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Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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‘Eres incorregible en tu vanidad, en tu optimismo. Por eso serías tan buen asidero, tan buen soporte. No creo que eso ocurriese. Precisamente porque eres demasiado familiar para ella, como un primo al que le sería imposible mirar con otros ojos’, aquí habría vacilado un instante o lo habría fingido, ‘que los míos. Su visión de ti viene de mí, es heredada, está viciada. Eres un viejo amigo de su marido, del que me ha oído hablar muchas veces, ya puedes imaginártelo, con tanto afecto como guasa. Antes de que Luisa te conociera, yo ya le había contado cómo eras, le había pintado tu cuadro. Te ha visto siempre a esa luz y con esos rasgos, ya no puede cambiarlos, tenía una acabada imagen de ti antes de presentaros. Y bueno, no te oculto que nos hacen reír tus líos y, cómo llamarlo, tu ufanía. Me temo que no eres alguien a quien ella pudiera tomar en serio. Estoy seguro de que no te molesta que te lo diga. Es una de tus virtudes, y además lo que siempre has buscado, no ser tomado muy en serio. No irás a negármelo ahora.’

Díaz-Varela se habría sentido molesto, probablemente, pero lo habría disimulado. A nadie le agrada que le anuncien que no tiene posibilidades con alguien, aunque ese alguien no le interese ni se haya planteado conquistarlo. Muchas seducciones se han llevado a cabo, o por lo menos se han iniciado, por despecho o desafío, sólo por eso, por una apuesta o para refutar un aserto. El interés viene luego. Suele venir en esas ocasiones, lo suscitan las maniobras y el propio empeño. Pero no está al principio, o en todo caso no está antes de la disuasión o reto. Tal vez Díaz-Varela deseó en aquel momento que Deverne se muriera para demostrarle que Luisa sí podía tomarlo a él en serio cuando ya no hubiera mediadores. Claro que ¿cómo se le demuestra algo a un muerto? ¿Cómo se obtiene su rectificación, su reconocimiento? Nunca nos dan la razón que necesitamos, y sólo cabe pensar: ‘Si ese muerto levantara la cabeza’. Pero ninguno la levanta. Se lo demostraría a Luisa, en quien Desvern se prolongaría o seguiría viviendo durante un tiempo, eso había dicho su marido. Quizá fuera así, quizá estuviera en lo cierto. Hasta que él lo barriese. Hasta que borrase su recuerdo y su rastro y lo suplantase.

‘No, no voy a negártelo, y claro que no me molesta. Pero las maneras de mirar cambian mucho, sobre todo si quien ha pintado el retrato ya no puede seguir retocándolo y el retrato queda en manos del retratado. Éste puede corregir y desmentir todos los trazos, uno a uno, y dejar como un embustero al primer artista. O como un equivocado, o como un mal artista, superficial y sin perspicacia. “Qué idea tan errada me habían inducido a tener”, puede pensar quien lo contemplaba. “Este hombre no es como me lo habían descrito, sino que tiene peso, y pasión, y entidad, y fundamento.” Eso pasa a diario, Miguel, continuamente. La gente empieza viendo una cosa y acaba viendo la contraria. Empieza amando y acaba odiando, o sintiendo indiferencia y después adorando. Nunca logramos estar seguros de qué va a sernos vital ni de a quién vamos a dar importancia. Nuestras convicciones son pasajeras y endebles, hasta las que consideramos más fuertes. También nuestros sentimientos. No deberíamos fiarnos.’

Deverne habría captado algo del orgullo herido, lo habría pasado por alto.

‘Aun así’, habría dicho. ‘Si yo no creo que eso pueda ocurrir, qué más daría si finalmente ocurriese después de mi muerte. Yo no me enteraría. Y me habría muerto convencido de la imposibilidad de tal vínculo entre tú y ella, lo que uno prevé es lo que cuenta, lo que uno ve y vive en el último instante es el final de la historia, el final del cuento propio. Uno sabe que todo continuará sin uno, que nada se para porque uno desaparezca. Pero ese después no le concierne. Lo crucial es que se para uno, y en consecuencia se detiene todo, el mundo es definitivamente como es en el momento de la terminación de quien termina, aunque no sea así de hecho. Pero ese “de hecho” ya no importa. Es el único instante en el que ya no hay futuro, en el que el presente se nos aparece como inalterable y eterno, porque ya no asistiremos a ningún hecho más ni a ningún cambio. Ha habido gente que ha intentado adelantar la publicación de un libro para que su padre llegara a verlo impreso y se despidiera con la idea de que su hijo era un escritor cumplido, qué más daba que luego no volviera a redactar ni una línea. Ha habido tentativas desesperadas de reconciliar momentáneamente a dos personas para que un agonizante creyese que habían hecho las paces y que todo estaba arreglado y en orden, qué importaba que los enemistados volvieran a tirarse los trastos a la cabeza a los dos días del fallecimiento, lo que contaba era lo que quedaba o había justo antes de esa muerte. Ha habido quien ha fingido perdonar a un moribundo para que éste se fuera en paz, o más tranquilo, qué más daba que a la mañana siguiente el perdonador le desease en su fuero interno que se pudriera en el infierno. Ha habido quienes han mentido como locos ante el lecho de la mujer o el marido y los han convencido de que jamás les fueron infieles y de que los quisieron sin fisuras y con constancia, qué importaba que al cabo de un mes ya estuvieran conviviendo con sus veteranos amantes. Lo único verdadero, y además definitivo, es lo que el que va a morir ve o cree inmediatamente antes de su marcha, porque para él no hay más historia. Hay un abismo entre lo que creyó Mussolini, que fue ejecutado por sus enemigos, y lo que creyó Franco en su cama, rodeado de sus seres queridos y adorado por sus compatriotas, digan lo que digan ahora los muy hipócritas. Yo le oí contar a mi padre que Franco tenía en su despacho una fotografía de Mussolini colgado boca abajo como un cerdo en la gasolinera de Milán a la que lo llevaron para exhibir y escarnecer su cadáver y el de su amante Clara Petacci, y que a algunas visitas que se quedaban mirándola sobrecogidas o desconcertadas les decía: “Sí, vea: yo nunca saldré así”. Y tuvo razón, ya procuró que así fuera. Él murió feliz sin duda, dentro de lo que cabe, en la idea de que todo continuaría como había dictaminado. Muchos se consuelan de esta gran injusticia, o de su rabia, pensando luego: “Si levantara la cabeza”, o “Tal como han ido las cosas, debe de estar revolviéndose en su tumba”, sin aceptar del todo que nadie levanta la cabeza nunca ni se revuelve en su tumba ni se entera de lo que pasa en cuanto expira. Es como pensar que a quien aún no ha nacido le pudiera importar lo que sucede en el mundo, más o menos. A quien todavía no existe le es todo tan indiferente, por fuerza, como al que ya se ha muerto. Ninguno de los dos es nada, ninguno posee conciencia, el primero no puede ni presentir su vida, el segundo no está capacitado para recordarla, como si no la hubiera tenido. Están en el mismo plano, es decir, no están ni saben, aunque nos cueste admitirlo. Qué me importaría a mí lo que ocurriese una vez que me hubiera ido. Sólo me cuenta lo que ahora creo y preveo. Creo que a mis hijos les iría mejor si tú estuvieras cerca de ellos, en mi ausencia. Preveo que Luisa se recuperaría antes y sufriría un poco menos si te tuviera a mano como amigo. Yo no me puedo adentrar en las conjeturas ajenas, aunque sean tuyas o aunque fueran de Luisa, sólo me cabe atender a las mías y no os puedo imaginar de otra manera. Así que sigo pidiéndote que, si me pasa algo malo, me des tu palabra de que te encargarás de ellos.’

Díaz-Varela, acaso, aún le habría discutido algo:

‘Sí, tienes razón en parte. No en una cosa, sin embargo: no es lo mismo no haber nacido que haber muerto, porque el que muere deja rastro y lo sabe. Sabe que ya no se enterará de nada pero que va a dejar huella y recuerdo. Que será echado de menos, tú mismo lo estás diciendo, y que las personas que lo conocieron no actuarán como si no hubiera existido. Habrá quien se sienta culpable respecto a él, quien deseará haberlo tratado mejor en vida, quien llorará por él y no comprenderá que no responda, quien se desesperará por su ausencia. A nadie le cuesta recuperarse de la pérdida de quien no ha nacido, si acaso a la madre que sufre un aborto, se le hace difícil abandonar la esperanza y se pregunta de vez en cuando por el niño que podría haber sido. Pero en realidad no hay ahí pérdida de ninguna clase, no hay vacío ni hay hechos pasados. En cambio quien ha vivido y ha muerto no desaparece del todo, durante un par de generaciones al menos; hay constancia de sus actos y al morir él está al tanto de eso. Sabe que ya no va a ver ni a averiguar nada más, que a partir de ese momento quedará en la ignorancia y que el final de la historia es el que es en ese instante. Pero tú mismo te estás preocupando por lo que les aguardaría a tu mujer y a tus hijos, te has ocupado de poner en orden los asuntos financieros, eres consciente del hueco que dejarías y me estás pidiendo que lo llene, que te sustituya hasta cierto punto si faltas. Nada de eso estaría en la mano de un nonato.’

‘Claro que no’, habría respondido Desvern, ‘pero todo esto lo hago vivo, lo hace un vivo, que no tiene nada que ver con un muerto, aunque normalmente creamos que son la misma persona y así se diga. Cuando esté muerto no seré ni persona, y no podré arreglar ni pedir nada, ni ser consciente de nada, ni preocuparme. Tampoco nada de eso estaría en la mano de un muerto, es en eso en lo que se parece a un no nacido. No estoy hablando de los otros, de los que nos sobreviven y evocan y todavía están en el tiempo, ni de mí mismo ahora, del que aún no se ha ido. Ese hace cosas, por supuesto, y las piensa, nada más faltaría; maquina, toma medidas y decisiones, trata de influir, tiene deseos, es vulnerable y también puede hacer daño. Estoy hablando de mí mismo muerto, veo que se te hace más difícil que a mí imaginarme. Pues no debes confundirnos, a mí vivo y a mí muerto. El primero te pide algo que el segundo no podrá reclamarte ni recordarte ni saber si cumples. Qué te cuesta darme tu palabra, entonces. Nada te impide faltar a ella, te sale gratis.’

Díaz-Varela se habría pasado una mano por la frente y se habría quedado mirándolo con extrañeza y un poco de hartazgo, como si saliera de una ensoñación o de un sopor provocado. Salía en todo caso de una conversación inesperada, impropia y de mal agüero.

‘Tienes mi palabra de honor, lo que tú digas, cuenta con ella’, le habría dicho. ‘Pero haz el favor de no volver a joderme en la vida con historias de estas, me has dejado mal cuerpo. Anda, vámonos a tomar una copa y a hablar de cosas menos macabras.’

–Pero qué porquería de edición es esta —oí que mascullaba el Profesor Rico sacando un volumen de un estante, había estado miroteando los libros como si en la habitación no hubiera nadie. Vi que era una edición del Quijoteque cogía con las puntas de los dedos, como si le diera grima—. Cómo se puede tener esta edición, existiendo la mía. Es pura necedad intuitiva, no hay método ni ciencia en ella, y ni siquiera es ocurrente, copia mucho. Y encima en casa de una profesora universitaria, para mayor inri, si mal no he entendido. Así anda la Universidad madrileña —añadió mirando con reprobación a Luisa.

Ella se echó a reír de buena gana. Pese a ser la destinataria de la reprimenda, la salida de tono le había hecho gracia. Díaz-Varela se rió también, quizá por mimetismo o por coba —para él no podía haber sorpresa en la impertinencia de Rico ni en las confianzas que se tomaba—, e intentó tirarle de la lengua, posiblemente para ver si se reía más Luisa y se arrancaba de su momento sombrío. Pero pareció espontáneo. Resultaba encantador y fingir se le daba, si fingía.

–Bueno, no me dirás que el encargado de esa edición no es una autoridad respetada, bastante más que tú en algunos círculos —le dijo a Rico.

–Bah, respetada por los ignorantes y los eunucos, que en este país casi ni caben, y en los Círculos de la Amistad de los pueblos más tirados y más holgazanes —respondió el Profesor. Abrió el volumen por una página al azar, le echó una ojeada displicente y rápida y clavó el índice en un renglón, como impulsado por un mazazo—. Aquí ya hay un error de bulto. —A continuación lo cerró como si no hubiera más que mirar—. Se lo restregaré en un artículo. —Levantó la vista con aire triunfal, sonrió de oreja a oreja (una sonrisa enorme, se la permitía su boca flexible) y añadió—: Y además, me tiene envidia.

II

Tardé mucho tiempo en volver a ver a Luisa Alday y en el largo entretanto empecé a salir con un hombre que me gustaba a medias y me enamoré estúpida y calladamente de otro, de su enamorado Díaz-Varela, al que me encontré poco después en un lugar improbable para encontrarse a nadie, muy cerca de donde había muerto Deverne, en el edificio rojizo del Museo Nacional de Ciencias Naturales, que está justo al lado o más bien forma conjunto con la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales con su brillante cúpula de cristal y zinc, de unos veintisiete metros de altura y unos veinte de diámetro, erigida hacia 1881, cuando ese conjunto no era Escuela ni Museo, sino el flamante Palacio Nacional de las Artes y las Industrias que albergó una importante Exposición en aquel año, la zona se conocía antiguamente como los Altos del Hipódromo, por sus varios promontorios y su cercanía a unos caballos cuyas hazañas son fantasmales por partida doble o definitivamente, pues ya no debe de quedar nadie vivo que asistiera a ellas o las recuerde. El Museo de Ciencias es pobre, sobre todo si se compara con los que se encuentran en Inglaterra, pero me acercaba a él a veces con mis sobrinos pequeños para que vieran los animales estáticos tras sus vitrinas y se familiarizaran con ellos, y de ahí me quedó cierta afición a visitarlo por mi cuenta de tarde en tarde, entremezclada —de hecho invisible para ellos– con los grupos de alumnos de colegios y de institutos acompañados de una profesora exasperada o paciente y con despistados turistas sobrados de tiempo que se enteran de su existencia por alguna guía de la ciudad demasiado puntillosa y exhaustiva: aparte de las numerosísimas guardianas, casi todas sudamericanas hoy en día, esos suelen ser los únicos seres vivos de ese lugar algo irreal y superfluo y feérico, como todos los Museos de Ciencias.

Estaba mirando la maqueta de las inmensas fauces abiertas de un cocodrilo —siempre pensaba que yo cabría en ellas, y en la suerte de no vivir en un sitio en el que hubiera esos reptiles– cuando me llamaron por mi nombre y me volví un poco alarmada, por lo inesperado: cuando uno está en ese Museo semivacío, tiene la casi absoluta y reconfortante certeza de que en esos instantes nadie puede conocer su paradero.

Lo reconocí en seguida, con sus labios femeninos y su mentón falsamente partido, su sonrisa calmada y una expresión a la vez atenta y ligera. Me preguntó qué hacía allí, y le contesté: ‘Me gusta venir de vez en cuando. Es un sitio lleno de fieras tranquilas, a las que uno puede aproximarse’. Nada más decir esto pensé que fieras había bien pocas y que la frase era una pavada, y además me di cuenta de que la había añadido por hacerme la interesante, supuse que con nefastos resultados. ‘Es un sitio tranquilo’, concluí sin más adornos. Le pregunté lo mismo, qué hacía él allí, y me contestó: ‘También a mí me gusta venir de vez en cuando’, y esperé una pavada suya, que para mi desgracia no llegó del todo, Díaz-Varela no deseaba impresionarme. ‘Vivo bastante cerca. Cuando salgo a dar una vuelta, mis pasos me acaban trayendo hasta aquí en ocasiones.’ Lo de los pasos trayéndolo me pareció levemente literario y cursi y me dio alguna esperanza. ‘Luego me siento un rato en la terraza de ahí fuera y regreso a casa. Vamos, te invito a tomar algo, a no ser que quieras seguir mirando esos colmillos u otras salas.’ En el exterior, bajo la arboleda, aún sobre el promontorio, frente a la Escuela, hay un quiosco de refrescos con sus mesas y sillas al aire libre.

–No —respondí—, me las conozco de memoria. Sólo pensaba bajar un rato a ver esas absurdas figuras de Adán y Eva. —Él no reaccionó, no dijo ‘Ah, ya’ ni nada por el estilo, como habría dicho cualquiera que visitara con frecuencia ese Museo: en el sótano hay una vitrina vertical de no muy gran tamaño, hecha por una americana o una inglesa, una tal Rosamund Algo, que representa el Jardín del Edén de manera estrafalaria. Todos los animales que rodean a la primigenia pareja están supuestamente vivos y en movimiento o alerta, monos, liebres, pavos, grullas, tejones, quizá un tucán y hasta la serpiente, que asoma con expresión demasiado humana entre las muy verdes hojas del manzano. Adán y Eva, en cambio, los dos de pie y separados, son sólo sendos esqueletos, y lo único que permite distinguirlos al ojo profano es que uno de ellos sostiene en la mano derecha una manzana. Seguramente leí alguna vez el cartel correspondiente, pero no recuerdo que diera explicación satisfactoria alguna. Si se trataba de mostrar los huesos de una mujer y de un hombre y de señalar sus diferencias, no se entiende qué necesidad había de convertirlos en nuestros primeros padres, como se los llamaba con la fe antigua, y colocarlos en ese escenario; si se trataba de representar el Paraíso con su más bien pobre fauna, lo que no se entiende son los esqueletos, mientras todos los demás animales conservan su carne y su pelo o plumaje. Es una de las más incongruentes instalaciones del Museo de Ciencias Naturales, y a nadie que lo visite le puede pasar inadvertida, no por bonita, sino por sin sentido.

–María Dolz, ¿verdad? Es Dolz, ¿no es así? —me dijo Díaz-Varela una vez que nos hubimos sentado en la terraza, como si quisiera hacer gala de su capacidad de retención y su buena memoria, al fin y al cabo mi apellido lo había pronunciado sólo yo, y apresuradamente, lo había colado como un inserto que a todos los presentes traía sin cuidado. Me sentí halagada por el detalle, no cortejada.

–Tienes buena memoria y buen oído —le dije para no ser descortés—. Sí, es Dolz, no Dols ni Dolç, con cedilla. —Y dibujé en el aire una cedilla—. ¿Cómo sigue Luisa?

–Ah, tú no la has visto. Pensaba que habíais hecho algo de amistad.

–Sí, si se puede decir eso de lo que ha durado un solo día. No he vuelto a verla desde aquella vez en su casa. Entonces nos llevamos muy bien y me habló como si en efecto fuera una amiga, yo creo que por debilidad más que nada. Pero después no he vuelto a encontrármela. ¿Cómo sigue? —insistí—. Tú sí debes de verla casi a diario, ¿no?

Esto pareció contrariarlo un poco, se quedó callado unos segundos. Se me ocurrió que quizá sólo quería sonsacarme, en la creencia de que ella y yo manteníamos contacto, y que de pronto su aproximación a mí se había quedado sin objetivo antes de empezar, o aún más irónico: sería él quien tendría que darme noticias e información sobre ella.

–Pues no bien —respondió por fin—, y ya me voy preocupando. No es que haya pasado demasiado tiempo, desde luego, pero no acaba de reaccionar, no avanza un milímetro, no es capaz de alzar la cabeza ni siquiera fugazmente y mirar a su alrededor y ver cuánto le queda. Después de la muerte de un marido aún quedan muchas cosas; a su edad, de hecho, queda otra vida entera. La mayoría de las viudas salen adelante pronto, sobre todo si son más o menos jóvenes y además tienen hijos de los que ocuparse. Pero no son sólo los niños, que en seguida dejan de serlo. Si ella pudiera verse dentro de unos pocos años, de un año incluso, comprobaría que la imagen de Miguel que ahora la ronda incesantemente se le difumina cada día que pasa y cuánto se le ha adelgazado, y que sus nuevos afectos no le permiten acordarse de él más que de tarde en tarde, con una quietud hoy sorprendente, con invariable pena pero sin apenas desasosiego. Porque tendrá nuevos afectos y su primer matrimonio acabará por parecerle algo casi soñado, un recuerdo vacilante y amortiguado. Lo que hoy es visto como anomalía trágica será percibido como normalidad irremediable, y aun deseable, puesto que habrá sucedido. Hoy le resulta inadmisible que Miguel ya no sea, pero llegará un momento en que lo incomprensible sería que volviera a ser, que sí fuera; en que la mera fantasía de una reaparición milagrosa, de una resurrección, de su vuelta, se le haría intolerable, porque ya le habría asignado su lugar definitivo y su rostro apaciguado en el tiempo, y no consentiría que ese retrato suyo acabado y fijo se expusiera de nuevo a las modificaciones de lo que permanece vivo y por lo tanto es imprevisible. Tendemos a desear que nadie se muera y que nada termine, de lo que nos acompaña y es nuestra querida costumbre, sin darnos cuenta de que lo único que mantiene las costumbres intactas es que nos las supriman de golpe, sin desviación ni evolución posibles, sin que nos abandonen ni las abandonemos. Lo que dura se estropea y acaba pudriéndose, nos aburre, se vuelve contra nosotros, nos satura, nos cansa. Cuántas personas que nos parecían vitales se nos quedan en el camino, cuántas se nos agotan y con cuántas se nos diluye el trato sin que haya aparente motivo ni desde luego uno de peso. Las únicas que no nos fallan ni defraudan son las que se nos arrebata, las únicas que no dejamos caer son las que desaparecen contra nuestra voluntad, abruptamente, y así carecen de tiempo para darnos disgustos o decepcionarnos. Cuando eso ocurre nos desesperamos momentáneamente, porque creemos que podríamos haber seguido con ellas mucho más, sin ponerles plazo. Es una equivocación, aunque comprensible. La prolongación lo altera todo, y lo que ayer era estupendo mañana habría sido un tormento. La reacción que tenemos todos ante la muerte de alguien cercano es parecida a la que tuvo Macbeth ante el anuncio de la de su mujer, la Reina. ‘She should have died hereafter’, responde de manera algo enigmática: ‘Debería haber muerto a partir de ahora’, es lo que dice, o ‘de ahora en adelante’. También podría entenderse con menos ambigüedad y más llaneza, esto es, ‘más adelante’ a secas, o ‘Debería haber esperado un poco más, haber aguantado’; en todo caso lo que dice es ‘no en este instante, no en el elegido’. ¿Y cuál sería el instante elegido? Nunca nos parece el momento justo, siempre pensamos que lo que nos gusta o alegra, lo que nos alivia o ayuda, lo que nos empuja a través de los días, podía haber durado un poco más, un año, unos meses, unas semanas, unas cuantas horas, nos parece que siempre es temprano para que se les ponga fin a las cosas o a las personas, nunca vemos el momento oportuno, aquel en el que nosotros mismos diríamos: ‘Ya. Ya está bien. Es suficiente y más vale. Lo que venga a partir de ahora será peor, un deterioro, un rebajamiento, una mancha’. A eso nunca nos atrevemos, a decir ‘Este tiempo ha pasado, aunque sea el nuestro’, y por eso no está en nuestras manos el final de nada, porque si dependiera de ellas todo continuaría indefinidamente, contaminándose y ensuciándose, sin que ningún vivo pasara jamás a ser muerto.

Hizo una breve pausa para beber de su cerveza, hablar seca en seguida la garganta y él se había lanzado tras su desconcierto inicial, casi con vehemencia, como si aprovechara para desahogarse. Tenía labia y vocabulario, su pronunciación en inglés era buena sin afectación, lo que decía no era hueco e iba trabado, me pregunté a qué se dedicaría pero no podía preguntárselo sin interrumpirle el discurso y eso no quería hacerlo. Le miraba los labios mientras peroraba, se los miraba con fijeza y me temo que con descaro, me dejaba mecer por sus palabras y no podía apartar los ojos del lugar por donde salían, como si todo él fuera boca besable, de ella procede la abundancia, de ella surge casi todo, lo que nos persuade y lo que nos seduce, lo que nos tuerce y lo que nos encanta, lo que nos succiona y lo que nos convence. ‘De la superabundancia del corazón habla la boca’, se lee en la Biblia en algún sitio. Me quedé perpleja al comprobar cuánto me gustaba y hasta fascinaba aquel hombre apenas conocido, más aún al recordar que para Luisa era en cambio casi invisible e inaudible, de tan visto y oído. Cómo podía ser, uno cree que lo que lo enamora debería anhelarlo todo el mundo. No quería decir nada para no romper el ensalmo, pero también se me ocurrió que, si no lo hacía, él podría figurarse que no le prestaba atención, cuando lo cierto es que no perdía vocablo, cuanto procediera de aquellos labios me interesaba. Debía ser breve, con todo, pensé, para no distraerlo demasiado.

–Bueno, los finales sí dependen de nuestras manos, si éstas son suicidas. No digamos si son asesinas —dije. Y estuve a punto de añadir: ‘Aquí mismo, ahí al lado, mataron a tu amigo Desvern de mala manera. Es extraño que ahora estemos aquí sentados y que todo esté en paz y limpio, como si no hubiera pasado nada. De haber estado aquel día, tal vez lo habríamos salvado. Aunque si él no hubiera muerto, no podríamos estar juntos en ningún lado. Ni siquiera nos conoceríamos’.

Estuve a punto pero no lo añadí, entre otras razones porque él echó una rápida ojeada —estaba de espaldas a ella, yo de frente– hacia la calle cercana en que se había producido el acuchillamiento, y pensé si no estaría pensando lo mismo que yo o algo parecido, al menos la primera parte de mi pensamiento. Se peinó con los dedos el pelo con entradas, pelo hacia atrás, pelo de músico, luego tamborileó con las uñas de esos mismos cuatro dedos contra su vaso, uñas duras, bien cortadas.

–Esas son la excepción, esas son la anomalía. Claro que hay quienes deciden poner término a su vida, y lo hacen, pero son los menos y por eso impresionan tanto, porque contradicen el ansia de duración que nos domina a la gran mayoría, la que nos hace creer que siempre hay tiempo y la que nos lleva a pedir un poco más, un poco más, cuando se acaba. En cuanto a las manos asesinas que dices, no cabe verlas nunca como nuestras. Ponen fin como lo pone la enfermedad, o un accidente, quiero decir que son causas externas, incluso en aquellos casos en los que el muerto se lo ha buscado, por su mala vida elegida o por los riesgos que ha asumido o porque a su vez ha matado y se ha expuesto a una venganza. Ni el mafioso más sanguinario ni el Presidente de los Estados Unidos, por poner dos ejemplos de individuos que están en permanente peligro de ser asesinados, que cuentan con esa posibilidad y conviven a diario con ella, desean nunca que se termine esa amenaza, esa tortura latente, esa zozobra insoportable. No desean que se termine nada de lo que hay, de lo que tienen, por odioso y gravoso que sea; van pasando de día en día con la esperanza de que el siguiente estará ahí también, uno idéntico a otro o muy semejantes, si hoy he existido por qué no mañana, y mañana conduce a pasado y pasado al otro. Así vamos viviendo todos, los contentos y los descontentos, los afortunados y los infelices, y si por nosotros fuera continuaríamos hasta el fin de los tiempos. —Pensé que se había liado un poco o que había intentado liarme. ‘Las manos asesinas no son nuestrasexcepto si efectivamente son las nuestras de pronto, y en todo caso siempre pertenecen a alguien, que hablará de “las mías”. Sean de quienes sean, no es verdad que esas no quieran que ningún vivo pase jamás a ser muerto, sino que justamente eso es lo que desean y además no pueden esperar a que el azar las beneficie ni a que el tiempo haga su trabajo; se encargan ellas de convertirlos. Esas no quieren que todo siga ininterrumpidamente, al revés, necesitan suprimir a alguien y romper varias costumbres. Esas nunca dirían de su víctima “She should have died hereafter”, sino “He should have died yesterday”, “Debería haber muerto ayer”, o hace siglos, hace mucho más tiempo; ojalá no hubiera nacido ni dejado huella alguna en el mundo, así no habríamos tenido que matarlo. El aparcacoches rompió sus costumbres y las de Deverne de un tajo, las de Luisa y las de los niños y las del chófer que acaso se salvó por una confusión, por muy poco; las del propio Díaz-Varela y hasta las mías en parte. Y las de otras personas que no conozco.’ Pero no dije nada de esto, no quería tomar la palabra, no quería hablar sino que él lo siguiera haciendo. Quería oír su voz y rastrear su mente, y seguir viendo sus labios en movimiento. Corría el riesgo de no enterarme de lo que decía, por estárselos mirando embobada. Bebió otro sorbo y continuó, tras carraspear como si procurara centrarse—. Lo asombroso es que cuando las cosas suceden, cuando se producen las interrupciones, las muertes, las más de las veces se da por bueno lo sucedido, al cabo del tiempo. No me malentiendas. No es que nadie dé por buena una muerte y aún menos un asesinato. Son hechos que se lamentarán toda la vida, que ocurrieran cuando ocurrieron. Pero lo que la vida trae se impone siempre al final, con tal fuerza que a la larga nos resulta casi imposible imaginarnos sin ello, no sé cómo explicarlo, imaginar que algo acontecido no hubiera acontecido. ‘A mi padre lo mataron durante la Guerra’, puede contar alguien con amargura, con enorme pena o con rabia. ‘Una noche lo fueron a buscar, lo sacaron de casa y lo metieron en un coche, yo vi cómo se resistía y cómo lo arrastraban. Lo arrastraron de los brazos, era como si las piernas se le hubieran paralizado y ya no lo sostuvieran. Lo llevaron hasta las afueras y allí le pegaron un tiro en la nuca y lo arrojaron a una cuneta, para que la visión de su cadáver sirviera a los demás de escarmiento.’ Quien cuenta eso lo deplora, sin duda, y hasta puede pasarse la vida alimentando el odio hacia los asesinos, un odio universal y abstracto si no sabe bien quiénes fueron, sus nombres, como fue tan frecuente durante la Guerra Civil, nada más se sabía que habían sido ‘los otros’, tantas veces. Pero resulta que en buena medida es ese hecho odioso lo que constituye a ese alguien, que no podría renunciar nunca a él porque sería como negarse a sí mismo, borrar el que es y no tener sustituto. Él es el hijo de un hombre asesinado de mala manera en la Guerra; es una víctima de la violencia española, un huérfano trágico; eso lo configura, lo define y lo condiciona. Ésa es su historia o el arranque de su historia, su origen. En cierto sentido es incapaz de desear que eso no hubiera ocurrido, porque si no hubiera ocurrido él sería otro y no sabe quién, no tiene ni idea. Ni se ve ni se imagina, ignora cómo habría salido y cómo se habría llevado con ese padre vivo, si lo habría detestado o lo habría querido o le habría sido indiferente, y sobre todo no se sabe imaginar sin ese pesar y ese rencor de fondo que lo han acompañado siempre. La fuerza de los hechos es tan espantosa que todo el mundo acaba por estar más o menos conforme con su historia, con lo que le pasó y lo que hizo y lo que dejó de hacer, aunque crea que no o no se lo reconozca. La verdad es que casi todos maldicen su suerte de algún momento y casi nadie se lo reconoce.


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