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Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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Pero ay, al mismo tiempo nadie renuncia a la oportunidad del todo, y ese picor nos desvela, o nos impide sumergirnos en el profundo sueño. Las cosas más improbables han sucedido, y eso todos lo intuimos, hasta los que no saben nada de historia ni de lo acontecido en el mundo anterior, ni siquiera de lo que ocurre en este, que avanza al mismo paso indeciso que ellos. Quién no ha asistido a algo así, a veces sin reparar en ello hasta que alguien nos lo señala con el dedo y le da formulación: el más torpe del colegio ha llegado a ministro y el holgazán a banquero, el individuo más tosco y feo tiene un éxito loco con las mejores mujeres, el más simple se convierte en escritor venerado y es candidato al Premio Nobel, como quizá lo sea de veras Garay Fontina, vendrá acaso el día en que lo llamarán de Estocolmo; la admiradora más pesada y vulgar logra acercarse a su ídolo y acaba casándose con él, el periodista corrupto y ladrón pasa por moralista y por paladín de la honradez, reina el más remoto y pusilánime de los sucesores al trono, el último de la lista y el más catastrófico; la mujer más cargante, engreída y despreciativa es adorada por las clases populares a las que aplasta y humilla desde su sillón de dirigente y que deberían odiarla, y el mayor imbécil o el mayor sinvergüenza son votados en masa por una población hipnotizada por la vileza o dispuesta a engañarse o quizá a suicidarse; el asesino político, en cuanto cambian las tornas, es liberado y aclamado como patriota heroico por la multitud que hasta entonces había disimulado su propia condición criminal, y el patán más clamoroso es nombrado embajador o Presidente de la República, o hecho príncipe consorte si por medio anda el amor, el casi siempre idiota y desatinado amor. Todos aguardan la oportunidad o se la buscan, a veces depende sólo de cuánta voluntad se ponga en la consecución de cada anhelo, cuánto afán y paciencia en la de cada propósito, por megalómano y descabellado que sea. Cómo no iba yo a acariciar la idea de que Díaz-Varela se quedara finalmente conmigo, porque se le abrieran los ojos o porque fracasara con Luisa pese a habérsele aparecido ahora la oportunidad y contar con el probable permiso, o aun con el encargo, de su difunto amigo Deverne. Cómo no iba yo a pensar que se me podría presentar la mía, si hasta el espectro anciano del Coronel Chabert creyó por un momento poder reincorporarse al estrecho mundo de los vivos y recuperar su fortuna y el afecto, aunque fuera filial, de su espantada mujer amenazada por su resurrección. Cómo no iba a pasárseme por la cabeza en noches ilusionadas, o de vaga embriaguez sentimental, si a nuestro alrededor vive gente de talento nulo que consigue convencer a sus contemporáneos de que lo posee inmenso, y majaderos y camelistas que aparentan con éxito, durante media o más vida, ser de una inteligencia extrema y se los escucha como a oráculos; si hay personas nada dotadas para aquello a lo que se dedican que sin embargo hacen en ello fulgurante carrera bajo el aplauso universal, al menos hasta su salida del mundo que acarrea su inmediato olvido; si hay gañanes descomunales que dictan la moda y la vestimenta de los educados, los cuales les hacen misterioso y absoluto caso, y mujeres y hombres desagradables y torcidos y malintencionados que levantan pasiones allí donde van; y si tampoco faltan los amores grotescos en sus pretensiones, condenados al descalabro y la burla, que acaban imponiéndose y realizándose contra todo pronóstico y razonamiento, contra toda apuesta y probabilidad. Todo puede acontecer, todo puede tener lugar, y quien más quien menos está al tanto de ello, por eso son pocos los que cejan en su gran empeño —aunque sea sesteante y venga y vaya—, entre los que tienen algún gran empeño, claro está, y esos nunca son tantos como para saturar el mundo de incesantes denuedo y confrontación.

Pero a veces basta con que alguien se aplique en exclusiva y con todas sus fuerzas a ser algo determinado o a alcanzar una meta para que acabe siéndolo o alcanzándola, pese a tener todos los elementos objetivos en contra, pese a no haber nacido para eso o no haberlo llamado Dios por esa senda, como se decía antiguamente, y donde más salta eso a la vista es en las conquistas y en los enfrentamientos: hay quien lleva todas las de perder en su enemistad o su odio hacia otro, quien carece de poder y de medios para eliminarlo y al lado de éste se asemeja a una liebre tratando de atacar a un león, y no obstante ese alguien saldrá victorioso a fuerza de tenacidad y falta de escrúpulos y estratagemas y saña y concentración, de no tener más objetivo en la vida que perjudicar a su enemigo, desangrarlo y minarlo y después rematarlo, ay de quien se echa un enemigo de estas características por débil y menesteroso que parezca ser; si uno no tiene ganas ni tiempo de dedicarle la misma pasión y responder con igual intensidad acabará sucumbiendo ante él, porque no es posible combatir distraído en una guerra, sea declarada o soterrada u oculta, ni menospreciar al adversario terco, aunque lo creamos inocuo y sin capacidad de dañarnos, ni siquiera de arañarnos: en realidad cualquiera nos puede aniquilar, de la misma manera que cualquiera puede conquistarnos, y esa es nuestra fragilidad esencial. Si alguien decide destruirnos es muy difícil evitar esa destrucción, a menos que abandonemos todo lo demás y nos centremos sólo en esa lucha. Pero el primer requisito es saber que esa lucha existe, y no siempre nos enteramos, las que ofrecen más garantía de éxito son las taimadas y las silenciosas y las traicioneras, como las guerras no declaradas o en las que el atacante es invisible o está disfrazado de aliado o de neutral, yo podía lanzar contra Luisa una ofensiva por la espalda u oblicua de la que ella no tendría conocimiento porque ni siquiera sabría que la acechaba una enemiga. Podemos ser un obstáculo para alguien sin buscarlo ni tener ni idea, estar en medio, entorpeciendo una trayectoria contra nuestra voluntad o sin darnos cuenta, y así ninguno jamás está a salvo, todos podemos ser detestados, a todos se nos puede querer suprimir, hasta al más inofensivo o infeliz. La pobre Luisa era ambas cosas, pero nadie renuncia del todo a la oportunidad y yo no iba a ser menos que los demás. Sabía lo que cabía esperar de Díaz-Varela y jamás me engañé, y aun así no podía evitar aguardar un golpe de fortuna o una extraña transformación en él, que un día descubriese que era incapaz de estar sin mí, o que necesitaba estar con las dos. Aquella noche veía como único golpe de fortuna verdadero y posible que se muriese Luisa, y que al desaparecer y no poder ser ya el objetivo, la meta, el trofeo largamente anhelado, a Díaz-Varela no le quedase más remedio que verme de veras y refugiarse en mí. A ninguno debe ofendernos que alguien se conforme con nosotros, a falta de quien fue mejor.

Si yo era capaz de desear a solas, durante un rato en la noche de mi habitación; si era capaz de fantasear con la muerte de Luisa, que nada me había hecho y contra la que nada tenía, que me inspiraba simpatía y piedad y hasta me provocaba cierta emoción, me pregunté si a Díaz-Varela no le habría ocurrido lo mismo, y con más largo motivo, respecto a su amigo Desvern. Uno no quiere en principio la muerte de quienes le son tan cercanos que casi constituyen su vida, pero a veces nos sorprendemos figurándonos qué pasaría si desapareciera alguno de ellos. En ocasiones la figuración viene suscitada sólo por el temor o el horror, por el excesivo amor que les profesamos y el pánico a perderlos: ‘¿Qué haría yo sin él, sin ella? ¿Qué sería de mí? No podría seguir adelante, me querría ir tras él’. La mera anticipación nos da vértigo y solemos alejar el pensamiento al instante, con un estremecimiento y una sensación salvífica de irrealidad, como cuando nos sacudimos una pesadilla persistente que ni siquiera cesa del todo en el momento de nuestro despertar. Pero en otras la ensoñación tiene mezcla y es impura. Uno no se atreve a desearle la muerte a nadie, menos aún a un allegado, pero intuye que si alguien determinado sufriera un accidente, o enfermara hasta su final, algo mejoraría el universo, o, lo que es lo mismo para cada uno, la propia situación personal. ‘Si él o ella no existieran’, se puede llegar a pensar, ‘qué diferente sería todo, qué peso me quitaría de encima, acabarían mis penurias, o mi insoportable malestar, o cómo destacaría yo.’ ‘Luisa es el único impedimento’, llegué yo a pensar; ‘sólo la obsesión de Díaz-Varela con ella se interpone entre nosotros. Si él la perdiera, si se viera privado de su misión, de su afán...’ Entonces no me forzaba a llamarlo mentalmente por el apellido, todavía era ‘Javier’, y ese nombre era adorado como lo que no se puede conseguir. Sí, si yo me deslizaba hacia este tipo de consideración, cómo no iba a haberle ocurrido lo mismo a él, mientras Deverne era el obstáculo. Una parte de Díaz-Varela habría ansiado a diario que se muriera su amigo del alma, que se esfumara, y esa misma parte, o acaso una mayor, se habría regocijado ante la noticia de su acuchillamiento inesperado, en el que él nada habría tenido que ver. ‘Qué desgracia y qué suerte’, habría pensado quizá, al enterarse. ‘Cómo lo lamento, cómo lo celebro, qué enorme desventura que Miguel estuviese allí en aquel instante, cuando a ese individuo le dio el ataque homicida, podía haberle pasado a cualquier otro, incluso a mí, y él podía haberse encontrado en cualquier otro lugar, cómo es posible que le tocara a él, qué ventura que me lo hayan quitado de en medio y me hayan despejado el campo que creía ocupado para siempre, y sin que yo lo haya propiciado en modo alguno, ni siquiera por omisión, por descuido o por una casualidad que maldecirá uno retrospectivamente, por no haberlo retenido más tiempo a mi lado y haberle impedido ir donde fue, eso sólo habría sido posible si lo hubiera visto ese día, pero ni lo vi ni hablé con él, iba a llamarlo más tarde, para felicitarlo, qué desdicha, qué bendición, qué golpe de fortuna y qué espanto, qué pérdida y qué ganancia. Y nada puede reprochárseme.’

Nunca amanecí en su casa, nunca pasé una noche a su lado ni conocí la alegría de que su rostro fuera lo primero que veían mis ojos por la mañana; pero sí hubo una vez, o fueron más, en que me quedé dormida involuntariamente en su cama a media tarde o cuando ya anochecía, un sueño breve pero profundo tras el satisfecho agotamiento que esa cama me producía, qué sé yo si era a los dos, uno nunca sabe si lo que se le dice es verdad, nunca hay certeza de nada que no venga de nosotros mismos, y aun así. En aquella ocasión —fue la última– tuve vaga conciencia de oír un timbre, alcé un poco los párpados, medio instante, y lo vi a él a mi lado, ya completamente vestido (se vestía en seguida siempre, como si junto a mí no quisiera permitirse ni un minuto de la indolencia cansada o contenta de los amantes tras un encuentro), leyendo a la luz de la mesilla de noche quieto como una foto, la espalda recostada en la almohada, sin velarme ni hacerme caso, así que seguí sin despertarme. El timbre volvió a sonar, dos o tres veces y cada vez más prolongadamente, pero no me perturbó y lo incorporé a mi sueño, segura de que no me atañía. No me moví, no abrí más un ojo, pese a notar que a la tercera o cuarta llamada Díaz-Varela se deslizaba de la cama con un movimiento lateral silencioso y rápido. Lo incumbía a él, pero no a mí en todo caso, nadie sabía que yo estaba allí (de entre todos los sitios del mundo en aquella cama). La conciencia, con todo, empezó a alertárseme, aunque aún dentro del sueño. Me había quedado dormida sobre la colcha, semidesnuda, o desvestida hasta donde él había decidido, y ahora noté que me había echado una manta por encima, para que no cogiera frío o quizá para no seguir viendo mi cuerpo, para que no le resultara tan palmario lo que acababa de hacer conmigo, para él nada cambiaba tras las efusiones, actuaba como si no hubieran existido aun si habían sido aparatosas, el trato era el mismo después que antes. Me arropé con la manta de manera refleja, y ese gesto me despertó más, aunque permanecí con los ojos cerrados, ahora en una duermevela, levemente atenta a él puesto que había salido de la habitación y se me había ido.

Era alguien que estaba en el portal, abajo, porque no oí abrirse la puerta, sino la voz amortiguada de Díaz-Varela, que contestaba por el telefonillo, palabras que no entendí, sólo un tono entre sorprendido y molesto, luego resignado y condescendiente, como de quien acepta a regañadientes algo que lo contraría mucho y que lo concierne a su pesar. Al cabo de unos segundos —o fueron un par de minutos– me llegó con más nitidez y fuerza la voz del recién llegado, una voz de hombre alterada, Díaz-Varela lo habría esperado con la puerta de la casa abierta para que no tuviera que llamar también a ese timbre, o quizá pensaba despacharlo en el umbral, sin invitarlo a pasar siquiera.

‘Mira que tener apagado el móvil, a quién se le ocurre’, le reprochó aquel individuo. ‘Me he tenido que venir hasta aquí como un idiota.’

‘Baja el tono, ya te he dicho que no estoy solo. Una tía, ahora está dormida, no querrás que se despierte y nos oiga. Además, conoce a la mujer. ¿Y qué pretendes, que tenga siempre el móvil encendido por si se te ocurre llamarme? En principio no tienes por qué llamarme, ¿hace cuánto que no hablamos tú y yo? Ya puede ser importante lo que tengas que contarme. A ver, espera.’

Aquello fue suficiente para que me despertara del todo. Basta saber que no se quiere que escuchemos para hacer todo lo posible por enterarnos, sin caer en la cuenta de que a veces se nos ocultan las cosas por nuestro bien, para no decepcionarnos o para no involucrarnos, para que la vida no nos parezca tan mala como suele ser. Díaz-Varela había creído bajar la voz al responder, pero no lo había conseguido por causa de su irritación, o tal vez era aprensión, por eso oí sus frases con claridad. Su última palabra, ‘Espera’, me hizo suponer que iba a asomarse a la alcoba para comprobar que yo seguía dormida, así que me mantuve muy quieta y con los ojos bien cerrados, pese a haber ya salido enteramente del sueño. Y así fue, oí cómo entraba en el dormitorio y daba cuatro o cinco pasos hasta ponerse a la altura de mi cabeza sobre la almohada y mirarme unos segundos, como quien está haciendo una prueba, los pasos que dio no fueron cautos, sino normales, como si estuviera solo en la habitación. Los de salida, en cambio, fueron ya mucho más precavidos, me pareció que no quería arriesgarse a despertarme una vez que se había cerciorado de que dormía profundamente. Noté cómo cerraba la puerta con cuidado, y cómo desde fuera tiraba del picaporte para asegurarse de que no quedaba una rendija por la que se pudiera colar su conversación. El salón era contiguo. Sin embargo no sonó el clic, aquella puerta no cerraba hasta el final. ‘Una tía’, pensé entre divertida y susceptible; no ‘una amiga’ ni ‘un ligue’ ni ‘una novia’. Posiblemente no era aún lo primero ni ya lo segundo ni sería jamás lo tercero, ni siquiera en el sentido más amplio y difuminado de la palabra, con su valor de comodín. Podía haber dicho ‘una mujer’. Bueno, acaso su interlocutor era uno de esos hombres que tanto abundan, a los que sólo puede hablarse con un vocabulario determinado, el suyo, no con el que uno emplea normalmente, a los que más vale adaptarse siempre para que no recelen ni se sientan incómodos o disminuidos. En modo alguno me lo tomé a mal, para la mayoría de los tíos del mundo yo sería tan sólo ‘una tía’.

Salté de la cama en el acto, medio desvestida como estaba (pero había conservado en todo momento la falda), me acerqué con cautela a la puerta y pegué el oído. Así sólo me alcanzaba un murmullo con algún vocablo suelto, los dos hombres estaban demasiado nerviosos para conseguir bajar de veras la voz, pese a sus intentos y a su voluntad. Me atreví a abrir un poco la rendija que Díaz-Varela había procurado eliminar con su suave tirón desde el exterior; por suerte no hubo chirrido que me delatara; y si se daba cuenta de mi indiscreción, yo tenía la excusa de haber oído voces y de haber querido confirmar que alguien había venido, precisamente para abstenerme de aparecer mientras durara su visita y ahorrarle a Díaz-Varela la obligación de presentarme o de dar cualquier explicación. No es que fueran clandestinos nuestros esporádicos encuentros, al menos no habíamos convenido en ello, pero me maliciaba que él no se los habría confiado a nadie, tal vez porque tampoco lo había hecho yo. O acaso era porque ambos se los habríamos ocultado sin duda a la misma persona, a Luisa, en mi caso ignoraba el porqué, fuera de un vago e incongruente respeto a los planes que él albergaba en silencio, y a la perspectiva de que los sacara adelante y un día se convirtieran en marido y mujer. Aquella mínima rendija que ni siquiera llegaba a serlo (la madera un poco hinchada, por eso la puerta no cerraba del todo) me permitía distinguir quién hablaba en cada momento y a veces algunas frases completas, otras sólo fragmentos o apenas nada, dependía de que los hombres lograran hablar en susurros, como era su intención. Pero en seguida elevaban de nuevo el tono sin querer, se los notaba excitados si es que no algo alarmados o incluso asustados. Si Díaz-Varela me descubría más adelante espiando (quizá volvería a asomarse por precaución), cuanto más tiempo pasara lo tendría más difícil, aunque siempre me cabría pretextar que había creído que él había cerrado la puerta para no despertarme nada más, no porque fuera secreto lo que hubiera de tratar con su visitante. No se lo tragaría, pero yo salvaría el tipo, formalmente al menos, a no ser que él se encarara conmigo con desabrimiento o furor, sin importarle las consecuencias, y me acusara de embustera. Con razón, porque lo cierto es que yo sabía desde el principio que su conversación no era para mis oídos, no sólo por reserva general, sino porque ‘además’, yo conocía ‘a la mujer’, y esa palabra había sido dicha en su sentido de esposa, de mujer de alguien, y ese alguien, por ahora, no podía ser sino Desvern.

‘Bueno, ¿qué pasa, qué es eso tan urgente?’, le oí decir a Díaz-Varela, y también oí la respuesta del otro individuo, cuya voz era sonora y su dicción correcta y muy clara, no llegaba a tener un acento madrileño de chiste —se supone que separamos y remarcamos mucho cada sílaba, sin embargo nunca he oído a nadie de mi ciudad hablar así, sólo en las películas y en el teatro anticuados, o si acaso en broma—, pero apenas unía vocablos y todos eran bien distinguibles cuando no le salía el cuchicheo al que aspiraba y para el que su habla o su tono parecían incapacitados.

‘Por lo visto el fulano ha empezado a largar. Está saliendo de su mutismo.’

‘¿Quién, Canella?’, también oí esa pregunta de Díaz-Varela con nitidez, oí el nombre como quien oye una maldición que lo sobrecoge —recordaba ese nombre, lo había leído en Internet y además lo recordaba entero, Luis Felipe Vázquez Canella, como si fuera un título pegadizo o un verso; y también percibí su sobresalto, su pánico—, o como quien oye su propia sentencia o la del ser más querido y no da crédito y a la vez que la escucha la niega y se dice que no es posible, que eso no está sucediendo, que no está oyendo lo que sí está oyendo y que no ha llegado lo que sí ha llegado, como cuando nuestro amor nos convoca con la frase universal ominosa a la que recurren todas las lenguas —‘Tenemos que hablar, María’, llamándonos además por nuestro nombre de pila que apenas usa en las demás circunstancias, ni siquiera cuando jadea dentro, su halagadora boca muy cerca, junto a nuestro cuello– y a continuación nos condena: ‘No sé lo que me está pasando, yo mismo no logro explicármelo’; o bien: ‘He conocido a otra persona’; o bien: ‘Me habrás notado algo raro y distante en los últimos tiempos’, todo son preludios de la desgracia. O como quien oye pronunciar al médico el nombre de una enfermedad ajena que no nos atañe, la que padecen otros pero no uno mismo, y esta vez nos la atribuye inverosímilmente, cómo puede ser, tiene que haber un error o lo que ha sido oído no ha sido dicho, eso a mí no me toca ni va conmigo, yo nunca he sido un desdichado, una desdichada, yo no soy de esos ni voy a serlo.

También yo me sobresalté, también yo sentí pánico momentáneo y estuve a punto de retirarme de la puerta para no oír más y así poder convencerme luego de que había oído mal o de que en realidad no había oído nada. Pero siempre sigue uno escuchando, una vez que ha empezado, las palabras caen o salen flotando y no hay quien las pare. Deseé que consiguieran bajar de una vez las voces, para que no dependiera de mi voluntad no enterarme, y se hiciera nebuloso o se difuminara todo, y me cupieran dudas; para no fiarme de mis sentidos.

‘Claro, quién va a ser’, contestó el otro con un poco de desdén y de impaciencia, como si ahora que había dado la alarma fuera él quien tuvierala sartén por el mango, el que trae una noticia siempre la tiene, hasta que la suelta entera y la traspasa y entonces ya se queda sin nada, y el que la escucha deja de necesitarlo. Al portador apenas le dura la posición dominante, sólo mientras anuncia que sabe y a la vez guarda silencio.

‘¿Y qué es lo que está diciendo? Tampoco puede decir mucho, ¿qué puede decir? ¿No? ¿Qué puede decir ese desgraciado? ¿Qué importa lo que diga un trastornado?’ Díaz-Varela se repetía la frase sobre todo a sí mismo, estaba nervioso, como si quisiera conjurar un maleficio.

Su visitante se atropelló —ya no pudo aguantarse– y al hacerlo bajó y subió el tono varias veces, involuntariamente. De su contestación sólo me alcanzaron fragmentos, pero bastantes.

‘... hablando de las llamadas, de la voz que le contaba’, dijo; ‘... del hombre de cuero, que soy yo’, dijo. ‘No me hace gracia... no es grave... pero voy a tener que jubilarlos, y bien que me gustan, los llevo desde hace la tira de años... No se le encontró ningún móvil, de eso ya me encargué yo... así que les sonará a fantasía... El peligro no es que le crean, es un chalado... Sería que a alguien se le ocurriera... no espontáneo sino instigado... Lo más probable es que no, si de algo está lleno el mundo es de perezosos... Ha pasado bastante tiempo... Era lo previsto, que se negara a hablar fue un regalo, las cosas están ahora como esperábamos al principio... nos hemos acostumbrado mal... En su momento, en caliente... peor, más creíble... Pero quería que lo supieras de inmediato, porque es un cambio, y no pequeño, aunque por ahora no nos afecte ni creo que vaya a hacerlo... Mejor que estés avisado.’

‘No, no es pequeño, Ruibérriz’, le oí decir a Díaz-Varela, y oí bien ese apellido infrecuente, estaba demasiado excitado para moderar la voz, no la controlaba. ‘Aunque sea un chiflado, está diciendo que alguien lo convenció, en persona y con llamadas, o que le metió la idea. Está repartiendo la culpa, o ampliándola, y el siguiente eslabón eres tú, y detrás de ti ya voy yo, maldita la gracia que tiene. Supón que le enseñan una foto tuya y que te señala. Tienes antecedentes, ¿verdad? Estás fichado, ¿no? Y tú lo has dicho, llevas la vida entera con esos abrigos de cuero, todo el mundo te conoce por ellos y por tus nikis de verano, ya no tienes edad para ponértelos, por cierto. Al principio me dijiste que tú nunca irías, que no te dejarías ver, que mandarías a un tercero si hacía falta darle un empujón, envenenarlo más y enseñarle un rostro en el que confiara. Que entre él y yo habría por lo menos dos pasos, no uno, y que el más alejado ni sabría de mi existencia. Ahora resulta que estás sólo tú en medio y que podría reconocerte. Estás fichado, ¿no? Dime la verdad, no es hora de paños calientes, prefiero saber a qué atenerme.’

Hubo un silencio, quizá aquel Ruibérriz se estaba pensando si decir o no la verdad, como le había pedido Díaz-Varela, y si se lo pensaba es que estaba fichado, sus fotos en un archivo. Temí que la pausa se debiera a algún ruido que yo hubiera hecho sin darme cuenta, un pie sobre la madera, no creía, pero el temor nos obliga a no descartar nada, ni lo inexistente. Me imaginé a los dos parados, conteniendo la respiración un instante, aguzando con suspicacia el oído, mirando de reojo hacia el dormitorio, haciéndose un gesto con la mano, un gesto que significaría ‘Espera, esa tía está despierta’. Y de pronto les tuve miedo, los dos juntos me dieron miedo, quise creer que Javier a solas aún no me lo habría dado: acababa de acostarme con él, lo había abrazado y besado con todo el amor que me atrevía a manifestarle, es decir, con mucho amor retenido o disimulado, lo dejaba traslucir sólo en detalles en los que probablemente él no reparaba, lo último que deseaba era asustarlo, espantarlo antes de hora, ahuyentarlo —la hora ya llegaría, de eso estaba segura—. Noté que ese amor guardado se suspendía, en cualquiera de sus formas es incompatible con el miedo; o que se aplazaba hasta mejor momento, el del mentís o el olvido, pero no se me escapaba que ninguno de los dos era posible. Así que me aparté de la puerta por si él volvía a entrar para comprobar que seguía dormida, que no había testigo auditivo de aquella charla. Me metí en la cama, adopté una postura que me pareció convincente, aguardé, ya no oí nada, me perdí la respuesta de Ruibérriz, antes o después debió darla. Quizá permanecí allí un minuto, dos, tres, nadie entró, no pasó nada, de manera que me armé de osadía y salí de nuevo de entre las sábanas, me acerqué a la falsa rendija, siempre medio desvestida, como me había él dejado, siempre con falda. La tentación de oír no se resiste, aunque nos demos cuenta de que no nos conviene. Sobre todo cuando el conocimiento ya ha empezado.

Las voces eran menos audibles ahora, un murmullo, como si se hubieran sosegado tras el inicial sobresalto. Tal vez antes estaban los dos de pie y ahora habían tomado asiento un instante, se habla menos alto cuando se está sentado.

‘Qué te parece que hagamos’, capté por fin a Díaz-Varela. Quería zanjar el asunto.

‘No hay que hacer nada’, contestó Ruibérriz elevando el tono, acaso porque daba instrucciones y volvía a sentirse momentáneamente al mando. Sonó como si resumiera, pensé que se marcharía pronto, quizá ya había recogido su abrigo y se lo había echado al brazo, en el supuesto de que hubiera llegado a quitárselo, la suya era una visita intempestiva y relámpago, seguro que Díaz-Varela no le había ofrecido ni agua. ‘Esta información no apunta a nadie, no nos concierne, ni tú ni yo tenemos que ver con esto, cualquier insistencia por mi parte resultaría contraproducente. Olvídate, una vez enterado. Nada cambia, nada ha cambiado. Si hay alguna novedad más la sabré, pero no tendría por qué haberla. Lo más probable es que tomen nota, la archiven y no hagan nada. Por dónde van a investigar, de ese móvil no hay rastro, no existe. Canella ni siquiera supo el número nunca, por lo visto ha dado cuatro o cinco distintos, le bailan las cifras, normal, inventados todos, o soñados. Se le dio el teléfono pero nunca se le dijo el número, eso convinimos y así se hizo. ¿Qué hay de nuevo, por tanto? El fulano oyó voces, dice ahora, que le hablaban de sus hijas y le señalaban al culpable. Como tantos otros pirados. Nada tiene de particular que, en vez de en su cabeza o desde el cielo, resonaran a través de un móvil, lo tomarán por desvarío, ganas de darse importancia. Hasta los matados se enteran de los avances del mundo, hasta los locos, y el que no tiene un móvil es el más pringado. Déjalo estar. No te asustes más de la cuenta, tampoco ganamos nada con eso.’

‘Ya, ¿y el hombre de cuero? Tú mismo te has alarmado, Ruibérriz. Por eso has venido corriendo a contármelo. Ahora no me digas que no hay motivo. En qué quedamos.’

‘Ya, sí, cuando lo he sabido me he acojonado un poco, lo reconozco, vale. Estábamos tan tranquilos con su negativa a declarar, a decir nada. Me ha pillado por sorpresa, no me lo esperaba a estas alturas. Pero al contártelo me he dado cuenta de que en realidad no pasa nada. Y que se le presentara un hombre de cuero un par de veces, bueno, como si se le hubiera aparecido la Virgen de Fátima, a efectos prácticos. Ya te he dicho que sólo se me busca en México, si es que no ha prescrito, seguro que sí, aunque no me voy a ir allí a averiguarlo: una cosa de juventud, hace siglos. Y entonces no llevaba estos abrigos.’ Ruibérriz era consciente de que estaba en falta, de que nunca debía haberse dejado ver por el gorrilla. Quizá por eso intentaba restarle ahora peligro a la información que había traído.

‘Ya te puedes deshacer de los que tengas, en todo caso. Empezando por este. Quémalo, hazlo jirones. No vaya a haber algún listo al que se le ocurra relacionarte. No estarás fichado aquí, pero te conoce más de un poli. Esperemos que los de Homicidios no crucen datos con los de otros delitos. Bueno, aquí nadie cruza nada con nadie, por lo visto. Cada cuerpo a su bola, sería extraño.’ También Díaz-Varela procuraba ser optimista ahora, y serenarse. Sonaban como gente normal dentro de todo, como aficionados tan a tientas como yo lo habría estado. Gente desacostumbrada al crimen, o sin la suficiente conciencia de haber instigado uno, casi de haberlo encargado, por lo que colegía.

Quería ver a aquel Ruibérriz, debía de estar a punto de despedirse: su cara, y también su famoso abrigo, antes de que lo destruyera. Decidí salir, tuve el impulso de vestirme rápido. Pero si lo hacía Díaz-Varela podría sospechar que llevaba un rato avisada de que había alguien más en la casa y tal vez escuchando, espiando, por lo menos los segundos que hubiera tardado en ponerme el resto de la ropa. Si irrumpía en el salón como estaba, en cambio, daría la impresión de que acababa de despertarme y no tenía conocimiento de la presencia de nadie. Nada habría oído, estaba en la creencia de que él y yo seguíamos solos, como siempre, sin testigo posible de nuestras conjunciones ocasionales, algunas tardes. Salía a su encuentro con naturalidad, tras descubrir que durante mi sueño no había permanecido a mi lado, en la cama. Más valía que me presentara medio desvestida, sin ninguna cautela y haciendo ruido, como una inocente que continuaba en Babia.


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