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Gestapo
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 02:24

Текст книги "Gestapo"


Автор книги: Hassel Sven


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Военная проза


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– ¿Que si tengo ganas? -suspiró Hermanito.

Los rusos respiraron. Sin duda, entendían lo que decíamos.

La vieja no había dejado de toser, mientras se rascaba el vientre con ayuda de un cepillo de mango largo; escupió en el suelo y avanzó un paso hacia el Viejo.

– TovarichComandante, esta mujer es una soplona. Antes de vuestra llegada, tenía un amigo, un teniente de la NKVD. Denunció a su propia madre por haber matado ilegalmente un cerdo. Madre llevada a Siberia. Después, ha sido amiga de un SS Al mismo tiempo que se entendía con los cosacos de Vlassov.

Escupió de nuevo en el suelo.

– Ya sabes, tovarich,policías de la SD. Esa canalla denunció a todo el mundo a aquellos tipos. Tiene una pistola escondida tras el artesonado de la cocina. Cógela, para que podamos dormir en paz. Dios te lo agradecerá y todo el pueblo encenderá una vela por ti. Llévate su bastardo y devuélveselo a Hitler.

– ¿Dónde está tu pistola? -le preguntó el Viejoa la muchacha.

– Tengo derecho a tenerla -exclamó ésta, fuera de sí-. Estoy bajo la protección de la SS.

Antes de que pudiéramos rechistar, Hermanitole colocó el lazo alrededor del cuello. El rostro de la joven se volvió violáceo.

– ¡Bravo, soldado, estrangúlala! -gritaron los rusos.

El bebé lloró de una manera que destrozaba el alma; como si comprendiera la amenaza que se Cernía sobre su madre.

Hermanitorió, diabólico.

– Nuestro Feldwebelte ha preguntado dónde tenías el cacharro. Canta, pajarito.

El Viejose lanzó sobre Hermanitoy le golpeó furiosamente las manos con el cañón de su metralleta.

– Deja a esta muchacha o te derribo.

Hermanitoaflojó el lazo y se volvió hacia el Viejo,como alguien que no entiende nada.

– ¡Pero si es una soplona: ¿Por qué no he de tener derecho a estrangularla? Si no lo hago yo lo harán los otros… Podrías darme este gusto

– ¡Retírate! -gritó el Viejo,mientras quitaba el seguro de su metralleta.

Todos se apartaron de Hermanito.Tanto los rusos como; nosotros estábamos convencidos de que el Viejoiba a disparar.

Hermanitose guardó el lazo y apartó a la muchacha.

– Cuando esta guerra haya terminado, trataré de ser miembro de una sociedad parlamentaria, donde se tenga derecho a discutir razonablemente. Es muy fatigosa esta manía de meterte una metralleta ante las narices por un quítame allá esas pajas.

– ¿Dónde está tu pistola? -le preguntó e l Viejoa la muchacha.

– Aquí -contestó Porta desde la cocina. Enarbolaba una «PPD/38»-. No era difícil de encontrar; pero, de todos modos, es un juguete algo pesado para un gorrión como tú.

Enseñó dos cargadores suplementarios, o sea, tres veces setenta y una píldoras.

– ¿Está cargada con balas dun-dun? -preguntó el Viejo,incrédulo.

– Sí -repuso Porta, riendo.

Y sacó hábilmente una bala de un cargador y la lanzó contra la pared.

El proyectil estalló con ruido seco.

– Explosivo -comentó Barcelona-. Una joven de armas tomar. Con todos mis respetos.

El Viejofrunció el ceño.

– Llevaos la metralleta. Nos vamos. Si quieres salvar la vida, pequeña, desaparece. Pero a toda prisa. Si volvemos a encontrarte, dejaré libertad de acción a Hermanito.

– No tenéis derecho a quitarme mi arma -gritó la muchacha-. Me quejaré a las SS.

Dio media vuelta y se marchó.

Hermanitose frotó la nuez y lanzó una mirada hambrienta a la chica.

– Tal vez la próxima vez, pajarito.

– ¡No pueden dejarme aquí! -vociferó ella, histérica.

Pero ya habíamos desaparecido en la oscuridad.

– Ahorradme los detalles -dijo el Viejo,para cortar la conversación.

– Sin embargo, eres tú quien la ha condenado – replicó Barcelona.

– Se ha condenado ella misma -contestó secamente el Viejo.

– Tienes razón. Nadie tiene derecho a colocarse al margen de la comunidad.

Los cuervos protestaron con indignación cuando los ahuyentamos de los cadáveres. Porta disparó contra ellos. Los pajarracos se posaron en los árboles y empezaron a injuriarnos. Uno de ellos se había enredado las patas con unas tripas.

Heide lo mató con el cuchillo.

Habíamos arrancado todos los cadáveres para formar un gran montón en el interior de la cabaña.

Al ver esto, el teniente Ohlsen se puso a blasfemar. Exigió que los colocáramos el uno al lado del otro.

– Hay personas especialmente sensiblesle dijo Heide aBarcelona.

Los ordenamos, uno junto al otro, pero los oficiales que estaban en pijama en sus camas, con el cuello colgado, se quedaron allí En el suelo, la sangre formaba grandes manchas oscuras.

Las moscas zumbaban.

Los rusos habían llegado como los rayos en un cielo azul.

– T rabajo de gran precisiónadmiróHermanito.

En la radio resonó tina voz acariciadora:

– Liebhng, sollen wir traung oder glúcklith sein?

Lo regamos todo con gasolina Los oficiales muertos de la guarnición tuvieron derecho a una dosis especial.

Cuando hubimos terminado,Barcelona y yo lanzamos granadas al interior de la cabaña.

Algunos cadáveres se incorporaron a medias, como en el crematorio.

En el otro lado, los rusos cantaron con roces embriagadas:

Jesli sawta wojna

jesli sawtra pochod,

jesli wraschaja syla nahrina,

jak odyn tscbolowek.

«Cuando mañana llegue la guerra…», cantaban.

El Viejo miró en su dirección, detrás de las colinas, al otro lado del joven bosque.

– Ahí tienen su guerra, que tanto les gusta cantar.

COMPAÑÍA EN MISIÓN ESPECIAL

Alcanzamos a la Compañía en un bosque de abetos. El teniente Ohlsen estaba muy descontento por nuestra larga ausencia.

Los días siguientes participamos en varios combates desesperados con unidades rusas aisladas. En total, nos costó una docena de hombres. Nos habíamos convertido en expertos de aquella forma de guerra: la guerrilla.

A medida que transcurría el tiempo, el teniente estaba cada vez más nervioso. No teníamos la menos idea del lugar donde estaba el regimiento. Hubiésemos debido localizarlo mucho tiempo atrás.

Llevábamos con nosotros a seis prisioneros: un teniente y cinco soldados de Infantería. El teniente hablaba correctamente el alemán. Andaba delante de la Compañía, con el teniente Ohlsen. Ambos habían olvidado que eran enemigos.

Dos de los prisioneros llevaban la olla que contenía la bebida. Era de madrugada y bajábamos de la meseta. El sol nos iluminaba el rostro. Por eso no descubrimos la casita hasta llegar junto a ella. Un chalet de montaña, con una galería exterior. Dos soldados de Infantería montaban guardia ante la puerta.

Salieron dos oficiales. Uno de ellos, comandante, llevaba un monóculo que lanzaba destellos. Saludó, condescendiente, a nuestro jefe.

– Su Compañía parece algo desorganizada -gruño-. ¡Menuda pandilla! Supongo que puedo confiar en usted, teniente. Si no tengo que hacerle observar que somos especialistas del Consejo de Guerra. Me presento: teniente coronel De Vergil, comandante de este puesto. Tome posición con su Compañía en el lindero del bosque, hacia la cota 738, donde mi batallón tiene su flanco izquierdo, y establezca bien el contacto, teniente.

El teniente Ohlsen saludó, llevándose dos dedos a la gorra.

– ¿Qué mosca le ha picado? -gritó el comandante, nuevamente indignado-. ¿No sabe saludar de manera reglamentaria?

El teniente Ohlsen se cuadró.

– Bueno, ahora, un saludo y descansen, según la HDV -exigió el comandante, lleno de arrogancia.

El teniente Ohlsen unió los tacones y se llevó con presteza una mano a la gorra.

El comandante asintió con la cabeza.

– Bueno, esto es. De modo que sabía hacerlo, teniente. Aquí no queremos saludos personales ni ninguna otra forma de negligencia. Se le ha confiado un Batallón de Infantería prusiana. Métase eso en la cabeza, teniente.

Se irguió. Era evidente que estaba muy satisfecho de sí mismo.

– ¿Quiénes son esos monos que lleva con la Compañía?

– A sus órdenes, mi comandante. La 5.ª Compañía del 27 Regimiento Blindado trae prisioneros a un teniente enemigo y a cinco soldados de Infantería del 43 Regimiento de Montaña ruso.

– Hágales ahorcar -decidió el comandante-. A los piojos hay que aplastarlos.

– ¿Ahorcarles? -tartamudeó el teniente Ohlsen, incrédulo.

– ¿Es sordo? -preguntó el comandante.

Dio media vuelta y desapareció en el interior del chalet.

El teniente Ohlsen le siguió con la mirada, moviendo la cabeza. Conocía el género. Los maniáticos de la Cruz de Hierro. Héroes de guarnición que avanzarían sobre cadáveres para tener un pedazo de chatarra en el pecho.

El teniente ruso protestó:

– No dejará que nos ahorquen, ¿no es verdad, mi teniente?

– De ningún modo. Si hay que ahorcar a alguien, es a ese bufón.

En el primer piso, una ventana se abrió violentamente. Asomó el comandante:

– No quiero dejar de ponerle en guardia contra cualquier negligencia en la posición. Para su información, me permito repetirle que somos especialistas del Consejo de Guerra.

Rió malévolo y cerró la ventana con un golpe seco.

– ¡Vaya carnaval! -se dijo Porta en voz baja-, San Pedro, protégenos. Lo necesitamos mucho.

– Cállate, Porta -pidió el teniente Ohlsen-. No es momento para bromas.

El adjunto del comandante, un joven teniente, apareció en e umbral.

– Mi teniente, nuestro comandante ordena que se dirijan a la posición en formación reglamentaria.

– Bien -contestó, sonriendo, el teniente Ohlsen-. Estamos dispuestos a marchar directamente hasta el infierno.

El otro se encogió de hombros y contestó, indiferente:

– Como le parezca.

Hicimos nuestros agujeros un poco más lejos de la colina. El terreno era pesado, pero no demasiado duro. No tardamos mucho en terminar nuestros agujeros de tiradores.

Hermanito yPorta cantaban mientras trabajaban. Cada vez cantaban con mayor fuerza.

– Están bebiendo «schnaps» a escondidas -dijo Heide.

Los tenientes Ohlsen y Spät estaban sentados en uno de los agujeros y cuchicheaban con el teniente ruso. Ante ellos tenían un mapa que consultaban sin cesar. Barcelonasoltó una risita.

– Están dando el horario de los trenes al oficial de Iván.

– ¿Qué quieres decir? -interrogó Stege-. Nuestro teniente hace bien. No desea ahorcar al primero que llega, venga la orden de donde venga.

– ¿Crees que dejará marcharse a sus colegas? -dijo Heide, incrédulo.

– ¿Qué otra cosa, si no? -repuso Barcelona-. Sí aún están aquí cuando el comandante venga, los hará ahorcar por sus propios hombres y el teniente Ohlsen comparecerá ante un Consejo de Guerra… Desobediencia. Doce fusiles. ¡Pum!

– Creo que voy a hacer limpieza -observó Heide en voz alta -. No estoy de acuerdo con eso de dejar que se marchen esos tipos. De todos modos, nunca he comprendido por qué se hacen prisioneros. Un tiro en la nuca y te quedas tranquilo. Los cadáveres no crean problemas. Y además, ya lo podéis ver; nunca he hecho prisioneros.

– Y qué dirías si un día cayeses prisionero de los Iván y uno de ellos preparara su «Nagan», ¿eh?

Furioso, Heide lanzó una paletada de tierra a gran distancia.

– Ante todo, es inconcebible por lo que a mí concierne; pero aparte de esto, si ocurriera, esperaría el tiro en la nuca. Si no lo hicieran, les despreciaría. ¿Crees que temo estirar la pata? He sido el mejor suboficial de toda la guarnición. Hace nueve años que soy soldado. Nunca he sido capturado ni lo seré jamás. -Levantó un pie-. ¿Veis cómo la suela está impecablemente limpia? -Se volvió-. La raya de mi pantalón ¿está como es debido? Si tenéis un centímetro, venid a comprobar si mi corbata es reglamentaria. – Se quitó el casco ¿Llevo la raya derecha? ¿Está o no está mi cartuchera a dieciocho centímetros de la hebilla de mi cinturón? Y los pliegues del costado de mi capote, ¿no tienen tres centímetros? En mí todo está en regla. Siempre he sido igual desde el día en que decidí que el Ejército sería mi padre y mi madre. No me importan los motivos por los que un ejército lucha. Mataría a mi abuela si me lo ordenaran. Soy soldado porque me gusta serlo.

Había que reconocerlo. Heide era siempre perfectamente reglamentario. Incluso después de los cuerpo a cuerpo más feroces, siempre parecía a punto de presentarse a una revista.

– Pero, ¿qué relación tiene esto con dar el tiro de gracia a los prisioneros? -preguntó Stege.

– ¡Qué cabeza más dura tienes! -se burló Heide-. ¿Y tú has estudiado? ¡Vamos, anda! Yo sólo he ido a la escuela primaria, pero conozco la vida mucho mejor que tú y todos los demás asnos. ¿Has aprendido, por lo menos, a utilizar la bayoneta? ¿A detener los golpes y todo eso? ¿Te imaginas que es para coger prisioneros? ¿Disparar completamente oculto o a medias, apuntar bien, con la boca del arma en el borde, el colimador? Lo has aprendido todo, Hugo. Eres miembro de la sociedad desde hace cuatro años y no has entendido nada en absoluto. ¿Por qué tan pocos estudiantes llegan a comandante? No tienes más que mirarte… Gefreiterdespués de cuatro años. Yo necesité seis semanas. Al cabo de cinco meses, era suboficial, y en cuanto esta guerra termine me convertiré en oficial en un tiempo récord. El secreto consiste en entender lo que hay que entender. Coleccionad cadáveres. Divertios, y buena caza.

– Sin duda tienes razón -capituló Stege.

– Claro que la tengo. Y me cargaré a nuestros seis amigos en cuanto se las piren.

– Te denunciaré al teniente Ohlsen -dijo Stege.

– Hazlo -replicó Heide, riendo-. ¿Y qué crees que me hará? ¿Crees que me ocurrirá algo?

Se inclinó sobre su pala; lo oímos murmurar desde el fondo de su agujero

– ¡Vete al cuerno, pobre estudiante cretino!

Habíamos terminado de cavar los agujeros. Un obús cayó silbando. Un recluta lanzó un grito estridente y saltó fuera de su agujero.

– ¡Socorro! ¡Estoy herido!

Dos de sus camaradas fueron en su ayuda. Empezaron a correr hacia retaguardia, lejos de la posición. Barcelonahizo una mueca.

– Camarada, querido camarada, estás herido. Te llevaremos lejos de aquí. Te acompañaremos hasta la enfermería más remota.

– Sí, vaya suerte -se burlo Heide-. Precisamente antes de que esto empiece a animarse de veras. Esos héroes de pacotilla no saben luchar, pero no pierden el tiempo en aprender los trucos buenos.

Habíamos colocado nuestra olla en el fondo de un gran agujero. La habíamos cubierto con cuidado para que nada le ocurriera al jugo.

La luna desapareció detrás de una alfombra de nubes. La noche parecía un muro de terciopelo.

– ¡Qué silencio! -murmuró el Viejo-. Casi se diría que se le puede palpar.

– Es absurdo -observó Stege-. Tanto silencio produce miedo.

Oíamos un perro que ladraba a lo lejos.

– ¿Dónde diablos se ha metido Iván? -preguntó Barcelona.

El Viejole señaló los abetos, rígidos como centinelas.

– Están allí, en sus agujeros. Les asusta el silencio, como a nosotros.

– ¡Si por lo menos disparara alguien…! -dijo Heide-. Esta calma trastorna a cualquiera.

Una risa diabólica cortó como un cuchillo el silencio de la noche. Se la tenía que oír a varios kilómetros de distancia. Era Porta. Jugaba a los naipes con Hermanito, quien expresaba en voz alta sus dudas sóbrela honradez de su adversario.

Una ametralladora empezó a tabletear en el lado opuesto. Una de las nuestras contestó con dos salvas melancólicas. A lo lejos, se oyeron silbidos y gruñidos. Un océano de llamas subía y bajaba en detonaciones gigantescas. Se hubiera dicho que las montañas temblaban de miedo.

– Baterías de cohetes -observó el Viejo-. Afortunadamente no disparan contra nosotros.

Dos ametralladoras ladraron en la noche, como perros de guardia. Varios proyectiles luminosos extendieron silenciosamente sus rastros lejos, hacia el Norte.

Un agente de enlace que llegaba corriendo gritó como un loco:

– ¡Mensaje para el jefe de la 5.ª Compañía! ¡Mensaje para el jefe de la 5.ª Compañía!

– ¡Cállese de una vez! -exclamó el teniente Ohlsen-. Estás loco de atar. Agitarás todo el frente, si vociferas de esta manera.

– ¡Mi teniente! -gritó el agente de enlace-. Tiene que presentarse inmediatamente ante el comandante, para recibir órdenes importantes.

– ¡Lárguese en seguida! -gruñó el teniente Ohlsen, furioso.

– ¿De dónde habéis salido, soldados de pacotilla? -preguntó Porta, mirando al mensajero, muy pulcro, muy aseado.

– Mi Stabsgefreiter,hemos salido de Breslau, 49.° Regimiento de Infantería, Compañía de Estado Mayor.

– Lo sospechaba -se burló Porta-. Rompe filas, héroe, y ve a buscar tu Cruz de Hierro. Está en aquel estercolero.

El agente de enlace se retiró bruscamente.

Las montañas temblaron de nuevo, como si padecieran un dolor lancinante. Un fuego azul y rojizo atravesó el cielo. Todo el terreno estaba bañado por aquel océano de fuego. Entornábamos los ojos ante aquel infierno fulgurante. Nos acurrucábamos en nuestros agujeros. La angustia se apoderaba de nosotros. Era el límite de lo que un hombre puede resistir.

La selva de cohetes cayó a lo lejos, entre los rusos, enviando por el aire, tierra, piedras y cuerpos mutilados.

– En nombre del cielo -gimió Heide, secándose la frente-, estas baterías de «Do» [15]atemorizan al más pintado.

– Atención -aconsejó Steiner-. A los agujeros. Acurrucaos bien. Ahí llegan los Ivanes con sus órganos.

– ¡Qué malos ratos me hacen pasar con sus «Do» de mierda! Siempre tienen que estarlos utilizando -dijo Heide.

Antes de que hubiera terminado la frase, al otro lado, se produjo un temblor de tierra.

Saltábamos a los agujeros como perros llenos de frío y escondíamos la cabeza entre las manos.

Como un huracán, los cohetes de doce centímetros cruzaron el cielo y levantaron un muro de llamas inmediatamente detrás de nosotros.

Después, reinó el silencio.

Algunos reclutas se incorporaron. Ignoraban las costumbres de los rusos. El teniente Spät gritó para avisarles:

– ¡A los agujeros, pandilla de cretinos!

Luego, resonaron las detonaciones. Esta vez, los cohetes habían estallado delante de los agujeros.

– La próxima ráfaga nos caerá encima -nos predijo Barc elona.

– Sus puestos de observación están en los abetos -dijo Steiner-. Porta -gritó, asomando la cabeza-. Cárgate a ese fisgón, para que nos dejen en paz.

Porta se echó a reír.

– Con mucho gusto. Pero antes, tengo que verlo.

Estaba tendido de bruces sobre su agujero, y registraba las cimas de los abetos con sus gafas infrarrojas. Una invención diabólica que convertían la noche en día.

– Podría ir a buscarlo -propuso Hermanito,haciendo chasquear su lazo-. Se ensuciará en los calzones, si le hago cosquillas en la nuca.

– Quédese aquí -ordenó el teniente Spät.

La salva siguiente cayó entre los agujeros. Se oían gritos espantosos.

– De esta manera, nos dejan tranquilos un momento -dijo Barcelona.

– Sí, hasta que esos cretinos de la «Do» vuelvan a las andadas -replicó el Viejo.

– Abre los ojos, Porta -cuchicheó el legionario-. Allí baja.

– Allí, a la derecha del abeto grande -exclamó jubiloso Hermanito.

Porta se echó al hombro el fusil con teleobjetivo y buscó desesperadamente el blanco que le indicaban.

– ¿Dónde, maldita sea?

Hermanitole indicó el individuo.

– Tres dedos a la izquierda del árbol torcido. ¿Lo tienes?

– Sí.

– Apresúrate. Casi ha Llegado al suelo. Allí, un poco más hacia atrás.

– ¡Válgame Dios, ahí está! -exclamó Porta-. Es un pez gordo. Tiene la orden de Stalin y lleva barba. Voy a darle le mayor sorpresa de su vida. Y la última también.

– Pégale el pildorazo cuando esté a punto de desaparecer y se crea a salvo.

– Entendido -dijo Porta, al tiempo que disparaba.

La metralleta resonó con un ruido seco y maligno.

Porta se echó a reír.

– ¡Qué voltereta! Le he volado la mitad de la cabeza; sin duda no valía gran cosa.

– Bien, muchacho, pásame tu libreta. Voy a anotar el golpe -dijo el legionario.

Porta le alargó la libretita amarilla que poseían todos los buenos tiradores.

– Tienes muchos -exclamó el legionario, pasando las hojas.

– Yo he hecho otros tantos con mi lazo -intervino Hermanito-. Y es mucho más valeroso. Con el fusil infrarrojo permaneces a distancia. Con un lazo, tienes que ir a respirar ante las narices del individuo. ¿Has observado si tenía dientes de oro?

Porta meneó la cabeza.

– Ese cerdo no ha sonreído ni una sola vez -se lamentó-. Pero démonos una vuelta por allí: nos repartiremos las coronas, si es que las tiene. Era un pez gordo, de modo que tal vez tenga chismes de oro.

– Spät, le entrego la Compañía -gritó el teniente Ohlsen-. Voy a ver al comandante del grupo de asalto.

Saludó, salió de un salto de su agujero y corrió a refugiarse entre un grupo de casas, en la ladera de la colina.

Una ametralladora empezó a escupir proyectiles luminosos en dirección al teniente. Pero no la manejaba un especialista. Las salvas eran demasiado largas y el tiro demasiado corto.

Conocíamos al teniente Ohlsen y sabíamos que, en su fuero interno, debía estar furioso contra el tirador.

Sin aliento, llegó al chalet donde el comandante recibió su informe con indiferencia. Los siete presentes se sentaban alrededor de una mesa lujosamente dispuesta.

El teniente Ohlsen no podía dar crédito a lo que sus ojos veían. Mantel blanco. Flores en jarrones de cristal. Candelabro de siete brazos. Porcelana azul, garrafas de vino y ordenanzas que prestaban servicio con chaquetas blancas y las insignias del regimiento en las hombreras.

«Me he vuelto loco -se dijo Ohlsen-. O bien estoy soñando.»

El comandante se aseguró el monóculo y miró a aquel teniente del frente que tenía delante. Las botas llenas de barro. El uniforme negro estaba desgarrado y griseaba a causa de la suciedad de varios meses. Faltaba la mitad de las hojas de roble. La calavera de los húsares se veía, manchada y gris. Hacía mucho tiempo que no se la había pulido reglamentariamente. El rostro marchito del teniente estaba cubierto de suciedad. La cinta roja de su Cruz de Hierro estaba deshilachada. En el lugar de la medalla había un agujero. La medalla se había fundido cuando su tanque se incendió. La manga izquierda de su capote se sostenía sólo de un hilo. Su mano derecha estaba negra de sangre coagulada. El cierre de su pistolera había desaparecido. Su cinturón de oficial había sido sustituido por el de un soldado raso.

El comandante hizo una muesca de asco. Lo que estaba viendo no hacía más que confirmar su opinión. En realidad, había tenido el propósito de ofrecer un vaso de vino a aquel teniente de las trincheras. Buen vino generoso, traído de las bodegas de Breslau, el 49.º Regimiento de Infantería era un regimiento rico. Hasta entonces, había tenido dos batallones en Francia y uno en Dinamarca. Se iba al lugar donde desbordaba la leche y la miel. Fue una vida de opulencia para todos los del 49.º. En aquel Regimiento, nadie había estado en el frente, exceptuada la ocupación de Dinamarca, y Francia dos días antes del armisticio.

Después, llegó el día fatal para el Regimiento. Un cretino de la oficina de personal del Ejército, en la calle Bendler, tropezó con el nombre del comandante del Regimiento, el coronel Von der Graz. Fue nombrado general de Brigada y puesto al mando de una División de Infantería en los Balcanes. Se había esperado que su sucesor como comandante sería uno de los jefes de Batallón. Se disponía incluso de dos tenientes coroneles que iban a ser nombrados coroneles. El más viejo, cuyos antecesores llegaban hasta el 1.er Regimiento del rey de Prusia, ya empezaba a anunciar los cambios que iban a ocurrir cuando mandase el 49.º Regimiento de Infantería. Durante dos meses, actuó de segundo sustituto. Fueron los dos meses más hermosos que recuerda el Cuerpo de oficiales.

Un viernes por la mañana, a las diez menos veinte, cuando unas nubes negras se concentraban sobre el cuartel de color gris, un coronel desconocido se presentó para tomar el mando. Un coronel al que nadie conocía. Llegaba directamente de Demjamsk, donde había dirigido un grupo de asalto. Era un coronel con un ojo tapado por un parche negro. Alto, huesudo y gruñón. Se paseó todo el viernes por el cuartel, olfateando como un perro de caza, sin decir nada. Todos se sentían muy inquietos. Un obsequioso intendente de Estado Mayor tuvo la brillante idea de enseñar la bodega de los vinos a aquel espectro. Éste carraspeó, cogió una o dos botellas polvorientas, miró de pies a cabeza al intendente y se marchó sin abrir la boca. Su único ojo relampagueaba siniestramente. Una hora más tarde, el intendente de Estado Mayor estaba haciendo sus maletas. Su instinto le decía que muy pronto iba a abandonar el 49.º Regimiento. ¡Menuda pinta era aquel coronel!

Era tarde cuando por fin, el nuevo comandante se instaló en el sillón de su predecesor, tras el gran escritorio de caoba. El grueso de la oficialidad estaba desde hacía mucho rato en el casino, pero por primera vez en varios años, no había ambiente. El champaña tenía un gusto extraño.

Después, ocurrió la catástrofe. El espectro reunió a los oficiales. Hizo una ligera mueca al comprobar que la mitad de aquellos caballeros ya se habían marchado el jueves por la tarde para pasar el fin de semana. Desde luego, aquello era ilegal, pero, ¡hacía tanto tiempo que solía hacerse! Y, por lo demás, nadie volvía al cuartel antes del lunes.

El espectro pidió la lista de efectivos. Según el reglamento, debía ser llevada al día por los jefes de Compañía. Pero nadie se había preocupado de hacerlo desde hacía mucho tiempo. Se creía que lo hacían los Hauptfeldwebels.

El ayudante telefoneó a las Compañías. Conocía anticipadamente el resultado, pero sentía curiosidad por saber lo que ocurriría después. A él le importaba un bledo. Ya se las arreglaría. Su tío era segundo jefe del Estado Mayor de la parte de ejército que permanecía en territorio nacional. Dondequiera que se le destinara, estaría seguro. Y, además, Breslau empezaba a resultar aburrido.

Colgó el aparato; con astuta risita, comunicó al espectro el resultado de sus diversas llamadas.

– Mi comandante, se desconocen los efectivos. Todos los Hauptfeldwebelse han marchado, con permiso, a pasar el fin de semana. El grado más elevado que queda es el suboficial de guardia. Las oficinas están cerradas con llave.

El espectro se pasó pensativamente una mano por el parche negro.

– ¡Oficial de ordenanza! -gritó.

El teniente más joven acudió, y dijo con voz temblorosa:

– Teniente Hanns, barón Von Krupp, a sus órdenes, mi comandante.

El espectro murmuró:

– ¡Ah! De modo que también existe aquí. Teniente -prosiguió con voz estridente; se sentía acercarse la tormenta-, compruebe si por lo menos las puertas están vigiladas. Supongo que también los centinelas se habrán marchado a pasar el fin de semana.

Antes de que el teniente pudiera salir del despacho, lo llamó de nuevo.

– Dentro de un cuarto de hora le quiero otra vez aquí con la cifra exacta de efectivos existentes en el cuartel.

El barón Von Krupp, apodado espiritualmente el niño cañón,salió.

El ayudante estaba dispuesto a apostar que los efectivos serían aproximadamente de un treinta por ciento de lo que hubiesen debido ser. Hasta entonces, nadie se había interesado por aquellos detalles. Breslau quedaba lejos de Berlín. Nunca venía nadie por allí.

El espectro manifestó su sorpresa ante el hecho de que ni uno solo de los oficiales presentes tuviera una condecoración del frente.

– Nunca hemos estado en el frente -reveló el capitán Dose, el más estúpido de todo el Regimiento.

Por primera vez, el espectro sonrió; pero no era una sonrisa amable, no lo era más que la expresión que adoptó para decir:

– Ya irán. La guerra no ha terminado aún. No ha hecho más que empezar. En el futuro, necesitarán ustedes todos sus conocimientos militares. Confío en recibir durante la tarde una solicitud de cada uno de ustedes para ser destinados a una unidad del frente. -Luego, dirigiéndose al ayudante-: Envíe usted a los cuatro puntos cardinales telegramas con ese texto: Permiso anulado. Preséntese inmediatamente en el Regimiento. Estado de alarma 3. Firmado: Coronel Bahnwitz, comandante del Regimiento.Supongo que sabrá dónde están esos caballeros, ¿no?

El ayudante se encogió imperceptiblemente de hombros, y no contestó. En realidad, lo ignoraba por completo. Decidió enviar hombres a todos los bares y burdeles de la región, con el encargo de traer al mayor número posible; hecho esto, se despreocuparía del asunto. Miró al capitán Dose y decidió pasarle la papeleta. Le tocó en un hombro:

– Dose, tú eres oficial de permanencia.

El capitán Dose quedó tan sorprendido que se olvidó de protestar.

– Por lo tanto -prosiguió el otro-, a ti te corresponde en caso de alarma, reunir a todo el Regimiento.

Y alargó los telegramas al capitán, incapaz de hablar.

– Envía un telegrama a todos los que se han marchado con permiso. Como oficial de permanencia, debes de tener todas las direcciones.

El capitán Dose salió con pasos vacilantes.

El espectro observó con mirada impasible a su segundo y decidió conservarlo. Un hombre como aquél siempre resultaba útil. Si surgiera la necesidad, ya sabría librarse de él con ayuda de la Gestapo.

Con la muerte en el alma, el capitán Dose rebuscaba en el fichero de direcciones, bastante incompleto, deseando que un ataque aéreo destruyera de un modo fulminante los malditos papeles.

Pese a todos sus esfuerzos, sólo consiguió echarles el guante a nueve hombres, de los mil ochocientos que se habían marchado con permiso.

El lunes, regresaron todos, pensando con satisfacción en la alegría de explicar sus aventurillas más o menos picantes; pero encontraron el cuartel en plena efervescencia. En todos los escritorios de los oficiales, había un papelito con tres palabras escritas, tres palabras siniestras: «Vea al comandante.»

Los menos veteranos se precipitaron hacia allí. Los otros hicieron primero varias llamadas telefónicas para informarse. Los más listos cayeron bruscamente enfermos y llamaron al médico del Regimiento. Una hora más tarde, se marchaban del cuartel en una ambulancia.

Entre los primeros, figuraba el capitán, barón De Vergil, jefe de la Compañía de Estado Mayor. Tres horas más tarde, estaba en un batallón del frente. Es cierto que le habían nombrado comandante; pero esto no le causaba la menor alegría, porque, al mismo tiempo, había recibido la orden de salir hacia el frente del Este. Pese a que no poseía una gran imaginación, tenía cierto presentimiento de lo que le reservaba el destino.

Piojos, pensaba, estremeciéndose. Soldados sucios, gente que huele mal. Tenía ganas de llorar, pero se contenía. Un comandante que llora en el momento de partir hacia el frente ruso hubiese causado mala impresión.

Al cabo de ocho días, el 49.º Regimiento de Infantería había desaparecido. También la bodega de los vinos. Cada oficial se llevó una provisión. Nadie salió con menos de dos camiones llenos. El barón cogió tres.


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