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Los Enamoramientos
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Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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Fueron pasando los días sin noticias de Díaz-Varela, uno, dos, tres y cuatro, y eso era enteramente normal. Cinco, seis, siete y ocho, y también eso era normal. Nueve, diez, once y doce, y eso ya no lo fue tanto, pero tampoco resultó muy extraño, a veces él viajaba y a veces viajaba yo, no teníamos costumbre de avisarnos de antemano y aún menos de despedirnos, jamás alcanzamos tanta familiaridad ni contamos el uno para el otro como para juzgar necesario o prudente informarnos de nuestros movimientos, de nuestras ausencias de la ciudad. Cada vez que él había tardado esos días o más en llamar o dar señales, yo había pensado con lástima —pero siempre con conformidad, o acaso era resignación– que ya me tocaba salir de escena, que el breve tiempo que yo misma me había adjudicado en su vida había sido brevísimo al final; suponía que se había cansado, o que, fiel a su tendencia, había cambiado de nuevo de pareja de distracción (nunca me tuve por mucho más, pese a querer sentirme algo más) durante lo que ahora veía como una espera suya inmemorial, o más bien como un acecho; o que Luisa lo iba aceptando antes de lo previsible y que ya no había lugar para mí ni seguramente para nadie más; o que él estaba volcado con ella en sus visitas y en su atención, en llevar al colegio a sus niños y ayudarla en lo que pudiera, en hacerle compañía y estar a su disposición. ‘Ya está, ya se ha ido, ya me ha echado, se acabó’, eso pensaba. ‘Todo ha durado tan poco que me solaparé con otras y su memoria me confundirá. Seré indistinguible, seré un antes, una página en blanco, lo contrario de “a partir de ahora”, y perteneceré a lo que ya no cuenta. No importa, está bien, lo sabía desde el principio, está bien.’ Si al duodécimo o decimoquinto día sonaba el teléfono y oía su voz, no podía evitar dar un salto de alegría interior y decirme: ‘Bueno, mira, todavía no, por lo menos habrá una vez más’. Y durante esos periodos de involuntaria espera mía y absoluto silencio suyo, cada vez que sonaba el timbre o me avisaba el móvil de que había recibido un mensaje mientras lo tenía apagado, o de que había un SMS aguardando a ser leído, confiaba con optimismo en que estuviera él detrás.

Ahora me sucedía lo mismo, pero con aprensión. Miraba la diminuta pantalla con sobresalto, deseando no ver su nombre y su número y —eso era lo desasosegante, lo raro– deseándolo a la vez. Prefería no tener que ver más con él y no exponerme a un nuevo encuentro de nuestra única modalidad, durante el que ignoraba cómo reaccionaría, cómo me podría comportar. Era más fácil que me notara huidiza o remisa si nos veíamos que si sólo hablábamos, y también más —obviamente– si hacíamos esto último que si no. Pero no responder ni devolverle la llamada habría tenido el mismo efecto, puesto que nunca lo había hecho con anterioridad. Si accedía a ir a su casa y allí me proponía acostarnos, como solía acabar por sugerir de aquella manera tácita suya que le permitía actuar como si lo que ocurría no ocurriera o no fuera digno de reconocimiento, y yo rehusaba con alguna excusa, eso le podría hacer sospechar. Si me citaba y le daba largas, también eso lo escamaría, pues en la medida de lo posible me había acomodado siempre a su iniciativa. Consideraba una bendición, una suerte, que él callara desde aquella tarde, que no me solicitara, verme libre de sus pesquisas y capciosidades, de su olisqueo de la verdad, de encararme de nuevo con él, de no saber a qué atenerme ni cómo tratarlo ahora, de que me inspirara miedo y repulsa mezclados seguramente con atracción o con enamoramiento, porque estas dos últimas cosas no se suprimen de golpe y a voluntad, sino que tienden a demorarse como una convalecencia o como la propia enfermedad; la indignación no ayuda apenas, su impulso se agota en seguida, no se puede mantener su virulencia, o ésta viene y se va y cuando se va no deja huella, no es acumulativa, no mina nada y en cuanto se aplaca se olvida, como el frío una vez que se ha ido, o como la fiebre y el dolor. La corrección de los sentimientos es lenta, desesperantemente gradual. Uno se instala en ellos y se hace muy difícil salirse, se adquiere el hábito de pensar en alguien con un pensamiento determinado y fijo —se adquiere también el de desearlo– y no se sabe renunciar a eso de la noche a la mañana, o durante meses y años, tan larga puede ser su adherencia. Y si lo que hay es decepción, entonces se la combate al principio contra toda verosimilitud, se la matiza, se la niega, se la intenta desterrar. A ratos pensaba que no había oído lo que había oído, o me retornaba la débil idea de que tenía que haber un error, un malentendido, incluso una explicación aceptable para que Díaz-Varela hubiera organizado la muerte de Desvern —pero cómo podía ser eso aceptable—, me daba cuenta de que mientras duraba aquella espera rehuía la palabra ‘asesinato’ en mi mente. Y así, a la vez que consideraba una suerte que Díaz-Varela no me reclamara y me dejara recomponerme y respirar, me preocupaba y sufría porque no lo hiciera. Quizá me parecía imposible —un final pálido, un mal final– que todo se disolviera así, tras descubrir yo su secreto y que él se lo maliciara, tras interrogarme él un poco y después nada más. Era como si la función se interrumpiera antes de terminar, como si todo quedara suspendido en el aire, indeciso, flotante, persistente en su irresolución, como un olor desagradable en el interior de un ascensor. Pensaba confusamente, quería y no quería saber de él, mis sueños eran contradictorios y, cuando permanecía una noche en vela, en verdad no discernía, notaba sólo la cabeza llena y mi detestable impotencia para vaciarla.

Me preguntaba en mi insomnio si debía hablar con Luisa, con la que ya no coincidía nunca en el desayuno de la cafetería, habría abandonado la costumbre para no aumentarse la pena o para ir olvidando mejor, o quizá iría más tarde, cuando yo ya estuviera en el trabajo (acaso era a su marido al que le tocaba madrugar más y ella sólo lo acompañaba para retrasar la separación). Me preguntaba si no era mi obligación prevenirla, ponerla al tanto de quién era aquel amigo, su pretendiente quizá inadvertido y su constante protector; pero carecía de pruebas y podría tomarme por loca o por despechada, por vengativa y desquiciada, resulta complicado irle a nadie con un cuento tan siniestro y turbio, cuanto más exagerada y alambicada una historia más difícil de creer, en eso confían, en parte, quienes cometen atrocidades, en que costará darles crédito precisamente por su magnitud. Pero no era tanto eso cuanto algo más extraño, por su escasez: la mayoría de la gente está dispuesta, a la mayoría le encanta señalar con el dedo a escondidas y acusar y denunciar, chivarse a sus amistades, a los vecinos, a sus superiores y jefes, a la policía, a las autoridades, descubrir y exponer a culpables de cualquier cosa, aunque lo sean sólo en su imaginación; hundirles la vida si pueden o por lo menos dificultársela, procurar que haya apestados, crear desechos, desprendidos, causar bajas a su alrededor y expulsar de su sociedad, como si la reconfortara decirse tras cada víctima o pieza cobrada: ‘Ese ha sido desgajado, apartado, ese ha caído y yo no’. Entre toda esa gente hay unos pocos —a diario vamos menguando– que sentimos, por el contrario, una indecible aversión a asumir ese papel, el papel del delator. Y tan al extremo llevamos esa antipatía que ni siquiera nos es fácil vencerla cuando conviene, por nuestro bien y el de los demás. Hay algo que nos repugna en marcar un número y decir sin confesar nuestro nombre: ‘Mire, he visto a un terrorista al que buscan, su foto está en los periódicos y acaba de entrar en tal portal’. Probablemente lo haríamos en un caso así, pero pensando más en los crímenes que podríamos evitar con ello que en el castigo de los ya pasados, porque esos nadie es capaz de remediarlos y la impunidad del mundo es tan inabarcable, tan antigua y larga y ancha que hasta cierto punto nos da lo mismo que se le añada un milímetro más. Suena raro y suena mal, y sin embargo puede ocurrir: quienes sentimos esa aversión preferimos a veces ser injustos y que algo quede sin castigo antes que vernos como delatores, no lo podemos soportar —al fin y al cabo la justicia no es cosa nuestra, no nos toca actuar de oficio—; y todavía nos es más odioso ese papel cuando se trata de desenmascarar a alguien a quien se ha querido, o peor: a quien, por inexplicable que sea —pese al horror y la náusea de nuestra conciencia, o es de nuestro conocimiento, que sin embargo se sobresalta menos cada día que se completa y se va—, no se ha dejado enteramente de querer. Y entonces pensamos algo que no llega a formularse del todo, un balbuceo incoherente y reiterativo, casi febril, algo semejante a esto: ‘Sí, es muy grave, es muy grave. Pero es él, aún es él’. En aquel tiempo de espera o de adiós no pronunciado no lograba ver a Díaz-Varela como un peligro futuro para nadie más, ni siquiera para mí, que le había tenido momentáneo temor y aún se lo tenía intermitente en ausencia, en mi recuerdo o en mis anticipaciones. Quizá pecaba de optimista, pero no lo veía capaz de repetir. Para mí seguía siendo un aficionado, un intruso ocasional. Un hombre normal en esencia, que había hecho una sola excepción.

Al decimocuarto día me llamó al móvil, cuando yo estaba en la editorial reunida con Eugeni y con un autor semijoven que nos había recomendado Garay Fontina en premio a la adulación con que aquél lo obsequiaba en su blogy en una revista literaria especializada que dirigía, es decir, pretenciosa y más bien marginal. Me salí del despacho un momento, le dije que lo llamaría más tarde, él pareció no fiarse y me retuvo un instante.

‘Es sólo un minuto’, dijo. ‘¿Qué tal te va que nos veamos hoy? He estado fuera unos días y tengo ganas de verte. Si te parece, te espero en casa cuando salgas del trabajo.’

‘No sé si hoy me voy a retrasar, hay mucho lío aquí’, improvisé sobre la marcha; quería pensármelo, o por lo menos tener tiempo para hacerme a la idea de ir a verlo otra vez. Seguía sin saber qué prefería, su esperada e inesperada voz me trajo alarma y alivio, pero en seguida prevaleció el envanecimiento de sentirme requerida, de comprobar que todavía no me había dado carpetazo, que no se había desentendido de mí ni me dejaba desaparecer en silencio, aún no era la hora de mi difuminación. ‘Déjame que te diga algo por la tarde. Según cómo vayan las cosas, me paso o te aviso de que no podré.’

Entonces dijo mi nombre, lo que no solía hacer.

‘No, María. Pásate.’ E hizo una pausa, como si en verdad quisiera sonar imperativo, y así sonó. Como yo no respondí nada en el acto, añadió algo para rebajar esa impresión. ‘No es sólo que tenga ganas de verte, María.’ Dos veces mi nombre, eso ya era insólito, un mal augurio. ‘Tengo que consultarte algo urgente. Aunque sea tarde, no me importa, yo no me voy a mover de aquí. Te esperaré en todo caso. Y si no, te iré a buscar’, terminó con resolución.

Tampoco yo pronunciaba mucho su nombre, lo hice esta vez por mimetismo o para no quedarme atrás, es frecuente que oír el nuestro nos ponga en estado de alerta, como si estuviéramos recibiendo una advertencia o fuera el preámbulo de una adversidad o de un adiós.

‘Javier, hace un montón de días que no nos vemos ni hablamos, tan urgente no será, podrá esperar un día o dos más, ¿no? Si al final me es imposible, quiero decir.’

Me estaba haciendo de rogar pero deseaba que no desistiera, que no se conformara con un ‘veremos’ o un ‘quizá’. Su impaciencia me halagaba, pese a notar que no se trataba, aquel día, de una impaciencia meramente carnal. Incluso era probable que no hubiera en ella ni un ápice de carnalidad, sino que obedeciera tan sólo a la prisa por poner y verbalizar un final: una vez que se decide que las cosas no floten, que no se diluyan ni se mueran calladas ni sea pálida su conclusión, entonces por lo general se hace arduo y casi imposible esperar; hay que decirlo y soltarlo en seguida, hay que comunicárselo al otro para zafarse de golpe, para que sepa lo que le toca y no ande engañado y ufano, para que no se crea que sigue siendo alguien en nuestra vida cuando ya no lo es, que ocupa un lugar en nuestro pensamiento y en nuestro corazón del que precisamente ha sido relevado por ellos; para que se borre de nuestra existencia sin dilación. Pero me daba lo mismo. Me daba lo mismo si Díaz-Varela me estaba convocando tan sólo para largarme, para despedirme, hacía catorce días que no lo veía y había temido no volverlo a ver y eso era lo único que me importaba: si él me veía de nuevo quizá le costara mantener su decisión, yo podría tentarlo, hacer que anticipara su futura añoranza de mí, persuadirlo con mi presencia para dar marcha atrás. Pensé eso y me di cuenta de lo idiota que era: son desagradables esos momentos, cuando ni siquiera nos avergüenza percatarnos de nuestra idiotez y nos abandonamos a ella de todas formas, con plena conciencia y a sabiendas de que nos diremos muy pronto: ‘Pero si lo sabía y estaba segura. Pero qué tonta he sido, por favor’. Y esta reacción como de hierro hacia el imán me vino, para mayor inconsecuencia y mayor idiotez, cuando ya estaba medio decidida a romper toda relación con él si él volvía a solicitarme. Había hecho matar a su mejor amigo, eso era demasiado para mi conciencia despierta. Ahora comprobaba que no lo era, o todavía no, o que mi conciencia se enturbiaba o adormecía al menor descuido, y eso me llevaba a pensar lo mismo: ‘Pero qué tonta soy, por favor’.

Díaz-Varela estaba mal acostumbrado, en todo caso, a que yo no opusiera más resistencia a sus proposiciones que la que me imponía mi trabajo, y hay pocas tareas que no puedan dejarse para el día siguiente, al menos en una editorial. Leopoldo nunca fue obstáculo mientras duró, él estaba respecto a mí en la misma posición que yo respecto a Díaz-Varela, o quizá en una aún peor, yo tenía que poner de mi parte para estar a gusto en la intimidad con él, y nunca me pareció que Díaz-Varela hubiera de recurrir a un voluntarismo semejante conmigo, aunque tal vez eso eran ilusiones mías, quién sabe nada de nadie con seguridad. A Leopoldo yo le decía cuándo podíamos vernos y cuándo no y le fijaba la duración, para él siempre fui una mujer absorbida por actividades inagotables de las que ni siquiera le hablaba, debía de figurarse mi pequeño y pausado mundo como una vorágine difícil de soportar, tan pocas veces ponía mi tiempo a su disposición, tan atareada me mostraba ante él. Duró lo que Díaz-Varela en mi vida: como ocurre con frecuencia cuando se simultanean dos relaciones, la una no sabe sobrevivir sin la otra por muy distintas u opuestas que sean. Cuántas veces dos amantes no terminan su historia adúltera cuando el que estaba casado se separa o queda viudo, como si de pronto se atemorizaran de verse solos frente a frente o no supieran qué hacer ante la falta de impedimentos para vivir y desarrollar lo que hasta entonces era un amor limitado, confortablemente condenado a no manifestarse, acaso a no salir de una habitación; cuántas veces no se descubre que lo que empezó de una manera azarosa debe ceñirse para siempre a esa manera, y que la incursión en otra es sentida y rechazada por las partes como una impostura o falsificación. Leopoldo nunca supo de Díaz-Varela, ni una palabra sobre su existencia, no era asunto suyo, no tenía por qué. Nos separamos en buenos términos, mucho daño no le hice, aún me llama de tarde en tarde, poco rato, nos aburrimos, tras las tres primeras frases no encontramos de qué hablar. Tan sólo vio truncada una breve ilusión, por fuerza tenue y algo escéptica, la ausencia de entusiasmo es indisimulable y la percibe hasta el más optimista. Eso es lo que creo, que apenas lo dañé, no se enteró. Tampoco es cuestión de averiguarlo ahora, qué más da o qué más me da. Díaz-Varela no se molestaría en saber cuánto daño me causó a mí, o si no me lo causó: al fin y al cabo yo siempre fui escéptica, ni siquiera puede decirse que me hiciera ninguna verdadera ilusión. Con otros sí, con él no. Algo aprendí de este amante, a pasar por encima sin mirar mucho atrás.

Lo siguiente ya sonó a exigencia, aunque mal disfrazada de imploración:

‘Te digo que te pases, María, imposible no será. Quizá la consulta en sí misma pudiera esperar un día o dos más. Soy yo quien no puede esperar a hacértela, y ya sabes cómo son las urgencias subjetivas, no hay manera de calmarlas. También a ti te conviene pasarte. Te lo ruego, pásate’.

Tardé unos segundos en contestar, para que no le pareciera todo tan fácil como siempre, había ocurrido algo espantoso la última vez, aunque él no lo supiera o quizá sí. En realidad ardía en deseos de verlo, de ponernos a prueba, de recrearme en su cara y en sus labios otra vez, incluso de acostarme con él, por lo menos con el él anterior, que seguía estando en el nuevo, en qué otro lugar podía estar. Por fin dije:

‘Está bien, si tanto insistes. No te sé decir a qué hora, pero me pasaré. Eso sí, si te cansas de esperar, avísame, para ahorrarme el viaje. Y ahora ya no puedo entretenerme más’.

Colgué y apagué el móvil, regresé a mi inútil reunión. A partir de aquel instante fui incapaz de prestar ninguna atención al autor semijoven recomendado, que me miró con malos ojos porque eso es lo que quería, público y mucha atención. Después de todo estaba segura de que no iba a publicárselo en la editorial, no al menos en lo que respectaba a mí.

Al final me sobró tiempo y no era nada tarde cuando me encaminé hacia la casa de Díaz-Varela. Tanto me sobró que tuve ocasión de pararme y conjeturar y dudar, de dar varias vueltas por las cercanías y aplazar el momento de entrar. Hasta me metí en Embassy, ese lugar arcaico de señoras y diplomáticos que meriendan o toman el té, me senté a una mesa, pedí y aguardé. No a que fuera una hora concreta —sólo tenía conciencia de que cuanto más me demorara más nervioso se pondría él—, sino a que transcurrieran los minutos y yo me armara de la suficiente determinación o la impaciencia se me condensara hasta hacerme levantarme, dar un paso, y otro, y otro, y encontrarme ante su puerta llamando al timbre con agitación. Pero, una vez que había decidido acudir, una vez que sabía que estaba en mi mano volverlo a ver aquel día, ni lo uno ni lo otro acababan de llegar. ‘Dentro de un rato’, pensaba, ‘no hay prisa, esperaré un poco más. Él permanecerá en casa, no va a escapárseme, no se va a marchar. Que cada segundo se le haga largo y los cuente, que lea unas páginas sin enterarse, que encienda y apague la televisión sin objeto, que se exaspere, que prepare o memorice lo que va a decirme, que se asome al descansillo cada vez que oiga el ascensor y se lleve el chasco de comprobar que se detiene antes de alcanzar su piso o que pasa de largo hacia arriba. ¿Qué me querrá consultar? Es la expresión que ha empleado, vacua y sin significado, una especie de comodín, la que suele ocultar otro propósito, la trampa que se tiende a alguien para que se sienta importante y a la vez despertarle la curiosidad.’ Y al cabo de unos minutos pensaba: ‘¿Por qué me presto? ¿Por qué no me niego, por qué no huyo de él y me escondo, o mejor, por qué no lo denuncio sin más? ¿Por qué me avengo a tratarlo aun sabiendo lo que sé, a escucharlo si se quiere explicar, seguramente a acostarme con él si me lo propone con un mero gesto, con una caricia, o aunque sólo sea con ese masculino y prosaico ademán de la cabeza que señala vagamente hacia la alcoba sin mediar una palabra lisonjera, perezoso con la lengua como lo son tantos hombres?’. Me acordé de una cita de Los tres mosqueterosque mi padre se sabía de memoria en francés y que recitaba de vez en cuando sin venir mucho a cuento, casi como una muletilla distraída para no alargar un silencio, probablemente le gustaban el ritmo, la sonoridad y la concisión de las frases, o quizá lo habían impresionado de niño, la primera vez que las leyó (al igual que Díaz-Varela, había estudiado en un colegio francés, San Luis de los Franceses, si no recordaba mal). Athos está hablando de sí mismo en tercera persona, es decir, está contándole a d’Artagnan su historia como si se la atribuyera a un antiguo amigo aristócrata, el cual se habría casado, a sus veinticinco años, con una inocente y embriagadora chiquilla de dieciséis, ‘bella como los amores’, o ‘como los amoríos’, o ‘como los enamoramientos’, eso dice Athos, que en aquel entonces no era él, el mosquetero, sino el Conde de la Fère. Durante una cacería, su jovencísima y angelical mujer, con la que ha contraído matrimonio sin saber mucho de ella, sin averiguar su procedencia e imaginándola sin pasado, sufre un accidente, cae del caballo y se desmaya. Al acercarse a socorrerla, Athos observa que el vestido la está oprimiendo, casi ahogando; saca su puñal y se lo rasga para que respire, dejándole el hombro al descubierto. Y es entonces cuando ve que lleva en él, grabada a fuego, una infame flor de lis, la marca con la que los verdugos señalaban para siempre a las prostitutas y a las ladronas o a las criminales en general, no lo sé. ‘El ángel era un demonio’, sentencia Athos. ‘La pobre muchacha había robado’, añade un poco contradictoriamente. D’Artagnan le pregunta qué hizo el Conde, a lo que su amigo responde con sucinta frialdad (y esta era la cita que repetía mi padre y de la que yo me acordé): ‘Le Comte était un grand seigneur, il avait sur ses terres droit de justice basse et haute: il acheva de déchirer les habits de la Comtesse, il lui lia les mains derrière le dos et la pendit à un arbre’. O lo que es lo mismo: ‘El Conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de justicia baja y alta: acabó de desgarrar las ropas de la Condesa, le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol’. Eso es lo que hizo Athos en su juventud, sin dudar, sin atender a razones ni buscar atenuantes, sin pestañear, sin piedad ni lamento por su escasa edad, con la mujer de la que se había enamorado tanto como para convertirla en su esposa por una voluntad de honradez, ya que, como reconoce, podía haberla seducido o tomado por la fuerza, a su gusto: siendo como era el amo del lugar, ¿quién habría acudido en ayuda de una forastera, de una desconocida de la que sólo se sabía el nombre verdadero o falso de Anne de Breuil? Pero no: ‘¡el muy tonto, el muy necio, el imbécil!’ hubo de casarse con ella, le reprocha Athos a su antiguo yo, el tan recto como feroz Conde de la Fère, que nada más descubrir el engaño, la infamia, la indeleble mácula, se dejó de averiguaciones y de sentimientos encontrados, de titubeos y de aplazamientos y de compasión —no se dejó sin embargo de amor, porque siempre la siguió queriendo, o al menos no se recuperó—, y, sin darle a la Condesa oportunidad de explicarse ni de defenderse, de negar ni de persuadir, de implorar clemencia ni de volverlo a embrujar, ni siquiera de poder ‘morir más adelante’, como quizá se merece hasta la criatura más ruin de la tierra, ‘le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol’, sin vacilar. D’Artagnan se horroriza y exclama: ‘¡Cielos! ¡Athos! ¡Un asesinato!’. A lo que Athos responde misteriosa o más bien enigmáticamente: ‘Sí, un asesinato, no más’, y a continuación pide más vino y jamón, dando así por concluido el relato. Lo misterioso o incluso enigmático es ese ‘no más’, en francés ‘pas davantage’. Athos no rebate el indignado grito de d’Artagnan, no se justifica ni lo corrige diciéndole: ‘No, fue tan sólo una ejecución’, o ‘Se trató de un acto de justicia’, ni siquiera intenta hacer más comprensible su precipitado, despiadado, presumiblemente solitario ahorcamiento de la mujer que amaba, seguramente él y ella nada más en medio de un bosque, una improvisación sin testigos, sin consejo ni ayuda ni nadie a quien apelar: ‘Estaba ciego de ira y no se supo contener; necesitaba tomar venganza; se arrepintió toda la vida’, tampoco le contesta nada de semejante índole. Admite que fue un asesinato, sí, pero ‘no más’, sólo eso y no otra cosa más execrable, como si el asesinato no fuera lo peor concebible o fuese algo tan común y corriente que ante ello no cupieran el escándalo ni la sorpresa, en el fondo lo mismo que opinaba el abogado Derville que tomó a su cargo el caso del muerto vivo que debió seguir muerto, el viejo Coronel Chabert, y que, como todos los de su oficio, veía ‘repetirse los mismos sentimientos malvados’ sin que nada los corrigiera, sus bufetes convertidos en ‘cloacas que no se pueden limpiar’: el asesinato es algo que sucede y de lo que cualquiera es capaz, lleva sucediendo desde la noche de los tiempos y continuará hasta que tras el último día ya no haya noche ni quede más tiempo para albergarlos; el asesinato es cosa de a diario, anodina y vulgar, cosa del tiempo; los periódicos y las televisiones del mundo están llenos de ellos, a qué viene tanto grito en el cielo, tanto horror, tanto aspaviento. Sí, un asesinato. No más.

‘¿Por qué no puedo ser yo como Athos o como el Conde de la Fère, que fue primero y dejó de ser?’, me preguntaba aún en Embassy, envuelta en el zumbido continuo de las señoras que hablaban a gran velocidad y de algún diplomático holgazán. ‘¿Por qué no puedo ver las cosas con la misma nitidez y actuar en consecuencia, ir a la policía o a Luisa y contarles lo que sé, suficiente para que rebusquen e indaguen y vayan a por Ruibérriz de Torres, eso al menos para empezar? ¿Por qué no soy capaz de atarle las manos a la espalda al hombre que amo y colgarlo de un árbol sin más, si me consta que ha cometido un crimen odioso, viejo como la Biblia y por un móvil rastrero, obrando además de manera cobarde, valiéndose de intermediarios que lo protejan y le oculten el rostro, de un pobre infeliz, de un trastornado, de un menesteroso sin juicio que no podía defenderse y estaría siempre a su merced? No, no me toca a mí ser drástica en esto porque yo no poseo en la tierra derecho de justicia alta ni baja, y porque además el muerto no puede hablar y el vivo sí, éste puede explicarse, y convencer y argumentar, y hasta es capaz de besarme y de hacerme el amor, mientras que aquél no ve ni oye y se pudre y no responde y ya no puede influir ni amenazar, ni procurarme el menor placer; tampoco pedirme cuentas ni mostrarse decepcionado ni mirarme acusadoramente con su infinita lástima y su dolor inmenso, ni siquiera rozarme ni echarme el aliento, nada es posible hacer con él.’

Por fin me armé de decisión, o quizá fue de aburrimiento, o del afán de dejar atrás el miedo que me asaltaba de vez en cuando, o de impaciencia por ver al antiguo yo que todavía seguía queriendo porque no se había disipado del todo y prevalecía sobre el manchado y sombrío, como la imagen viva de cualquier muerto aunque haya muerto hace ya mucho tiempo. Pedí la cuenta, pagué, salí a la calle otra vez y eché a andar en la dirección que conocía tan bien, la de aquella casa que no visité demasiadas veces y que ya no existe —o en la que ya no vive Díaz-Varela, luego no existe para mí—, pero que nunca se me va a olvidar. Mis pasos aún fueron lentos, no tenía prisa por llegar, avanzaba como si diera un paseo, más que dirigirme a un lugar concreto en el que desde hacía rato se me esperaba para hacerme una consulta, esto es, para interrogarme de nuevo o contarme algo, o tal vez para pedírmelo, o acaso para acallarme. Me vino a la memoria otra cita de Los tres mosqueteros, que no recitaba mi padre pero yo me sabía en español, lo que impresiona en la infancia perdura como una flor de lis grabada en nuestra imaginación: aquella mujer marcada y colgada de un árbol, en su origen Anne de Breuil, religiosa durante un breve periodo y escapada de su convento, después fugaz Condesa de la Fère y más tarde conocida como Charlotte, Lady Clarick, Lady De Winter, Baronesa de Sheffield (de niña me llamaba la atención que se pudiera cambiar tanto de nombre a lo largo de una sola existencia), fijada en la literatura como ‘Milady’ a secas, no había muerto, lo mismo que el Coronel Chabert. Pero así como Balzac explicaba con todo detalle el milagro de su supervivencia y cómo se había arrancado de la pirámide de fantasmas a la que se lo había arrojado tras la batalla, Dumas, quizá más apremiado por los plazos de entrega y por la continua demanda de acción, desde luego más desahogado o despreocupado como narrador, no se había molestado en contar —o al menos eso yo no lo recordaba– cómo diablos se había librado la joven de morir, tras el apasionado ahorcamiento dictado por la cólera y el honor herido disfrazados de derecho de justicia alta y baja correspondiente a un gran señor. (Tampoco explicaba cómo un marido podía no haber visto nunca en el lecho la trágica flor de lis.) Valiéndose de su gran belleza, de su astucia y de su falta de escrúpulos —es de suponer que también de su rencor—, se había hecho poderosa, contando con el favor del mismísimo Cardenal Richelieu, y había acumulado crímenes sin remordimiento alguno. A lo largo de la novela de Dumas comete unos cuantos más, convirtiéndose posiblemente en el personaje femenino más malvado, venenoso e inmisericorde de la historia de la literatura, imitado luego hasta la saciedad. En un capítulo irónicamente titulado ‘Escena conyugal’, se produce el encuentro entre Athos y ella, que tarda unos segundos en reconocer con un estremecimiento a su antiguo marido y verdugo, a quien también daba por muerto, como él a su amadísima esposa con bastante más razón. ‘Os cruzasteis ya en mi camino’, le dice Athos, algo así, ‘creía haberos fulminado, Madame; pero, o bien me equivocaba o el infierno os ha resucitado.’ Y añade, respondiendo a su propia duda: ‘Sí, el infierno os ha hecho rica, el infierno os ha dado otro nombre, el infierno casi os ha reconstruido otro rostro; pero no os ha borrado las manchas del alma ni la mancilla de vuestro cuerpo’. Y poco después viene la cita de la que me acordé, en mi camino hacia Díaz-Varela por última o penúltima vez: ‘Me creíais muerto, ¿no es así?, como os creía yo muerta a vos. Nuestra posición es en verdad extraña; el uno y el otro hemos vivido hasta ahora tan sólo porque nos creíamos muertos, y porque un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque a veces un recuerdo sea algo devorador’.


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