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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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Empezó a situarse a unos centímetros del teniente Ohlsen y por mirarlo cara a cara. Después de haberse divertido así unos instantes, se le acercó e intentó hacerle bajar los ojos con su mirada. Al no conseguirlo, empezó a dar vueltas alrededor de Ohlsen. Lentamente y sin hacer ruido. Como un gato que juega con el ratón. Algunos resistían cinco minutos. Los soldados muy adiestrados, diez. Muy pocos, un cuarto de hora.

El teniente Ohlsen aguantó trece minutos Parpadeaba. Le temblaban las rodillas. Se le engarabitaron los dedos.

Era lo que esperaba el experto verdugo. Se había situado detrás del teniente Ohlsen y esperaba, inmóvil. De repente alargó una mano y tocó el fusil, que cayó, produciendo un ruido terrible al chocar contra el suelo.

Fingiendo indignación, el Buitreempezó a gritar:

– ¡Es lo que faltaba por ver! Este simio se ha vuelto completamente loco. ¡Tirar su fusil al suelo…! Un buen «Máuser» alemán, modelo 08,15. ¡De bruces, rata sarnosa! ¡Adelante a rastras, hombre serpiente! Coge el fusil y lámelo, pero sigue arrastrándote, perro, o te parto los hocicos y te hundo el fusil en el vientre. ¡Arrástrate y lame, aborto del infierno, arrástrate y lame!

Cada vez que el desdichado pasaba ante el Verracoy Stever, éstos le pisaban y lo llenaban de improperios. Palabras degradantes, horribles.

A Ohlsen le sangraban las manos. La nariz. Y de su boca manaba un delgado hilo de sangre.

Le dieron unas patadas. Se relevaban para pegarle. Le miraban y se reían. Después, se enfadaban porque, con su sangre ensuciaba el pulido suelo. Chillaron todos a la vez. Sus ojos relampagueaban bajo la visera de la gorra.

Por último, Ohlsen se derrumbó. Como un globo que se deshincha. Ni siquiera los golpes consiguieron nada. Ni siquiera cuando el Buitrele manipuló entre las piernas, lo que ocurrió mientras Ohlsen lamía el suelo.

– La sangre es preciosa -había dicho elVerraco-. No hay que perderla. Metedle en el número 9 -rezongó por fin.

Y se fue con paso sonoro y firme.

Aquél había sido un buen día. El teniente de Tanques era el cuarto a quien sometían al tratamiento de llegada. Se frotaba las manos de placer. Si algún día pudiera echarle la mano al teniente de Artillería Hans Graf von Breckendorf… Aquel crío infame que le había hecho recorrer el campo de maniobras, a él, el Haupt-un StabsfeldwebelStahlschmidt, como si fuera un simple recluta. Sentía vértigos al pensar en lo que haría sufrir a aquel reyuezuelo del cañón. Aunque viviera cien años, no lo olvidaría nunca.

Era un sábado por la tarde de un cálido día del mes de julio. El Verracose dirigía a la cantina para tomar una cerveza fresca. La boca se le hacía agua al pensar en ella. Se había desabrochado el cuello y se había echado la gorra hacia atrás.

El teniente de Artillería Graf von Breckendorf, que había sido nombrado teniente la víspera de cumplir diecinueve años, le había detenido ante la cantina. Paseaba montado en un caballo tordo cuando descubrió a el Verraco.Galopó hacia el Stabsfeldwebelque nada sospechaba, y se detuvo tan cerca de él que la espuma del caballo le manchó el uniforme. Con su larga fusta, señaló el cuello desabrochado, y dijo con tono hiriente:

– Como Stabsfeldwebeldebiera saber que está prohibido andar con esa indumentaria. -Al mismo tiempo, había dado un golpecito con la fusta en la nariz de el Verraco-. Pero tal vez haya olvidado el reglamento debido al tiempo que lleva oculto en nuestra prisión. También ha engordado demasiado, Stabsfeldwebel.Necesita ejercicio. ¡Al campo de maniobras! ¡Paso ligero!

El Verracohabía corrido junto al caballo, que avanzaba al trote. Desde aquel día, había detestado el olor del cuero impregnado de sudor.

El joven teniente le había hecho franquear todos los obstáculos del campo de maniobras.

El uniforme de el Verracoestaba hecho trizas después del paso por las alambradas. Cuando el teniente se hubo cansado del campo de maniobras, había proseguido el ejercicio en el picadero, donde el Verracohabía sido obligado a avanzar a saltos. Pero esto aún no era bastante para el teniente Von Breckendorf. Había ordenado a el Verracoque se presentara al cabo de diez minutos con equipo de campaña y máscara de gas, y después le había obligado a dar treinta y seis vueltas a la pista del picadero, corriendo junto al caballo. Todo el tiempo el Verracohabía sentido la punta de la bota del teniente junto a su hombro. Estaba a punto de desmayarse, cuando, por fin, se pudo retirar.

El teniente había dicho, sonriendo:

– Volveremos a vernos, Stabsfeldwebel.

El Verracolo esperaba con todo su corazón. Cada mañana, examinaba febrilmente la documentación de la noche, para ver si había un prisionero llamado Hans Graf von Breckendorf. Apenas podía soportar la decepción cuando no lo encontraba. Formulaba votos para que su deseo se realizara. Ignoraba que Von Breckendorf había muerto, hacía más de un año, en Sebastopol, al frente de su batería.

Ocurrió una mañana, temprano. La batería recibió la orden de cambiar de posición. Debía seguir el avance de la Infantería. El teniente Von Breckendorf montaba aún el mismo caballo tordo. Sacó el sable de la funda, lo agitó sobre su cabeza y, en pie sobre los estribos, gritó a sus hombres, corpulentos y forzudos campesinos de las llanuras sajonas:

– ¡Batería, adelante, al galope!

Los conductores fustigaban los caballos, mientras que los artilleros se aferraban al avantrén.

El teniente estaba radiante. Le encantaba aquello. Ya sólo le faltaba aplastar a unos cuantos rusos. Con preferencia, rusos desarmados.

Cayó exactamente como su padre, que había sido capitán de Caballería en el 2.° Regimiento de Húsares y había muerto en septiembre de 1918, en el curso de una acción de Caballería, en Signy-l’Abbaye. También él montaba un caballo tordo, a la cabeza de su escuadrón. Todos los varones de la familia Von Breckendorf eran oficiales de Caballería. Naturalmente, húsares en tiempos del emperador. Pero, desdichadamente, el teniente Ulrich Graf von Breckendorf había sido adscrito a la Artillería, en el 22.° Regimiento. Allí consiguió una fama halagadora gracias a sus hazañas ecuestres. Pero la tradición militar quería que muriese a lomos de un caballo tordo. Aún vivió dos horas y media después de haber sido herido, y comprobó, sorprendido, que morir era infinitamente desagradable. Dejaba un hijo de tres años, a quien se educaba según las tradiciones familiares. Le estaba prohibido llorar a su padre. Cada domingo le llevaban a la iglesia, vestido con el uniforme azul de los húsares, y era saludado respetuosamente por todos los habitantes del poblado, que consideraban a la familia del conde como la representante de Dios en el pueblo. Llamaban al niño «señor conde». El pobre pequeño sudaba como un cerdo asado bajo el casquete de pelo y el uniforme bordeado de pieles, el uniforme de gala de los húsares.

Durante los días que siguieron, el personal de la prisión estuvo muy ocupado. Tanto, que algunos nuevos prisioneros escaparon a la ceremonia de la matriculación. Se había iniciado un asunto de gran envergadura. Se había decidido asustar a los oficiales. Algunos de ellos se estaban mostrando demasiado liberales en sus relaciones con la población de los territorios ocupados. Un Hauptmanndel 16.° Regimiento de Infantería, de Holdenburgo, fue detenido porque decía, a quien quería oírle, que encontraba a Wiston Churchill mucho más simpático que según quién. En la puerta de su celda habla un letrero con la mención: Apartado 91 b.

En el casino, un teniente de la 10.ª Escuela de Caballería de Soltau había levantado el brazo para saludar. Por desgracia para él, en el mismo momento se le ocurrió separar los dedos para formar la V inglesa. Cinco días después, estaba en la oficina de el Bello Paul,acusado de infracción del apartado 91. La Policía secreta había remitido un informe de cuatro líneas sobre la cuestión de la V a la Gestapo. Ésta convirtió rápidamente las cuatro líneas en cuarenta páginas bien llenas. Arriba, a la derecha, habían puesto un sello con el «gekados» en rojo. El acusado desapareció sin dejar rastro, como polvo barrido por el viento.

La mayoría de los acusados confesaban al cabo de una hora y después facilitaban los nombres de los camaradas, inocentes o no.

También para el teniente Ohlsen llegaron largas y desagradables horas de interrogatorios «psicológicos» en el despacho sobriamente amueblado de el Bello Paul.El único adorno era un jarrón con claveles rojos. Cada mañana, el Bello Paulcogía un clavel y se lo ponía en el ojal.

El teniente Ohlsen estaba tendido en el suelo del calabozo número 9. Refrescaba su frente ardorosa apoyándose en el frío cemento. Añoraba las trincheras. Era un dechado de comodidades en comparación con lo que estaba pasando. No entendía por qué ningún miembro de la Compañía se ponía en contacto con él. Tal vez le creyesen ya muerto. Cabía la posibilidad de que la Gestapo hubiera anunciado su ejecución.

Estaba totalmente incomunicado. Sólo veía a los demás prisioneros durante el paseo, pero le era imposible hablarles: el Verraco y el Buitreles vigilaban. Stever y otros dos guardianes estaban sentados en lo alto del muro y fingían dormir, pero no se les escapaba nada.

El paseo cotidiano era un infierno: los prisioneros debían correr durante media hora por el patio. Había que correr con las piernas rígidas y las manos detrás de la nuca. Resultaba cómico para quienes lo veían. Pero bastaba con probarlo durante cinco minutos para dejar de reír. Cada vez que los talones golpeaban el suelo, el dolor llegaba hasta la nuca. Aquella forma de paseo era una invención personal de el VerracoEn su limitado terreno, el Verracoera un genio.

Cuando los SD fueron a buscar al teniente Ohlsen para interrogarle, se divirtieron como unos locos al ver su rostro magullado.

– ¿Se ha caído por la escalera? -le habían preguntado, riendo.

El Verracoaseguró, entre la hilaridad general, que el teniente se había caído de la cama. Había tenido una origina pesadilla.

– Tus clientes se caen a menudo mientras duermen -había observado un SD Untersharführer-. ¿No crees que deberías ponerles chichoneras?

La broma era tan buena que hubo que regarla inmediatamente en el despacho de el Verraco. Poco después, toda la prisión les oía cantar.

En un rincón, junto a la cama del teniente Ohlsen, alguien había escrito esta estrofa en la pared:

Hijo querido, ¡oh, mi felicidad!,

he de dejarte huérfano.

Pero aunque yo te abandone,

el mundo entero por padre tendrás.

ERICH BERNERT.

(Coronel)

15-4-40.

Ohlsen la releía sin cesar. Pensaba en su hijo Gerd, a quien su madre y la familia de ésta habían llevado al campo de educación nacionalsocialista, cerca de Oranienburgo. Allí, los jefes de las Juventudes Hitlerianas explicarían a Gerd qué miserable tenía por padre. Un enemigo del pueblo. Un individuo que había traicionado a su patria. Su familia política, los distinguidos Länder, se regocijarían en su justicia farisaica. Su suegra se sentiría como pez en el agua. Le clasificaría entre los desequilibrados sexuales y los asesinos. A Ohlsen casi le parecía oírla cómo explicaba a sus amigos, mientras tomaban el té, qué desgracia había caído sobre la familia… Al mismo tiempo, en el fondo de sí misma, le estaría agradecida por facilitarle semejantes temas de conversación.

El teniente Ohlsen había caído en el olvido.

Una profunda desesperación se había apoderado de él durante las largas horas pasadas en la celda.

Y luego, un día, el Viejo yel legionario fueron a visitarle. A partir de aquel momento, recuperó el valor. Era como si se hubiese entreabierto una puerta hacia el mundo exterior. Evidentemente, no podían liberarle ni podían hacer algo para mejorar su destino. Pero le vengarían. Resultaba más fácil resistir cuando se sabía que el que te maltrataba se encontraría algún día en presencia de un brazo vengador.

El pequeño legionario había fotografiado con la mirada Verraco,a Stever y a el Buitre.

Stever, que estaba presente en la visita, se sintió extrañamente turbado. Intentó participar en la conversación, pero el legionario le mantuvo a distancia. Luego, bruscamente, Stever ofreció cigarrillos, pese a que estaba prohibido fumar. Rehusaron, pero habían fumado los cigarrillos del legionario.

Al término de la visita, el legionario salió el último y, ya en el umbral, se volvió hacia Stever y le dijo:

– Tú eres Stever, ¿verdad? Y el gordo del despacho, el que lleva las tres estrellas en las hombreras, es Stahlschmidt. Y tu camarada, el suboficial que tiene la nariz torcida es ése al que llaman el Buitre,¿verdad?

Stever había asentido con la cabeza, algo desconcertado.

– Bueno, no lo olvidaré -contestó el legionario-. Algún día nos encontraremos los cuatro. Tal vez alrededor de un vaso de cerveza. ¿Has oído hablar del té amargo del general chino Thes Sof Feng?

– No, nunca -murmuró Stever-. ¿De qué se trata?

– Siempre tomaba el té con sus enemigos. Pero té del general era dulce.

Después, el legionario había canturreado:

– Ven, ven, oh, muerte, ven.

Más tarde, Stever había entrado en la celda del teniente Ohlsen. Primero, había hablado de la lluvia y del sol. Luego, se había sentado antirreglamentariamente en el borde de la cama, y había declarado:

– Ese pequeño suboficial con el rostro desfigurado y la mirada de serpiente que decía tantas burradas es el tipo más asqueroso que he visto nunca. ¿Cómo es posible que un oficial como tú alterne con semejante bruto? Estoy helado hasta la medula de los huesos. Tiene aspecto de loco.

El teniente Ohlsen se encogió de hombros.

– Nadie alterna con él. Su única amiga es la muerte.

– ¿La muerte? No lo entiendo. ¿Es un asesino?

– En un sentido, sí y en otro, no. Es, a la vez, verdugo y juez. Su jefe esquelético, el hombre de la guadaña, le susurra al oído a quién debe enviar al reino de los muertos, y cuando está decidido, silba la tonadilla de su amo.

– ¿La invitación a la muerte? -murmuró Stever, mientras se secaba la frente húmeda con el dorso de la mano-. No quiero volver a ver a ese tipo. -Dio unos pasos por la celda-. He conocido a muchos tipos extraños en el RSHA. Tipos que te erizaban el cabello. Pero ese que ha venido a verte es peor que todos los demás. Se sienten escalofríos con sólo mirarlo. -Stever se volvió a sentar en la cama. Luego, súbitamente, no pudo contenerse más y preguntó-: ¿Crees que tiene algo contra mí?

– Lo ignoro -repuso el teniente Ohlsen, cansado-. Nunca se sabe si tiene o no algo contra alguien. Sólo se sabe cuando ocurre y entonces, suele ser demasiado tarde. Tal vez haya observado Stever, que anda sin hacer el menor ruido. Es el único soldado de todo el Ejército alemán que lleva gruesas suelas de goma. Tiene cuatro pares de botas así. Creo que son americanas. Si tiene algo contra usted, Stever, no tardará en advertirlo.

– Pero, nunca le he hecho nada, que yo sepa. Nunca le había visto, ni quiero volver a verle.

Al final, Stever casi gritaba. Tuvo miedo de sí mismo, y se tapó la boca con una mano, movió la cabeza, se quitó la gorra, se frotó el rostro y tocó los galones que llevaba en la manga.

– No soy más que un pequeño Obergefreiterque se limita a obedecer.

Se inclinó confidencialmente hacia el teniente Ohlsen, que estaba de pie junto a la pared, debajo de la ventana, según prescribía el reglamento.

– Voy a decirle algo. Aquí, el hombre peligroso es el Verraco,ese miserable. Es Stabsfeldwebel.Si el amigo del hombre de la guadaña quiere divertirse con alguno de nosotros por tu causa, sé bueno y explícale a ese diablo que se equivoca si persigue a un camarada. Es al Haupt-un StabsfeldwebelStahlschmidt a quien debe echarle el guante. Marius Alois Joseph Stahlschmidt. Con franqueza, ese pequeñajo no me gusta. Solicitaré el traslado en seguida. No quiero seguir aquí.

»Noto que ya no puedo más. Todos los que han salido de aquí volverán algún día. Y entonces, prefiero encontrarme a mil kilómetros de distancia. Explícale que yo no estoy aquí por los mismos motivos que el Verraco y el Buitre.A mí me trasladaron.

Sacó su cartilla militar y la enseñó al teniente Ohlsen para que pudiera comprobarlo.

– Mira. Pertenezco al 12.° Regimiento de Caballería, que está en París. Aquellos cretinos me echaron y me enviaron aquí. Nunca solicité el traslado. Incluso he pedido varias veces que me envíen a otra unidad, pero el Verracono quiere separarse de mí. Él me aprecia, pero yo a él, no. Dile a ese tipo lleno de cicatrices, que de buena gana le ayudaré a echar el guante a el Verraco ya el Buitre,y que si necesita una coartada cuando se los haya cargado, ¡maldita sea!, juraré por todos los diablos en favor suyo.

– ¿No cree usted en Dios, Stever?

– No, en realidad, no.

– ¿Nunca ha rezado, Stever?

– Sólo una o dos veces, cuando he estado muy apurado Ahora me ocuparé de ti, teniente, y te buscaré algo para leer. Pero, cuidado: que no lo encuentre el Verraco.No hay que temer a el Buitre.No tiene nada que hacer en mis calabozos. Y aquí tienes cigarrillos. Cógelos, muchacho. Somos camaradas, ¿no?

Stever escondió un paquete entero debajo del colchón.

– Fúmatelos junto a la boca de ventilación, teniente. Así no se notará el humo. -Iba a salir de la celda, pero cuando se disponía a cerrar la puerta, se volvió y dijo-: Esta noche, recibiremos nuestra ración de chocolate. Te daré la mía. La dejaré encima del depósito para que puedas cogerla cuando vayas al retrete. Pero, por favor, explícale a tu compañero que soy un buen sujeto. Piensa en los riesgos que corro por tu causa. Desde que te vi, te encontré simpático. ¿No observaste cómo te guiñé un ojo cuando llegaste? Y, sobre todo, no creas que tengo miedo. No le temo a nada en el mundo. Todos los que me conocen podrían explicártelo. Gané mis dos Cruces de Hierro en Polonia, y aquello fue duro. Fui el único de la Compañía que las recibió. Explícaselo a tu amigo. Yo también soy del frente. En Westa Plata, liquidé toda una Sección. Eso me valió la E. K. [32]. En Varsovia, destruí cuatro refugios antiaéreos con ayuda de lanzallamas. No escapó ni un polaco. Todos quedaron asados antes de haber tenido tiempo de abrir la boca. Por eso me concedieron la E. K. I. Ya ves, pues, que no soy ningún miedoso. Te aseguro que estuve a punto de llorar de decepción por no haber estado en Stalingrado. Pero tu amigo me hace temblar. ¿Utiliza un cuchillo? Quiero decir, ¿un puñal?

El teniente Ohlsen asintió con la cabeza.

Stever se estremeció y cerró de golpe la puerta del calabozo. Fue al lavabo, metió la cabeza bajo el chorro del agua fría y dejó que ésta manara durante cinco minutos. No se encontraba muy bien.

El teniente Ohlsen respiraba con fuerza. Limpió la cama en la que se había sentado Stever. Después, se sentó a su vez, con la cabeza entre las manos. Se sentía mejor. Tenía aliados.

Cuando el ObergefreiterStever hubo terminado de refrescarse, se dirigió tan aprisa como se lo permitían sus piernas, hacia el despacho de el Verraco.Estuvo a punto de olvidarse de llamar a la puerta. Las palabras brotaban de su boca a borbotones.

– ¿Ha visto los visitantes del número 9, Stabsfeld?¿Se ha fijado en el pequeño? Era el diablo en persona.

El Verracoexaminó a Stever. Sus astutos ojillos se entornaron hasta convertirse en dos rendijas.

– No te pongas nervioso, Stever. Sólo eran dos soldados. El pequeño debía de estar borracho. Tarareaba algo extraño, sobre la muerte, cuando se han marchado. Y si no estaba borracho, quizá haya recibido un cascote de granada. Iba encorvado bajo el peso de sus condecoraciones. Es una especie de idiota del frente que cree poder exhibir entre nosotros su escaparate de quincallería.

Stever se sentó en una silla y se enjugó la frente.

– ¡Menuda jeta! Avergonzaría hasta a un caníbal. ¿Se ha fijado en la larga cicatriz que le cruza el rostro y que cambia constantemente de color? ¿Y los ojos? Nunca los olvidaré. ¿Y las manos? Eran unas manos hechas para estrangular.

El Verracocogió el permiso de visita que estaba ante él, encima de la mesa, y murmuró a media voz:

– FeldwebelWillie Beier y suboficial Alfred Kalb.

– ¡Ese es! -gritó Stever-. Alfred Kalb. Me acordaré.

Examinaron el permiso de visita. De repente, el Verracodio un respingo.

– ¡Por todos los diablos del cielo y de la tierra! ¡Fíjese en esta firma!

– ¿Qué tiene? -preguntó Stever, sorprendido.

– Le consideraba una persona inteligente, ObergefreiterStever. De lo contrario, hace mucho tiempo que le habría enviado a un batallón del frente. Sólo trato con personas inteligentes. Las otras me embrutecen. ¿Cree que habría llegado adonde estoy si no hubiera utilizado el cerebro? ¡Mire bien esta firma, Stever, diantre!

Stever la estudió con atención y tuvo que confesarse que no veía nada extraño en ella. Pero se abstuvo de manifestarlo. Contestó prudentemente, para dejarse una puerta abierta:

– Sí, ahora que lo dice, mi Stabsfeldwebel,en esta firma hay algo anormal.

– ¡Es evidente! -gritó elVerraco-. Por fin lo ha captado. Se ha levantado el telón de acero. Pero ha necesitado tiempo, Stever. Tiene que acostarse más temprano, Obergefreiter.

Sacó una botella de whisky de un cajón del escritorio y llenó dos vasos.

– Tiene razón, Stever. Esta firma está falsificada. Por suerte, lo ha descubierto usted.

Stever estuvo a punto de protestar. Examinó de nuevo la firma y no comprendió por qué había de ser falsa.

– Fíjese, Stever -prosiguió el Verraco-. Hemos visto un buen número de permisos de visita en esta jaula, pero, ¿puede decirme cuándo hemos visto uno firmado por el SD StandartenführerPaul Bielert, en persona? No con una estampilla, sino con una verdadera firma, con estilográfica y tinta Esto es sencillamente imposible. Sería una prueba de degradación humana. Un hombre normal utiliza una estampilla siempre que puede. Usted mismo puede haber utilizado la mía.

– Jamás lo he hecho, Stabsfeld-protestó Stever, indignado.

El Verracorió pérfidamente.

– Tal vez lo haya hecho sin darse cuenta, Stever. Esas cosas no aparecen hasta la gran revisión, y entonces, si ha utilizado mi estampilla sin yo saberlo, está listo, Stever.

– ¿Por qué había de hacerlo, Stabsfeld’?

– Por muchísimos motivos, Stever. -El Verracose recostó en su sillón, para ponerse más cómodo y gozar con la excitación de Stever-. Tal vez la falta de dinero. Quizá la requisa de un producto para venderlo en el mercado negro Una estampilla como ésta sirve para muchas cosas, Stever. Lo sabe usted tan bien como yo. Forma parte de las personas inteligentes y éstas son unos truhanes más o menos importantes.

– Pero usted forma parte de las personas inteligentes, Stabsfeldwebel.

El Verracose disparó.

– ¡Mucho cuidado con lo que dice, Stever! No olvide que no es más que Obergefreiter.Sólo acaba de ser clasificado entre las personas inteligentes. Pero al diablo todo eso. Examinemos con mayor cuidado este permiso falso. Algo me dice que pronto tendremos aquí a esos dos tipos.

– Entonces, que Dios me perdone mis pecados -exclamó Stever-. Si de veras esto ocurre iré a la iglesia por lo menos una vez al mes, y presenciaré la misa mayor durante dos horas. Y juro que cada Navidad llevaré flores a la imagen de la Virgen. No olvide que las flores son caras en esa época del año. ¡Ver a ese pequeño diablo encadenado aquí, con nosotros! Le arrancaré los ojos. ¡Por todos los diablos que lo haré!

El Verracose frotó las manos, y preguntó, riendo:

– ¿Como el Buitrecon el comandante de Estado Mayor?

– ¡Exactamente! -gritó Stever, entusiasmado-. Con el pulgar. Un trapo en la boca, y la cosa ocurrirá sin ningún ruido.

– ¿Se cree capaz de hacerlo, Stever?

Stever se sonó.

– Con ese Alfred Kalb, sí. ¡Oh! Ya me siento mejor, Stabsfeld.Me parece verle entrar escoltado por dos tipos de la Gestapo.

El Verracoasintió con la cabeza, muy seguro de sí mismo.

Se sentía fuerte. Solicitó hablar con el primer secretario del comisario auditor, el FeldwebelRinken.

– Eh, Rinken, ¿eres tú? -empezó a decir con insolencia-. ¿Por qué diablos no te presentas para que pueda saber quién diablos hay al otro extremo de la línea? Aquí Stahlschmidt, el Haupt-und StabsfeldwebelStahlschmidt, de la cárcel de la guarnición. Acaban de visitarnos dos granujas. ¿Tienes un lápiz rojo, piojo? ¿Qué a quién llamo piojo? A ti, desde luego. ¿A quién, si no? Nunca formarás parte de las personas inteligentes, Rinken. Te has tragado demasiadas ordenanzas. Bueno, empieza a anotar los nombres, pero date prisa. ¡Diantre! No tengo mucho tiempo que perder con esos asuntos. Ya sabes lo ocupados que estamos, con todo el trabajo que nos traspasáis. Os lo tenemos que hacer todo. Sólo falta que un día vengas a pedirme que os envíe a mis hombres para que os limpien el trasero. ¿Que soy insolente? Contigo lo seré siempre que me plazca. No olvides que soy Stabsfeldwebel.Apunta, Rinken. FeldwebelWillie Beier. Suboficial Alfred Kalb. Es sobre todo este último el que me interesa. Es un diablo que ha sufrido un shock nervioso y que ahora constituye una amenaza pública. ¿Qué clase de amenaza? Esto a ti no te importa; cuídate de tus cosas y haz lo que te digo. Los dos pertenecen al Batallón de Guardia Blindados 27/1/5. Han forzado la entrada para visitar a un prisionero incomunicado, con ayuda de un permiso falso.

El Verracocalló un momento.

– Ocúpate tú mismo del resto, Rinken. Yo voy a preparar un calabozo para Kalb. Dile a la Policía que me lo traiga encadenado.

El FeldwebelRinken rió suavemente en el otro extreme de la línea.

– Oye, Stahlschmidt, ¿te has caído de cabeza? ¿Hay algo que te comprime? ¿Has ido al retrete esta mañana? A mí no me importa en absoluto tu asunto. Según el Heeresarmeevorschrift [33] 979 del 27 de abril de 1940, apartado 12, artículo 8, debes dar parte cuando una cosa así ocurre en tu sector. Por tu bien, espero que sólo se trate de una pesadilla. ¿Permiso falso de visita? ¿Contacto ilegal con un prisionero incomunicado? ¡Maldición! Supongo que habrás detenido a los dos tipos antes de que hayan salido de la cárcel.

Stever, que escuchaba por el otro auricular, lo soltó como si se hubiera quemado.

El Verraco,nervioso, tragó saliva.

– ¿Te has vuelto loco, Rinken? -consiguió balbucear por fin-. Sólo te estoy diciendo que me parece que el permiso de visita es falso.

– Sí, esto lo dices ahora, Stahlschmidt. Hace un rato me has explicado que esos dos granujas habían forzado la entrada del calabozo de un prisionero incomunicado, con ayuda de un permiso de visita falso, y tengo testigos de esta horrible afirmación. Tenemos escuchas, Stahlschmidt.

– No te excites, Rinken. Me importan un bledo tus testigos. Nunca he afirmado que ese permiso fuera falso. Sólo he dicho que lo creía.

Rinken se echó yreír.

– ¡Estás de broma, Stahlschmidt! Pero, escúchame bien. Esta historia ha ocurrido en tu territorio, en tu sector. Y nos has repetido infinidad de veces que eras el único responsable de las decisiones que tomabas en tu cárcel. Supongo, pues, que, si no te has vuelto completamente loco, hará ya mucho rato que tengas a esos dos tipos entre rejas. Ahora que he oído hablar del asunto, iré a ver al comisario auditor de guardia, el teniente coronel Segen, para anunciarle que tienes a dos tipos. Después, vendremos a buscarles para proceder al interrogatorio.

El Verracose enfureció terriblemente. Pegó una patada a un casco que había en el suelo, imaginándose que era Rinken.

– ¡Cállate, Rinken! No harás nada en absoluto. -Rió forzadamente.– Era una broma, Rinken. Sólo he querido engañarte.

Se produjo un breve silencio.

– No lo creo, Stahlschmidt. ¿Y quién ha firmado el permiso?

–  E l Bello Paul.

Se le había escapado el nombre. Sintió deseos de morderse la lengua. Ahora, había metido la pata hasta el cuello. Imposible retroceder.

Rinken se echó a reír.

– No eres muy listo, Stahlschmidt. Estoy impaciente por ver ese permiso de visita, y aún más, a tus dos prisioneros. Pero ahora voy al despacho del teniente coronel para comunicarle la sorpresa. Lo demás, es asunto tuyo, Stahlschmidt. Por cierto, ¿sabes que están formando un batallón de castigo en el Regimiento de Infantería? Andan como locos buscando suboficiales cualificados.

– ¡Cállate, Rinken, maldita sea! -empezó a decir el Verracocon humildad-. Deja tranquilo a tu teniente coronel. Nosotros, los suboficiales, hemos de apoyarnos mutuamente. De lo contrario, sería el fin del mundo. Ignoro en absoluto si ese permiso de visita es falso. Es sólo una idea que se me ha ocurrido, y no he detenido a nadie. Los dos tipos se han marchado.

– ¿Que se han marchado? -repitió Rinken, sorprendido, ocultando con dificultad una satánica satisfacción-. ¿Es que la gente entra y sale de esa cárcel como si se tratara de una taberna? Alguien les habrá ayudado a salir. ¿Quién les abre la puerta, Stahlschmidt? Tengo la impresión de que en tu cárcel ocurren cosas muy extrañas.

– Sabes muy bien, Rinken, quién es el que deja salir a la gente de aquí. Yo, y sólo yo. No seas cretino. Más vale que me aconsejes. Siempre has sido muy espabilado, Rinken. Te he considerado siempre como un amigo.

– Por cierto, ahora que te tengo al otro extremo de la línea -prosiguió Rinken, con frialdad-, espero que no hayas olvidado los cien marcos que me debes, más un interés del ochenta por ciento.

– Sabes muy bien que estoy seco, Rinken, Mis asuntos no marchan estos días. He comprado dos uniformes negros y he tenido que pagar cuatro veces su precio por un par de botas de oficial. Como Stabsfeldwebelno puedo andar por ahí hecho un andrajoso. Por otra parte, los cien marcos eran sin interés.

– No sé en qué pueden interesarme tus uniformes, Stahlschmidt. Me pediste prestados cien marcos con un interés del ochenta por ciento, y ahora lo niegas. Como quieras. Ahora mismo voy a ver al teniente coronel.

Se oyó un clic. Rinken había colgado.

El Verraco,aturdido, contempló unos instantes el teléfono.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Stever, quien, para no comprometerse con el teléfono, se había retirado a un rincón.

– ¡Cállate! -aulló el Verraco.

Y pegó un puntapié a una papelera, cuyo contenido se esparció por el suelo. El Verracodio dos o tres vueltas al despacho, escupió con furia sobre la foto de Himmler, que colgaba de la pared, y empezó a lanzarle invectivas.

– ¡Todo esto es culpa tuya, cretino! ¿Por qué diablos no te quedaste en Baviera?


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