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Los Enamoramientos
  • Текст добавлен: 4 октября 2016, 22:50

Текст книги "Los Enamoramientos"


Автор книги: Javier Marias



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Aquí no tuve más remedio que intervenir:

–Luisa no puede estar conforme con lo que le ha ocurrido. Nadie puede estar conforme con que a su marido lo hayan apuñalado gratuita y tontamente, por equivocación, sin motivo y sin que él se lo hubiera buscado. Nadie puede estar conforme con que le hayan destrozado la vida para siempre.

Díaz-Varela se quedó observándome muy atentamente, con una mejilla apoyada en el puño y el codo apoyado en la mesa. Aparté la vista, me turbaron sus ojos inmóviles, de mirada nada transparente ni penetrante, quizá era nebulosa y envolvente o tan sólo indescifrable, suavizada en todo caso por la miopía (probablemente llevaba lentillas), era como si esos ojos rasgados me estuvieran diciendo: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima.

–Ese es el error —dijo al cabo de unos segundos, sin quitarme su mirada fija de encima ni variar su postura, como si en vez de hablar estuviera atendiendo—, un error propio de niños en el que sin embargo incurren muchos adultos hasta el día de su muerte, como si a lo largo de su vida entera no hubieran logrado darse cuenta de su funcionamiento y carecieran de toda experiencia. El error de creer que el presente es para siempre, que lo que hay a cada instante es definitivo, cuando todos deberíamos saber que nada lo es, mientras nos quede un poco de tiempo. Llevamos a cuestas las suficientes vueltas y los suficientes giros, no sólo de la fortuna sino de nuestro ánimo. Vamos aprendiendo que lo que nos pareció gravísimo llegará un día en que nos resulte neutro, sólo un hecho, sólo un dato. Que la persona sin la que no podíamos estar y por la que no dormíamos, sin la que no concebíamos nuestra existencia, de cuyas palabras y de cuya presencia dependíamos día tras día, llegará un momento en que ni siquiera nos ocupará un pensamiento, y cuando nos lo ocupe, de tarde en tarde, será para un encogimiento de hombros, y a lo más que alcanzará ese pensamiento será a preguntarse un segundo: ‘¿Qué se habrá hecho de ella?’, sin preocupación ninguna, sin curiosidad siquiera. ¿Qué nos importa hoy la suerte de nuestra primera novia, cuya llamada o el encuentro con ella esperábamos anhelantemente? ¿Qué nos importa, incluso, la suerte de la penúltima, si hace ya un año que no la vemos? ¿Qué nos importan los amigos del colegio, y los de la Universidad, y los siguientes, pese a que giraran en torno a ellos larguísimos tramos de nuestra existencia que parecían no ir a terminarse nunca? ¿Qué nos importan los que se desgajan, los que se van, los que nos dan la espalda y se apartan, los que dejamos caer y convertimos en invisibles, en meros nombres que sólo recordamos cuando por azar vuelven a alcanzar nuestros oídos, los que se mueren y así nos desertan? No sé, mi madre murió hace veinticinco años, y aunque me siento obligado a que me dé tristeza pensarlo, y hasta me la acabe dando cada vez que lo hago, soy incapaz de recuperar la que sentí entonces, no digamos de llorar como me tocó hacerlo entonces. Ahora es sólo un hecho: mi madre murió hace veinticinco años, y yo soy sin madre desde aquel momento. Es parte de mí, simplemente, es un dato que me configura, entre otros muchos: soy sin madre desde joven, eso es todo o casi todo, lo mismo que soy soltero o que otros son huérfanos desde la infancia, o son hijos únicos, o el pequeño de siete hermanos, o descienden de un militar o de un médico o de un delincuente, qué más da, a la larga todo son datos y nada tiene demasiada importancia, cada cosa que nos sucede o que nos precede cabe en un par de líneas de un relato. A Luisa le han destrozado la vida que tenía ahora, pero no la futura. Piensa cuánto tiempo le queda para seguir caminando, ella no va a quedarse atrapada en este instante, nadie se queda en ninguno y menos aún en los peores, de los que siempre se emerge, excepto los que poseen un cerebro enfermizo y se sienten justificados y aun protegidos en la confortable desdicha. Lo malo de las desgracias muy grandes, de las que nos parten en dos y parece que no van a poder soportarse, es que quien las padece cree, o casi exige, que con ellas se acabe el mundo, y sin embargo el mundo no hace caso y prosigue, y además tira de quien padeció la desgracia, quiero decir que no le permite salirse como quien abandona un teatro, a no ser que el desgraciado se mate. Se da a veces, no digo que no. Pero muy pocas, y en nuestra época es más infrecuente que en ninguna otra. Luisa podrá recluirse, retraerse una temporada, no dejarse ver por nadie más que por su familia y por mí, si no se cansa de mí y no prescinde; pero no va a matarse, aunque sólo sea porque tiene dos hijos de los que ocuparse y porque eso no está en su carácter. Tardará más o menos, pero al cabo del tiempo el dolor y la desesperación no le serán tan intensos, le menguará el estupor y sobre todo se habrá ido haciendo a la idea: ‘Soy viuda’, pensará, o ‘Me he quedado viuda’. Ese será el hecho y el dato, será eso lo que contará a quienes le presenten y le pregunten por su estado, y seguramente ni siquiera querrá explicar cómo fue el caso, demasiado truculento y desventurado para relatárselo a un recién conocido cuando medie un poco de distancia, supondría ensombrecer cualquier conversación en el acto. Y será también eso lo que se cuente de ella, y lo que se cuenta de nosotros contribuye a definirnos aunque sea superficial e inexacto, al fin y al cabo no podemos sino ser superficiales para casi todo el mundo, un bosquejo, unos meros trazos desatentos. ‘Es viuda’, dirán, ‘perdió al marido en circunstancias terribles y nunca del todo aclaradas, yo misma tengo mis dudas, creo que lo atacó un hombre en la calle, no sé si un loco o un sicario o si fue un intento de secuestro al que él se resistió con todas sus fuerzas y en vista de eso se lo cargaron allí mismo en el sitio; era un hombre adinerado, tenía mucho que perder o forcejeó más de la cuenta instintivamente, no estoy segura.’ Y cuando Luisa esté casada de nuevo, y eso será a lo sumo de aquí a un par de años, el hecho y el dato, con ser idénticos, habrán cambiado y ya no pensará de sí misma: ‘Me he quedado viuda’ o ‘Soy viuda’, porque ya no lo será en absoluto, sino ‘Perdí a mi primer marido y cada vez más se me aleja. Hace demasiado que no lo veo y en cambio este otro hombre está aquí a mi lado y además está siempre. También a él lo llamo marido, eso es extraño. Pero ha ocupado su lugar en mi cama y al yuxtaponerse lo difumina y lo borra. Un poco más cada día, un poco más cada noche’.

Esta conversación continuó en otras ocasiones, creo que cada vez que nos vimos —no fueron tantas– surgió o la hizo surgir Díaz-Varela, a quien me resisto a llamar Javier aunque fuera así como lo llamaba y como pensaba en él algunas noches en que volvía tarde a mi casa tras haber estado con él un rato en la cama (en las camas ajenas se está siempre sólo un rato y de prestado a no ser que uno sea invitado a dormir en ellas, y con él ése nunca fue el caso; es más, se inventaba pretextos innecesarios y absurdos para que yo tuviera que marcharme, cuando yo no he permanecido más de la cuenta en ningún sitio si no se me solicitaba). Miraba por la ventana abierta antes de cerrar los ojos, miraba hacia los árboles que tengo enfrente sin farol que los alumbre y sin apenas distinguirlos, pero los oía agitarse en la oscuridad muy cerca como preludio de las tormentas que en Madrid no siempre descargan, y me decía: ‘Qué sentido tiene esto, para mí al menos. Él no disimula, no me engaña, no me oculta cuál es su esperanza ni qué lo mueve, se le nota demasiado, no se da cuenta, mientras aguarda a que ella salga de su postración o su embotamiento y empiece a verlo de otra manera, no como el amigo fiel de su marido que éste le dejó en herencia. Tiene que llevar cuidado con eso, con los pequeños pasos que da y por fuerza han de ser muy pequeños, para que no parezca que no respeta su natural abatimiento o incluso la memoria del muerto, y vigilar al mismo tiempo que no se le cuele nadie en el entretanto, no se debe despreciar como rival ni al más feo ni al más tonto ni al más extemporáneo ni al más aburrido o más lánguido, cualquiera puede ser un peligro imprevisto. Mientras la acecha a ella me ve a mí de vez en cuando y quizá también a otras mujeres (hemos dado en evitarnos preguntas), y ya no sé si yo no hago lo mismo que él en cierto modo, confiar en hacérmele imprescindible sin que él se dé cuenta, lograr formar parte de sus costumbres, aunque sean esporádicas, para que le cueste sustituirme cuando decida abandonarme. Hay hombres que desde el principio lo dejan todo muy claro sin que se lo pida nadie: “Te advierto que no habrá más de lo que hay, entre tú y yo, y si aspiras a otra cosa más vale que cortemos esto en el acto”; o bien: “No eres la única ni pretendas serlo, si buscas exclusividad no es este el sitio”; o bien, como ha sido el caso con Díaz-Varela: “Estoy enamorado de otra a la que aún no le ha llegado el momento de corresponderme. Ya le llegará, debo ser constante y paciente. No hay nada malo en que me entretengas durante la espera, si quieres, pero ten bien presente que eso es lo que somos para el uno el otro: compañía provisional y entretenimiento y sexo, a lo sumo camaradería y contenido afecto”. No es que Díaz-Varela me haya dicho nunca estas palabras, en realidad no hacen falta, porque ese es el significado inequívoco que se desprende de nuestros encuentros. Sin embargo esos hombres que advierten se desdicen con los hechos a veces, al pasar del tiempo, y además muchas mujeres tendemos a ser optimistas y en el fondo engreídas, más profundamente que los hombres, que en el terreno amoroso lo son sólo pasajeramente, se olvidan de seguirlo siendo: pensamos que ya cambiarán de actitud o de convicciones, que descubrirán paulatinamente que sin nosotras no pueden pasarse, que seremos la excepción en sus vidas o las visitas que al final se quedan, que acabarán por hartarse de esas otras invisibles mujeres que empezamos a dudar que existan y preferimos pensar que no existen, según vamos repitiendo con ellos y más los vamos queriendo a pesar nuestro; que seremos las elegidas si tenemos el aguante para permanecer a su lado sin apenas queja ni insistencia. Cuando no provocamos inmediatas pasiones, creemos que la lealtad y la presencia acabarán siendo premiadas y teniendo más durabilidad y más fuerza que cualquier arrebato o capricho. En esos casos sabemos que nos sentiremos difícilmente halagadas aunque se cumplan nuestras expectativas mejores, pero sí calladamente triunfantes, si en efecto éstas se cumplen. Pero de eso no hay certeza nunca mientras se prolonga el forcejeo, y hasta las más creídas con motivo, hasta las cortejadas universalmente hasta entonces, se pueden llevar grandes chascos con esos hombres que no se les rinden y les hacen presuntuosas advertencias. No pertenezco yo a esa clase, a la de las creídas, la verdad es que no albergo esperanzas triunfantes, o las únicas que me permito pasan por que Díaz-Varela fracase con Luisa antes, y entonces, tal vez, con suerte, se quede junto a mí por no moverse, hasta los hombres más inquietos y diligentes o maquinadores pueden tornarse perezosos en algunas épocas, sobre todo tras una frustración o una derrota o una muy larga espera inútil. Sé que no me ofendería ser un sustitutivo, porque en realidad lo es todo el mundo siempre, inicialmente: lo sería Díaz-Varela para Luisa, a falta de su marido muerto; lo sería para mí Leopoldo, al que aún no he descartado pese a gustarme sólo a medias —supongo que por si acaso– y con el que acababa de empezar a salir, qué oportuno, justo antes de encontrarme a Díaz-Varela en el Museo de Ciencias y de oírle hablar y hablar mirándole sin cesar los labios como todavía sigo haciendo cada vez que estamos juntos, sólo puedo apartar de ellos la vista para llevarla hasta sus ojos nublados; quizá la propia Luisa lo fue para Deverne en su día, quién sabe, tras el primer matrimonio de aquel hombre tan agradable y risueño que no se entendería que nadie hubiera podido hacerle mal o dejarlo, y sin embargo ahí lo tenemos, cosido a navajazos por nada y en camino hacia el olvido. Sí, todos somos remedos de gente que casi nunca hemos conocido, gente que no se acercó o pasó de largo en la vida de quienes ahora queremos, o que sí se detuvo pero se cansó al cabo del tiempo y desapareció sin dejar rastro o sólo la polvareda de los pies que van huyendo, o que se les murió a esos que amamos causándoles mortal herida que casi siempre acaba cerrándose. No podemos pretender ser los primeros, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que se erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos, y aun así daríamos cualquier cosa a veces por seguir junto a quien rescatamos un día de un desván o una almoneda, o nos tocó en suerte a los naipes o nos recogió de los desperdicios; inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano...’. Entonces apagaba la luz de la mesilla de noche y al cabo de unos segundos los árboles que agitaba el viento se me hacían un poco visibles y podía dormirme observando, o acaso era adivinando, el mecimiento de sus hojas. ‘Qué sentido tiene’, pensaba. ‘El único sentido que tiene es que cualquier atisbo nos vale en estas tontas e invencibles circunstancias, cualquier asidero. Un día más, una hora más a su lado, aunque esa hora tarde siglos en presentarse; la vaga promesa de volver a verlo aunque pasen muchas fechas en medio, muchas fechas de vacío. Señalamos en la agenda aquellas en que nos llamó o lo vimos, contamos las que se suceden sin tener ninguna noticia, y esperamos hasta bien entrada la noche para darlas por definitivamente yermas o perdidas, no vaya a ser que a última hora suene el teléfono y él nos susurre una bobada que nos haga sentir injustificada euforia y que la vida es benigna y se apiada. Interpretamos cada inflexión de su voz y cada insignificante palabra, a la que sin embargo dotamos de estúpido y promisorio significado, y nos la repetimos. Apreciamos cualquier contacto, aunque haya sido tan sólo el justo para recibir una excusa burda o un desplante o para escuchar una mentira poco o nada elaborada. “Al menos ha pensado en mí en algún momento”, nos decimos agradecidos, o “Se acuerda de mí cuando se aburre, o si ha sufrido un revés con quien le importa, que es Luisa, quizá yo esté en segundo lugar y eso ya es algo”. A veces supone —aunque sólo a veces– que bastaría con que cayese quien ocupa el primero, eso lo han intuido todos los hermanos menores de los reyes y los príncipes y aun los parientes menos cercanos y los apartados y remotos bastardos, que saben que de ese modo se pasa también de ser el décimo al noveno, del sexto al quinto y del cuarto al tercero, y en algún momento todos ellos se habrán formulado en silencio su inexpresable deseo: “He should have died yesterday”, o “Debería haber muerto ayer, o hace siglos”; o el que a continuación se enciende en las cabezas de los más atrevidos: “Todavía está a tiempo de morir mañana, que será el ayer de pasado mañana, si para entonces yo sigo vivo”. Nos trae sin cuidado rebajarnos ante nosotros mismos, al fin y al cabo nadie nos va a juzgar ni hay testigos. Cuando nos atrapa la tela de araña fantaseamos sin límites y a la vez nos conformamos con cualquier migaja, con oírlo a él, con olerlo, con vislumbrarlo, con presentirlo, con que aún esté en nuestro horizonte y no haya desaparecido del todo, con que aún no se vea a lo lejos la polvareda de sus pies que van huyendo.’

Conmigo Díaz-Varela no disimulaba la impaciencia que se veía obligado a ocultar ante Luisa, cuando volvíamos a su conversación favorita, la que no podía mantener con ella y la única que me parecía que de verdad le importaba, como si todo lo demás fuera aplazable y provisorio mientras ese asunto no estuviera zanjado, como si el esfuerzo invertido en él fuera tan grande que el resto de las decisiones debieran quedar en suspenso y aguardar a que aquello se resolviera en un sentido o en otro, y el conjunto de su vida futura dependiera del fracaso o el éxito de aquella obstinada ilusión suya sin fecha de cumplimiento fijada. Quizá tampoco la había de incumplimiento definitivo: ¿qué pasaría si Luisa no reaccionaba a sus solicitudes y avances, o a sus pasiones si las expresaba, pero permanecía sola? ¿Cuándo consideraría él que era ya hora de abandonar tan larga guardia? Yo no quería deslizarme hacia lo mismo insensiblemente y por eso seguía cultivando a Leopoldo, al que había preferido no informar de la existencia de Díaz-Varela. Si habría sido ridículo que mis pasos también dependieran, indirectamente, de los que diera o no diera una viuda desconsolada, más aún lo habría sido que se añadieran los de un pobre hombre inconsciente que ni siquiera la conocía y se alargara así la cadena: con un poco de mala suerte y unos cuantos más enamorados de quienes sólo se dejan querer y no rechazan ni corresponden, se habría hecho interminable. Una serie de personas como fichas de dominó alineadas esperando el vencimiento de una mujer ajena a todo, para saber junto a quién caer y quedarse, o si junto a nadie.

En ningún momento se le ocurrió a Díaz-Varela que a mí pudiera escocerme la exposición de sus afanes, si bien es cierto que nunca se presentaba a sí mismo como la salvación o el destino de Luisa; jamás decía ‘Cuando salga de su abismo y respire de nuevo a mi lado, y sonría’, menos aún ‘Cuando vuelva a casarse y será conmigo’. Él nunca se postulaba ni se incluía, pero resultaba diáfano, era el hombre inamovible que espera, de haber vivido en otra época habría contado los días que faltaban de luto, y los de semiluto o alivio o como se llamaran antiguamente, y habría consultado con las mujeres mayores —las más entendidas en estas cuestiones– qué fecha sería aceptable para que él se desenmascarara y empezara a tirarle tejos. Es lo malo de que se hayan perdido ya todos los códigos, que no sabemos cuándo toca nada ni a qué atenernos, cuándo es pronto y cuándo es tarde y nuestro tiempo ha pasado. Debemos guiarnos por nosotros mismos y así es fácil meter la pata.

No sé si es que lo veía todo a la misma luz o si se buscaba textos literarios e históricos que apoyaran sus argumentos y acudieran en su ayuda (quizá lo orientaba Rico, hombre de saber inmenso, aunque por lo que yo sé es tarea vana intentar sacar a este desdeñoso erudito del Renacimiento y la Edad Media, ya que nada de lo habido y sucedido después de 1650 le merece por lo visto respeto, incluida su propia existencia).

–He leído un libro bastante famoso que no sabía que lo fuera —me decía, y cogía el volumen francés de la estantería y lo agitaba ante mis ojos, como si con él en la mano pudiera hablarme con mayor conocimiento de causa y además me demostrara que en efecto lo había leído—. Es una novela corta de Balzac que me da la razón respecto a Luisa, respecto a lo que le ocurrirá de aquí a un tiempo. Cuenta la historia de un Coronel napoleónico que fue dado por muerto en la batalla de Eylau. Esta batalla tuvo lugar entre el 7 y el 8 de febrero de 1807 cerca de la población de ese nombre, en la Prusia Oriental, y enfrentó a los ejércitos francés y ruso con un frío del demonio, se dice que quizá sea la batalla librada con un tiempo más inclemente de toda la historia, aunque ignoro cómo puede saberse eso y menos aún afirmarse. Este Coronel, Chabert de nombre, al mando de un regimiento de caballería, recibe un brutal sablazo en el cráneo en el transcurso del combate. Hay un momento de la novela en el que, al quitarse el sombrero en presencia de un abogado, se le levanta también la peluca que lleva, y se le ve una monstruosa cicatriz transversal que le coge desde el occipucio hasta el ojo derecho, imagínate —y se señaló la trayectoria en la cabeza, pasándose lentamente el índice—, formando ‘un enorme costurón prominente’, en palabras de Balzac, quien añade que el primer pensamiento que semejante herida sugería era ‘¡Por ahí se ha escapado la inteligencia!’. El Mariscal Murat, el mismo que sofocó en Madrid el levantamiento del 2 de mayo, lanza entonces una carga de mil quinientos jinetes para socorrerlo, pero todos ellos, Murat el primero, pasan por encima de Chabert, de su cuerpo recién abatido. Se lo da por muerto, pese a que el Emperador, que le tenía aprecio, envía a dos cirujanos a verificar su defunción en el campo de batalla; pero esos dos hombres negligentes, sabedores de que le habían abierto la cabeza de parte a parte y luego lo habían pisoteado dos regimientos de caballería, no se molestan ni en tomarle el pulso y la certifican oficialmente, aunque a la ligera, y esa muerte pasa a constar en los boletines del ejército francés, en los que se consigna y detalla, y así se convierte en un hecho histórico. Se lo apila en una fosa con los demás cadáveres desnudos, según era la costumbre: había sido un vivo ilustre, pero ahora es sólo un muerto en medio del frío y todos van al mismo sitio. El Coronel, de manera inverosímil pero muy convincente tal como se la relata a un abogado parisiense, Derville, al que quiere encargar su caso, recupera el conocimiento antes de ser sepultado, cree estar muerto, se da cuenta de que está vivo, y con muchas dificultades y suerte logra salir de esa pirámide de fantasmas después de haber pertenecido a ellos quién sabe durante cuántas horas y de haber oído, o creído oír, como dice —y aquí Díaz-Varela abrió el librito y buscó una cita, las debía de tener señaladas y tal vez por eso lo había cogido, para ofrecerme alguna de vez en cuando—, ‘gemidos lanzados por el mundo de cadáveres en medio del cual yo yacía’; y añade que aún ‘hay noches en que creo oír esos suspiros ahogados’. Su mujer queda viuda, y al cabo de cierto tiempo contrae nuevas nupcias con un tal Ferraud, un Conde, del que tiene los hijos, dos, que no le había dado su primer matrimonio. Hereda de su militar caído y heroico una apreciable fortuna, se rehace y sigue adelante con su vida, aún es joven, tiene trecho por recorrer y eso es lo determinante: el trecho que previsiblemente nos resta y cómo queremos atravesarlo una vez que decidimos permanecer en el mundo y no marchar tras los espectros, que ejercen una atracción muy fuerte cuando todavía son recientes, como si trataran de arrastrarnos. Cuando mueren muchos alrededor, como en una guerra, o bien uno solo muy querido, sentimos en primera instancia la tentación de irnos con ellos, o por lo menos de cargar con su peso, de no soltarlos. La mayoría de la gente, sin embargo, los deja marchar del todo al cabo del tiempo, cuando se da cuenta de que su propia supervivencia está en juego, de que los muertos son un gran lastre e impiden cualquier avance, y aun cualquier aliento, si se vive demasiado pendiente de ellos, demasiado de su oscuro lado. Lamentablemente ya están fijos como pinturas, no se mueven, no añaden nada, no dicen nada ni jamás responden, y nos abocan al enquistamiento, a meternos en un rincón de su cuadro que no admite retoques al estar completamente acabado. La novela no cuenta la pena de esa viuda, si es que la hubo como la hay en Luisa; no habla de su dolor ni de su luto, al personaje no se lo muestra en esa época, cuando recibiera la fatal noticia, sino unos diez años más tarde, en 1817, creo, pero es de suponer que siguió todo el obligado trayecto en estos casos (estupor, desolación, tristeza y languidecimiento, apatía, sobresalto y temor al comprobar que pasa el tiempo, y recuperación entonces), puesto que tampoco aparece como una perfecta desalmada o al menos no como alguien que lo fuera desde el principio, la verdad es que no se sabe, eso queda en la penumbra.

Díaz-Varela se interrumpió y bebió un trago de su whisky con hielo que se tenía servido. No se había vuelto a sentar tras levantarse a coger el libro, yo estaba en su sofá reclinada, aún no habíamos ido a su cama. Así solía ser, primero tomábamos asiento y hablábamos durante una hora al menos, y yo siempre tenía la duda de si vendría o no el segundo acto, nuestra manera inicial de comportarnos no lo preanunciaba en modo alguno, era la de dos personas que tienen cosas que contarse o sobre las que departir y que no han de pasar inevitablemente por el sexo. Yo tenía la sensación de que éste podía o no surgir y de que las dos posibilidades eran igualmente naturales y de que ninguna debía darse por descontada, como si cada vez fuese la primera y nada se acumulara de lo habido en ese campo —ni siquiera la confianza, ni siquiera la caricia en la cara—, y el mismo recorrido hubiera de empezarse desde el principio eternamente. También tenía la seguridad de que sería lo que él quisiera o más bien propusiera, porque lo cierto es que acababa proponiéndolo él sin falta, con una palabra o un gesto, pero sólo al cabo de la sesión de charla y ante mi timidez nunca vencida. Yo temía que en cualquier ocasión, en vez de hacer aquel gesto o decir aquella palabra que me invitaban a pasar a su alcoba o a disponerme a que me levantara la falda, de pronto —o tras una pausa– pusiera fin a la conversación y al encuentro como si fuéramos dos amigos que han agotado los temas o a los que aguardan quehaceres y me despachara con un beso a la calle, jamás tenía la certeza de que mi visita acabara con el enredo de nuestros cuerpos. Esta extraña incertidumbre me gustaba y no me gustaba: por una parte me hacía pensar que él disfrutaba de mi compañía en todo caso y circunstancia, y que no me veía como un mero instrumento para su higiene o su desahogo sexuales; por otra me daba rabia que pudiera resistirse durante tanto rato a mi cercanía, que no sintiera la necesidad apremiante de abalanzarse sobre mí sin preámbulos, nada más abrirme la puerta, y satisfacer su deseo; que fuera tan capaz de aplazarlo, o quizá era de condensarlo mientras yo lo miraba y oía. Pero este reparo hay que achacarlo a la inconformidad que nos domina, o sin la que no sabemos pasarnos, sobre todo porque al final siempre llegaba lo que yo temía que no se diese, y además no había queja.

–Continúa, qué pasó después, en qué te da la razón ese libro —le dije. Desde luego tenía labia y a mí me encantaba escucharlo, me hablara de lo que me hablara y aunque me relatase una historia vieja de Balzac que yo podría leer por mi cuenta, no por él inventada, seguramente sí interpretada o tal vez tergiversada. Lograba interesarme con cualquier cosa que eligiera, y aún peor, me divertía (peor porque tenía conciencia de que un día me tocaría apartarme). Ahora que ya no voy nunca a su casa, recuerdo aquellas visitas como un territorio secreto y una pequeña aventura, gracias quizá al primer acto, o más a éste que al segundo incierto, y por incierto más ansiado entonces.

–El Coronel quiere recuperar su nombre, su carrera, su rango, su dignidad, su fortuna o parte de ella (lleva años viviendo en la miseria) y, lo que es más complicado, a su mujer, que resultaría ser bígama si se demostrase que Chabert es en efecto Chabert y no un impostor ni un lunático. Tal vez Madame Ferraud lo quiso de veras y lloró su muerte cuando se la anunciaron, y sintió que el mundo se le hundía; pero su reaparición está de sobra, su resurrección supone un verdadero incordio, un gran problema, una amenaza de catástrofe y de ruina, de nuevo el hundimiento del mundo en el colmo de la paradoja: ¿cómo puede volver a traerlo el regreso de aquel cuya desaparición ya lo trajo? Aquí se ve claramente que, con el paso del tiempo, lo que ha sido debe seguir siendo o debe seguir habiendo sido, como sucede siempre o casi siempre, así está concebida la vida, de manera que lo hecho nunca pueda deshacerse ni desacontecer lo acontecido; los muertos han de permanecer en su sitio y nada debe rectificarse. Nos permitimos añorarlos porque vamos sobre seguro con ellos: perdimos a tal persona, y como sabemos que no va a presentarse ni a reclamar el lugar que dejó vacante y que ha sido rápidamente ocupado, somos libres de anhelar con todas nuestras fuerzas su vuelta. La echamos de menos con la tranquilidad de que jamás van a cumplirse nuestros proclamados deseos y de que no hay posible retorno, de que ya no va a intervenir en nuestra existencia ni en los asuntos del mundo, de que ya no va a intimidarnos ni a cohibirnos ni tan siquiera a hacernos sombra, de que ya nunca más será mejor que nosotros. Lamentamos sinceramente su marcha, y es cierto que cuando se produjo queríamos que hubiera seguido viviendo; que se hizo un hueco espantoso, y aun un abismo por el que nos tentó despeñarnos tras ellos, momentáneamente. Eso es, momentáneamente, es raro que esa tentación no se venza. Luego pasan los días y los meses y los años y nos acomodamos; nos acostumbramos a ese hueco y ni siquiera nos planteamos la posibilidad de que el muerto volviera a llenarlo, porque los muertos no hacen eso y estamos a salvo de ellos, y además ese hueco se ha cubierto y por lo tanto ya no es el mismo o ha pasado a ser ficticio. De los más cercanos nos acordamos a diario, y aun nos entristecemos cada vez al pensar que no volveremos a verlos ni a oírlos ni a reír con ellos, o a besar a los que besábamos. Pero no hay muerte que no alivie algo en algún aspecto, o que no ofrezca alguna ventaja. Una vez acaecida, claro está, de antemano no se quiere ninguna, probablemente ni la de los enemigos. Se llora al padre, por ejemplo, pero nos quedamos con su herencia, con su casa, su dinero y sus bienes, que tendríamos que devolverle si regresara, poniéndonos en un aprieto y causándonos desgarradora angustia. Se llora a la mujer o al marido, pero a veces descubrimos, aunque tardemos un tiempo, que vivimos más felices y desahogados sin ellos o que podemos empezar de nuevo, si todavía no somos demasiado mayores para eso: la humanidad entera a nuestra disposición, como cuando éramos muy jóvenes; la posibilidad de elegir sin cometer viejos errores; el descanso de no tener que soportar las facetas de él o de ella que nos desagradaban, y siempre hay algo que desagrada de quien está siempre ahí, a nuestro lado o enfrente o detrás o delante, el matrimonio circunda, el matrimonio rodea. Se llora al gran escritor o al gran artista cuando mueren, pero hay cierta alegría en saber que el mundo se ha hecho un poco más vulgar y más pobre y que nuestras propias vulgaridad y pobreza quedan así más escondidas o disimuladas, que ya no está ese individuo que con su presencia nos subrayaba nuestra comparativa medianía, que el talento ha dado otro paso hacia su desaparición de la tierra o se desliza aún más hacia el pasado, del que no debería salir nunca, en el que debería quedar confinado para que no pudiera afrentarnos más que retrospectivamente si acaso, lo cual es menos lacerante y más llevadero. Hablo de la mayoría, no de todos, desde luego. Pero este regocijo se observa hasta en la actitud de los periodistas, que suelen titular ‘Muere el último genio del piano’, o ‘Cae la última leyenda del cine’, como si celebraran alborozados que por fin ya no hay más ni va a haberlos, que con la defunción de turno nos libramos de la universal pesadilla de que exista gente superior o especialmente dotada a la que a nuestro pesar admiramos; que ahuyentamos un poco más esa maldición o la rebajamos. Y por supuesto se llora al amigo, como yo he llorado a Miguel, pero también en eso hay una sensación grata de supervivencia y de mejor perspectiva, de ser uno quien asista a la muerte del otro y no a la inversa, de poder contemplar su cuadro completo y al final contar la historia, de encargarse de las personas que deja desamparadas y consolarlas. A medida que los amigos mueren uno se va sintiendo más encogido y más solo, pero a la vez va descontando, ‘Uno menos, uno menos, yo sé lo que fue de ellos hasta el último instante, y soy quien queda para contarlo. A mí, en cambio, nadie me verá morir a quien yo le importe de veras ni será capaz de relatarme entero, luego en cierto sentido estaré siempre inacabado, porque ellos no tendrán la certeza de que yo no siga vivo eternamente, si caer no me han visto’.


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