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Gestapo
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Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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Barcelonalanzó un silbido y dijo con mucha lentitud:

– ¿RSHA?

– Sí, eso es, RSHA.

La señora Dreyer se mostró visiblemente aliviada.

– ¿Las conoce usted, Herr Feldwebel?

Barcelonase encogió de hombros y lanzó una mirada a Heide, que seguía jugando con los dados.

– Creo que sí. Es una gran empresa de Berlín.

– ¿A qué se dedica? -preguntó la señora Dreyer con inocencia.

– A todo un poco. Es una especie de intermediario entre el Registro Civil y la Oficina de Colocaciones.

Porta rió suavemente.

– He aquí una excelente comparación. Pero, de todos modos, no es la más adecuada para aquella casa de locos.

– Bueno, le explicaré -gritó Barcelona.

– ¡Por el amor de Dios, ahórranos tu cháchara! -interrumpió el Viejo,con sequedad.

– Me temo que mañana llegaré tarde al pedicuro -gimió la señora Dreyer-. Por esta vez, tendré que renunciar. Me sabe mal porque, de todos modos, he de pagar. Dos marcos veinticinco es mucho dinero.

– ¿Le duelen los pies? -preguntó Hermanito-. Si es grave, podríamos pedirle a nuestro médico ayudante que la examine. Hace todo lo que nosotros queremos. Nos lo hemos metido en el bolsillo. Sólo es ayudante médico mientras nos interese. Le tenemos atrapado desde que sabemos que recibía pasta de la Escoba.-Se señaló la estrecha frente con aire de complicidad-. Porque aquí dentro hay materia gris. Sabíamos que ocurría algo turbio. ¿Por qué motivo la Escobaiba a dar pasta a un médico militar? Emborrachamos a la Escoba.La cosa nos costó treinta y un marcos. Después, el matasanos nos rembolsó.

– ¿Quieres callarte de una vez? -gruñó Porta-. Tu palabrería acabará por llevarnos al cadalso.

Pero no era fácil hacer callar a Hermanito.Prosiguió:

– Cuando la Escobaestuvo algo chispa, empezó a hablar. Porta le dio a entender que podía confiar en nosotros. Fue bastante interesante y en seguida comprendimos el truco. Ella procuraba clientes al matasanos. Damas ricas que querían desembarazarse de una carga ilegal. Pedimos, cortésmente, una gratificación que nos permitiera olvidar nuestros deberes con el Führer, el pueblo y la patria. Pero la Escobase burló de nosotros. (¡Qué buena mujer tan mal educada!) Así, pues, fuimos a ver al matasanos. Lo encontramos en su casa. Ya era tarde. No pude contener la risa cuando le vi. Llevaba un largo abrigo gris y una bufanda blanca. Vestido de aquella manera, yo no iría ni a las letrinas. Todo ocurrió como podía esperarse. Empezó por amenazarnos con la cárcel y el Tribunal de Guerra. Le pedí que bajara un poco la voz. Gesticulaba como un loco. Pero bastó con que Porta le explicara que teníamos derecho a detenerlo. Entonces, se mostró muy amable. Como no era tonto, en seguida comprendió que causaría mal efecto que un gran médico ayudante como él compareciera ante la Gestapo. Nos ofreció una buena mensualidad El mismo nos la trae regularmente.

– ¡Por Alá, no conocía esta historia! -exclamó el legionario.

– Es el hombre más estúpido de todo el Ejército -gritó Porta, furioso, mientras lanzaba una mirada asesina a Hermanito.

– Esto no es un secreto para nadie -dijo el legionario-. Pero ahora que ha descubierto vuestra combinación, sigue explicándonos lo que había hecho vuestro matasanos.

– Sigue haciéndolo -continuó Hermanito-, y hace bien en no dejarlo. Porta le hizo entender que sólo un buen porcentaje de sus ingresos podría hacer que olvidáramos nuestro deber cívico. Este tipo entorpece el progreso demográfico, y esto es algo que no gusta en el país de Adolph. Porta le dijo: «Escuche, matasanos, si esta historia llega a saberse, les destinarían a usted al 27.° Regimiento de Húsares, 2.° Batallón, 5.ª Compañía, 1.ª Sección, l. erGrupo, y en los combates de Infantería llevará usted mi lanzallamas. Y esto no es divertido. Ningún portalanzallamas consigue sobrevivir a dos o tres ataques.» Entonces, el médico capituló. No obstante, intentó discutir.

– Por una vez, procura callarte -dijo entonces el Viejo-. A la señora Dreyer no le duelen los pies como tú te figuras.

Hermanitoya no entendía nada. Para él, daño en los pies equivalía a decir tener los pies estropeados de tanto andar.

– Pero, entonces, ¿por qué quieres ver al matasanos? ¿Tener daño en los pies cuando no hay ni una ampolla? Esto no es para mí, gracias. ¿Os acordáis de cuando fui a ver al matasanos a casa de el Gordo?

– ¡Cállate, maldita sea! Y no abras la boca hasta que se te interrogue -ordenó Porta.

La señora Dreyer empezó a contar su historia. Más que a nosotros, parecía dirigirse a la fotografía de Himmler que colgaba de la pared.

– Me disponía a salir de mi casa cuando han llegado. -Cerró los ojos y se recostó en su silla-. Iba a pagar mi nota a casa del señor Berg, en Gänsemarkt. Iba adelantada. Como siempre. Me gusta sentarme en la estación y mirar a la gente. Es bonita la estación. Y, además, en esta época del año, hay flores. El jefe de estación, el señor Gelbenschneid, es muy hábil para cultivar rosas. Debe de ser el abono que le dan los campesinos. Fue mi marido quien me enseñó a ser puntual. Siempre bajaba antes que nosotros. En cuanto salí a la calle, vi el gran automóvil. Un «Mercedes» gris que llevaba esa especie de S en forma de rayos. «Irán a ver a la señora Becker, mi vecina», me dije. Porque ella tiene un hijo en las SS. Es Untersturmführerde la División «Das Reich». Antes de ser ascendido a oficial, estaba en el regimiento SS «Westland». Como mi hijo menor. Le reñí cuando se alistó en las SS. Le atraía el uniforme, estoy segura. Era un buen hijo. Ahora, ha muerto. Me enviaron su Cruz de Hierro. Se enfadó cuando le dije que a su padre no le hubiera gustado que fuese SS. Hubiera debido esperar a que le llamaran, como a sus tres hermanos. Dos de ellos están en la Infantería. El mayor, en los pioneros de asalto. También ha muerto. Lo otros dos figuran como desaparecidos. Hace unos meses que lo supe.

Al marcharse, el más joven me dijo: «Mamá, mi deber sería denunciarte por derrotismo, pero por una vez fingiré que no he oído lo que has dicho.» Ni siquiera quiso darme un beso antes de irse. Ahora, ha muerto. Sólo me queda su Cruz de Hierro. La he guardado en el cajón donde conservo sus camisitas de cuando era pequeño.

»El gran vehículo de lujo no iba a casa de la señora Becker. Avanzaba con lentitud y se ha detenido delante de mí. Un joven muy atento se ha apeado. Me ha recordado a mi hijo Paul, el pequeño. Ambos se parecían. Cerca de dos metros. Delgado como una muchacha. Hermosos dientes blancos. Bonitos ojos pardos. Muy, muy bien. Parecía muy cortés y educado. Si no hubiera llevado esa cazadora de cuero… Nunca me han gustado. Resultan frías, impresionantes.

Barcelonamurmuró a el Viejo:

– Tiene mucha razón. Esas cazadoras huelen a muerte. En la antigüedad, el verdugo era un viejo alcohólico. Ahora, lo son jóvenes bien educados, con cazadoras de cuero negro.

La señora Dreyer no les prestó atención. Siguió hablando a la foto de Himmler.

Imaginábamos fácilmente la escena. Sabíamos con exactitud lo que el gran bandido de ojos pardos debió de decirle. Tendría un aspecto tan amable a los ingenuos ojos de la señora Dreyer… Mas para nosotros era otra cosa.

– ¿La señora Dreyer? -había preguntado al salir del vehículo.

Ella le había mirado, sorprendida. Después, se había presentado, sonriente:

– Emilie Dreyer.

Él se había acariciado la barbilla con una mano enguantada, y después, campechano, había hecho un guiño con sus ojos pardos.

– Emilie Dreyer, Hindenburgstrasse, número 9. ¿No es eso?

La viejecita había asentido. No había percibido el peligro tras la cortesía. Él había palpado el bolsillo en que llevaba su «Walter» 7,65. También llevaba un revólver de reglamento, en una funda, junto a la mano izquierda.

– Tenemos que hablar con usted. Acompáñenos.

Ella había explicado que le era totalmente imposible. Que tenía que ir a pagar sus facturas a la ciudad. Y que, además, tenía una cita con el doctor Jöhr.

El SS se había reído en voz alta. Jamás había oído una disculpa tan mala para no ir a la Gestapo.

– ¿El pedicuro? -había preguntado, riendo-. Ya irá a casa del pedicuro, señora Dreyer.

Después, le había acometido otro ataque de risa. La señora Dreyer no comprendía por qué se reía. Explicó que era indispensable que fuese al pedicuro. El doctor tenía mucha clientela, y si no se estaba a la hora perdía el turno, y había que pagar la visita.

El SS se inclinó cortésmente. Tenía sentido del humor y no conseguía contener su risa. Aquella viejecilla era, sin duda, la más chiflada que jamás hubiera visto. Explicó que se pondrían en contacto con el pedicuro y que no tendría que garle.

Pero la señora Dreyer siguió protestando. Él la sujetó por un hombro.

Entonces, ella notó que sólo tenía un brazo. La manga izquierda colgaba, vacía.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Tan joven y tan guapo y manco…!

El SS murmuró que el otro brazo había quedado en Stalingrado.

Ella enseño su anillo SS.

– También mi hijo estaba en la División «Das Reich», señor oficial.

Pero aquello no le interesaba al manco. Era como si no la hubiese oído.

La instalaron en el asiento posterior del automóvil gris. Avanzaron aprisa. Los hombres con cazadora negra siempre tienen prisa.

El chofer era muy diferente del manco. Era tuerto. Su ojo de vidrio estaba mal hecho. Era imposible apartar la mirada de él .

– Nada de historias, abuela -amenazó cuando la señora Dreyer hubo ocupado su asiento.

Por un momento, ella había sentido miedo al ver el verdadero rostro de la Gestapo, pero el manco hizo callar inmediatamente al chofer.

– Silencio, Scharführer.Limítese a conducir.

Habían llegado, en silencio, a la plaza Karl Muck.

El manco era uno de esos funcionarios incorruptibles, desprovistos del menor sentimiento humano. Un lobo sanguinario bajo una piel de cordero. Uno de esos hombres de la Gestapo que, ante todo, comprobaba si el documento era auténtico, incluso antes de leer el texto; y capaz, una vez hecha la comprobación, de hacer ejecutar a su propia madre. Era cortés incluso con un cadáver. A menos de conocer muy bien la Gestapo, era imposible figurarse hasta qué punto era peligroso aquel hombre. La cortesía caracteriza a las personas inteligentes. Sólo los idiotas son brutales y groseros. La señora Dreyer inspiró y abrió los ojos.

– No ha estado bien que el chofer me haya llamado abuela en ese tono. Nadie me habla así. Soy una persona respetable.

– Pues, a veces, a mí se me escapan cosas peores -reconoció Hermanito.

– ¡Oh, ése…! -intervino Porta-. Contesta sólo sí o no y así no correrás ningún riesgo.

– ¡No me vengas con monsergas! -gritó Hermanito,gesticulante-. La primera vez que contesté que sí ante un tribunal me costó dos meses de cárcel. Por lo tanto, decidí que en lo sucesivo siempre diría que no. Por otra parte, esto por poco me cuesta la vida en Minsk.

– Entonces, cállate -propuso Heide.

– Tampoco es solución. Traté de hacerme el mudo cuando el asunto del robo en Bielefeldt, cuando estábamos en el 11.º de Húsares. Ya os acordaréis de la historia del «Skoda» blindado y de la locomotora de Goering. Y yo me lo cargué todo porque permanecí más mudo que una carpa. ¡Cómo me recibieron en Fagen!

El legionario le tocó una mano. Era un ademán que testimoniaba una muda admiración.

– Bien, camarada, pero no pudieron contigo.

– Les resultó totalmente imposible -dijo Hermanito,riendo-. Me echaron del campo. Decían que perjudicaba la disciplina. No se atrevieron a liquidarme abiertamente, porque procedía del Ejército. Por el contrario, debían procurar que no me ocurriera nada. Se las dieron de listos al proponerme que me largara. Uno de los veteranos me puso en guardia.

»El tipo estaba en Fagen por sexta vez. Nos hicimos amigos, aunque él pertenecía a Zapadores, a los que yo nunca he podido tragar. Era un buen hombre. Los SS me prometieron montones de cosas si me evadía. Era el único medio de hacerle doblar la rodilla a un esclavo del Ejército. Siempre se las arreglaba para tener a infelices sin ninguna relación con el partido, como testigos de una evasión. La primera vez, me dejaron en una piedra y me dijeron que me largara. Pero fui más listo que ellos. Habían apostado a unos individuos tras los arbustos, con el fusil amartillado.

»La vez siguiente, aquellos superhombres escogieron su propio campo de tiro. Era una hermosa tarde. Yo me distraía con varios colegas, eliminando la mala hierba. El SS Sturmmann,que debía vigilarnos, se había sentado en una piedra. Se llamaba Greis. Era el peor canalla que jamás haya llevado la gorra con la calavera. Fumaba tranquilamente una pipa de marihuana, pero como una gachí. Con una bolita en medio del cigarrillo.

»Otros dos SS llegaron a visitar a Greis. Unos verdaderos carniceros. Habían organizado cosas entre los tres. Y después se echaron a reír de una manera que no engañaba a nadie. «Tienen el gatillo muy suelto», murmuró uno de mis compañeros. ¡Ya podemos ir con cuidado! Un verdadero ballet con la punta de los pies, íbamos con mucho ojo para no rebasar ni un milímetro la zona permitida. Después, el OberscharführerBreit me hizo llamar. Era tan amable que daba ganas de vomitar. Me dio una palmadita con sus guantes y, después, dijo con una sonrisa:

»-Apuesto a que te gustaría marcharte de aquí.

»-Sí, Herr Oberscharführer.

»Los tres se echaron a reír y me aseguraron que saldría muy pronto.

»-Muy pronto -repitió Breit por su cuenta.

«Regresamos al campo. Íbamos en columna de a uno, a paso de desfile, con los tobillos rígidos. De modo que, una vez de regreso, volví a salir con los tres SS. Hablamos muy amablemente de varias cosas. Aludí a mi infancia en el correccional «Sonnenheim». El director era un maldito hipócrita.

»-¿Te gustaría pegarle una paliza a un cura? -me preguntó Greis.

»-No diría que no

»Pero el Oberscharführerinterrumpió en seco nuestra conversación.

»-No le pegará a ningún cura. Se marchará de aquí.

«Tuvieron otro ataque de risa. Greis empezaba a hipar. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Yo no le veía la gracia a sus palabras. Me señalaban con el dedo y hablaban de mi cabeza. Y después, se echaban a reír.

»Al llegar al campo de tiro, el Oberscharführerme señaló tres pequeños abedules.

»-¿Ves aquellos abedules, Creutzfeld?

»Claro que los veía: saltaban a la vista

»-Ya me lo figuraba -comentó, risueño-. Eres soldado desde hace años, Creutzfeld, y sabes lo que significa una orden. Ahora, yo, tu Oberscharführer,te doy una orden. Correrás cuanto puedas hasta aquellos árboles. Si llegas en menos de dos minutos, serás hombre libre y podrás regresar a tu Regimiento de Blindados.

»-¿Y si tardo más?

»Hice la pregunta por pura fórmula.

»Se tronchaban. Se pegaban palmadas en los muslos, relinchaban.

»-¡Ah! Pues si no llegas, no llegas, Hermanito-dijo uno de ellos-. Pero, de todos modos, haz lo que te dicen. Inténtalo. Quizá lo consigas.

»-Querría saber qué harán ustedes si no lo logro.

»Se echaron a reír.

»-Te compraremos una flor -replicó Greis-. Una flor roja. Y te la pondremos en el vientre, ve. Y a toda marcha.

»Pero yo lo había comprendido. No sentía ningún deseo de correr. Greis llevaba un fusil con teleobjetivo. Sabía qué querían jugar: a la liebre y los cazadores. Uno no ha nacido ayer, ¿verdad? Yo ya me había informado. Era uno de los deportes favoritos en Fagen: la liebre y los cazadores. ¡La de mamporros que me atizaron! Empezaron con un culatazo en la nuca y terminaron con un paso de desfile con una piedrecita redonda en cada bota.

»Yo no cesaba de decirme: «Hay que contenerse, hay que contenerse, Hermanito» Había observado que uno de ellos había apoyado el dedo en el gatillo.

»Me golpearon el cráneo con un pedrusco. Pero tuve suerte. Habían escogido una piedra redonda. Perdí el sentido Pero me despertaron con un puntapié en el bajo vientre. Salté por el aire como un obús en un campo de minas.

– Bueno, ya basta -intervino el Viejo-. Otro día nos contarás el resto. -Y, dirigiéndose a la señora Dreyer, le preguntó-: ¿Qué ha ocurrido después?

– Íbamos en el automóvil. Hemos estado a punto de matar a unas personas varias veces. Cada vez, el chofer tuerto reía en voz alta. En Havesterhude se han detenido para buscar a una muchacha que ha llorado mucho. Le han golpeado la cabeza y le han dicho que iban a afeitarla con el gran cuchillo ¿Qué quiere decir esto, Herr Feldwebel?

– ¡Oh! Es una manera de hablar -dijo el Viejo,encogiéndose de hombros.

Hermanitoiba a explicar lo que quería decir pero el legionario se apresuró a hacerle callar.

Barcelonay Heide jugaban a los dados en silencio. Porta estaba recostado en una silla, ordenando uno de sus juegos de cartas trucados. Los envolvía cuidadosamente, con precinto y todo. Los ingenuos se dejaban cazar cada vez que Porta abría uno de esos juegos, vírgenes en apariencia. Y si alguien insinuaba lo que fuera, Porta no corría ningún riesgo, porque siempre dejaba que el otro rompiera el precinto.

– Cuando hemos llegado aquí, en Jefatura -prosiguió la señora Dreyer -, me han puesto en una habitación del tercer piso, con muchas otras personas. Después, han venido a buscarme y hemos vuelto a Friedrichsberg. Allí, lo han registrado todo y han recogido una cantidad de cartas viejas. Después, me han hecho esperar de nuevo en el tercer piso. Por cierto, que no me gustan. Las paredes son feas. Nos acompañaba un viejo SS. Era extraño. Ya no sabía hablar como un hombre. Estaba prohibido hablar, y cuando algunos lo hacían, el SS les pegaba. Un caballero distinguido le ha dicho qué se quejaría de él. El SS se ha limitado a reír y, escupiendo al caballero distinguido, le ha dicho: «Cuando vayas a quejarte, no olvides que también te he escupido.»

»Unas horas más tarde, el amable Oberscharführerha venido a buscarme. Me ha conducido a un despachito donde había dos hombres vestidos de paisano. Uno de ellos me ha preguntado si yo había dicho que el Führer no entendía nacía.

»-Yo nunca he dicho eso.

»Después, me ha acariciado una mejilla, y han sonreído con amabilidad.

»-Pero usted ha dicho que el Führer es estúpido.

»También lo he negado.

»El otro se ha levantado de su escritorio y se nos ha acercado.

»-Escuche, señora. Usted no nos facilita el trabajo. Sólo queríamos escribir unas palabras sobre esta historia. Ya es antigua, pero no podremos archivarla antes de haber escrito el final. Confiese lo que ha dicho, fírmelo, archivaremos el expediente y nos olvidaremos de todo. Usted dijo a su vecina, la señora Becker, que el Führer había sido un tonto al iniciar esta guerra.

»-Es cierto. Lo dije y lo sigo pensando

»Los tres se han echado a reír y el Oberscharführermanco ha movido la cabeza mientras miraba hacia el techo.

»-¿Lo ve, señora? ¿Ve como dijo que el Führer es tonto?

»-Les he explicado que, en realidad, no lo pensaba. Que mucha gente lo decía.

»-¿Quién, por ejemplo? -me ha preguntado el secretario.

»-Herr Held, el jefe de estación, lo dice muy a menudo -he contestado-. Y también la señora Dietrich, la ayudante de mi pedicuro. Ella también lo dice.

»Y he citado a varios que dicen esas cosas.

»Uno de los hombres lo ha anotado todo en un papel y lo ha entregado al manco. Me han preguntado si había estado alguna vez en un manicomio.

– Yo también me lo pregunto -murmuró Porta.

– Han llenado varias páginas a causa de esas dos palabritas. He dicho que estaba dispuesta a pedir perdón. Temía que me pusieran una multa, porque no tengo mucho dinero. Sólo mi pequeña pensión de viuda. Me he echado a llorar. Temía que me castigaran con una multa que no podría pagar. Me han consolado muy amablemente. Todo se arreglará. Después, me han hecho preguntas sobre mis chicos y sus compañeros, sobre lo que pensaban del Führer. Les he hablado de Bent, un camarada de Kurt, que era SS Obersturmführeren el regimiento «Das Reich». Tenía muchas condecoraciones, pero a menudo no estaba de acuerdo con lo que había hecho el Führer y a menudo se mostraba furioso contra Himmler Un día, dijo que lo que hacían esos dos no estaba bien. Me han preguntado cuándo dijo esto. No ha sido difícil recordarlo porque fue para el cumpleaños de Kurt, poco antes de que el Batallón marchara al frente.

– No habrá dicho esto -exclamó el Viejo.

– Claro que sí, no hay nada de malo en ello. Me han dicho que ese Obersturmführerno podría seguir en el frente, que era demasiado inteligente. Y piensan trasladarlo a Hamburgo. He contestado que Bent se alegrará, porque siempre ha deseado servir en una guarnición. Se han reído mucho y me han dado una palmada en la espalda. Después, han hablado de mi sobrino Paul, estudiante de Teología. Pensaban que, sin duda, habría hablado muy mal del Führer. Les he contestado que nunca le había oído decir nada. Entonces, se han enfadado y me han amenazado. Tenía que decir lo que Paul había dicho. A él no le ocurriría nada. El señor manco, que estaba sentado detrás de ellos, me ha hecho una señal y movía la cabeza cada vez que me miraba, pero no he entendido lo que quería decirme. Me disponía a pedirle que se explicara, cuando ha sonado el teléfono. Han enfundado sus revólveres y se han precipitado fuera.

«Momentos después ha venido otro SS y me ha llevado a una habitación pequeña. Esto se ha repetido dos o tres veces. Al final, parecían muy cansados.

»La última vez, el secretario tenía sangre en el rostro y ya no eran nada amables. Me han reñido y han tomado nota de todo cuanto he dicho. Casi han llenado un libro.

»Después, he firmado. El secretario me ha prestado su estilográfica. He escrito: Emile Dreyer, sus labores.» Otra vez se han mostrado amables. Me han dado café y pastas.

»En esto, ha llegado un hombre bajito. Llevaba gafas negras e iba vestido de negro. No me ha gustado. Me ha estrechado la mano y se ha presentado: KrimmalratPaul Bielert. Los otros han cambiado por completo en cuanto ha entrado. Creo que le tenían miedo: Me ha enseñado cuanto se había escrito sobre mí.

»-¡Cuántas cosas nos ha contado! -me ha dicho-. ¿Está segura de que son verdad?

»Le he contestado que nunca miento.

»Mi respuesta parece haberle divertido. Después, ha dicho algo extraño que no he comprendido.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Barcelona,furioso, mientras encendía un cigarrillo.

– Ha dicho que la verdad es, a menudo, estúpida. Esto es todo. Y se ha ido tan silenciosamente como había llegado. Como si flotara. Los otros me han dicho que llevaba suelas de goma. El manco ha dicho: «¡El cerdo…!» No hay derecho a decir esto de su jefe, ¿no es verdad? ¿Cree usted que el automóvil llegará pronto, Feldwebel?

El Viejodijo que sí con la cabeza, mientras lanzaba una mirada al legionario, quien movió la suya, al tiempo que exhalaba un suspiro.

– Es lástima…

– Un día, cuando tengan tiempo, vengan a verme, soldados. Les haré un pastel. Con pasas. A mis hijos les gustaba mucho el pastel de pasas.

– Tendría que probar de hacerlo con enebro -propuso el legionario-. También es bueno.

Ella tomó nota del consejo y, después, se durmió. Roncaba ligeramente.

Porta había terminado de ordenar sus naipes. Propuso una partida, en lo que estuvimos de acuerdo, a condición de que fuese con la baraja de Barcelona.

Jugamos en silencio durante algún tiempo. Después, sonó el teléfono. Nadie le hizo caso.

La señora Dreyer dormía.

Todo el mundo estaba absorto en el juego. Tanto, que orinábamos en el lavabo, para no perder tiempo en ir hasta el retrete. De repente, llamaron a la puerta.

Barcelonafue a abrir.

En el umbral estaban dos SD con la metralleta sobre el pecho.

– ¡Heil Hitler, compañero! ¿Tenéis aquí a una señora llamada Emilie Dreyer?

– Soy yo.

La viejecilla se había despertado y se levantó vacilante.

– Bien -dijo el SD-. En marcha hacia Fuhlsbüttel. Coja sus cosas.

– Yo no voy a Fuhlsbüttel -protestó ella-. Yo vuelvo a casa.

– Todo el mundo se va a casa -dijo riendo el SD-. Pero, primero, daremos una vueltecita.

La señora Dreyer se agitó. Empezaba a asustarse. Nos fue mirando sucesivamente. Nosotros rehuíamos sus ojos. Cogió a tientas la mano de el Viejo.

– ¡Que Dios la proteja! -murmuró éste.

Y se precipitó hacia los lavabos.

Empezaba a comprender. Hablando suavemente consigo misma, siguió al SD. Se le había soltado el lazo de uno de sus zapatos. Sus medias de lana estaban torcidas.

La pesada puerta se cerró de golpe.

Abajo, en el patio, oímos voces. Allí esperaban los coches celulares.

Otras puertas se cerraron con estrépito. Se oyeron voces de mando. El ruido de los motores que se calentaban. Los fatídicos vehículos de color verde oscuro abandonaron la Jefatura.

En uno de ellos, la señora Emilie Dreyer, sus labores, encerrada en una caja hermética que apestaba a sudor.

Guardamos silencio. Cada uno se entretenía en sus cosas. Sentíamos vergüenza. Vergüenza de nuestro uniforme.

Poco después, Hermanitose levantó, salió al pasillo, seguido de Porta. Oímos una puerta que se abría. Gritos. Hermanitoentró como una exhalación.

– Blank ha cogido el tren del infierno. Su cuerpo está allí, colgado de los tirantes.

Gran conmoción. Todos nos apretujábamos para ver.

En el suelo estaba la gorra con la calavera. Blank se había ahorcado de los barrotes de su celda. Tenía el rostro tumefacto y azulado. El cuello era demasiado largo. Los ojos, sobresalientes y sin brillo.

– No tiene buen aspecto -cuchicheó Barcelona.

– Le ha hecho una jugarreta a Dirlewanger -dijo el legionario.

– Esto ahorrará trabajo al tribunal -comentó Heide.

– Ahora, ya sólo pueden firmar el acta de defunción -añadió Porta, riendo malévolamente.

Hermanitose sonó con los dedos.

– Nadie le llorará. Tenía muy mala reputación.

– Estoy seguro de que alguien se sentirá aliviado -meditó Stege.

El Viejose instaló en su escritorio, para preparar el informe.

– Con tal de que esta historia no nos cause quebraderos de cabeza…

– Pensándolo bien, no ha sido muy delicado -comentó Steiner-. Hubiera podido esperar a encontrarse en Fuhlsbüttel.

Tenían el mismo grado. Ambos eran grandes ladrones, pese a la diferencia de uniforme. Jefazos del mercado negro que vendían cualquier cosa. Desde mujeres hasta cartuchos de pistola vacíos. Eran soldados hasta la medula de sus huesos, pero jamás lo admitirían, ni en su fuero interno.

El chofer SS sopesó el cigarrillo liado a mano, lo olfateó.

– Creo que eres un maldito embustero -murmuró-. No huelo nada. Ábrelo para que vea las bolas.

– ¡Te digo que hay una en cada cigarrillo, es la pura verdad! -protestó Porta.

Escupió hacia la banderita SS que adornaba el guardabarros delante del «Mercedes» gris.

El SS devolvió inmediatamente la fineza, escupiendo hacia el monumento a los soldados muertos en la otra guerra,

– Tengo varios neumáticos de automóvil -ofreció el SS-, pero queman los dedos.

– También tu trasero quemará si algún día te pescan -le profetizó Porta-. Te enviarán con nosotros.

Y, sin transición, prosiguió:

– Fui chofer como tú, con un coronel. Pero me liquidó.

– ¿Por qué? -preguntó el SS.

– Lavé nuestro estandarte y me tragaba su comida. Cuando le enseñé el estandarte bien limpio y planchado, estuvo vociferando cuatro horas seguidas Aseguró que la mierda que había quitado era la pátina de Austerlitz.

– Tengo una dirección donde las gachís suben semidesnudas a un cuadrilátero y la emprenden a mamporros.

Porta aguzó el oído, mientras sus mejillas se sonrojaban. Se sonó.

– ¿Es verdad?

– Sólo con algunos trapos. Zapatos, medias y portaligas. Todo negro, con encajes.

– ¿Y es posible ir con esas gachís?

– Sí, si te apetece, puedes coger una docena.

Se sentaron en el estribo del automóvil. Cerraron la ope,-¡,– clón rápidamente.

PORTA Y EL SS

Un día, detuvieron al teniente Ohlsen. Hacía dos años que estaba en la Compañía, y desde 1938 servía en el Regimiento. Tenía muchos camaradas en el l. erRegimiento Blindado. Sí, algunos incluso habían sido soldados rasos con él en el 21.° Regimiento Blindado.

Se le acusaba de sostener relaciones con un grupo de oficiales rebeldes. Más tarde, supimos que le había denunciado su propia mujer.

Un oficial y dos policías militares vinieron a buscarle. Llegaron una mañana, subrepticiamente, poco antes del ejercicio Les hubiera gustado marcharse tan furtivamente como habían llegado. La experiencia les había demostrado que era lo mejor. Nada de ruido. Era mejor que esas cosas ocurrieran a la chita callando.

Pero les vimos. Avisamos al coronel Hinka. El oficial adjunto se precipitó para detener a los policías cuando éstos salían del edificio de la Compañía. Se cerraron las puertas. Nadie podía salir del cuartel.

El oficial adjunto sonrió amablemente al jefe de los policías.

– Nuestro comandante desearía hablar con usted, teniente. Acompáñeme a su despacho, por favor.

El teniente y los dos policías le siguieron, sin soltar al teniente Ohlsen.

Una fuerte discusión estalló en el despacho del coronel Hinka. Los hilos telefónicos zumbaban. Se estableció contacto con todos los servicios posibles. Primero, con la Kommandantur de Hamburgo. Sin resultado. Con la División de Hannover. Sin resultado. Con la Abwehr [25], en Berlín. Sin resultado.

En última instancia, Hinka se puso en comunicación con la Oficina de Personal del Ejército en Berlín, donde consiguió hablar con el general de Infantería, Rudolph Schmudt.

Tanta actividad en un día normal no pasó inadvertida en la Gestapo.

Un largo «Mercedes» gris, con dos SS Unterscharführery un hombrecillo de paisano, completamente vestido de negro, se detuvo ante el Puesto de Mando del Regimiento. El paisano parecía a la vez ridículo y terrible. Se diría un empleadillo que asistiera a un entierro con un traje alquilado. Sombrero hongo, negro; abrigo negro, guantes blancos, algo grandes; bufanda blanca con varias vueltas alrededor del cuello. Y, como remate, un paraguas negro con pomo amarillo. El rostro del individuo era puntiagudo y pálido. Hacía pensar en una rata friolera.

El capitán de caballería Brockmann, jefe de la Compañía Ligera, no daba crédito a sus ojos cuando se cruzó con este sorprendente personaje en la escalera.

– ¿Quién diablos es? -preguntó al suboficial de servicio.

– Lo ignoro, mi capitán. Le he pedido la documentación, pero ha seguido subiendo la escalera, como sí le hubiese hablado a un muerto.

– Un muerto -repitió, riendo, el capitán-. Más bien diría yo un loco. Un hombre normal no se vestiría así. -Cogió el teléfono-: Paul, una especie de simio llegará dentro de un momento. Envíamelo escoltado. Se pasea por el edificio como por una tasca pública.


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