abstraerla, la pusieran alerta y le dieran momentánea fuerza y la hicieran sentirse más en el mundo real, aunque fuera un mundo real ya pasado. Yo no la conocía apenas, pero iba teniendo la sensación de que su presente le causaba tanto desconcierto que en él era mucho más vulnerable y lánguida que cuando se instalaba en el pasado, incluso en el instante más doloroso y final del pasado, como acababa de hacer ahora. Sus ojos castaños eran bonitos con aquel fulgor, rasgados, uno visiblemente más grande que el otro sin que eso se los afeara en modo alguno, tenían intensidad y viveza mientras ella se ponía en el lugar de Desvern moribundo. Sin duda era una mujer casi guapa, hasta en medio de sus penalidades; cuánto más cuando se la veía alegre, como yo la había visto tantas mañanas.

–Pero él no pudo pensar nada de eso, si no entendí mal lo que traía el periódico —me atreví a apuntar. No sabía qué decir o no había que decir nada, pero tampoco me pareció adecuado permanecer callada.

–No, claro que no —me contestó con celeridad y un leve dejo de desafío—. No lo pudo pensar mientras lo trasladaban al hospital, porque para entonces ya estaba inconsciente y la conciencia no volvió a recobrarla. Pero sí quizá algo parecido, anticipándose, mientras aún lo estaban apuñalando. No dejo de representarme ese momento, esos segundos, los que durara el ataque hasta que él parara de defenderse y ya no se diera cuenta de nada, hasta que perdiera el sentido y ya no experimentara nada, ni desesperación ni dolor ni... —Buscó un instante qué más podría haber experimentado justo antes de caer semimuerto—. Ni despedida. Yo jamás había pensado los pensamientos de nadie, lo que pueda pensar otro, ni siquiera él, no es mi estilo, carezco de imaginación, mi cabeza no da para eso. Y ahora, en cambio, lo hago casi todo el rato. Ya te digo, se me ha alterado el cerebro, y es como si no me reconociera; o a lo mejor, también se me ocurre, como si no me hubiera conocido durante toda mi vida anterior, y tampoco Miguel me hubiera conocido entonces: en realidad no habría podido y habría estado fuera de su alcance, ¿no es extraño?, si la verdadera fuera esta que asocia cosas continuamente, cosas que hace unos meses me habrían parecido dispares e inasociables. Si soy la que soy a raíz de su muerte, para él he sido siempre otra distinta, y habría seguido siendo la que ya no soy, indefinidamente, de haber continuado él con vida. No sé si me entiendes —añadió percatándose de que lo que explicaba era abstruso.

Para mí era casi un trabalenguas, pero más o menos se lo entendía. Pensé: ‘Esta mujer está muy mal, y no es para menos. Su tristeza ha de ser inabarcable, y debe de pasarse el día y la noche dándole vueltas a lo sucedido, imaginándose los últimos instantes conscientes de su marido, preguntándose qué pudo pensar, cuando seguramente no le dio tiempo más que a intentar esquivar los primeros navajazos y a tratar de huir y de zafarse, no me parece probable que le dedicara a ella un pensamiento ni tan siquiera medio, debió de estar sólo concentrado en su avistada muerte y en hacer el máximo por evitarla, y si algo más le cruzó por la mente hubo de ser su estupefacción y su incredulidad y su incomprensión infinitas, pero qué está pasando y cómo es posible, qué hace este hombre y por qué me acuchilla, por qué me ha elegido a mí entre millones y con quién maldito me confunde, no se da cuenta de que no soy yo el causante de sus males, y qué ridículo, qué penoso y estúpido morir así, por una equivocación u obcecación ajena, con esta violencia y a manos de un desconocido o de un personaje tan secundario en mi vida que no le había prestado atención apenas y solamente a instancias suyas, por sus intromisiones y sus destemplanzas, por habérsenos hecho molesto y haber agredido a Pablo un día, un tipo con menos importancia que el farmacéutico de la esquina o el camarero de la cafetería en la que desayuno, alguien anecdótico, insignificante, como si me matara de pronto la Joven Prudente que también está allí todas las mañanas y con la que jamás he cruzado una palabra, personas que son sólo figurantes borrosos o presencias marginales, que habitan en un rincón o en el fondo oscurecido del cuadro y que si desaparecen no echamos de menos ni casi nos percatamos, esto no puede estar sucediendo porque es demasiado absurdo y una mala suerte inconcebible, y encima no voy a poder contárselo a nadie, lo único que muy débilmente nos compensa de las mayores desgracias, uno no sabe nunca qué o quién adoptará el disfraz o la forma de su muerte individual y única, siempre única aunque uno deje el mundo a la vez que otros muchos en una catástrofe masiva, pero tiene ciertas previsiones, una enfermedad heredada, una epidemia, un accidente de coche, uno aéreo, el desgaste de un órgano, un atentado terrorista, un derrumbamiento, un descarrilamiento, un infarto, un incendio, unos ladrones violentos que irrumpen de noche en su casa tras haber planeado el asalto, incluso alguien con quien el azar lo junta en un peligroso barrio en el que se adentró por descuido nada más llegar a una ciudad aún no explorada, en lugares así me he visto en mis viajes, sobre todo cuando era más joven y me desplazaba mucho y me arriesgaba, he notado que algo podía pasarme por imprudencia y desconocimiento en Caracas y en Buenos Aires y en México, en Nueva York y en Moscú y en Hamburgo y hasta en la propia Madrid, pero no aquí sino en otras calles más pendencieras o humilladas o sombrías, no en esta zona tranquila, luminosa y acomodada que es la mía más o menos y que me conozco al dedillo, no al bajarme de mi coche como tantos otros días, por qué hoy y no ayer ni mañana, por qué hoy y por qué yo, podía haberle tocado a otro cualquiera y hasta al mismísimo Pablo fácilmente, que había tenido ya un altercado mucho más serio que el mío, si le hubiera puesto la denuncia cuando esta bestia le pegó el puñetazo, fui yo quien le aconsejó dejarlo, imbécil de mí, me daba lástima este hombre que ni sé cómo se llama y en cambio nos lo habríamos quitado de en medio, y yo tuve mi aviso ayer mismo ahora que lo pienso, fue ayer cuando me increpó y me negué a darle importancia y me apresuré a olvidarlo, debería haber temido y haber sido más cauteloso, no haber aparecido por su territorio durante varios días o hasta que me hubiera quitado de su punto de mira, no haberme puesto hoy a tiro de este demente furioso al que le ha dado por clavarme una y otra vez su navaja que además estará sucísima pero eso es ya lo de menos, no hará falta una infección para mi muerte, me matan más rápido la punta y el filo que hurgan y se retuercen en el interior de mi cuerpo, huele mal todo este hombre, está tan cerca, hará siglos que no se lava, no tendrá dónde, metido siempre en su automóvil abandonado, no me quiero morir con este olor, uno no elige, por qué ha de ser lo último con lo que me envuelva la tierra antes de despedirme, eso y el olor a sangre que ya me invade, olor a hierro y de infancia, que es cuando más se sangra, es la mía, no puede ser otra, la suya, yo no he herido a este loco, es muy fuerte y es nervioso y yo no he podido con él, no tengo con qué rajarlo y él sí me ha abierto y traspasado la piel y la carne, por estos boquetes se me va la vida y me voy desangrando, cuántos van, nada hay que hacer, cuántos van, se me ha acabado’. Y a continuación pensé también: ‘Pero él no pudo pensar nada de eso. O quizá sí, concentradamente’.

—No soy quién para darle consejos a nadie —le dije entonces a Luisa, tras mi prolongado silencio—, pero creo que no deberías pensar tanto en lo que pasó por su cabeza en aquellos momentos. Al fin y al cabo fueron muy breves, en el conjunto de su vida casi inexistentes, quizá no le diera tiempo a pensar nada. No tiene sentido que a ti te duren, en cambio, todos estos meses y quién sabe si más, qué ganas con ello. Y tampoco él gana nada. Por mucho que le des vueltas, lo que no puedes conseguir es haberlo acompañado en aquellos momentos, ni haber muerto con él, ni en su lugar, ni salvarlo. Tú no estabas allí, tú no sabías, eso no puedes cambiarlo aunque te esfuerces. —Me di cuenta de que había sido yo quien se había espaciado más rato en esos pensamientos prestados, bien es verdad que incitada o contagiada por ella, es muy aventurado meterse en la mente de alguien imaginariamente, luego cuesta salir a veces, supongo que por eso tan poca gente lo hace y casi todo el mundo lo evita y prefiere decirse: ‘No soy yo quien está ahí, a mí no me toca vivir lo que le pasa a este, y a santo de qué voy a añadirme sus padecimientos. Ese mal trago no es mío, cada cual beba los suyos’—. Fuera lo que fuese, además, ya pasó, ya no es, ya no cuenta. Él ya no lo está pensando ni está sucediendo.

Luisa se llenó la copa de nuevo, eran muy pequeñas, y se llevó las manos a las mejillas, un gesto mitad pensativo y mitad sobrecogido. Tenía unas manos fuertes y largas, sin más adorno que su alianza. Con los codos apoyados en los muslos, pareció estrecharse o disminuirse. Habló un poco para sus adentros, como si cavilara en voz alta.

–Sí, esa es la idea que se suele tener. Que lo que ha cesado es menos grave que lo que está aconteciendo, y que la cesación debe aliviarnos. Que lo que ha pasado debe dolernos menos que lo que está pasando, o que las cosas son más llevaderas cuando han terminado, por horribles que hayan sido. Pero eso equivale a creer que es menos grave alguien muerto que alguien que se está muriendo, lo cual no tiene mucho sentido, ¿no te parece? Lo irremediable y lo más doloroso es que se haya muerto; y que el trance haya acabado no significa que no pasara por él la persona. Cómo no va a tener uno presente ese trance, si fue lo último que compartió con nosotros, con los que continuamos vivos. Lo que siguió a ese momento suyo está fuera de nuestro alcance, pero cuando tuvo lugar, en cambio, todavía estábamos todos aquí, en la misma dimensión, él y nosotros, respirando el mismo aire. Coincidimos aún en el tiempo, o en el mundo. No sé, no sé explicarme. —Hizo una pausa y encendió un cigarrillo, era el primero; los tenía a mano desde el principio pero no había alumbrado ninguno hasta entonces, como si se hubiera desacostumbrado a fumar, quizá lo había dejado una temporada y ahora había vuelto, o sólo a medias: los compraba pero procuraba evitarlos—. Además nada pasa del todo, ahí están los sueños, los muertos aparecen vivos en ellos y los vivos se nos mueren a veces. Yo sueño muchas noches con ese momento, y entonces sí estoy presente, sí estoy allí, sí sé, estoy en el coche con él y nos bajamos los dos, y yo le aviso porque sé lo que va a ocurrirle y aun así no puede escaparse. Bueno, ya sabes cómo van esas cosas, los sueños son al mismo tiempo confusos y precisos. Me los sacudo nada más despertarme, y en pocos minutos se me desvanecen, se me olvidan los detalles; pero en seguida caigo en la cuenta de que el hecho permanece, de que es verdad, de que ha pasado, de que Miguel está muerto y de que lo mataron de manera parecida a la que he soñado, aunque la escena del sueño se me haya diluido al instante. —Se quedó parada, apagó el cigarrillo mediado, como si se hubiera extrañado de verse con uno en la mano—. ¿Sabes cuál es una de las cosas peores? No poder enfadarme ni echarle la culpa a nadie. No poder odiar a nadie pese a haber tenido Miguel una muerte violenta, a haber sido asesinado en plena calle. Si lo hubieran matado con un motivo, porque iban por él, sabiendo quién era, porque alguien lo veía como un obstáculo o quería vengarse, qué sé yo, al menos para robarle. Si hubiera sido una víctima de ETA podría reunirme con otros familiares de víctimas y odiar todos juntos a los terroristas o incluso a todos los vascos, cuanto más se pueda compartir y repartir el odio mejor, ¿verdad que sí?, mejor cuanto más amplio sea. Recuerdo que cuando era muy joven un novio mío me dejó por una chica canaria. No sólo la detesté a ella, sino que decidí detestar a todos los canarios. Un absurdo, una manía. Si en la televisión había un partido en el que jugaban el Tenerife o el Las Palmas, deseaba que perdieran contra quien fuese, aunque a mí me dé bastante igual el fútbol y no lo estuviera viendo, lo estaban viendo mi hermano o mi padre. Si había un concurso de missesde esos idiotas, deseaba que no ganaran las representantes canarias, y me llevaba rabietas porque solían ganar, con frecuencia son muy guapas. —Y se rió de sí misma con ganas, sin poder evitarlo. Lo que le hacía gracia se la hacía de veras, incluso en medio de su pesadumbre—. Hasta me prometí no volver a leer a Galdós: por madrileño que se hiciera, era canario de origen, y me lo prohibí terminantemente una larga temporada. —Y se rió de nuevo, ahora su risa fue ya tan abierta que resultó contagiosa, y también yo reí la inquisitorial ocurrencia—. Son reacciones irracionales, pueriles, pero ayudan momentáneamente, traen algo de variación al ánimo. Ahora ya no soy joven, y ni siquiera dispongo de ese recurso para pasar algún tramo del día furiosa, en vez de triste todo el rato.


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