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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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Esta novela, quinta del autor, nos introduce en el infamante mudo de la tan famosa organización policíaca. Una anciana, ajena a toda actividad política, es detenida y ahorcada. Para lograr su imposible declaración los miembros de la gestapo muestran con ella toda una gama de su estudiada amabilidad. El viejo, Porta, Hermanito y el Legionario – de la 5º Compañía – vengan a la anciana y el Bello paul – jefe del grupo de la Gestapo – se enfrenta con tortuosa habilidad a las dificultades que se le crean.

Sven Hassel

LA FISGONA

COMPAÑÍA EN MISIÓN ESPECIAL

REACCIÓN EN CADENA

DE GUARDIA EN LA GESTAPO

PORTA Y EL SS

EL ARRESTO PREVENTIVO

DISCIPLINA PENITENCIARIA

EJECUCIÓN

EL ANIVERSARIO DE BERNARD EL EMPAPADO

SALIDA HACIA EL FRENTE

Sven Hassel

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Sven Hassel

Gestapo

Oímos ruidos y gritos detrás de nosotrosHermanito y el legionario se habían detenido para esperar, mientras nosotros seguíamos adelante Ambos se ocultaron entre la espesura de unos arbustos

Los cuatro soldados rusos, muy jóvenes, avanzaban corriendo. Llevaban las insignias verdes de las tropas de la NKVD. Algunas condecoraciones colgaban de sus pechos. Eran soldados valerosos, a quienes les gustaba la caza, a quienes les gustaba matar.

Aparecieron en el recodo del camino. El legionario volvió un pulgar hacía el suelo.Hermanito reía. Las dos armas automáticas dispararon a la vez.

Hermanito disparaba en pie, con la ametralladora apretada contra la cadera, y todo su cuerpo de gigante vibraba a causa del violento retroceso.

El legionario canturreaba:

Ven, muerte, ven aquí…

Los rusos cayeron de bruces. Dos de ellos se movían aún cuando cesó el tiroteo.

Hermanito les dio el golpe de gracia. Era una costumbre que duraba desde hacía un año, porque incluso los heridos graves seguían luchando.

– Medida de seguridaddijo, riendo.

– Bien,Hermanito. Buena idea. Ahora ya no podrán dispararnos por la espalda.

Habían sorprendido al pelotón mientras celebraban una francachela en una cabaña. Era el cumpleaños de Porta. No oímos la llegada de la patrulla de asalto rusa. De repente, los cristales volaron hechos añicos, y las bocas negras de cuatro pistolas ametralladoras empezaron a escupir fuego en la habitación. Nos pegamos al suelo.

El legionario y Porta lanzaron varias granadas por la ventana. Aún no comprendíamos cómo habíamos podido escapar con vida.

Nos reunimos en la cantera situada al otro lado del bosque. Faltaban ocho hombres.

– Yo he visto caer a dos – dijo Porta.

Hermanito arrastraba tras de sí a un teniente ruso.El Viejo dijo que había que llevárselo prisionero.

Al llegar al borde del campo de minas, el teniente lanzó un grito.Hermanito se echó a reír.El Viejo blasfemaba.

– Este estúpido oficial ha intentado largarse -explicó.

Pero habíamos observado que su onda asomaba a medias por uno de sus bolsillos. La onda de acero con sus dos empuñaduras de madera, «la muerte silenciosa».

– ¡Lo has estrangulado! -gritóel Viejo, acusador.

– Bueno, ¿y qué? Quería largarse -rezongóHermanito.

Y se frotaba el bolsillo de su pantalón.

– Asesino -dijo Stege.

LA FISGONA

Nosotros, los supervivientes de la 5.ª Compañía, estábamos tendidos de bruces, bajo los manzanos, contemplando las tropas de reserva que esperábamos desde hacía cuatro días. Acababan de llegar en camiones. Estaban formadas en columna doble, en medio del camino. Sus armas y sus uniformes olían a nuevo. Habían llevado hasta aquí el olor a almacén.

Les mirábamos con ojos de experto. A decir verdad, siempre mirábamos a todo el mundo con los ojos de un soldado del frente, tanto si eran soldados como si no lo eran. Tácitamente, estuvimos de acuerdo en que aquellos 175 reservistas no tenían gran cosa en común con los soldados. Llevaban su equipo como aficionados. El correaje mal ajustado les había producido desolladuras. Sus botas brillaban, pero eran rígidas. No las habían sumergido en orines y frotado después vigorosamente con las manos para curtirlas. Sería imposible llegar muy lejos con unas botas tan rígidas. Las de Porta sí eran unas botas ejemplares. Tan suaves, que se veía moverse su dedo meñique en el interior. Es cierto que, desde lejos, apestaban a orina. Como había dicho el Tuerto,nuestro coronel, durante una revista:

– Apestáis como cien urinarios juntos.

Pero el Tuertono prohibía el curtido. Sabía que los pies son esenciales para un soldado. Es el arma secreta de la Infantería. Un comandante de Infantería inteligente cuidaba más los pies de sus tropas que cualquier otra cosa. Hermanitopegó un codazo al legionario.

– ¡Menuda pandilla de inútiles nos ha tocado! Iván los enviará directamente al infierno, con sólo abrir un poco los ojos. Si no estuviésemos aquí nosotros dos, haría mucho que habríamos perdido la guerra.

El Viejoreía en silencio. Estaba tendido bajo un arbusto que le protegía algo de la lluvia que en aquellos momentos caía con gran violencia.

– Es raro que no hayan dado la Cruz de Caballero a un héroe como tú, Hermanito.

– Su Cruz de Caballero me la meto donde yo sé -gruñó Hermanito.

Y escupió hacia una mosca ahogada por la lluvia. Los oficiales, reservistas todos, gritaban injurias. Uno de los reclutas perdió su casco de acero, que rodó por el camino con un estrépito que le traicionó.

– ¡Cerdo! -aulló un Oberfeldwebel-. ¡Paso ligero!

El recluta, un hombre mayor, empezó a evolucionar bajo los gritos del suboficial.

– ¡Adelante! ¡A la carrera!

El Oberfeldwebelno le siguió. Permanecía en el camino, dando órdenes con su silbato: Era la clase de individuo que sabe hacer sufrir a los reclutas. En un cuarto de hora, consiguió destrozar completamente al hombre que había dejado caer su casco. Aniquilado. Listo.

El Oberfeldwebelse rió, satisfecho. Había motivos para regocijar el corazón de un viejo suboficial.

Nuestro jefe de Compañía, el teniente Ohlsen estaba hablando con el teniente que había traído a los reservistas. Ni siquiera se daban cuenta de que el viejo estaba en las últimas. Se había convertido en una costumbre. Ocurría tan a menudo… En el reglamento, a esto se le llamaba mantener la disciplina. Ocurría ya en el ejército del emperador. La costumbre exigía que se esperara a que alguien cometiera una falta; entonces, se disponía de los medios para liquidarla. Era sencillo y más eficaz.

Los reclutas contemplaban, pálidos, a su camarada que ya sin fuerzas, bajaba la colina a gatas. Aunque el Oberfeldwebelle hubiera amenazado con un consejo de guerra, hubiese sido incapaz de levantarse.

El Oberfeldwebelescupió en su dirección.

– ¡Cuádrese, maldita sea!

Pero el viejo permanecía en el suelo y sollozaba de un modo que desgarraba el alma. Ya sólo era una masa inerte. El Oberfeldwebelhabía buscado los montones de estiércol, cuando le había enviado a campo través. Riendo suavemente para sí mismo, contemplaba al hombre tendido en el suelo. Se lamía el labio inferior.

– ¡Bueno, becerro! Si no quieres cuadrarte, tengo otros métodos. No creas que has terminado. Espera a que Iván te dispare balas trazadoras contra el trasero. Entonces, sabrás lo que se puede aguantar. Coge la pala -gruñó.

El viejo palpó en busca de la pala de Infantería y consiguió levantarla de manera reglamentaria.

– Tiro de artillería enfrente. ¡A hacer trincheras!

El recluta intentó cavar. Resultaba un espectáculo bastante cómico. A aquella velocidad, necesitaría mil años para hacer una madriguera. Durante la instrucción, el tiempo era exactamente de once minutos y medio, cronometrados desde que se sacaba la pala del estuche. ¡Y ay del que empleara un segundo más! Nosotros, veteranos del frente, todavía éramos más rápidos. Pero es verdad que habíamos excavado miles de agujeros. Se podían encontrar desde la frontera española hasta la cumbre de Elbruz, en el Cáucaso; y habíamos cavado en toda clase de tierras. Hermanito,por ejemplo, podía enterrarse en seis minutos catorce segundos, y su corpachón necesitaba un agujero profundo. Se alababa de poderlo hacer aún más de prisa, pero decía que no valía la pena porque nadie igualaba nunca su marca.

El Oberfeldwebeltocó a su víctima con la punta de una bota.

– ¿En qué estás soñando? ¿Es que piensas terminar tu agujero cuando todos estemos muertos y podridos en nuestras tumbas? Más aprisa, más aprisa.

El recluta se desvaneció. Se desvaneció así sin autorización. El Oberfeldwebelestaba muy sorprendido. Meneando la cabeza, ordenó a otros dos reclutas que se llevaran el «cadáver».

– Y a eso le llaman soldados -murmuró-. ¡Pobre Alemania!

Aquel tipo aprendería a conocerle, se prometió. Él, el OberfeldwebelHuhn, terror de Bielefeldt. Se frotó voluptuosamente las manos. Espera, amigo mío, espera. Serás el primero que liquide en esta Compañía.

Pero el castigo había surtido efecto. Ninguno de aquellos reclutas dejaría caer nunca más su casco.

– ¡Vaya latoso! -dijo Porta, con indiferencia, mientras mordisqueaba el salchichón de cordero que había encontrado cinco días antes en el macuto de un artillero ruso.

Todos teníamos de aquellos salchichones de cordero. Salchichones de cordero del Kakastán. Salchichones duros como piedras, salados; pero eran deliciosos. Sólo éramos doce supervivientes. Las grandes pérdidas apenas nos impresionaban ya. Nos habíamos acostumbrado. Pero el bosque nos había costado caro. Regresábamos, a través de ese bosque cuando sorprendimos una batería de campaña rusa. Como de costumbre, fue el legionario el primero que les vio. Ni siquiera los pieles rojas de Cooper atacaban más silenciosamente que nosotros. Les liquidamos con nuestras kandras [1] . Cuando hubimos terminado, era como si un obús del 15 hubiese estallado entre ellos. Les caímos encima como un rayo. Estaban tostándose al sol, tranquilos y confiados. Su jefe de batería, un gordito jovial, salió de la villa, sorprendido por el estrépito.

– ¡Ah, malditos cerdos! ¡Han vuelto a atiborrarse de vodka y se están peleando! -le dijo a su segundo, un teniente.– ¡Vaya jaleo!

Fueron sus últimas palabras. Su cabeza rodó por el suelo y dos chorros de sangre brotaron de su cuello tembloroso.

Sin guerrera y vociferando, el teniente huyó hacia el bosque; pero Heide le alcanzó y le clavó su kandra en el pecho.

Cuando hubimos terminado, presentábamos un aspecto horrible.

Algunos de nosotros vomitábamos.

La sangre y las tripas apestaban espantosamente; y además había moscas. Enormes moscas azules.

A nadie le gustaba el kandra .Era demasiado escandaloso, aunque un arma excelente. No había otra que la igualara. El legionario y BarcelonaBlom nos habían enseñado a utilizarla.

Nos sentamos en las cajas de municiones y en los obuses.

Aliviados y satisfechos, empezamos a comer sus salchichones de cordero, regándolos con vodka ruso.

El único que no tenía hambre era Hugo Stege. Siempre nos burlábamos de él porque había cursado estudios secundarios. Jamás profería palabrotas. Nosotros lo encontrábamos anormal. A causa de su lenguaje correcto y de sus buenos modales le teníamos por un poco chiflado. Lo peor fue cuando Hermanitodescubrió que se lavaba las manos antes de comer. Nos reímos durante una hora entera y después le aconsejamos que visitara a un psiquiatra.

El Viejocontemplaba los salchichones de cordero y el vodka.

– Llevémonos todo esto, esa gente ya no lo necesitará más.

– ¡Qué hermosa muerte! -comentó con énfasis el pequeño legionario-. Ni siquiera se han dado cuenta de que les matábamos, Alá es grande. Él cuida de sus criaturas. -Pasaba cuidadosamente un dedo por el kandra afilado como una navaja-. Cuando se sabe utilizar, no hay muerte más rápida.

– En el fondo, es lástima – murmuró Stege.

Vomitó de nuevo.

– ¿Lástima? -exclamó Porta-. ¿Por qué? ¿Y si hubiera ocurrido al revés y hubiésemos sido nosotros los que hubiéramos estado roncando mientras ellos salían del bosque?

– De todos modos, es lástima.

Stege era obstinado.

– Bueno, bueno, es lástima. Pero, entonces, ¡maldita sea!, también es lástima que tengamos que arrastrarnos por este condenado bosque que nos importa un comino, ¿Acaso es culpa nuestra? Cuando te pusieron la cacerola de Hitler en la cabeza, ¿te preguntaron si te gustaba matar a la gente?

– Eso es una estupidez -protestó Stege-. En nombre del cielo, ahórranos tu filosofía.

-Camarade [2] , es cierto lo que dice Porta -intervino el legionario, pasándose el cigarrillo de un lado al otro de la boca-. Estamos aquí para matar, lo mismo que un mecánico está en un garaje para reparar automóviles.

– Es lo que yo pienso -rezongó Porta.

Y sacudió las manos para ahuyentar las moscas que se elevaron de los cadáveres de los rusos.

Aquellos bichos nos exasperaban. Eran unas moscas insolentes que se te metían por los ojos y la nariz. No habían comprendido la diferencia entre un muerto y un vivo. Porta señaló a Stege con un dedo sucio.

– Te has encontrado un kandra ;no vengas a contarnos que tenías intención de colgarlo de la pared, porque primero no tienes pared, y como el maíz no crece aquí, tampoco puedes utilizarlo para la cosecha. Te guste o no te guste, tenías las ideas claras cuando lo cogiste del cadáver. Lo querías para cargarte a alguien.

– ¡Cerdo! -dijo Stege entre dientes.

– Soy un soldado nazi -replicó Porta, lacónico.

– ¡Bah! -gruñó Heide, mientras secaba su ancho kandraen el pantalón.

– ¡Vaya porquería! Está mellado. Si por lo menos tuviéramos una muela, podría afilarlo. No corta bien. Somos seres humanos, ¿no? No vale la pena hacer sufrir a la gente más de lo necesario.

El Viejose levantó y dio unas órdenes breves:

– Recoged las armas. En columna de a uno.

Hermanitoy Porta no tardaron en alcanzarnos. Primero, habían querido saquear los cadáveres. Habían estado a punto de pelearse por tres dientes de oro. Porta consiguió dos. Hermanitotuvo que contentarse con uno.

El Viejoestaba furioso.

– Siento verdaderos deseos de liquidaros a los dos. Me da asco veros arrancar los dientes de oro a los cadáveres.

– No seas melindroso -replicó Porta, con ironía -. ¿Enterrarías tú un anillo de oro? ¿Prenderías fuego a un billete de mil? Supongo que no, porque, en tal caso, estarías loco de atar.

El Viejorezongó aún otro poco. Sabía bien que en cada Compañía, tanto en la nuestra como entre las del otro lado, había «dentistas», que llevaban sus tenazas cortantes en el bolsillo. No podía evitarse.

Ahora, estábamos allí, bajo los frutales, masticando los salchichones de los artilleros muertos. Las gotas de lluvia caían rítmicamente de los árboles. Teníamos frío y estirábamos la «tela» más hacia arriba para cubrir nuestros cuerpos temblorosos. Era el objeto de múltiples usos de nuestro equipo: esclavina, tienda, cobertura de camuflaje, saco de transporte, colchón, hamaca y ataúd. Era lo primero que nos alargaban los empleados del almacén y era lo único que nos seguía hasta la tumba.

Porta contemplaba las nubes cargadas de lluvia.

– Lluvia, siempre lluvia. Las montañas son un asco para combatir. ¿Os acordáis de cuando peleábamos en la dulce Francia? Siempre hacía sol, y durante los altos podíamos permitirnos el lujo de tostarnos.

– ¡Dios mío! -suspiró Julius Heide-. Aquello sí que era una guerra. ¡Pero fue suerte no habernos pasado al otro bando! Ahora estaríamos fríos. ¿Os acordáis de los desertores que vimos, arrastrados por los perros de guardia de la policía militar, en dirección a Torgau [3], después de la capitulación de los franceses?

– No es que se pueda asegurar que estaríamos muertos -murmuró Hermanito,soñador. Se sentó en la hierba mojada e inclinó el busto hacia delante. Sus ojillos negros brillaban-. Tal vez estaríamos en Londres, donde vive ese Churchill. Me han dicho que es un verdadero placer ser prisionero de guerra de los Tommies. ¿Os acordáis del comisario capitán con quien conversamos en Nikolaijev? El que se había disfrazado de campesino pero al que Anda o Revientadesenmascaró. Aseguraba que nuestros camaradas se paseaban por los parques de los Lores y cogían violetas para sus salones; y que, por la noche, se divertían con las criadas en el heno. Sería el mayor mentiroso del mundo si afirmara que no me gusta el olor del heno. Una vez tuve una aventura con una chica en un henil, y os aseguro que la proximidad del heno me excitó mucho.

– Es mejor que no haya demasiados mosquitos en la parte superior -dijo Heide, apuntando su salchichón hacia el Oberfeldwebelque había torturado a muerte al viejo recluta-. Vamos a divertirnos con ese Oberfeld .Nos causará problemas.

– Entonces, nos lo cargaremos -decidió Hermanito,mientras se sonaba ruidosamente con los dedos-. No tienes más que indicármelo; soy un experto en liquidar a tipos como él.

– ¡Qué será de nosotros cuando todo eso haya terminado! -dijo Stege filosóficamente-. En realidad, sólo hemos aprendido a matar, Hermanito.

– Desde luego que no -contestó éste, risueño-. Siempre harán falta muchachos rápidos para matar. ¿Es que no es verdad, Anda o Revienta?

– Tienes razón, mon camarade.

– No entiendo nada de tu idioma extranjero. Pero cuando se habla de liquidar a los otros, pienso de repente que siempre he temido diñarla. El gran salto por la estratosfera no me seduce demasiado.

– ¿Temes tal vez encontrarte con el buen Dios? -preguntó Stege.

– No -gruñó Hermanito-, no es por eso. Es más bien porque, una vez tienes un agujero en el cráneo, todo está listo. Y luego, punto final. No creo en Dios. Si existe, sería el final para mí, dado mi expediente.

Hermanitose balanceaba un poco, indeciso. Arrugaba su estrecha frente, buscaba las palabras.

– No llego a imaginar que algún día ya no habrá «la cerveza de las siete», escondido en las letrinas en compañía de varios camaradas, y un par de dados. Ese canguelo de estirar la pata lo tenía ya cuando era chico, antes de que me metieran en el hospicio y cuando hacía recados para el señor Kleinschmidt, el lechero de la Davidstrasse. Siempre corría bajo los faroles armando ruido con mis botellas, porque tenía una idea estúpida en la cabeza. Si me dejaba atrapar por la oscuridad, el hombre del cuchillo vendría a clavármelo. -Se hincó de rodillas y nos miró a todos sucesivamente. Después, prosiguió en voz baja-: Dulce Jesús, hijo de María, cuanto miedo tenía. Recuerdo sobre todo una puerta en el extremo de la calle Bernhard Nocht. Había que atravesar un pasillo largo y estrecho antes de llegar a la escalera, y en cada planta había largos pasillos por los que se llegaba a las viviendas. En todas partes había vagabundos dormidos. A menudo, tropezaba con ellos. Evidentemente, tenía una prisa endiablada, como todos los repartidores de leche. Algo me decía que el hombre del cuchillo estaba entre los mendigos. Y tenía razón. Lo comprendí cuando me metieron en el hospicio. En aquella maldita jaula encontré a un fulano. Su hermana había sido despanzurrada por un vagabundo exactamente en aquel número de la calle Bernhard Nocht donde, cada mañana a las cuatro, repartía mis botellas de leche. ¿Y si me hubiera encontrado a mí? A aquellas horas, ya hubiese podido gritar cuanto quisiera. En todas las viviendas, dormían después de haber empinado el codo. Nadie se habría molestado por un chiquillo que pedía socorro.

– No te buscaba a ti -dijo Barcelona,convencido.

Hermanitole miró, boquiabierto.

– ¡Maldita sea! ¿Cómo lo sabes, borracho? ¿Le conociste?

– Está muy claro -contestó BarcelonaBlom-. Pegó varías cuchilladas a una chica para aprovecharse de ella. ¿No es cierto?

Hermanitoasintió con la cabeza.

Barcelonase echó a reír.

– Entonces, está claro como el agua del manantial. El individuo quería juerga. Los jovencitos no le interesaban. Por lo tanto, no tenías nada que temer.

– Haría falta mucha hambre para fijarse en Hermanito-comentó Porta, riendo.

El legionario sonrió levemente.

– No olvidéis que aquí nos falta todo eso. Tal vez Hermanitopodría ganarse la vida haciendo horas extraordinarias.

– Si alguien tratara de acercárseme -dijo Hermanito,sacando su cuchillo de combate, que clavó con furia en el suelo-, no sobreviviría. Los pederastas no me interesan. No me importa el físico de las gachís; no me importa que tengan quince o cien años, que sean rameras o que vayan en sillas de ruedas; me interesan todas enormemente. Pero los otros, al cuerno.

Y Hermanitoescupió con repugnancia.

El teniente que había traído a los reclutas los hizo formar en una sola fila antes de marcharse. De repente, le había entrado prisa. Quería marcharse rápidamente, avisado por su instinto. Aquello olía mal. Hizo su discursito habitual, que ponía término a sus deberes por lo que respectaba a aquel transporte.

Los reclutas le escuchaban con un silencio indiferente. El oficial graznaba como una rana acatarrada.

– ¡Fusileros blindados! Ahora, estáis en el frente. Pronto tendréis que combatir contra los sanguinarios enemigos del rey, los hombres de la marisma soviética. Será la oportunidad para que reconquistéis vuestro honor cívico y vuestro derecho a vivir de nuevo entre los hombres libres. Si sois valientes de verdad, vuestro expediente judicial será eliminado. Vosotros mismos debéis rehabilitaros. -Carraspeó y añadió, con cierta timidez-: Camaradas, el Führer es grande.

La risa de Porta llegó hasta él. Le pareció entender la palabra «cretino».

Los miró de reojo. Enrojeció. Parecía tener frío. Se llevó una mano a la funda de su pistola.

– ¡Soldados! -prosiguió-. Debéis reaccionar. No decepcionéis al Führer. Tenéis que redimir vuestros crímenes contra Adolph Hitler y el Reich.

Respiró profundamente y miró con fijeza hacia nosotros doce, bajo los árboles. La cara de criminal de Hermanito,vuelta hacia él, brillaba junto a la cíe Porta, astuta como la de un zorro.

– Lucháis junto a los mejores hijos de nuestro país -graznó-; y desdichado del puerco que se muestre cobarde. Sería la peor tontería que podría hacer.

– ¡Los mejores hijos! ¡Esta sí que es buena! -dijo el Viejo,riendo-. Por lo visto no conoce a Porta ni a Hermanito.

Hermanitogruñía como un lobo hambriento que olfatea su presa.

– Soy el mejor hijo de mi madre.

– ¿Porque no ha tenido ningún otro? -preguntó Julius Heide.

– Ahora, no -dijo Hermanito-. Los demás se marcharon.

– ¿Qué ha sido de ellos? – preguntó Porta.

– El más joven, en un momento de locura, se presentó en la Gestapo, en Stadthausbrücke, n.° 8. Debía facilitar explicaciones relativas a un asunto de la calle de Budapest. Ya no recuerdo los detalles, pero se trataba de una pared, de un bote de pintura y de un pincel. Aquel cretino tenía la manía de escribir en las paredes. No volvimos a verle. A Buller le rebanaron el cuello el año 1939, en el Fuhlsbüttel. Fue el mismo día que se cargaron a mi viejo. Y después, estaba Gert. Era completamente idiota. Se presentó voluntario en la Marina de Guerra. Se hundió en el «U-18», en 1940. Como agradecimiento, recibimos una hermosa tarjeta del almirante Doenitz. Ya sabes, con la orla dorada y todo. Y las palabras: Der Führer dankt Ihnen.Aquella tarjeta tuvo un triste destino, lo que hubiera desagradado extraordinariamente al señor Doenitz.

Hermanitopegó un buen mordisco al salchichón.

– Pero como no lo supo…

– ¿Qué le ocurrió a la tarjeta del almirante? – preguntó BarcelonaBlom, curioso.

– ¡Menudo jaleo se hubiera armado si llega a conocerse esta historia! ¡Era un domingo por la mañana! La señora Creutzfeld se había instalado en el retrete. Cuando quiso limpiarse, se dio cuenta de que no le quedaba papel. «Tráeme un papel suave», me gritó. Le entregué la tarjeta del almirante. Fue todo lo que pude encontrar con las prisas. Mi madre se enfureció contra el señor Doenitz porque la tarjeta era tiesa como una tabla.

– ¿Te has convertido en hijo único? -le pregunto.

– Sí, los otros once han desaparecido. A algunos se los cargaron. Tres se ahogaron en el mar. A los dos más pequeños los quemaron vivos durante las visitas de los bombarderos de Churchill. No quisieron bajar al refugio. Querían ver los aviones. Sólo queda ya la señora Creutzfeld, esa granuja y yo.

Hermanitomiró a su auditorio, antes de proseguir.

– ¡No todas las familias han sacrificado tanto en el altar de Adolph! – Volvió a morder el salchichón de cordero y bebió un poco de vodka-. Pero que se vayan todos al cuerno con tal de que a mí no me pase nada. Y algo me dice que conseguiré escapar.

– Sólo me sorprendería a medias – dijo el Viejo.

Examinamos el brebaje de la olla del legionario. Porta añadió un poco de leña. El fuego ardía alegremente. El legionario removió la espesa sustancia. Apestaba un poco, pero menuda curda atrapamos. La llevamos por todas partes durante casi una semana. La habíamos metido en cantimploras. Tenía que fermentar, había dicho BarcelonaBlom. Ahora, había que hacerlo hervir, y en cuanto hirviera, procederíamos a la destilación. Porta había fabricado un alambique sensacional. La olla la habíamos robado en un vagón de cocina. Era una de esas ollas cuya tapa podía atornillarse para cocer a presión. Habíamos hecho un agujerito en la tapa, para fijar en él el aparato de destilación de Porra. Y esperábamos con impaciencia a que el líquido empezara a hervir.

– Menuda juerga nos espera – exclamó Heide, alegre.

– Heil, Sieg!

Eran los reclutas que saludaban con estas palabras el discurso de adiós del teniente de transportes.

Sin más formalidades, el teniente Ohlsen se hizo cargo de los reclutas. El teniente desconocido desapareció con su «Volkswagen» anfibio.

Los reservistas rompieron filas y formaron pequeños grupos, bajo los árboles. Echaron su equipo al suelo y se tendieron sobre la hierba mojada. Se mantenían a distancia de nosotros, los veteranos. Les intimidábamos.

El OberfeldwebelHuhn avanzó hacia nosotros, muy seguro de sí mismo. Al pasar por nuestro lado rozó la olla del legionario, y unas gotitas cayeron al suelo. El suboficial fingió no advertirlo, y prosiguió su camino. Sus botas nuevas crujían y nos enviaban su olor a almacén.

El legionario apretó los labios y miró al Oberfeldwebelcon ojos malévolos; después, hizo a Hermanitoel signo convenido: el pulgar hacia el suelo.

Hermanitolanzó un resoplido y se ajustó el correaje. Tenía el salchichón de cordero, en una mano; en la otra, un bote hojalata lleno de brebaje. La tela mojada colgaba de su cintura cuando empezó a seguir tranquilamente al OberfeldwebelHuhn.

– ¡Eh, buen hombre! -gritó de repente-, has derramado el jugo del caballero.

Huhn se detuvo en seco, como alcanzado por un rayo, y se volvió vivamente.

– ¡Por todos los diablos! ¿Qué mosca le ha picado? ¿No sabe cómo hay que dirigirse a un superior?

– Claro que lo sé -contestó Hermanito,impasible-. Pero ahora no se trata de eso. Has derramado el jugo del caballero. Esto no se hace.

El Oberfeldwebelse ajustó la gorra, y estalló:

– ¿Es que se ha vuelto loco? Utilice un poco el cerebro, y observe el HDV [4]para hablarme. De lo contrario, le enseñaré a…

– Anda y que te ondulen – le interrumpió Hermanito-. Ahora hablamos del jugo. Después nos ocuparemos de tu problema.

Huhn inspiró profundamente. Jamás había visto nada igual. Desde hacía siete años, instruía a los reclutas de las guarniciones y de los campos. La última vez, en el terrible campamento disciplinario militar de Heuberg. Si alguien se hubiera atrevido a hacer lo que Hermanito,habría recibido inmediatamente un balazo en la cabeza. Por un momento, este agradable pensamiento pasó por su mente; sacar la pistola y vaciar la recámara en el hocico de Hermanito,pero algo le hacía desconfiar de esta solución draconiana. Reinaba una extraña calma. Todos miraban a los dos hombres. Incluso los oficiales, el teniente Ohlsen y el teniente Spát.

Hermanitopermanecía inmóvil, con el salchichón en la mano.

– Has derramado el jugo del señor, Oberfeld .Esto no nos gusta.

Huhn abrió y cerró la boca varias veces. En realidad, no sabía qué decir. Lo que ocurría era totalmente increíble. Ni siquiera el Consejo de Guerra le daría crédito. Sin embargo, tenía que admitir que, efectivamente, tenía ante sí a un corpulento y estúpido Stabsgefreiterque enarbolaba un salchichón y le tuteaba, a él, un Oberfeldwebel.

Hermanitoapuntó su salchichón hacia el pecho de Huhn.

– Es inútil Oberfeld.Tendrás que pagar una multa a Anda o Revienta. Existen ciertos impuestos sobre el bebercio. No se le puede derramar de esta manera, y, en el 27.º, es el legionario quien tiene el monopolio para fabricar «Schnapp». Además, hace días que paseamos nuestra olla. La tenemos desde que se la robamos a los rusos. ¡Es una olla estupenda! Si quisieran conceder la Cruz de Hierro a las ollas, ésta tendría una. No se ha derramado ni una sola gota durante el transporte. Después, llegamos aquí, nos tendemos tranquilamente bajo los manzanos, con esta maldita lluvia, para darle un último hervor a nuestro jugo. Y, ¿qué ocurre? Te presentas tú y lo derramas. Y ahora aún te la das de ofendido. Pero es que no comprendes la situación. Los ofendidos somos nosotros.

Huhn entornó los ojos y avanzó un paso hacia Hermanito. Apoyaba una mano en la pistolera.

– Bueno, ya basta. ¿Cómo te llamas, cerdo? Ya sabré meteros en cintura. Podéis estar seguros. Tengo los medios para hacerlo.

Sacó papel y lápiz.

A Hermanitole importaba un comino.

– Tú no estás bueno, Oberfeld. Tienes más motivos para temerme que yo a ti. Ahora, estás en el frente, en una Compañía de asalto sin la gallina [5]; y somos varios tiradores escogidos los que podemos ocuparnos de ti. Apuesto diez contra uno a que no regresarás del frente. Eres demasiado estúpido. Para salir vivo de esta guerra, hay que tener una cabeza muy clara.

Sabe Dios lo que hubiera ocurrido si el teniente Ohlsen no hubiera intervenido. Llamó a Huhn y, al mismo tiempo, se volvió hacia Hermanito.

– Cállese, Creutzfeld, si no quiere ir al calabozo. ¿Entendido?

– Bien, mi teniente -contestó Hermanito, casi cuadrándose ante el otro.

Entrechocó los tacones y avanzó hacia nosotros arrastrando los pies.

– Le hincharé los morros a ese tipo -se prometió, al mismo tiempo que se sentaba.

– Ya os he dicho que nos divertiríamos -con él -dijo Heide, meneando la cabeza-. Es un crápula. Ya veréis. No ha terminado de darnos la lata.

– Podríamos atarle una granada en el trasero -propuso Porta.

– Dejaos de tonterías -dijo el Viejo-.Un día os pescarán si seguís liquidando a vuestros superiores.


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