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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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– ¿Cómo se siente uno cuando es un muerto viviente? -preguntó Hermanito,interesado.

– No es nada divertido -protestó Krug, secándose la frente con un pañuelo no muy limpio, en el que había bordadas unas iniciales que no eran las suyas.

– No querrás que nos pongamos a lloriquear.

Krug murmuró algo incomprensible.

Hermanitocogió el anillo, lo olfateó y lo examinó cuidadosamente.

– Podría revenderlo en casa de «Emil». Di, Porta, ¿qué lleva escrito dentro?

– «P. L.» Explícanos quién era P. L., Krug.

– Paula Landau. Murió en Neuengamme.

– ¿Te regaló el anillo porque la trataste bien? -interrogó Porta con suavidad.

Krug se acarició la nuca, mirando alternativamente a los dos amigos. Prefería no entrar en detalles sobre el caso «Paula Landau». Ella estaba ya casi moribunda cuando llegó a Neuengamme. Krug había pasado unos días muy malos, temeroso de que los hechos llegaran a saberse. El Bello Paulera muy extraño en estas cosas. No tenía inconveniente en ordenar torturas espantosas, pero, ¡ay de quien tomara tales iniciativas por su cuenta! Aunque fuera en defensa propia. Ninguno de los componentes del grupo pudo olvidar nunca el final del UnterschadführerWilly Kirsch, tostado a fuego lento empezando por los pies. Muy despacio. La operación había durado tres semanas. Y todo por cinco mujeres que, de todos modos, estaban destinadas a la horca.

Krug se estremeció. Había que desviar el interés de aquellos dos tipos por Paula Landau. En aquel momento, parecían muy tranquilos. Pero Krug comprendía que sólo se trataba de una actitud. Eran unos demonios. Con aire indiferente, desenroscó el tacón de su bota y apareció un escondrijo secreto. Krug sacó dos billetes de cincuenta dólares y una cápsula de polvo blanco.

Porta fingió sorpresa. Olfateó los polvos.

– Cocaína… Has debido de ser rico. ¿Cómo te las has arreglado para caer tan de prisa?

Krug se retorció las manos.

– No te molestes -prosiguió Porta-. Aquí no somos muy delicados.

Hermanitohizo un ademán severo y tomó la palabra.

– Si te confiara los secretos de mi vida, te caerías sentado, SD de mis pecados. Dicen que Hermanitoes tonto, pero no hasta el punto de que confiese lo que no se puede demostrar. Sólo le condenan a uno en la medida de lo que confiesa. Mientras no has confesado, los jueces y demás granujas no pueden hacer nada. ¿Has confesado tú, SD de mis desdichas?

Krug indicó que sí. Cualquiera lo hubiese tomado por un cristiano en la fosa de los leones.

– ¡Idiota…! -comentó Hermanitocon sequedad.

– ¿Qué has confesado? -interrogó Porta, curioso.

– Chantaje. En Friedrichsberg había una gachí. Desde hacía tiempo teníamos a su fulano. Yo lo había hecho a menudo, sin pensar en que hubiera peligro. Pero la muy ladrona fue a ver al Bello Paul.

– Hubiese podido negar -dijo Porta.

– Imposible. Me tendieron la trampa.

– Y te has metido en ella como un solo hombre…

Hermanitorió de buena gana.

– Por eso estás con nosotros.

– Y muy pronto te encontrarás camino de Dirlewanger -añadió Heide alegremente.

– Has sido demasiado ambicioso, amigo -prosiguió Hermanito-. No hay que matar la gallina de los huevos de oro. Yo, por ejemplo, si alguna vez me encuentro ante diez pipas de opio, sólo cojo ocho.

– Así es como se hace -asintió Barcelona.

– Sí, pero arrambláis con todo lo que tengo -contestó Krug sin mucha convicción.

– Contigo es distinto -exclamó Hermanito-. Porque, aunque respires aún, eres hombre muerto. En tus papeles hay una raya roja. Nadie quiere conocerte. Los partisanos del padrecito Stalin te esperan ya en los bosques de Minks. ¿Sabes lo que hacen con los secuaces de Dirlewanger que caen vivos en sus garras?

A Krug le daba vueltas la cabeza.

– ¿Qué les hacen?

Hermanitorió diabólicamente.

– Explícaselo tú, Porta.

Porta se humedeció los labios y, después, escupió en el pavimento liso y reluciente.

Krug siguió con la mirada el chorro de saliva.

– ¿Te interesa? -preguntó Porta, con una sonrisa-. Te dejo que lo limpies. Tus compañeros de Fagen me enseñaron el truco.

– No es culpa mía. Nunca he estado en Fagen.

– Eres un mierda -decidió Porta-. Si no has estado también en Fagen es por pura casualidad. Algún día, cuando se salden cuentas, nadie habrá hecho nada. Todo el mundo habrá obedecido órdenes superiores hasta llegar al que está en lo más alto de la escalera.

– No es culpa mía -repitió Krug.

– Claro -replicó Porta-. Te obligaron también a ingresar en la SD, ¿no?

– Bueno, tal vez no exactamente -confesó Krug-. Pero en el SS «Infanterieregiment Deutschland» eran unos cretinos. Aquí se está mejor.

Por primera vez el Viejolevantó la cabeza. Miró con fijeza a Krug. Iba a hablar, pero renunció y volvió a ensimismarse con el Registro.

– Evidentemente, esto es mejor -repuso Porta-. En el regimiento «Deutschland» había que dar la impresión de que se era un héroe. Un héroe con los pantalones sucios. Aquí, son los demás los que tienen los pantalones sucios. Entiendo. Pero algún día lo pagarás caro.

– Cállate, Porta, estás diciendo tonterías -interrumpió Hermanito-. Cuenta a este tipo lo que hacen los partisanos del bosque. Se orinará de miedo. He de confesarte, Krug, que, comparados con los artesanos de Stalin en Minks, vosotros, pequeños hitlerianos, carecéis por completo de imaginación. ¿Te acuerdas del tipo que encontraron en el hormiguero, Porta?

– Esta historia del hormiguero es muy vieja -interrumpió Krug-. La conocen hasta en la Policía SS.

– No lo dudo -dijo Porta-. Pero, ¿conoces esta otra? Te atan entre dos árboles, como un arco. Y los cuervos te pican lentamente los ojos. Sólo podrás escapar cuando los pajarracos se te hayan comido los tendones. Pero mucho antes habrás muerto.

– Sólo vi una persona que haya escapado con vida -dijo Hermanito-. Era la espía Nadasja de Mojilev. Pero nadie volverá a divertirse con ella. Antes de caer en manos de los partisanos, no estaba mal del todo. Era una gachí estupenda. pero cuando la encontramos, toda su belleza había desaparecido.

BarcelonaBlom rió sarcásticamente.

– La dejaron bien arreglada. Ahorcaron montones de tipos por su culpa. Fue uno de nuestro grupo quien les dijo dónde estaba escondida.

– ¿Qué le hicieron? -preguntó Krug.

– Le marcaron dos grandes cruces gamadas en las nalgas -explicó Hermanito-. Minutos después de haberla bajado del árbol, se lanzó bajo un tanque. Estaba completamente chiflada. Todo le daba un miedo atroz.

– ¡Maldita sea! -añadió el legionario-. Estos partisanos son unos tíos de pelo en pecho. Los insurrectos del Rif no lo hubiesen hecho mejor.

– ¿Os acordáis del SS HauptsturmführerGinge, de la compañía de Guardia, en Minsk? -preguntó Porte con entusiasmo.

– ¿El que asaron como un cerdo? -preguntó Barcelona.

– Eso es -dijo Porta-, y ni siquiera era de la Dirlewanger. Un WaffenSS Offiziercompletamente vulgar. ¿Quieres un buen consejo, Krug?

Krug indicó que sí. Estaba muy pálido.

Porta rió suavemente.

– ¡Válgame Dios! ¡Estás metido en un buen lío, Krug! En cuanto dispongas de un minuto en Fuhlsbüttel, échate una cuerda al cuello. Si empiezas por comparecer ante el tribunal de guerra, ya no te quedará ninguna probabilidad. Te pondrán unos grilletes que ya no te quitarán hasta el momento de entregarte a Dirlewanger. No imagines que van a enviarte a una F. G. A. [23]. No querrán saber nada contigo. Un SS sólo viene con nosotros por delitos menores. No, la cuerda será lo mejor y lo más sencillo para ti. Los tipos de Dirlewanger son enviados a los peores lugares. Cada operación equivale a una ejecución colectiva. Nadie les quiere.

Krug, el SD Oberscharführer,el duro de los duros, lloraba. Nunca lo había creído de veras. A menudo, se lo habían profetizado, pero siempre había rehusado creerlo. Ahora estaba convencido. ¿Qué hacer? No quería saber nada con las dos granadas sobre el cuello negro. Oyó que Hermanitole deseaba las buenas noches desde lejos.

La gruesa puerta del calabozo se había cerrado ruidosamente. Ahora estaba aislado del mundo en el que había vivido hasta entonces. Se dejó caer en el suelo. Era el único lugar donde podía acostarse. En el calabozo no había nada. Sí le hubiesen puesto en una verdadera cárcel, habría habido una colchoneta y una manta sucia. Pero aquí no había nada. Todo estaba increíblemente limpio. El Ejército era duro a su manera. En la Policía uno podía quejarse, pero no en el Ejército. Hiciera lo que hiciese, había que decir «bien». Aquí, sólo se era un esclavo entre los esclavos. Krug estaba ya plenamente convencido de ello. En su fuero interno, todos los SS y SD temían al Ejército. La formación era dura en ambos cuerpos, pero en las SS uno era tratado como un hombre, como un ser escogido. En el Ejército era distinto. Sólo se era un esclavo.

Krug contempló su gorro, que tenía al lado. La gran calavera reía de un modo macabro. Siempre se había sentido orgulloso de aquella calavera. Le daba aplomo y seguridad en sí mismo. ¡Cuántas veces había observado cómo la gente se dejaba hipnotizar por aquella insignia! Siempre había deseado entrar en la División SS «Totenkopf», la única unidad SS que llevaba una calavera bordada sobre el cuello negro. Pero no le habían aceptado. Era demasiado alto. Sólo querían gente pequeña, que no rebasara el metro sesenta. Pequeñajos duros como el pedernal. Krug nunca olvidó al U-ScharBrinkendorf, que pasó un breve período con ellos en la sección IV/2a, y que, una noche, les había enseñado su agenda. Mientras estaba de servicio en Gross Rosen, se había cargado personalmente a 189 tipos. Aquel Brinkendorf era tan cínico que no le habían aceptado en el Rollkommando [24]. Al cabo de tres meses, el Bello Paulle puso de patitas en la calle. Había rebasado los límites al hacer una incursión privada en Teehaus Le enviaron a Dirlewanger como instructor. Nunca más se supo de él. Tal vez volviera a encontrarle allí. No le gustaría tener al U-ScharBrinkendorf como jefe de grupo. Brinkendorf era de la misma calaña que la mayor parte de los hombres de la División C, capaces de cargarse a cualquiera, amigo o enemigo, hermano o hermana, con tal de poder matar a alguien.

Krug se sumió en un sueño agitado; pero cada vez que llamaban a la puerta, lo que ocurría a menudo, se despertaba. La prisión estaba llena. Sólo quedaba sitio en los calabozos del Ejército. Oyó cómo los guardianes discutían en voz baja.

Unas botas pesadas golpearon su puerta. No entendió por qué. Inquieto, miró hacia el ventanillo, en que brillaba un ojo.

Una risa sardónica llegó hasta él. Krug reconoció la voz de Hermanito.

– ¿Qué? ¿Aún sigue con vida, SD de mis pecados? Pensé que te habrías ahorcado con tus calcetines.

La risa se alejó por el pasillo.

Decididamente, aquellos tipos del Ejército no adoraban a los SD.

Heide y Porta empezaban a discutir. Porta se había descubierto durante una partida de 421. Tenía el as de pique y no lo había sacado hasta que el bote fue lo bastante suculento.

Heide clavó furiosamente su cuchillo en mesa, a un milímetro de la mano de Porta.

– ¡Haces trampas! -aulló.

– ¿Y qué?

– Tenías el as de pique. Lo he visto.

– ¿Acaso es tuyo?

Heide palideció. Perdió todo el dominio de sí mismo. Aquello era demasiado. Agitando el cuchillo por encima de su cabeza, golpeó en dirección el rostro de Porta, decidido a darle un buen tajo.

Porta esquivó el golpe con dificultad y trató de golpear la nuez de Heide con el canto de la mano, pero éste esquivó a su vez. Ambos eran igualmente hábiles en judo.

Porta cogió una botella y la partió por la mitad; las esquirlas de vidrio volaron por la sala. Después lanzó el casco contra el rostro de Heide, pero no consiguió alcanzarle.

Heide lanzó un aullido de triunfo, al tiempo que se lanzaba a hacía Porta enarbolando el cuchillo.

– ¡Ya te tengo, cochino pelirrojo!

Entonces, lanzó un grito estridente. Porta le había golpeado el bajo vientre. El cuchillo rodó por el suelo. Las manos de Porta le oprimieron la garganta.

Heide se derrumbó como un saco. Porta se disponía a pisotearle el rostro con sus botas de hierro cuando el Viejole detuvo.

– Ya basta, Porta.

– Su jefe de tarjeta postal me da asco -gruñó Porta-. Debería faltarle una oreja, como Hermanito,tener la nariz rota, como Sven, un ojo de cristal, como Barcelona,y la frente torcida como tú. ¿Por qué es el único que no lleva huellas de la guerra?

– Deja que Porta le pisotee el hocico una vez -suplicó Hermanito-. Si no, algún día le harán oficial.

– ¡Cállate! -gritó el Viejo-. Aquí mando yo.

Cogió una metralleta de encima de la mesa, la amartilló y apuntó sucesivamente a todos los hombres.

Acechábamos sus movimientos. Estábamos seguros de que no dispararía. El Viejono hacía esas cosas, pero todos obedecíamos sus pequeñas órdenes.

El ambiente estaba electrizado. Ansiábamos abalanzarnos sobre Heide. Merecía una buena paliza. Su hermoso rostro nos exasperaba. Su cínica brutalidad hacia sí mismo y hacia los demás era como una espina clavada en nuestra carne.

– ¡Mil diablos! -exclamó el legionario, rompiendo así la tensión.

Heide se levantó. Apoyándose en las manos, sacudió la cabeza como un perro mojado.

– Has hecho trampas -dijo entre dientes, con sorda cólera. Se llevó la mano al cuello, rojo y tumefacto a causa de la brutal presión de Porta-. Esto que has hecho no está bien.

– UnteroffizierJulius Heide, no acuses a la gente honrada -dijo Porta con suavidad-. No puedes permitírtelo. Eres un mal sujeto, Julius. Y, además, eres demasiado guapo.

Heide se irguió cuan alto era.

– Nunca serás una persona cabal -replicó-. Te llevarás una gran sorpresa el día en que los rojos te metan una bala en el cráneo. En el cielo, no querrán saber nada de ti. Te quitarán las botas y te harán caminar descalzo sobre las piedras hasta el infierno, conducido por el Hauptfeldwebelmás cretino de toda la creación.

– Es posible que tengas razón -dijo Porta, alegremente-, pero tú me acompañarás. Tal vez el buen Dios me dé el mando del grupo. No me cabe la menor duda de que confiará más en un Obergerfreiterque en un suboficial prusiano. Y te prometo que tendrás que llevar el mortero durante todo el camino hasta el horno de Lucifer.

El timbre interrumpió su discusión. Entraron dos SS con una vieja. Era la misma que Porta y yo habíamos visto ingresar a primera hora de la noche. Había envejecido en unas horas. Llevaba el sombrero torcido.

Uno de los SD alargó unos papeles a el Viejo.

– Son para ti -anunció-. Hay que llenarlos.

El Viejoprotestó violentamente.

– Ni hablar. Aquí no nos importan vuestras historias. Somos militares, no polis.

– ¡Calma! -gruñó el SD.

E inclinándose hacia el Viejo,le murmuró unas palabras al oído.

El Viejolanzó una mirada a la anciana.

– Vaya, felicidades. ¡Qué equipo!

– Tienes razón -confesó el SD-. Da asco. A mí me vinieron a buscar a la Kripo. Pronto seré viejo. -Dio la vuelta a la sala de guardia y dijo, dirigiéndose al techo-: Preferiría estar lejos de aquí.

– ¡Ah, mi trasero! -exclamó el legionario-. Nadie te obliga a ser poli. Puedes irte cuando quieras. Puedes escoger entre treinta y tres divisiones SS.

– Tienes demasiado canguelo -gritó Heide-. Conozco los de tu ralea. Se ensucian en los calzones en cuanto se acercan a un terreno batido por la artillería.

El SD se mostró grosero.

– ¿Qué os habéis creído, bocazas? ¿Y si cogiéramos a uno o dos de vosotros para tener una pequeña conversación privada, allí, bajo el techo?

– Merde,es posible -dijo sonriendo el legionario-. Pero, de todos modos, creo que estirarás la pata antes que nosotros. Nuestros calabozos están llenos a rebosar de compañeros tuyos. Ayer, eran tan orgullosos como tú ahora. Hoy, han perdido sus buenos colores.

El policía lanzó una mirada malévola al legionario, que sostenía su eterno cigarrillo entre los labios.

– Te conozco. Todo el mundo te conoce. Eres ese dichoso francés que tanto da que hablar; pero no te enorgullezcas. Tu tiempo está contado. Le hablaré de ti al Bello Paul.

En tres saltos, Porta estuvo junto al pequeño SD. Le puso una bala de nueve milímetros ante las narices.

– ¿Sabes lo qué es esto, hermano?

El SD se encogió de hombros.

– Todo el mundo lo sabe. Es una bala de «P-38».

– Muy bien, hermano. Pero mírala bien -insistió Porta, haciéndola girar frente al SD. El proyectil estaba aserrado-. ¿Has visto alguna vez el agujero que esto le hace a un individuo? Y puedo asegurarte que tengo una caja llena.

– ¿Y a mí qué me importa todo esto? -gritó el SD, nervioso.

– Quizá más de lo que crees, hermano. Esta clase de píldora está reservada para los tipos de tu especie. Eres un SD, y está muy bien que lo seas. Las pillerías que cometes, también están de perlas, forman parte de tu oficio. Tienes los bolsillos llenos de objetos robados. Todo resulta muy simpático.

– ¿Quién te ha dicho que robo? ¡Esto es el colmo!

– No hace falta que grites -le advirtió Hermanitodesde el otro extremo de la sala-. Tu madre debió de explicártelo cuando eras pequeño, ¿no? En todo caso, debes saber que un policía ha de ser siempre dueño de sí mismo. Y ahora vas tú y te pones furioso como una histérica gachí de treinta y ocho años.

– Repito que tus bolsillos están llenos de objetos robados -prosiguió Porta, impasible-. Eres un pobre cretino. Pero ya que insistes en querer demostrarnos lo contrario, me permito hacerte observar que estás en territorio del Ejército, y que el Viejo,nuestro Feldwebely comandante de la guardia, puede darme la orden de detenerte. Te registraremos, y después, te llevaremos ante el Bello Paul,en calidad de sospechoso. No saques el pecho. Es mejor que te inclines. Te conviene. Haz lo que te parezca, excepto una cosa; no te metas con ninguno de los nuestros. Tal vez consigas hacer que detengan a uno o dos, pero todo habrá terminado para ti. Conseguiremos tu piel. Somos unos hachas para los golpes en la nuca. Los comisarios de Iván nos han enseñado el truco.

– Déjate de sermones -gritó Heide-. Pegadle en seguida un buen bofetón. No arriesgamos nada. Ha cometido el suficiente número de fechorías como para que el Bello Paulnos dé las gracias.

– Esto es una amenaza -gruñó el SD, palpando la funda de su pistola.

Su colega permanecía neutral. Examinaba minuciosamente fotografías de muchachas más o menos desvestidas.

– Eres rápido de entendederas -dijo Porta, sonriendo.

– ¡No me dais miedo! -chilló el SD, histérico.

– Te estás ensuciando en los calzones -replicó Hermanitodesde su rincón.

– No os peleéis, hijos míos. Esto no está bien. Ya hay demasiada discordia en la Tierra.

Sorprendidos, miramos a la viejecita, que se nos acercaba con un dedo levantado.

– Son los nervios, la guerra -prosiguió ella con voz temblorosa-. Tenéis que ser tan amables como vuestro jefe, Herr Bielert. Él es muy bueno, ni siquiera ha querido que vuelva a pie a mi casa a esta hora de la noche. Quería prestarme su auto. Qué amable, ¿verdad?

Hermanitose disponía a decir algo, pero Heide le pegó una patada en el tobillo.

El SD se había achantado. La disputa quedó relegada en el olvido. El hombre señaló los papeles que había ante el Viejo.

– ¿Comprendes ahora por qué quería que los llenaras tú?

El Viejoasintió con la cabeza.

– Bueno, lárgate.

La viejecita estrechó las manos de ambos.

– Gracias por todo, soldados. Si pasáis por Friederichsberg, no dejéis de venir a verme. Siempre tengo caramelos y revistas ilustradas. Os gustarán. Gustan a todos los jóvenes.

– Gracias -contestaron los otros, incómodos-. Pasaremos a verla.

En la escalera, uno de los dos se volvió. Su calavera brillaba siniestramente.

– Hasta la vista, señora Dreyer.

Ella le saludó con la mano. Luego, la puerta se cerró de golpe.

El legionario dio tres vueltas a la llave y corrió el cerrojo. Al otro lado de la puerta, la Gestapo. Aquí, el Ejército. Dos mundos que no tenían nada en común.

La viejecita hurgó en su bolso para encontrar un paquete de caramelos. Dio la vuelta a la sala para ofrecernos uno a cada uno. Toda la Compañía de Guardia chupaba caramelos.

Hermanitotuvo derecho a dos.

– No tema, señora Dreyer -dijo. Con gran sorpresa por nuestra parte, se mostraba hasta cortés-. Todo se arreglará. Nosotros nos encargamos de esa Gestapo. Una vez me cargué…

Lanzó un grito de dolor, al tiempo que se frotaba un tobillo.

Heide sonrió delicadamente.

– ¿No crees que podrías callarte?

Hermanitoguardó silencio, enfurruñado.

– No hay ningún mal en explicar lo que hicimos en Pinks, cuando ayudamos a aquellas tres gachís a escapar de la SD.

– ¡Cállate! -gritó Barcelona.

La señora Dreyer intentaba poner paz.

– Dejadle hablar. No es más que un muchacho incapaz de hacerle daño a una mosca.

– Está lleno de mentiras -dijo Porta, riendo-. No sabe lo que es la verdad. Nunca ha oído hablar de ella. Si hoy es lunes, 19, dirá que estamos a martes, 20.

– Vendería su alma por dos reales -aseguró Steiner.

Hermanitose disponía a protestar. Ya había levantado una silla, cuando el legionario le retuvo por un brazo, cuchicheándole unas palabras que le tranquilizaron en el acto.

Nos pusimos a jugar a los dados.

La señora Dreyer se había dormido en una silla, junto a la pared. Nuestra risa la despertó.

– Querría marcharme. ¿Creéis que el vehículo llegará pronto?

– ¡Cameron! -gritó Porta, enseñando los seis dados.

– El señor Bielert me ha prometido que podría regresar pronto a mi casa.

Rehusábamos escucharla. No era más que una vieja que no entendía nada. Estaba entre las manos de la implacable justicia de una dictadura.

Heide recogió los dados, los agitó enérgicamente y después los lanzó con elegancia sobre la mesa. Seis ases. Lanzó un aullido de alegría, volvió a recogerlos, los agitó en medio de un silencio mortal.

– Señor Feldwebel,¿quiere probar a llamar para ver si ha llegado el automóvil? Tengo sueño y estoy cansada.

Heide lanzó los dados. Seis ases. Nadie dijo ni pío. La tensión aumentó. Porta cogió los dados para examinarlos.

Heide sonrió, al leer los pensamientos de Porta.

– Lo siento, Herr ObergerfreiterJoseph Porta, pero no están cargados. Para jugar hace falta inteligencia, y el llamado Heide la tiene. Saco otros tres ases y me lo llevo todo o tú doblas la apuesta.

– No es posible -interrumpió Barcelona.

Heide se echó a reír. Agitó violentamente el cubilete de cuero. Con los brazos por encima de la cabeza, le hizo dar vueltas y después lo depositó en la mesa, boca abajo. Permaneció así durante dos minutos, sin levantar la mano. Después, encendió un cigarrillo, muy tranquilo. Ni siquiera Porta se dio cuenta de que se trataba de un cigarrillo suyo.

– Tengo los pies hinchados. Me aprietan los zapatos -gimió la señora-. Estoy fuera de casa desde esta mañana.

Heide señaló el cubilete de cuero en medio de la mesa.

– ¡Levántalo, maldita sea! -murmuró Steiner-. ¡Levántalo!

– ¿Por qué? -preguntó Heide, riendo-. Puedo deciros lo que hay: seis ases Dadme lo que tenéis. Es mío.

– ¡Fanfarrón! -gruñó Porta.

– Te cojo la palabra -decidió Heide-. Si no hay seis ases ahí debajo, aumentamos diez veces la apuesta.

Porta se retorció. La pasión del juego se había apoderado de él. Sus ojillos porcinos miraban con recelo. Se pasó una mano por el cabello rojizo.

– Maldita sea, Julius, ¿te burlas de nosotros? No puedes saber qué hay seis ases. No es posible.

– Son las dos, Herr Feldwebel.Si el automóvil no ha venido, cogeré el tranvía a las tres.

– ¿Has dicho que aumentemos diez veces la apuesta? Tengo miedo.

– Enséñanos los dados -suplicó Barcelona-. Levanta el cubilete, Julius.

Lentamente, Heide alargó la mano hacia el cubilete de cuero. Se sentía importante, pero gotas de sudor perlaban su frente.

Hermanitose rascaba el rostro con nerviosismo. No se acordaba de que tenía un cigarrillo encendido en los labios. No sentía que se quemaba las manos y la boca.

El Viejoestaba semitendido en la mesa, y también parecía hipnotizado por el cubilete de cuero.

– ¿Estás seguro de que hay seis ases? -murmuró.

– Sí -gruñó Heide-. Ya lo he dicho: seis ases. Habéis perdido.

– Imposible -suspiró Barcelona.

Una metralleta cayó al suelo. Nadie le prestó atención.

– Ahí llega un auto. Tal vez sea el mío.

La señora Dreyer se levantó de la silla y empezó a abrocharse el viejo y raído abrigo.

Heide levantó muy lentamente el cubilete.

Había seis ases.

Hermanitopegó un salto hacia atrás. Su silla cayó.

– ¡Tiene un pacto con el diablo! -gritó.

Porta levantó la mirada.

– ¿Cómo diantre lo haces, Julius? No puedo creerlo. Tres veces seis ases. Nunca lo había visto.

– No te ocupes de esto -contestó con arrogancia-, pero dame lo que me debes. Puedes tachar mis deudas de tu libretita negra.

Porta entornó los ojos, miró con fijeza a Heide.

– ¿Y si jugaras otra vez, Heide? Veinte veces la apuesta.

Heide se estremeció. El sudor le inundaba el cuerpo. Nos miró a uno tras de otro. Ojos ávidos le acechaban por doquier. Se sintió tentado de aceptar. Después, se dominó. Tiró el cubilete al suelo.

– No quiero.

– Cobarde -gruñó Porta, sin poder ocultar su decepción.

– ¿Por qué ha ido a buscarla la Gestapo? -preguntó Heide a la señora Dreyer, no porque le interesara, sino para distraer a Porta del juego.

– La señora Anna Becker, mi vecina, escribió al señor Bielert diciéndole que yo había insultado al Führer.

Enderezamos las orejas: ¡Insultar al Führer!

– Párrafo 1.062 b, capítulo 2 del Código Penal del Reich -repitió Steiner, lanzando un suspiro.

Stege se inclinó sobre la mesa, y dijo en voz baja:

– Aquel que de palabra o por escrito insulte al Führer será reo de penas de prisión o de la pena de muerte.

Mirábamos a la señora Dreyer con ojos distintos. Resultaba interesante. No encontrábamos extraordinaria su probable condena a muerte. Habíamos visto tantas… Pero lo interesante es que ella no lo sospechara.

– ¿Qué dijo usted? -preguntó Heide.

La señora Dreyer se secó la frente con un pañuelito que olía a espliego.

– ¡Oh, sólo lo que repite todo el mundo! Fue durante el gran ataque aéreo del año pasado. Como sabéis, bombardearon Landungsbrücke y el pensionado detrás de la estatua de Bismarck. La señora Anna Becker y yo fuimos a verlo. Después, dije estas palabras que no han agradado al señor Bielert: «Todo era mejor en tiempos del emperador. Entonces, no bombardeaban así las ciudades, teníamos comida suficiente. y nuestros zapatos no estaban agujereados. Adolph Hitler no lo ha entendido bien. Él ha nacido pobre; sólo los grandes saben gobernar un país.»

– ¡Cielos! -exclamó Barcelona-. Si reconoce haber dicho todo esto está lista. Lo sé desde mi época en los Servicios Especiales,en España. La gente decía a menudo cosas sobre el general Miaja o sobre la Pasionaria.Naderías, sin darle importancia, pero una vez escrito por el Departamento de Asuntos Especiales se convertía en algo muy grave. Atentado contra la seguridad del Estado.

– Agita los dados -sugirió Porta-, y enséñanos lo que sacas.

Todos apretábamos el pulgar izquierdo contra el borde de la mesa. Heide agitó los dados.

– ¿Qué nos jugamos?

– El pajarillo en la verja del parque -repuso Porta.

– Uno -dijo Hermanito.

– Uno contra seis -dijo Porta.

– Uno contra seis -repetimos todos a coro.

Los seis dados rodaron por la alfombra.

Ocho soldados jugaban en un sótano de la Gestapo, como, en su tiempo, los soldados romanos al pie de una pequeña colina cerca de Jerusalén.

– Deteneos -murmuró elViejo-. Estáis locos.

Se volvió hacia la señora Dreyer e inició una discusión sobre lo primero que se le ocurrió, para distraer su atención de nuestro macabro juego.

Los dados nos miraban. Cuatro ases, dos seises.

– Está lista -admitió Barcelona-. Los dados tienen siempre razón.

– ¿Todo el mundo ha dicho uno contra seis? -preguntó Heide.

Porta indicó que sí.

– Seis por la vida, uno por la muerte.

El legionario empezó a canturrear:

– Ven, dulce muerte, ven.

Mirábamos a la señora Dreyer, que explicaba a el Viejoque sus rosas necesitaban ser regadas. El calor lo había resecado todo.

– Mi marido cayó en Verdún -decía-. Era jefe de guardia en el 3° de Dragones, de guarnición en el Stental. Era bonito Stental. El cuartel, algo viejo. Mi marido servía en el 3° de Dragones desde 1908, y cayó el 23 de diciembre de 1917. Había salido a buscar un árbol de Navidad. Y cayó en el camino de regreso. Cayó con el abeto encima de él. Estaba con el HauptmannHaupt y con el OberleutnantJenditsch, cuando ocuparon el fuerte de Douaumont.

– No estuvieron mucho tiempo allí -comentó Heide-. Los franceses volvieron a echarlos en un santiamén.

– Ah, sí, ya me acuerdo. Nuestro maestro nos lo explicaba -exclamó triunfalmente Hermanito-. Enviaron a los prusianos al otro lado del Rin, mientras que los muchachos de París se quedaban en el fuerte y se divertían disparando contra los soldados del Kronprinz. ¡Mierda! ¿Qué te pasa? -dijo, volviéndose hacia Heide-. Deja de darme patadas. Lo que explico es correcto desde el punto de vista histórico.

– Explícalo de otra manera -replicó Heide-. El esposo de la señora cayó en Verdún.

– No tengo nada que ver en ello -dijo Hermanito,enfurruñado-. No puedo complacer a esa señora si aseguro que los prusianos se quedaron en Douaumont. Y si digo que los franceses los echaron a puntapiés, no exagero.

Porta se echó a reír.

– Es verdad, Hermanito.Los parisienses les cascaron tanto en la batalla de Douaumont que el Kronprinz recibió una buena reprimenda de su papá, el emperador.

– Estos dados son una porquería -gruñó Hermanito-. Apuesto diez contra uno a que dicen la verdad. La vieja la diñará.

– ¿Qué le ha dicho el Kriminalrat?-preguntó el Viejo,volviéndose con rapidez hacia la señora Dreyer.

Heide jugueteó con los dados.

La señora Dreyer miró con dulzura una foto de Heinrich Himmler. Bajo la fotografía había unas letras doradas:

HEINRICH HIMMLER

Reichsführer der SS

Chef der Polizei, Minister des Inneren

– Herr KriminalratBielert ha sido muy amable. Me ha asegurado que todo había terminado ya. Que no pensara más en ello. No se volvería a hablar de esta pequeña historia.

– ¿Le ha dicho lo que iba a ocurrir? -preguntó Barcelona-.¿Han escrito en un papel lo que usted les ha dicho?

– Sí; el señor Bielert ha dictado a otro señor. Ni siquiera he escuchado, porque empezaba a tener sueño. Han escrito muchas páginas. Casi un libro. El señor Bielert me ha dicho que iría a Berlín.

Barcelonasiguió investigando.

– ¿Para ver al Führer?

– No, a él, no. Se trataba de otra cosa. -Miró la fotografía de Himmler-. Ya no lo recuerdo, pero había unas letras.


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