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Gestapo
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Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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En la oficina se produjo un silencio de muerte. Stever miró a el Varraco,pero éste no levantó la mano. Nunca había ocurrido nada semejante. Un prisionero que amenazaba. Un prisionero que acusaba.

El comandante se recostó tranquilamente en su butaca, encendió un cigarro, cogió la fusta y la dobló pensativamente. Miró al general de brigada, que permanecía cuadrado ante él.

– Prisionero, ¿imagina de veras que un hombre de su edad resistirá seis semanas en un batallón disciplinario? Al cabo de tres días, nos añorará. -Dejó su pistola en el borde del escritorio, frente al general-. Escuche, voy a hacerle un ofrecimiento. Coja esta pistola y suicídese.

Agitó su fusta ante el rostro del general de brigada.

El Verracocontenía el aliento, y pensaba: «Válgame Dios, si llega a pegarle y ese tipo se presenta en Torgau con huellas de fustazos en el rostro, estamos listos. Jamás podremos justificarnos.»

El comandante rió malévolamente.

– Desea usted que le pegue, ¿no? Así podría explicar al coronel Vogel, en Torgau, lo que ocurre aquí. Pero no somos tan estúpidos. No tardará en saberlo. Aquí respetamos el reglamento. No necesitamos en absoluto utilizar la violencia cuando queremos meter en cintura a un prisionero rebelde.

Se volvió hacia Stever.

– Obergefreiter,dentro de diez minutos el detenido deberá estar preparado en el patio, con uniforme de campaña, cincuenta kilos de arena húmeda en la mochila y las botas más viejas y rígidas que pueda encontrar. Meta una piedrecita redonda en cada bota. Empezaremos con dos horas de paso ligero.

El Verracose echó a reír. Stever le imitó. El comandante sonrió.

El rostro del general de brigada permaneció impasible. La orden del comandante era correcta, totalmente correcta según el reglamento militar prusiano. Con aquel reglamento se podía matar a un hombre. Todo consistía en saber si el corazón resistiría.

– Prisionero, ¡media vuelta! -ordenó Stever-. ¡Adelante a la carrera!

El comandante se puso la esclavina, se ajustó el ancho cinturón amarillo, restituyó a su sitio la funda de la pistola e inclinó la gorra hacia un lado, sobre el ojo derecho. Aquello le daba un aire audaz. Cogió la fusta, se golpeó ligeramente una pierna y dijo, volviéndose hacia el Verraco:

– Venga, Stabsfeld.Voy a enseñarle qué hay que hacer cuando quieren evitarse las complicaciones.

El Verracoasintió con la cabeza y se puso el capote. Estuvo a punto de colocar su gorra del mismo modo que el comandante, pero se contuvo y la colocó correctamente, derecha, con la visera sobre la frente. Tenía un aspecto estúpido, pero más valía aquello que un disgusto serio. De un comandante tan distinguido, podía esperarse cualquier cosa.

Las hombreras de oro macizo del comandante brillaban. Sujetó la cadena de oro de su esclavina. Se echó los dobleces blancos sobre los hombros. Parecía un oficial de opereta dispuesto a asistir a un baile de máscaras.

El general de brigada corrió con estrépito por el corredor, estimulado por los gritos de mando de Stever.

Ya en el patio, Rotenhausen tomó el mando. Comprobó la indumentaria, se cercioró de que todo era correcto. Cambió una de las piedrecitas por otra más pequeña. Después, se situó en lo alto de la escalera. Stever se apostó en el fondo del patio, con la metralleta a punto de disparar. Hasta un viejo general podía perder el dominio de sus nervios. El Verracopermanecía en pie, a la izquierda del comandante.

– Fíjese bien, Stabsfeld-dijo el comandante, sonriente-. Si le ocurre algo durante el ejercicio, no podrán reprocharnos nada.

Rió suavemente.

– Si alguien soporta esta prueba dos veces al día durante una semana, puede vanagloriarse de ser el soldado de Infantería más duro del mundo. -El comandante se ajustó el cinturón, separó las piernas a la prusiana, se balanceó ligeramente, y ordenó con tono hosco-: ¡Derecha! ¡Firmes! ¡Izquierda! ¡Paso ligero, sin moverse! ¡Adelante a paso ligero! ¡Más de prisa, prisionero, más de prisa! ¡Levante los pies, levántelos! ¡Muévase, viejo, por favor! ¡Al suelo! ¡Veinte vueltas al patio a rastras!

El general de brigada sudaba. Sus ojos se desorbitaban bajo el casco. Sabía que el menor desfallecimiento sería considerad como una desobediencia y daría a sus enemigos ocasión de utilizar las armas de fuego. El general de brigada había servido cuarenta y tres años en el Ejército prusiano. A los quince había entrado en la escuela de aspirantes de Gross Lichterfelde. Lo conocía todo y sabía hasta dónde podía llegar. El desvanecimiento era lo único que podía eximir a alguien de ejecutar una orden.

– ¡Prisionero, alto! ¡De cuclillas! ¡Avance a saltos!

Cada salto en la arena blanda del patio era un suplicio Las piedrecitas de las botas empezaban también a producir efecto.

El Verracose divertía abiertamente. El comandante reía muy satisfecho.

– Vamos, prisionero. Un poco de ánimo. El ejercicio es bueno para la salud. Hay que saltar más alto y más lejos. ¡Más de prisa! ¡Sostenga el fusil con los brazos extendidos! -Las órdenes se sucedían rápidamente-. ¡Al suelo! ¡Adelante a rastras! ¡Salte con los pies juntos! ¡Adelante, paso ligero! ¡Saltos individuales! ¡Media vuelta! ¡Adelante, paso ligero! ¡Armen bayoneta! ¡Ataque de Caballería por la derecha! ¡Defensa con la bayoneta!

Al cabo de veinte minutos, el general se desmayó por primera vez. Stever sólo necesitó dos minutos y medio para reanimarle.

Cuando el comandante se hubo fumado tres cigarros, el general empezó a gritar. Al principio, sólo se oía un gemido, un débil murmullo. Una hora después del primer grito, toda la prisión estaba despierta. En las celdas, los hombres escuchaban, asustados. Los que llevaban allí cierto tiempo sabían lo que ocurría. Entrenamiento especial de Infantería en el patio.

El viejo gritaba ahora casi sin cesar. Cada grito terminaba con un estertor ahogado.

Stever hundía su metralleta en el vientre del prisionero, un centímetro y medio por encima del ombligo, cada vez en el mismo lugar. Aquello no dejaba huellas. En el peor de los casos, se perforaba el estómago. Pero aquello podía ocurrir también durante un ejercicio riguroso. ¿Y en qué Ejército está prohibido el ejercicio?

El comandante ya no reía. Sus ojos brillaban. Sus labios formaban una delgada línea.

– ¡Prisionero! -aulló-. ¡En pie! ¡ Obergefreiter,ayúdele!

Stever golpeaba como un autómata.

El general de brigada consiguió ponerse en pie. Vacilaba como un hombre ebrio. Se arrastraba por el patio.

El comandante gritó:

– ¡Alto! ¡Cinco minutos de descanso! ¡Siéntese! ¿Tiene algo que decir antes de reanudar el ejercicio?

El viejo miró hacia el cielo. Sus ojos estaban vidriosos. Parecía un muerto en una envoltura viva. Consiguió decir, con voz apenas audible:

– No, mi comandante.

Stever, que permanecía en pie tras el prisionero, con la metralleta al hombro, pensó: «Pronto caerá. Dentro de media hora, como máximo, estaremos ya en cama, después de desembarazarnos de ese tipo. Tiene que estar loco para haberse atrevido a amenazar al comandante. Mañana por la mañana será eliminado de la lista de Torgau.»

– Prisionero, preparado -gruñó el comandante.

El general dio otras dos vueltas al patio. Después cayó de bruces, como un tronco.

Stever le golpeó con la culata de su arma.

– ¡Levántese! -ordenó el comandante.

El prisionero se puso en pie, vacilante.

Stever estaba frente a él, con la metralleta en la mano, a punto de disparar.

«Hay que liquidarlo -pensaba-. ¿Por qué no se morirá este imbécil? Es lo mejor que podía ocurrirle. Tendría que comprenderlo. Si aún aguanta mucho rato, esta noche no podré dormir. Sólo faltan tres horas para el toque de diana. Voy a pegarle un buen golpe, a ver si termino.»

El prisionero se mantenía erguido, con las manos pegadas a las costuras del pantalón. Su casco estaba torcido. Las lágrimas le brotaron de los ojos. El blanco cabello se le pegaba a la frente. Las correas de la mochila le cortaban los hombros como cuchillos. Era como si cada hueso estuviera descoyuntado. Se lamió los labios y notó gusto a sangre.

– Mi comandante, le anuncio que no tengo ninguna queja que formular. -Se produjo un breve silencio. El general respiro profundamente-. Siempre he sido tratado con corrección. Solicito firmar la declaración.

– Concedido -dijo el comandante-. Es lo que esperaba desde el principio.

Todo el mundo firmó. El comandante se balanceó, encendió un nuevo cigarro, lanzó una bocanada de humo y miró, con atención, la ceniza blanca.

– Espero que se dé cuenta de que el ejercicio no perseguía la finalidad de obtener su firma a la fuerza. Hacemos esto de vez en cuando, sólo para que los prisioneros se mantengan en forma y puedan resistir mejor el campo disciplinario ¿Tiene usted sed, prisionero?

– Sí, mi comandante.

– La sed no perjudica a nadie. En Rusia tendrá ocasión, a menudo, de hacer largas marchas sin poder beber.

El viejo tuvo que correr durante otra media hora. Caía sin cesar, pero Stever era un guardián concienzudo que cada vez volvía a ponerle en pie.

En los diez últimos minutos, el general vomitaba sangre.

Por fin, el comandante ordenó:

– ¡A la celda, paso ligero!

Al llegar al pasillo, el general cayó. Stever necesitó varios minutos para reanimarlo. El viejo se puso en pie, lentamente.

El comandante le observaba con atención.

– Prisionero, desnúdese. Preparado para el baño.

Le metieron bajo una ducha fría. Y le tuvieron allí diez minutos. Después, le arrastraron hasta el despacho, donde le sostuvieron la mano para hacerle firmar. El comandante agitó el papel para que se secara la tinta, y preguntó amablemente:

– ¿Por qué no en seguida?

Era como si el general no le hubiese oído. Miraba fijamente ante sí con ojos casi moribundos.

– Prisionero, ¿no me oye? -gritó el comandante.

En aquel momento ocurrió algo horrible. El general se ensució en el suelo, frente al comandante, y salpicó su pantalón gris claro. Furioso, dio un salto hacia atrás.

El Verracose enfureció mucho. Olvidó por completo la presencia de su superior.

– ¡Cerdo viejo! ¡Mearse en mi despacho! ObergefreiterStever, adminístrele una buena corrección.

Stever agitaba perezosamente la cachiporra, mientras reía con malignidad. ¡Aquella sí que era buena! Utilizar la oficina de el Verracocomo urinario. Golpeó al general en el vientre y en muchos lugares distintos, pero teniendo cuidado de no pegar en los sitios donde pudieran quedar huellas Cogiéndole por el cabello, le obligó a tenderse y le restregó la cara contra el charco.

El comandante movió la cabeza:

– Es lamentable que pueda ocurriría una cosa así a un antiguo oficial como usted. Haga de él lo que quiera, Stabsfeld.Este tipo ya no me interesa, pero recuerde lo que le he dicho: ni una huella.

El Verracohizo chocar los tacones, y gritó, lleno de celo:

– ¡A la orden, mi comandante!

Éste cogió el registro de inspección y lo firmó, después de haber escrito con letra grande y de fácil lectura:

Realizada inspección de la cárcel de la guarnición. Todo comprobado.

Interrogados los detenidos sobre si hay alguna queja. Nada que señalar.

P. ROTEN HAUSEN.

Comandante de la prisión.

El comandante se llevó dos dedos a la visera de la gorra y abandonó la oficinal muy satisfecho de sí mismo. Se marchó a casa de su amante, la esposa de un teniente que vivía en Blankenese. Mientras que, a solas con ella, saboreaba un guisado de ciervo suculentamente preparado, el detenido Von Peter, general de brigada, falleció en la prisión.

El ObergefreiterStever dio aún unos cuantos golpes al cadáver. Después, se detuvo, sin aliento.

El Verracose inclinó, curioso, sobre el cuerpo.

– ¡Tal vez ahora nos deje tranquilos! ¡Vaya cretino! ¡Mearse en mi oficina! ¡Y pensar que un tipo así ha podido llegar a oficial…! ¿A usted qué le parece, Stever? ¿Se le ocurriría nunca orinarse en mi oficina?

– ¡Nunca, Stabsfeldwebel!

– Así lo espero, por su bien -contestó el Verracosecamente.

Y señaló los restos del general.

– Lléveselo de aquí. No quiero fiambres en mi oficina. Y menos mal que no le hemos dado demasiada comida. Si no, aún hubiera hecho una porquería mayor. Mande al teniente oficial del 9 que limpie esto. Es un trabajo que corresponde a un oficial.

– ¿Cómo hay que comunicar su muerte? -preguntó Stever.

– ¿Tiene alguna huella? -rezongó el Verraco,mientras sé rascaba el pecho.

Stever examinó minuciosamente el cadáver. Aparte unos cuantos cardenales, no se veía ninguna huella.

– Realiza bien su trabajo, a fe mía, Obergefreiter– le felicitó el Verraco-. Terminará su carrera como guardián en jefe. ¿Le gustaría remplazarme aquí cuando me nombren suboficial en jefe en la cárcel de la guarnición de Potsdam?

Se rascó un muslo. Sus largas botas de Artillería chirriaban. Hizo unas cuantas genuflexiones, con los brazos extendidos.

– Porque llegaré a serlo.

Satisfecho, empezó a pasear por la oficina. Frotó la KVI [34]que brillaba en su manga.

– ¿Qué le parecería, Stever? También usted se podría coser una cintila como ésta en la manga. No hace ninguna falta ir a ver a los rusos para obtenerla.

– Es mi mayor deseo, Stabsfeld.Pero no me seduce la idea de tirarme dos años en la escuela de suboficiales de Caballería, en Hannover.

– ¿Es que no tiene imaginación, Stever? Las personas inteligentes no necesitan ir a la escuela. Basta convertirse en un intelectual como yo. Nunca estuve en ninguna escuela. Ni siquiera en el pelotón de los Hauptfeldwebel.

– ¿De veras es posible?

Stever se había quedado boquiabierto.

El Verracolanzó una fuerte risotada y se irguió con orgullo.

– Todo es posible, Obergefreiter.Apréndase de memoria cincuenta citas sacadas de la basura de Goethe y de Schiller. Mencione a boleo algunos títulos de obras de antiguos escritores, y será un intelectual, tanto si sabe leer como si no. En la vida hay que saber espabilarse, Stever. Grité con fuerza y los demás callarán. Pero no lo intente conmigo. No le daría resultado. Fíjese cómo arreglo este asunto del general. Es mejor que se vaya acostumbrando, a fin de que pueda tomar el mando cuando me marche a Potsdam. Haremos lo que nos plazca con ese comandante de la esclavina. Cuando nos canse, nos bastará con enviar un informe anónimo a el Bello Paulpara librarnos de él. Ninguno de esos oficiales tiene cerebro. Fíjese cuántos hay encerrados en nuestra jaula. Carecen de nuestra astucia, Stever.

Stever asintió pensativamente. En parte, estaba de acuerdo con el Verraco.

– Obergefreiter,vaya a buscar al GefreiterHölzer -prosiguió el Verraco-, y haga una cuerda con las mantas de este viejo cretino. Coloque el taburete debajo de la ventana. Y haga un nudo alrededor del cuello del cadáver. Pero, cuidado: el nudo detrás, no cometa la misma estupidez que mi colega de Innsbruck, que puso el nudo delante. El muy idiota se gano una cuerda para él. En fin, arregle un suicidio reglamentario. Entretanto, despertaré al médico para que firme un acta de defunción que nos exima de toda responsabilidad. Despierte a dos suboficiales y a dos soldados del personal: han de servirnos de testigos.

Antes de poner manos a la obra, tomaron un vaso del coñac que el Verracotenía guardado. Después, Stever y Hölzer llevaron el cadáver a la celda e hicieron lo que el Verracohabía ordenado. Desde la puerta contemplaron al general ahorcado. Stever se frotó las manos.

– ¡Hermoso cadáver! ¿Sabes, Hölzer? Cuando veo a uno balanceándose, no puedo contener la risa. Y pensar que los hay que creen que ahora se pasea por el cielo… Mírale ahí, ahorcado. ¿Te lo imaginas como un ángel, sentado encima de una nube? ¡Ah, no, francamente, yo no!

– No me gusta que hables así -murmuró Holzer-. Además, no me gusta pensar en Dios. Cuando veo un cura por la calle, tomo otro camino. Tengo la intuición de que algún día nos tocará el turno a nosotros. Hay demasiados tipos que no han salido vivos de nuestras celdas. Ahora, hay en Hamburgo un Regimiento disciplinario blindado. El otro día, estuve en « El Huracán», en la Hansa Platz. Me encontré con tres tipos del Regimiento. Para divertirse, me rodearon el cuello con una cuerda y me hundieron una pistola en el vientre. En pleno estómago, te lo aseguro. Y después se echaron a reír, y dijeron: «Hoy no ha sido más que un ensayo.»

Stever se llevó una mano al cuello y dejó de sonreír.

– ¿Era uno de ellos un pequeñajo con una enorme cicatriz en el rostro? ¿Fumaba continuamente cigarrillos?

– Sí, exactamente. ¿Le conoces? -preguntó Holzer, estupefacto.

– Sí, vino de visita a la prisión. ¿Cantaba algo, Holzer?

– Sí, algo sobre la muerte que iba a llegar. Estuve a punto de denunciarles a la Gestapo. Siempre se encuentra algo que decir. Pero, por fortuna, no lo hice: hubiese sido yo quien hubiera dado con mis huesos en la cárcel. La dueña de aquel bar está siempre rodeada de esbirros de Paul, y no es difícil adivinar lo que les dice. ¡Diablo! Se ha metido en el bolsillo al Müller de la Gestapo de Berlín. La Gestapo no se atreve a tocarla. Stever, te lo aseguro, tengo un miedo terrible. Anoche le dije algo sin reflexionar, inocentemente. ¿Sabes quién me puso de patitas en la calle? Dos SD que trabajan para Dora. Y con tanta suavidad que estuve a punto de romperme el cuelo al aterrizar.

– Estás completamente chiflado, Hölzer -murmuró Stever-. ¿Qué te ocurre? ¿No te juergueas lo bastante?

– ¡Oh, sí! Todas las noches desde hace tres semanas. He probado todas las furcias de Reeperband. Tanto las profesionales como las aficionadas, y estoy tan derrengado que casi no puedo sostenerme en pie. Pero adonde quiera que vaya veo a los hombres del 27.° Regimiento. Cada vez que puedo, me emborracho hasta perder el sentido. Stever, no me gusta esto. Quiero marcharme. No quiero continuar aquí.

– ¿Estás mal de la cabeza, Hölzer? No tienes nada que temer. Aquí, en la prisión, no pueden tocarte. Pero si vas al Este, donde montones de psicópatas andan sueltos con granadas y otros inventos diabólicos en el bolsillo, entonces estás listo. No sobrevivirás ni tres días. Pero aquí estás seguro. Sólo que hay que tener piedad. No consideres a los prisioneros como camaradas. Son unos piojos a los que hay que aplastar. No querrás llorar con todos los que atamos al poste de ejecución… Haz lo que se te dice y no te ocupes de los demás.

– Sé que tienes razón. Lo he intentado todo, pero no sirve de nada. Me paso el día con retortijones en la barriga, de tanto miedo que tengo. Mañana hemos de cargarnos a otro, al del calabozo 20. Cada vez que entro en su celda, se pone a lloriquear. Cuando su costilla vino a verle el otro día en visita de despedida, gimieron interminablemente. Me pidieron que les ayudara. Como si fuera posible hacerlo. ¡Diantre! Para eso hay que dirigirse a Adolph o a Heinrich. Como ves, es inútil que beba, que me llene de alcohol. Resulta igualmente espantoso Al sexto vaso empiezo a no ver claro. Entonces, bebo de la botella. Paso las noches bebiendo y fornicando, pero por la mañana vuelvo a estar aquí, con la boca pastosa, el ajetreo y todo lo demás. La noche es corta y el día muy largo.

– Hay algo que no funciona bien en tu sesera -replicó Stever-. En el fondo, ¿qué te ocurre aquí? Nada extraordinario. Como promedio, liquidamos a cinco o seis tipos por semana. A veces más, a veces menos. Y hay semanas en las que no fusilamos a nadie. Pero en el frente liquidan a todo un batallón en menos de una hora. ¿Crees que esto preocupa a los jefes de batería? ¿Crees que al comandante de un tanque se le crispan los nervios porque ha aplastado a toda una sección con sus orugas? Date una vuelta por el hospital militar de San Jorge y verás cosas buenas. Y aquéllos son todos inocentes. Su único crimen consiste en haber nacido alemanes y hombres, lo que les obliga a ponerse el uniforme verde y a defender la patria. Pero los que tenemos aquí, y a quienes cortamos la cabeza, han hecho algo, y están encarcelados por su culpa.

– Stever, no me gusta ver al hombre del hacha. Apenas tiene tiempo de secar la sangre cuando cae la cabeza siguiente. Y los condenados, al fin y al cabo, no son tan criminales como eso.

– Ahí es donde te equivocas, Hölzer. Si violas la ley, eres un criminal, y eso aunque no hayas hecho más que ignorar un semáforo rojo. En este país, está prohibido decir lo que se piensa. Al que lo hace, le cuesta la cabeza .

Stever agitó un dedo ante las narices de Hölzer, mientras se recostaba en el cuerpo del general ahorcado.

– ¿Es que tú y yo decimos tal vez lo que pensamos?

Hölzer se rascó debajo del casco. Después, respondió con firmeza:

– ¡No, diantre! ¡No estamos tan locos!

– Ya lo ves -dijo, riendo Stever-. Somos unos buenos ciudadanos. No cambiaremos de color hasta que cambie la bandera. Personalmente, lo mismo me da tener que levantar la pata derecha y gritar: «¡Viva el Moro Muza!», en lugar de: «¡Heil Hitler!»

– No quiero quedarme aquí, Stever. Quiero marcharme. Cuando vuelvan del frente se cargarán a el Verraco, yentonces los tipos como tú y como yo recibiremos también. Si eres sensato, Stever, vente conmigo. Pronto sonará la hora. La derrota no tardará en mostrarse. Ya es tiempo de esconder las camisas pardas.

– Quédate, Hölzer. No cometas estupideces. Es mejor que ayudemos a dos o tres prisioneros aquí, en los calabozos. Birlaremos unos papeles y, si es posible, un sello. Prepararemos una evasión y luego, cuando se arme el jaleo gordo, seremos dos héroes y todo lo demás quedará olvidado. De nada te servirá ir a detener las balas de los rusos. Date un paseo mañana por la mañana. Llégate al cuartel del 76.° Regimiento. Van a enviar una Compañía al frente. Acompáñales a la estación. Hazles gestos de despedida y grita: «¡Heil Hitler!» hasta que te quedes ronco. Estoy dispuesto a pagarte una botella por cada rostro alemán que veas. Pero no verás ninguno. Te parecerá que todos van a un entierro. Sé que tienes una gachí estupenda de veras, perfumada y todo. ¿Crees que encontrarás a igual en las trincheras? Escucha el consejo de un hombre sensato. Quédate aquí. Dale coba a el Verraco.Asiente a todo le diga. Haz lo que te ordene. Diviértete y bebe tanto puedas. ¿Tienes tú la culpa de que esta cárcel sea como es? No, señor. ¿Te invitaron el día que redactaron sus leyes? ¿Acaso no te han amenazado con la muerte si no venías? ¿Te harías confeccionar por tu sastre un traje tan birria como el que llevas, si tuvieras que pagarlo de tu bolsillo?

– ¡Mierda, Stever! No puedo ver el gris ni el verde. Tampoco el caqui me satisface. Lo que me gusta es el azul marino, con rayitas blancas, con un pantalón tan estrecho que necesites un calzador para ponértelo. Válgame Dios, Stever, Obergefreiterde Caballería, eso sí que sería estupendo. ¿Cuándo cambiaremos de piel?

Stever se echó a reír.

– Haz como yo. Acostúmbrate desde ahora a decir: «Yes, Sir. No, Sir.»

Contemplaron pensativamente al general ahorcado.

– Ése ha cambiado ya de piel -murmuró Stever-. Si el capellán no miente, ahora está en una nube, riéndose de nosotros. Sin reglamento ni preocupaciones. En el fondo, me da lástima. Hubiera podido ser nuestro abuelo. ¡Dios, si he llegado a atizarle! Era uno de los tipos más duros que he visto. No puedes tener idea de la gente que a la que he golpeado, Hölzer. Soy un experto en eso, y siempre harán falta tipos como yo. En la vida, lo importante es ser especialista en algo. Fíjate, hace media hora el Verracome ha propuesto un montón de cosas. He dicho que sí a todas sus cretinadas, pero no tengo ni la más ligera intención de seguir la vía que me ha indicado. Tengo un camarada de Regimiento que había pertenecido a las SS. Cuando nos enteramos en el escuadrón, yo servia entonces en el l. erRegimiento de Caballería, en Stettin. Te aseguro que le hicimos la vida difícil. Cada noche le atizábamos. Tiene una gran cicatriz en el labio inferior, que procede de entonces. Le dimos unas buenas duchas bajo todos los grifos de agua fría. Dio parte, pero el coronel, lo mismo que el capitán, se quedó tan tranquilo. ¿Y sabes qué, Holzer? Hoy es SS Haupsturmführery trabaja a las órdenes de el Bello Paul.¿Sabes cuál es su especialidad, Holzer?

– No -murmuró Holzer, vacilante, mientras por el rabillo del ojo contemplaba al general que yacía bajo la ventana-. ¿Cómo diablos quieres que sepa cuál es la especialidad de tu camarada de Regimiento? De lo único que me alegro es de no conocerle. Cuando cambie la cosa, sólo esto será motivo suficiente para que te busquen las cosquillas.

– Tienes toda la razón, Hölzer. No eres tan tonto como eso. Pero por el momento, hablemos de mi camarada Regimiento, y cuando todo cambie le detendremos y nos presentaremos con él como rehén. Nunca adivinarás cuál es su especialidad. Mi camarada de Regimiento consigue que todo el mundo diga exactamente lo que quieren sus jefes. Pero solo recurren a él cuando se encuentran con un tipo especialmente tozudo. Tiene sus dominios en el fondo de un subterráneo. Allí vive.

– ¡Cállate, Stever! -protestó Holzer-. No quiero saber nada más de eso. -Luego, dominado por la curiosidad, siguió hablando-: Por otra parte, sí me interesa saber cómo se las arregla tu camarada.

Stever se echó a reír.

– Es de lo más sencillo. Con electricidad de doscientos veinte voltios. Unos delgados hilos eléctricos y agua. De vez en cuando, un brazo roto. Cuando han sufrido el tratamiento de mi camarada durante una media hora, siempre tienen prisa por confesar. Él es un tío listo que lo tiene todo preparado para poder apearse del tren en un abrir y cerrar de ojos y cambiar de camisa. En cuanto a nosotros dos, Hölzer, sólo se trata de hacer lo que se nos ordena. En resumen: donde hay patrón no manda marinero. -Stever lanzó una risotada y añadió secamente-: No tenemos ninguna responsabilidad.

Esta interesante conversación fue interrumpida por el médico aspirante, que llegó en tromba, con su blusa blanca flotando a sus espaldas.

Stever dio el parte. El médico aspirante miró al ahorcado, se encogió de hombros, sacó unos papeles de su cartera, se sentó ante la burda mesa… Llenaron y sellaron rápidamente el acta de defunción. Al entregársela a Stever, el médico no pudo dejar de manifestar:

– Si todos los fallecimientos fuesen tan claros, la cosa resultaría fácil. Retire a este tipo. Obergefreiter,y enciérrelo.

Tras de lo cual desapareció como una nube blanca arrastrada por el viento.

Stever y Hölzer levantaron el taburete caído y empezaron a bajar al general.

– Confiesa que es estúpido -rezongó Hölzer-. Primero, lo ahorcamos y sudamos como animales para hacerle un buen nudo, y ahora, vuelta a sudar para descolgarle. Estoy hasta la coronilla.

– ¡Maldita sea, deja de decir estupideces! -rezongó Stever-. En el fondo, aquí no se está tan mal. Podemos quedarnos detrás de las rejas de hierro y reírnos de los cretinos que hacen el ejercicio. ¿Te acuerdas aún de manejar las armas? Yo he olvidado hasta la fecha de mi último ejercicio.

Rezongando y echando pestes, consiguieron llevar al general hasta el subsuelo. El cadáver se les cayó por la escalera y se acusaron recíprocamente de haberle soltado. Lo arrastraron por los pies a lo largo del pasillo del sótano. Se oyó un ruido sordo cuando la cabeza golpeó contra el marco de la puerta de la celda de castigo.

– ¡Maldita sea! No somos más que unos enterradores -gruñó Holzer, exasperado-. No quiero quedarme más Stever, hoy mismo dimito.

– ¡Por todos los diablos, cállate de una vez! -gritó Stever-, si no quieres que te pegue un par de bofetones Si alguna vez acudes a el Verracopara decirle que quieres marcharte, empezará a imaginar cosas. Ya has visto a alguno que ha muerto de un disparo accidental, ¿no?

– ¡Mierda! -murmuró Holzer-. ¡Maldita sea! ¡Qué harto estoy!

ElObergefreiter Stever se inclinó sobre la barra del «Matou ». Señaló con un dedo al dueño, EmilCorazón de Piedra.

– Tú no entiendes nada,Corazón de Piedra. La mayoría se dejan cortar el cuello sin decir ni pío. Lo peor es cuando les atan y cuando caen.

– No quiero oír hablar de tu máquina mortífera -gruñó Emil-. Mi trabajo consiste en vender alcohol, y lo demás no me interesa.

– En este momento, tenemos preparado a un teniente de Tanques. Un buen chico. Lo acepta todo sin rechistar. También él va a emprender el gran viaje. Un buen sujeto. No lloriquea.

– No me gustas, Stever. Eres un tipo repugnantedijo Emil, quien fingió abstraerse en la limpieza del vaso que tenía en las manos.

Stever vació su copa y la hizo llenar de nuevo.

– ¿Por qué soy un tipo repugnante,Corazón de Piedra?

– Porque has asimilado las prisiones y la guerra. Ya no eres un hombre. Te gusta hacer daño.

– ¿Estás chiflado, Emil? Claro que no me gusta. Ni yo mismo me gusto.

– Ya lo ves -dijo triunfalmenteCorazón de Piedra, mi entras dejaba el vaso en una estantería, encima del espejo-. Incluso tú confiesas que eres un tipo asqueroso. Nadie te quiere. El día menos pensado, te balancearás en el extremo de una cuerda. A los tipos como tú, se les ahorca.

Stever sacudió la cabeza, se volvió hacia una mujer que esperaba a los clientes en un rincón. Aún era demasiado temprano. La gente no acudía al «Matou » hasta después de las diez.

– Erika, ¿es cierto que soy repugnante?

– Eres una basura. Una cloaca. Emil tiene razón. Un día te ahorcarán. Hueles a calabozo y a cadalso.

Stever meneó la cabeza.

– No entendéis nada. Los tipos que nos traen me dan lástima. Sí, válgame Dios. Pero, ¿por qué habría de ir a la guerra cuando puedo estar seguro en mi cubil? En una oficina han decidido que elObergefreiter de dragones Stever ha de ser carcelero; y nunca hay que rebelarse contra el destino. Si un día vienen a ponerme un papel en la mano y a decirme:Obergefreiter Stever, vete a mirar a los rusos, me marcharé sin rechistas, porque no tendré más remedio. Ahora, estoy en mi prisión, y no por mi culpa. ¿Acaso soy yo quien dicta las leyes? ¿Y tengo yo la culpa de que haya guerra? Hago lo que los jefazos me ordenan. Ni más ni menos. Y el día que termine la guerra y que dé la vuelta la tortilla, lo que ocurrirá, entonces, descolgaré mi uniforme de paseo, el del pantalón gris claro y los galones amarillos, e iré al «Huracán 11 », a casa de tía Dora, para celebrar la paz y los nuevos tiempos. Y después, dejaré salir de la jaula a todos los cautivos, y me dispondré a recibir los nuevos. Y tú, Emil -Stever señaló aCorazón de Piedra con un dedo acusador-, tú que has fiado alcohol a todos los adoradores de la gallina, marcharás al paso de la oca con todos tus semejantes, en dirección a chirona. Entonces, os tocará a vosotros recibir puntapiés en el culo. Esto es lo que los sabios llaman Némesis.


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